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Ordier entró en la casa y cerró de un portazo. Fue al patio y se sentó en los almohadones esparcidos sobre las losas recalentadas por el sol.
Un pájaro salió revoloteando de la parra donde había estado posado, y Ordier alzó los ojos. La galería, el patio, las habitaciones… en todas partes había escintilas no detectadas que transformaban la casa en un escenario para un público invisible. Las incertidumbres persistían, y ahora se les había sumado la breve e intempestiva visita de Luovi.
Estaba acalorado y sin aliento luego de haber corrido detrás de la mujer, de modo que se desnudó y nadó unos minutos en la piscina.
Más tarde se paseó inquieto por el patio, tratando de ordenar sus pensamientos y transformar la ambigüedad en alguna certeza. No lo logró.
Las escintilas sin marca: estaba casi convencido de que las sembraban los qataari, aunque también era posible que el responsable fuese algún otro.
Jenessa: de acuerdo con Luovi ella lo había engañado, pero él intuía que no. (Ordier todavía confiaba en Jenessa, aunque Luovi había conseguido instilarle la sombra de una duda.)
El viaje a Muriseay: Parren había partido para Muriseay (¿hoy? ¿o dos días atrás?) a contratar un avión o a buscar el equipo monitor. Pero según Luovi el avión ya había hecho el trabajo; pero ¿por qué antes de que Parren tuviese listo el equipo de desciframiento?
Luovi: ¿dónde estaba ahora? ¿Regresando a la ciudad, o en algún lugar allá en el cerro?
Jenessa, otra vez: ¿dónde estaba ella ahora? ¿Había ido al puerto a ver partir el ferry, en la oficina, o en el camino, de vuelta a la casa?
El esperpento: ¿cuánto sabía Luovi de sus visitas a la celda secreta? ¿Y qué quiso decir del esperpento, «construido con ese propósito»? ¿Por qué había en el muro una celda de observación, con una vista panorámica de todo el valle?
Todas aquellas eran las dudas nuevas, las dudas adicionales que tenía que agradecerle a Luovi; las otras, las principales, subsistían.
Los qataari: ¿él los observaba, o ellos lo observaban a él?
La muchacha qataari: ¿era él, Ordier, un observador espontáneo, secreto e insospechado, o un participante elegido para un importante papel en el ritual?
Mientras vacilaba perplejo entre el libre albedrío y la contradicción, Ordier sabía que, paradójicamente, lo único cierto eran el ritual qataari y la muchacha qataari.
Estaba convencido de que si iba al esperpento y ponía los ojos en la grieta del muro, por quién sabe qué motivo, o combinación de motivos, la muchacha estaría allí esperando… y el ritual recomenzaría…
Y sabía que la elección dependía de él: no necesitaba volver nunca más a la celda del muro.
Sin pensarlo otra vez, Ordier entró en la casa, buscó los binoculares, y trepó por la pendiente hacia el esperpento.
Anduvo un corto trecho, y se volvió, diciéndose que esto era prueba de que elegía libremente. En realidad, iba en busca del detector de escintilas y tan pronto como tuvo el instrumento bajo el brazo, salió otra vez de la casa y fue hacia el portalón.
Llegó en pocos minutos al pie del esperpento y subió rápidamente los peldaños hasta la celda secreta. Antes de entrar dejó el detector, y tomando los binoculares examinó los campos alrededor de la casa. La carretera que llevaba a la ciudad estaba desierta y ni siquiera flotaba una mota de polvo que indicara que un automóvil podía haber pasado por allí pocos minutos antes. Escudriñó las partes visibles del cerro, buscando a Luovi, pero en el sitio donde hablaran por última vez —un paraje de peñascos altos y sueltos— no había ningún rastro de ella.
A lo lejos, la ciudad reposaba en el aire caldeado y diáfano, y parecía silenciosa y abandonada.
Ordier retrocedió, se escurrió entre las losas, y entró en la celda. Al instante lo asaltó la fragancia mórbida y penetrante de las rosas qataari; era un olor que él asociaba con la muchacha, el valle, el ritual, un olor que parecía sutilmente ilícito, sexualmente provocativo.
Puso los binoculares en la repisa y abrió el detector de escintilas. Esperó un momento antes de encenderlo, temeroso de lo que pudiera encontrar. Si había escintilas allí, dentro de la celda, entonces sabría más allá de toda duda que los qataari habían estado observándolo.
Levantó la antena hasta la altura máxima y tocó el conmutador… y en ese mismo momento el parlante emitió un ensordecedor rugido electrónico, que se desvaneció casi en seguida.
Ordier, que involuntariamente había apartado la mano, movió la antena de dirección y sacudió el instrumento, pero no hubo ningún otro sonido. Cerró el conmutador, preguntándose qué andaría mal.
Llevó el detector a la luz del sol y de nuevo apretó el conmutador. Además de la señal sonora, había, en la cara lateral, varios cuadrantes calibrados que registraban la presencia y la distancia de las escintilas detectadas; todos los circuitos estaban muertos. Ordier sacudió el aparato, resoplando, exasperado, sabiendo que el detector había funcionado bien poco antes.
Cuando examinó las pilas, descubrió que estaban descargadas.
Se maldijo por el descuido, y dejó el detector en el escalón. Era inservible y ahora había otra incertidumbre. ¿Estaba la celda sembrada de escintilas, o no lo estaba? Aquélla súbita explosión de ruidos electrónicos, ¿había sido el estertor agónico de las pilas, o el aparato había llegado a detectar las escintilas en un último microsegundo?
Volvió a la celda claustrofóbica y recogió los binoculares. Los pétalos de las rosas qataari eran una espesa alfombra sobre la superficie de la roca en que Ordier se instalaba habitualmente; y al aproximarse a la grieta del muro vio que allí había pétalos, en una pila que casi bloqueaba la abertura. Sin importarle si caían de vuelta en la celda o fuera en el valle, los barrió con los dedos y con movimientos arrastrados de los pies. La fragancia se elevó alrededor como un polen, y Ordier tuvo una fuerte impresión de embriaguez, pasión, excitación, intoxicación.
Trató de recordar la primera vez que había encontrado pétalos allí en la celda. Había soplado un viento fuerte, a ráfagas; quizás el viento los había traído y habían entrado casualmente por la grieta. ¿Pero anoche? ¿Había habido viento anoche? No pudo acordarse.
Ordier sacudió la cabeza tratando de pensar con claridad. Primero todas las confusiones de la mañana, y luego Luovi. Las pilas muertas. Los pétalos perfumados.
Le parecía, en la sofocante oscuridad de la celda, que fuerzas más poderosas estaban urdiendo toda esa trama con el propósito de confundirlo y desorientarlo.
Si tales fuerzas existían de veras, él sabía de dónde venían.
Como si esta certeza fuese una luz apenas vislumbrada detrás de una niebla, Ordier la enfocó y la persiguió a tientas mentalmente.
Los qataari habían estado observándolo, todo el tiempo. Y lo habían elegido, lo habían puesto en esa celda, lo habían llevado allí a observar. Todo movimiento en la celda, todo aliento contenido, toda palabra musitada, las intenciones, reacciones y pensamientos propios del voyeur… todo había sido registrado por los qataari. Todo era descifrado y analizado, y comparado con lo que hacían ellos mismos, y luego actuaban de acuerdo con lo que ellos interpretaban.
Se había convertido en una escintila para los qataari.
Ordier se aferró a una punta de roca que sobresalía del muro, y trató de calmarse. Le costaba mantenerse en pie, como si sus propios pensamientos fuesen una fuerza material que podía sacarlo de la celda. Era la locura.
En el día que descubriera la celda, cuando todo comenzó, él había estado escondido, y los qataari no habían advertido que él estaba allí. Había observado a los qataari, y ahora comprendía poco a poco la naturaleza de ese privilegio robado. Había visto a la muchacha que iba y venía entre los rosales, cortando las flores y echándolas en el cesto que llevaba a la espalda. Ella había sido una entre muchas. Él no había hablado excepto con el pensamiento, y los qataari no se habían dado cuenta de nada.
Lo demás era casualidad y coincidencia… tenía que serlo.
Tranquilizado, Ordier se inclinó hacia adelante y apoyó la frente contra la roca por encima de la ranura. Miró abajo, la arena circular allá en el valle.