I

Algunas veces Jenessa, como si se resistiera volver a las frustraciones de su empleo, tardaba en marcharse por las mañanas, y cuando en esas ocasiones ella remoloneaba en casa de Yvann Ordier, a él le costaba no mostrarse impaciente. Esta era una de esas mañanas, y mientras ella se bañaba, él acechaba, nervioso, del otro lado del cubículo de la ducha, jugueteando con el estuche de cuero bruñido de los binoculares.

Ordier estaba atento a cada uno de los movimientos de Jenessa; cualquier alteración del sonido revelaba una imagen, tan clara como si la puerta estuviese abierta y la cortina de plástico descorrida: las gotas que salpicaban la cortina cuando Jenessa levantaba un brazo, el siseo atenuado del agua cuando se agachaba para lavarse una pierna, el chasquido sordo de los goterones jabonosos contra las baldosas cuando se erguía para enjabonarse el cabello. Podía imaginar con todo detalle el cuerpo reluciente de Jenessa, y al recordar cómo habían hecho el amor la noche pasada, la deseó otra vez.

Comprendió que no podía quedarse allí de pie junto a la puerta, en una actitud de espera demasiado obvia. De modo que dejó el estuche de los binoculares y fue a la cocina y preparó un poco de café. Lo coló y lo dejó sobre la plancha caliente. Jenessa aún no había terminado de bañarse. Ordier se detuvo junto a la puerta del cubículo y supo por el ruido del agua que ella se estaba enjuagando el pelo. Podía imaginarla con la cara levantada hacia la ducha, el pelo largo y oscuro empastado y pegoteado por detrás de las orejas. A menudo ella permanecía en esa posición varios minutos, dejando que el agua le entrase en la boca abierta antes de que se escurriese y le corriera por todo el cuerpo: dos corrientes gemelas de gotas que caían desde los pezones, un arroyo diminuto que serpenteaba entre el vello del pubis, la película delgada que le abrillantaba las nalgas y los muslos.

De nuevo desdoblado entre el deseo y la impaciencia, Ordier fue hasta el escritorio, lo abrió y sacó el detector de escintilas.

Examinó las pilas ante todo; estaban buenas, pero supo que pronto tendría que reemplazarlas. Utilizaba con frecuencia el detector porque unas semanas antes, de manera casual, había descubierto una invasión de aquellas escintilas microscópicas, y desde entonces las había buscado día tras día.

Hubo una señal en el instante en que encendió el detector, y Ordier recorrió la casa atento a los débiles cambios de tono y volumen del gemido electrónico. Siguió el rastro de la escintila hasta la alcoba, y moviendo el circuito direccional y manteniendo el instrumento muy cerca del suelo, la encontró un momento después. Estaba en la alfombra, cerca de una silla donde Jenessa había dejado sus ropas.

Ordier separó los mechones de la alfombra y recogió la escintila con un par de pinzas. La llevó al estudio. Era la tercera que descubría esa semana, y aunque parecía posible que hubiera llegado a la casa en los zapatos de alguien, no dejaba de ser inquietante que estuviese allí. La puso sobre una platina y la observó por el microscopio. No tenía número de serie.

Jenessa había salido de la ducha, y estaba de pie junto a la puerta del estudio.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Otra escintila —dijo Ordier—. En la alcoba.

—Te pasas el tiempo encontrándolas. Tenía entendido que no eran detectables.

—Tengo un instrumento.

—Nunca me lo dijiste.

Ordier se enderezó y se volvió a mirarla. Estaba desnuda, con un turbante de toalla dorada alrededor del pelo.

—He preparado un poco de café —dijo—. Tomémoslo en el patio.

Jenessa echó a andar, con las piernas y la espalda todavía mojadas. Ordier la observó pensando en otra mujer, la muchacha qataari del valle, y deseando poder tener una relación distinta con Jenessa, menos complicada. En las últimas semanas ella se había vuelto para él más inmediata y a la vez más distante, pues despertaba en él deseos y necesidades que la muchacha qataari no podía satisfacer.

Se volvió al microscopio y retiró con cuidado la platina. Dejó caer la escintila en una caja hermética —a prueba de luz y de sonidos— donde ya estaban guardadas veinte o más de las lentes diminutas, y luego fue a la cocina. Recogió las tazas y la cafetera y salió al calor y al rasguido de las cigarras.

Jenessa, sentada al sol del patio, se desenredaba los cabellos largos y finos. Mientras el sol se movía sobre ella, el agua se secó y ella le habló de los planes del día.

—Hay alguien que me gustaría que conocieras —dijo—. Viene a cenar esta noche.

—¿Quién es? —dijo Ordier; le molestaba que lo sacaran de la rutina diaria.

—Un colega. Acaba de llegar del norte.

Jenessa estaba sentada de espalda al sol, y la luz brillante le envolvía el cuerpo bronceado. Se sentía a sus anchas desnuda; hermosa y sexual, y consciente de serlo.

—¿A qué ha venido?

—A tratar de observar a los qataari. Al parecer, conoce las dificultades, pero ha obtenido una beca. Supongo que tiene derecho a gastarla.

—Pero ¿por qué tengo que conocerlo?

Jenessa se inclinó hacia adelante, y le retuvo brevemente la mano.

—No tienes por qué… pero a mí me gustaría.

Ordier estaba revolviendo el azúcar en el tazón; se amontonaba y arremolinaba como si fuera un líquido viscoso. Cualquiera de los granos era mayor que una escintila, y un centenar de esas lentes diminutas pasarían quizá inadvertidas metidas en el azúcar. ¿Cuántas escintilas quedarían en la borra del café, cuántas eran tragadas por accidente?

Jenessa se recostó en la reposera y los pechos se le aplanaron. Tenía los pezones erectos y había levantado una pierna, sabiendo que él estaba admirándola.

—Te gusta observar —dijo, y le echó una mirada astuta con ojos oscuros y sombreados, y cuando se volvió hacia él sobre el flanco, los pechos grandes parecieron henchirse otra vez—. Pero no te gusta que te observen ¿verdad?

—¿A qué te refieres?

—A las escintilas. Te quedas muy callado cada vez que encuentras una.

—¿De veras? —Ignoraba que Jenessa lo hubiese notado. Él siempre trataba de no darles importancia—. Hay tantas por aquí… en toda la isla. No hay pruebas de que alguien las esté sembrando.

—Sin embargo, no te gusta encontrarlas.

—¿Te gusta a ti?

—Yo no las busco.

Como la mayoría de las gentes que habitaban en las islas del Archipiélago de Sueño, Ordier y Jenessa no hablaban con frecuencia del pasado. En las islas el Pacto de Neutralidad había suspendido de manera efectiva el pasado y el futuro. El futuro estaba cerrado, como lo estaban las islas mismas, pues hasta la conclusión de la guerra en el continente meridional nadie podría salir del Archipiélago; es decir, nadie excepto los tripulantes de los barcos y las tropas de los dos bandos en pugna, que constantemente pasaban por allí. El futuro de las islas estaba determinado por la guerra, y la guerra era indeterminada; había continuado, sin interrupción, durante más de dos siglos, y la situación era la misma desde hacía cincuenta años.

Con la desaparición del sentido del futuro, el pasado perdía importancia, y quienes iban al Archipiélago, optando por mantenerse neutrales, sabían bien que renunciaban a la vida anterior. Yvann Ordier era uno entre miles de esos emigrados; nunca le había dicho a Jenessa cómo se había enriquecido, cómo había pagado su pasaje al Archipiélago. Todo cuanto le había dicho era que había tenido un éxito prodigioso en los negocios y había podido retirarse a edad temprana.

Ella, por su parte, hablaba poco de su propia vida, aunque Ordier sabía que esto era una característica de los isleños nativos, más que un deseo de olvidar un pasado dudoso. Sabía que había nacido en la isla de Lanna, y que era una antropóloga que intentaba sin éxito estudiar a los refugiados qataari.

Lo que Ordier no quería revelarle a Jenessa era cómo había llegado a conseguir un detector de escintilas.

No quería hablar de iniquidades pretéritas, ni del papel que le había tocado en la proliferación planificada de esas lentes de espionaje, las escintilas. Pocos años atrás, cuando practicaba un oportunismo que ahora le parecía abominable, Ordier había vislumbrado la posibilidad de hacer mucho dinero, y la había aprovechado sin titubeos. En aquel entonces, la guerra en el continente meridional estaba en un atolladero, costoso y agotador, y los departamentos comerciales de las fuerzas armadas habían estado reuniendo fondos mediante métodos no convencionales. Uno de esos métodos era el otorgamiento de franquicias comerciales a algunos miembros del personal hasta entonces anónimos; Ordier, con una falta de escrúpulos que ahora lo sorprendía, había obtenido los derechos de explotación de las escintilas.

La fórmula del éxito era simple: vendía las escintilas a uno de los bandos, y los detectores al otro. Una vez reconocido el valor potencial de los minúsculos transmisores, la fortuna de Ordier había quedado asegurada. Pronto el monto de las ventas superó al de la producción en las fábricas de pertrechos militares, y la demanda continuaba subiendo. Si bien la organización de Ordier era todavía el principal distribuidor de escintilas y de equipo electrónico de recuperación de imágenes, pronto aparecieron en el mercado clandestino copias no autorizadas. Un año después de que Ordier abriera la agencia, la saturación del mercado de escintilas era tal que no había habitación ni edificio que estuviesen cerrados a ojos y oídos ajenos. Nadie había descubierto la manera de desactivar aquellos transmisores diminutos. Nadie sabía nunca con certeza quién estaba vigilando y escuchando.

En los tres años y medios subsiguientes, la fortuna personal de Ordier quedó consolidada. Durante el mismo período, y junto con el enriquecimiento, creció en él un sentido más profundo de responsabilidad moral. Las normas de vida en el continente septentrional civilizado habían cambiado para siempre; las escintilas eran utilizadas con tanta profusión que no había sitio alguno que estuviera libre de ellas. Estaban en las calles, en los jardines, en las casas. Ni siquiera en lo que antes fuera la intimidad del propio lecho, tenía uno la seguridad de que nadie estaba escuchando, vigilando, grabando.

Por último, cuando los sentimientos de culpa fueron más fuertes que cualquier otro motivo, Ordier buscó el exilio permanente en el Archipiélago de Sueño, sabiendo que si él se retiraba, el comercio del espionaje no dejaría por eso de crecer; pero él ya no quería tener parte en eso.

Eligió la isla de Tumo sin pensarlo mucho, y levantó su casa en la región oriental, bien apartada de las pobladas montañas del oeste… pero hasta en Tumo había escintilas. Algunas eran de los ejércitos, y violaban el Pacto, unas pocas de empresas de comercio, y otras, las más numerosas, no tenían número, y era imposible identificarlas.

Jenessa tenía razón cuando decía que a él no le gustaba encontrar escintilas en la casa, intrusas puestas allí para espiarlo; pero las que estaban desparramadas por el resto de la isla no le preocupaban. Durante los dos últimos años había tratado, con bastante éxito, de no pensar en la escintilas.

Ahora la vida para él era Jenessa, la casa, las crecientes colecciones de libros y antigüedades. Hasta el comienzo de aquel verano isleño se había sentido razonablemente feliz y en paz consigo mismo. Pero cuando concluía la primavera, y llegaron los primeros calores, había hecho cierto descubrimiento que lo obsesionaba cada día más.

El foco de esta obsesión era el esperpento almenado que se alzaba sobre el cerro, en el linde oriental de la finca, el recinto de muros de granito recalentados por el sol.

Allí estaba la muchacha qataari, el ritual qataari; allí Ordier escuchaba y vigilaba, tan oculto para aquellos a quienes observaba como los hombres que descifraban el mosaico de imágenes de las ubicuas escintilas.