III

Por la noche, Ordier fue en el automóvil al apartamento de Jenessa en Ciudad de Tumo. Iba a desgana, en parte a causa de la obligación social de conversar con gente desconocida —algo que por lo general prefería no hacer— y en parte porque hablarían sobre todo de los refugiados qataari. Jenessa había dicho que el visitante era un colega, es decir un antropólogo, y los antropólogos sólo iban a Tumo a estudiar a los qataari. Desde aquel descubrimiento en el castillo esperpéntico, cualquier conversación sobre los qataari le parecía insoportable, como si estuviesen invadiendo un dominio privado. Por esta y otras razones, Ordier nunca le había dicho a Jenessa lo que sabía.

Los otros invitados ya estaban allí cuando Ordier entró, y Jenessa los presentó como Jacj y Luovi Parren. La primera impresión de Ordier fue desfavorable; Parren era un hombre bajo, obseso e intenso, que sacudió la mano de Ordier con movimientos nerviosos y en el acto se volvió para continuar la conversación con Jenessa, que la llegada de Ordier había interrumpido. Por lo común, a Ordier le habría molestado el desaire, pero Jenessa le echó una mirada apaciguadora, y de cualquier modo él no estaba de humor para tratar de simpatizar con el hombre.

Se sirvió un trago y fue a sentarse junto a Luovi, la mujer de Parren.

Durante los aperitivos y la comida, hablaron sólo de generalidades, con las islas del Archipiélago como tema principal. Parren y su mujer acababan de llegar del norte, y querían saberlo todo acerca de las diferentes islas donde podrían poner casa. Las únicas islas que hasta entonces habían visitado eran Muriseay —a donde iba la mayoría de los inmigrantes— y Tumo.

Ordier notó que cuando él y Jenessa hablaban de las otras islas, era Luovi quien parecía más interesada, y no dejaba de preguntar a qué distancia estaban de Tumo.

—Jacj necesita estar cerca de su trabajo —le explicó a Ordier.

—Creo habértelo dicho, Yvann —dijo Jenessa—. Jacj ha venido aquí con el propósito de estudiar a los qataari.

—Sí, desde luego.

—Sé lo que piensa, Ordier —dijo Parren—. ¿Por qué yo tendría éxito donde otros han fracasado? Permítame que le diga que yo no hubiera abandonado el continente en pos de una meta inalcanzable. Hay medios que no se han intentado todavía.

—Hablábamos de eso antes de que llegaras —le dijo Jenessa—. Jacj piensa que tiene más probabilidades que nosotros.

—¿Y a ti que te parece? —preguntó Ordier.

Jenessa se encogió de hombros y miró a Jacj y a la mujer.

—Yo no tengo ambiciones.

—La ambición, querida Jenessa, es el fundamento del éxito.

La sonrisa de Luovi a través de la mesa, primero a Jenessa, luego a Ordier, era indescifrable.

—¿Para un antropólogo social? —dijo Ordier.

—Para cualquier científico. Jacj ha tomado una licencia en medio de una carrera brillante para venir a estudiar a los qataari. Pero sin duda usted conoce los trabajos de Jacj.

—Por supuesto.

Ordier se estaba preguntando cuánto tiempo tardaría Parren, o Luovi, en descubrir que nadie tomaba jamás una «licencia» para visitar el Archipiélago. Le divertía pensar que quizá Luovi imaginase, anticipando el éxito de su marido, que una investigación a fondo de la sociedad qataari tendría como resultado un billete de regreso al norte, donde la brillante carrera sería reanudada. En las islas había cientos de exiliados que alguna vez habían alimentado ilusiones parecidas.

Ordier miraba con disimulo a Jenessa, tratando de adivinar qué pensaría ella de todo eso. Había sido sincera cuando confesó que no tenía ambiciones personales, pero esa no era toda la verdad.

Como nativa del Archipiélago, Jenessa compartía el sentimiento nacionalista de los otros isleños, que para Ordier era una mera invención. Hablaba a veces de la historia del Archipiélago, de los años lejanos en que se había firmado el Pacto de Neutralidad. Unas pocas de las islas se habían resistido a la neutralización forzosa, y durante años se mantuvieron así unidas; pero por último las grandes naciones del norte habían doblegado toda resistencia. Decían que ahora todo el Archipiélago estaba pacificado, aunque el contacto entre las islas, para la mayoría de la población, se limitaba al correo que transportaban los ferrys, y uno nunca sabía a ciencia cierta qué estaba pasando en las regiones más remotas del Archipiélago. De tanto en tanto había rumores de sabotaje en alguna de las islas, o de que habían atacado los campamentos de descanso del ejército; pero en general todo el mundo esperaba a que la guerra concluyese.

El trabajo de Jenessa tenía en realidad un propósito, aunque nada parecido a la agresiva aspiración a la fama de Jacj Parren. Ordier sabía que para ella, y otros científicos nativos de la isla, el conocimiento era la llave de la libertad, y que cuando la guerra terminase, ese conocimiento ayudaría a liberar el Archipiélago. Jenessa no esperaba ningún resultado inmediato de lo que ella hacía —sin acceso a las sociedades culturalmente dominantes del norte, toda investigación sería fútil— aunque de cualquier modo era también conocimiento científico.

—¿Cuál es el papel de usted en todo esto, Yvann? —estaba diciendo Parren—. Usted no es antropólogo, tengo entendido.

—Correcto. Estoy jubilado.

—¿Tan joven?

—No tan joven como parece.

—Jenessa me estuvo contando que usted vive allá arriba, cerca del valle de los qataari. ¿No es posible, supongo, ver el campamento desde allí?

—Se puede subir por las rocas —dijo Ordier—. Yo lo llevaré arriba, si quiere. Pero no verá nada. Los qataari tienen vigías en todo el cerro.

—¡Ah… en ese caso podría ver a los vigías!

—Desde luego. Pero no le resultaría muy interesante. No bien lo ven a usted, le vuelven la espalda.

Parren estaba encendiendo un cigarro en una de las velas que había sobre la mesa; se recostó en la silla con una sonrisa y sopló el humo en el aire.

—Una forma de respuesta.

—La única —dijo Jenessa—. Como observación no tiene valor alguno, pues depende de la presencia del observador.

—Pero es parte de una norma.

—¿Sí? —dijo Jenessa—. ¿Cómo podemos comprobarlo? Lo importante es saber qué harían si no estuviéramos aquí.

—Pero usted misma dice que eso no se puede saber —concluyó Parren.

—¿Y si nosotros no estuviéramos aquí? ¿Si no hubiese nadie más en la isla?

—Bueno, eso es entrar en el mundo de lo fantástico. La antropología es una ciencia pragmática, querida mía. El impacto del mundo moderno sobre las sociedades aisladas interesa tanto como las sociedades mismas. Si es preciso, impondremos nuestra presencia a los qataari y evaluaremos la respuesta a esa intromisión. Como estudio es mejor que nada.

—¿Cree que no lo hemos intentado? —dijo Jenessa—. Fue todo inútil. Los qataari esperan a que nos vayamos, y esperan y esperan…

—Lo que dije. Una forma de respuesta.

—¡Pero sin ningún significado! —dijo Jenessa—. Al fin se convierte en una guerra de paciencia.

—¿Qué ganarían los qataari?

—Mire, Jacj, —Jenessa, ahora visiblemente irritada, se inclinaba hacia adelante por encima de la mesa, y Ordier notó que un mechón de cabello le caía sobre el postre, todavía intacto en el plato—. Cuando los qataari desembarcaron aquí por primera vez, hace un año y medio, un equipo fue al campamento. Estuvimos probando precisamente la clase de respuesta de que usted habla. No tratamos de pasar inadvertidos y no ocultamos nuestros propósitos. Los qataari esperaron. Sentados o de pie, exactamente en los mismos sitios en que estaban cuando nos vieron. ¡No hicieron nada durante diecisiete días! No comieron, no bebieron, no hablaron. Dormían donde estaban, y si el sitio era un charco de barro o una piedra no les importaba.

—¿Y los niños?

—Los niños también… igual que los adultos.

—¿Y las funciones biológicas? ¿Y las mujeres embarazadas? ¿También ellas esperaron así a que ustedes se fueran?

—Sí, Jacj. En realidad, suspendimos el experimento a causa de dos mujeres embarazadas. Teníamos miedo de lo que pudiera ocurrirles. Por último, hubo que llevarlas al hospital. Una de ellas perdió el niño.

—¿Se resistieron a que las llevaran?

—Desde luego que no.

Luovi dijo:

—¡Pero entonces Jacj está en lo cierto! Es una respuesta social al mundo exterior.

—¡No es ninguna respuesta! —dijo Jenessa—. Es todo lo contrario de una respuesta, es la suspensión de toda actividad. Podría verlo en las películas que hicimos… la gente ni siquiera se impacientaba. No hacían otra cosa que observarnos y esperar a que nos fuésemos.

—¿Entonces estaban en una especie de trance?

—¡No! ¡Estaban esperando!

Advirtiendo la expresión animada de Jenessa, Ordier se preguntó si no reconocía en ella parte de su propio dilema frente a los qataari. Jenessa había proclamado siempre que su interés por los qataari era puramente científico; sin embargo, en cualquier otra situación era raro que no mostrase una reacción emotiva. Y los qataari eran criaturas especiales, no sólo para los antropólogos.

De todas las razas del mundo, los qataari eran a la vez los más y los menos conocidos. No había ninguna nación en el continente septentrional que no hubiera tenido o no tuviera algún vínculo histórico o social con los qataari. Para un país los qataari eran los guerreros que habían combatido junto con ellos en un tiempo olvidado; para otro, eran los arquitectos y albañiles que habían construido los edificios públicos o los palacios; para un tercero eran los médicos que habían venido a curarlos en épocas de peste.

Físicamente, los qataari eran un pueblo hermoso: en el país del propio Ordier se decía, por ejemplo, que el modelo de Edrona —símbolo de la potencia, la sabiduría y el misterio masculinos, perpetuado en una aplaudida escultura de mármol— había sido un qataari. Asimismo el retrato de una mujer qataari, pintado por Vaskarreta nueve siglos atrás, era para muchos la encarnación misma de la belleza concupiscente y la pasión virginal; ese mismo rostro, pirateado en aras del comercio, resplandecía en los rótulos de una docena de diferentes tipos de cosméticos.

No obstante, pese a todas las leyendas y apariciones históricas, el mundo civilizado no sabía casi nada de la tierra natal de los qataari.

Los qataari eran oriundos del continente meridional, el turbulento territorio donde se librara la guerra durante los dos últimos siglos. En la costa septentrional de la península, un dedo de tierra largo y rocoso apuntaba al Mar Medio y parecía estirarse hacia las islas más meridionales del Archipiélago de Sueño. La península estaba unida al continente por un istmo estrecho y pantanoso, y más allá, donde se alzaban las primeras montañas, siempre había una hilera de vigías… pero vigías muy singulares. Los qataari no trataban de impedir que otros entrasen, pero estaban siempre atentos a la llegada de algún intruso. Pocas personas, en realidad, habían estado alguna vez en la península. La vía terrestre cruzaba una jungla enmarañada, y el acceso por mar era difícil, pues a lo largo de toda la costa rocosa había sólo un pequeño espigón. Los qataari parecían bastarse a sí mismos, en todo sentido. Las costumbres, la cultura y la organización comunitarias de los qataari eran prácticamente desconocidas.

De la importancia cultural de los qataari no cabía ninguna duda: un auténtico eslabón evolutivo entre las naciones civilizadas del norte, los pueblos del Archipiélago y los campesinos bárbaros del sur. Varios etnólogos habían visitado la península en el correr de los años, pero todos los esfuerzos habían fracasado a causa de esa misma espera silenciosa de que había hablado Jenessa.

Un solo aspecto de la vida de los qataari había salido a la luz, aunque los detalles eran en parte conocimiento y en parte meras conjeturas: los qataari dramatizaban. Las fotografías aéreas y los informes de los visitantes revelaban que había auditorios al aire libre en todas las aldeas, y que siempre había gente allí reunida. La hipótesis común era que los qataari recurrían al drama como un medio simbólico de acción: para tomar alguna decisión, para la resolución de los problemas, para las celebraciones. Las contadas obras de la literatura qataari que habían llegado a las bibliotecas del mundo desconcertaban a los lectores no qataari: una prosa y una poesía impenetrablemente elípticas, y personajes simbólicos que tenían muchos nombres formales, familiares o adoptados, y parecían ser parte de una trama mucho más vasta que la que podía deducirse del tema. Las tesis sobre literatura qataari eran una actividad popular en las universidades septentrionales.

Los contados qataari que viajaban, que visitaban el continente norte, hablaban con ambigüedad de estos temas, quizá porque se veían a sí mismos como actores de un drama cultural. Un qataari, en el país de Ordier algunos años antes, había sido filmado en secreto mientras estaba a solas; viviendo sin duda algún drama personal, el qataari se reconvenía a sí mismo, declamaba ante una audiencia imaginaria, lloraba y gritaba. Nadie advirtió algo insólito en el comportamiento de este hombre cuando pocos minutos después apareció en una recepción pública.

La guerra había llegado, inevitablemente, a la península qataari. Había comenzado cuando uno de los bandos empezó a construir una base de aguas profundas en el extremo septentrional de la península. Como la zona no había sido reclamada por ninguna de las partes, esto puso fin a la neutralidad de que habían disfrutado hasta entonces los qataari. El bando contrario había invadido la península, y al poco tiempo los combates fueron devastadores. Pronto los qataari, como el resto del continente, conocieron la aniquiladora totalidad de la guerra: los gases de disociación neural, las escintilas, los lanzallamas, las lluvias de ácidos. Las aldeas desaparecieron, las plantaciones de rosas se incendiaron, la gente murió por millares; la sociedad qataari fue destruida en pocas semanas.

Una misión de socorro llegó del norte, y al cabo de unas pocas semanas más los sobrevivientes habían sido evacuados sin resistencia, y trasladados a Tumo —una de las islas más próximas a la península— donde levantaron para ellos un campo de refugiados. Eran alojados y alimentados por las autoridades tumotas, pero los qataari, tan independientes como siempre, hicieron cuanto pudieron por cerrar el campamento al mundo exterior. Ya en los primeros días instalaron unos grandes telones de lienzo alrededor de la cerca de alambre; vigías silenciosos custodiaban las entradas. Todos los que desde entonces entraron en el campamento —equipos médicos, asesores agrícolas, maestros de obras— regresaban con el mismo informe: los qataari estaban esperando.

No era una espera cortés, no era una espera impaciente. Como había dicho Jenessa, era una suspensión de toda actividad, un largo silencio.

Ordier advirtió que Jacj Parren y Jenessa continuaban con la misma discusión y que Parren le hablaba a él:

—… ¿dice que si escaláramos ese cerro de usted podríamos ver a los vigías?

Jenessa se adelantó a contestar:

—Sí.

—Pero ¿qué hacen? Yo tenía entendido que nunca salían del campamento.

—Cultivan rosas en el valle. Las rosas qataari.

Parren se recostó en su silla con un gruñido de satisfacción.

—¡Entonces al menos se los puede estudiar mientras cultivan!

Jenessa miró a Ordier como pidiendo ayuda. Él la miró también, con un rostro deliberadamente inexpresivo. Estaba inclinado hacia adelante con los codos apoyados en el borde de la mesa, las manos unidas sobre la cara. Se había dado una ducha esta tarde antes de ir al apartamento de Jenessa, pero aún conservaba una cierta fragancia en la piel. Podía notarla mientras le devolvía la mirada a Jenessa, sintiendo un resto de la placentera excitación sexual que había sido inducida por los pétalos de las rosas qataari.