IV

Aunque al principio no pude darme cuenta, al saltar desde el puente y atravesar una parte del campo magnético, había viajado por el tiempo, y ocurrió que aterricé en un momento del futuro en el que el día era tan gris y ventoso como el que acababa de abandonar, y lo primero que advertí cuando levanté la vista fue que el pabellón se había vaciado de pronto. Miré espantado el Parque alrededor: no podía creer que mi familia hubiese desaparecido así, en un abrir y cerrar de ojos.

Eché a correr, tambaleándome y patinando en el suelo resbaloso, y sintiendo un terror pánico. Mi petulancia había desaparecido. Sollozaba mientras corría, y cuando llegué al pabellón ya estaba llorando a gritos, moqueando y enjugándome la nariz y los ojos con la manga de la chaqueta.

Volví al sitio al que había saltado y vi las huellas de mis pies en la orilla. Desde allí miré hacia el puente, tan cercano e inalcanzable, y entonces, sólo entonces entendí, aunque no con demasiada claridad, lo que había hecho.

Ese descubrimiento me dio nuevos ánimos, y sentí otra vez la tentación de la aventura. Al fin y al cabo era la primera vez que estaba solo en el Parque. Eché a andar alejándome del puente, por un sendero arbolado que corría a lo largo del Canal.

El día en que había llegado era sin duda un día de semana, en invierno o a principios de primavera, pues los árboles estaban desnudos y había poca gente en las inmediaciones. Desde esa orilla del Canal pude ver que los puestos de peaje estaban abiertos, pero las únicas personas que paseaban por el Parque se encontraban bastante alejadas.

De cualquier modo seguía siendo una aventura, y pronto olvidé aquellos pavorosos pensamientos: a dónde había llegado y cómo me las ingeniaría para regresar.

Recorrí un largo trecho, disfrutando de la libertad de explorar esa orilla sin mi familia. Cuando estaba con ellos parecía que sólo pudiese ver las cosas que ellos me mostraban, y caminar por donde ellos decidían. Ahora, era como estar en el Parque por primera vez.

Ese placer, precario e incierto, no me duró mucho. El día era frío, y mis zapatillas de verano, empapadas y pesadas, me lastimaban los pies. El Parque no era por cierto como a mí me hubiera gustado que fuese. Parte de la diversión de un día normal era la atmósfera de audacia compartida, y el mezclarse con gente que no venía toda del mismo día. En una ocasión mi padre, de un humor excepcionalmente fastidioso, nos había paseado de un lado a otro a través de los Puentes de Hoy y de Ayer, mostrándonos imágenes fugaces de él mismo que había preparado la víspera en una visita al Parque. Los visitantes del Parque hacían a menudo esas cosas, y en las vacaciones, cuando las grandes fábricas permanecían cerradas, se oían gritos y risas que festejaban esos juegos malabares con el tiempo.

Nada parecido ocurría mientras yo iba sin rumbo bajo el cielo plomizo; el futuro era para mí tan vulgar como una campiña cualquiera.

Empecé a preocuparme, preguntándome cómo haría para regresar. Podía imaginar la cólera de mi padre, las lágrimas de Mamá, las burlas interminables de Salleen y Therese. Di media vuelta y me encaminé con paso rápido hacia los puentes, imaginando un plan no muy alentador: cruzar el Canal una y otra vez, utilizando sucesivamente los puentes de Mañana y de Ayer, hasta estar de vuelta en donde había empezado.

Ahora corría otra vez, a punto de llorar, cuando vi a un hombre joven que caminaba por la orilla hacia mí. No me hubiera llamado la atención, pero cuando estuvo bastante cerca se movió a un lado y me enfrentó.

Acorté el paso, lo miré sin curiosidad, e iba a esquivarlo cuando oí sorprendido que el joven me llamaba.

—¡Mykle! Eres Mykle ¿verdad?

—¿Cómo sabe mi nombre? —dije, deteniéndome y mirándolo con recelo.

—Te… te estaba buscando. Saltaste hacia adelante en el tiempo y no sabes cómo volver.

—Sí, pero…

—Yo te enseñaré cómo. Es fácil.

Ahora estábamos frente a frente, y yo me preguntaba quién era y de dónde me conocía. Había en él un algo de excesiva cordialidad. Era muy alto y muy delgado, y un mostacho incipiente le sombreaba la boca. A mis ojos parecía un adulto, pero hablaba con una voz áspera, un falsete de adolescente.

Dije:

—Está bien, gracias, señor. Puedo encontrar mi camino.

—¿Corriendo por los puentes?

—¿Cómo lo sabe?

—No llegarás nunca, Mykle. Cuando saltaste desde el puente avanzaste mucho en el futuro. Unos treinta y dos años.

—¿Esto es…? —Miré a mi alrededor, no podía creer lo que me decía—. Pero si parece…

—Que fuera Mañana. Pero no lo es. Has avanzado mucho. Mira allí. —Señaló a través del Canal, la otra orilla—. ¿Ves esas casas? No las habías visto nunca ¿verdad?

Había un barrio de casas nuevas, construidas más allá de los árboles en el linde del Parque. Era cierto, yo no las había visto hasta entonces, pero eso no probaba nada. En fin, el encuentro no me parecía muy interesante, y traté de apartarme furtivamente del joven, ansioso por seguir con mi plan y encontrar la forma de volver.

—Gracias, señor. Ha sido un placer conocerlo.

—No me llames «señor» —dijo él, riendo—. Te han enseñado a ser cortés con los extraños, pero tú tienes que saber quien soy yo.

—N… no… —De repente sentí un poco de miedo, y me alejé de prisa, pero él corrió y me tomó por el brazo.

—Hay algo que necesito mostrarte —dijo—. Es muy importante. Luego te llevaré de vuelta al puente.

—¡Déjeme en paz! —grité, ya francamente asustado.

No hizo caso de mis protestas, y me llevó por el sendero que bordeaba el Canal. Iba mirando por encima de mi cabeza a través del Canal, y no pude menos que notar que cada vez que pasábamos junto a un árbol o un arbusto que interceptaba la visión, el muchacho hacía una pausa y espiaba hacia el otro lado antes de seguir adelante. Esto continuó hasta que estuvimos otra vez cerca de los puentes; entonces se detuvo junto a una enorme y frondosa mata de rododendro.

—Ahora —dijo—. Quiero que mires. Pero no te dejes ver.

Agachándome junto a él, me asomé por detrás del borde de la mata. Al principio no pude imaginarme qué era eso que tenía que mirar. Enfrente había otro grupo de casas. En realidad, el barrio se extendía por toda la otra orilla, apenas visible detrás de los árboles.

—¿La ves? —señaló él, y con un movimiento rápido se echó hacia atrás. Miré a donde me indicaba y vi una mujer joven sentada en un banco en la orilla opuesta del Canal.

—¿Quién es? —dije, aunque la figura menuda no me despertaba mucha curiosidad.

—La muchacha más hermosa que he visto en mi vida. Siempre está ahí, en ese banco. Está esperando a su amante. Lo espera ahí todos los días, angustiada y esperanzada.

La voz se le quebró como de emoción, y lo miré de reojo. Tenía los ojos húmedos.

Espié otra vez por el borde del arbusto y miré a la joven, preguntándome qué habría en ella que pudiera provocar una reacción semejante. A duras penas la veía, pues estaba como acurrucada para protegerse del viento y tenía un chal en la cabeza. Estaba sentada de perfil, de cara al Puente de Mañana. A mis ojos era quizá tan interesante como las casas, lo que no es mucho decir, pero en cambio parecía importantísima para el joven.

—¿Es una amiga suya? —dije, mirándolo.

—No, no una amiga, Mykle. Un símbolo. Un símbolo del amor que está en todos nosotros.

—¿Cómo se llama? —dije sin entender.

—Estyll. El nombre más hermoso del mundo.

Estyll: yo nunca había oído ese nombre, y lo repetí en voz baja.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté—. Usted dice que…

—Espera, Mykle. Dentro de un momento se dará vuelta. Le verás la cara.

El joven me oprimía el hombro con la mano, como si fuésemos viejos amigos, y aunque yo aún desconfiaba, esa presión me tranquilizó. Estaba compartiendo algo conmigo, algo tan importante que era un honor para mí estar allí. Oí que pronunciaba el nombre de ella, en una voz tan baja que era casi un susurro. Pasó un rato, y de pronto, como si el torbellino del tiempo hubiese llevado hasta allá la palabra, por encima del canal, la muchacha alzó la cabeza, echó hacia atrás el chal, y se puso de pie. Yo estiré el cuello para verla, pero ella dio media vuelta y se alejó. La vi subir por la barranca de los jardines hacia las casas del otro lado de los árboles.

—¿No es una belleza, Mykle?

Yo era demasiado joven para comprenderlo del todo, así que no dije nada. A esa edad, todo cuanto sabía del otro sexo era que no me parecía a mis hermanas, ni por el temperamento ni por la apariencia física; aún tenía que descubrir otros aspectos más interesantes.

De cualquier modo, apenas había alcanzado a ver el rostro de Estyll.

El joven estaba evidentemente cautivado por la muchacha, y mientras la observábamos avanzar por entre los árboles distantes, mi atención se volvía mitad hacia ella, mitad hacia él.

—Quisiera ser el hombre a quien ella ama —dijo él.

—¿La… la ama usted, señor?

—¿Amarla? Lo que yo siento es demasiado noble para llamarlo así. —Me miró y durante un instante me recordó el desdén altivo que mostraba a veces mi padre cuando yo hacía alguna estupidez—. El amor es para los amantes, Mykle. Yo soy un romántico, y eso es algo mucho más sublime.

Empezaba a encontrar a mi compañero un tanto pomposo y autoritario, tratando de enredarme en sus propias pasiones. Yo era, sin embargo, un niño a quien gustaban las controversias, y no pude resistir la tentación de señalarle una contradicción.

—Pero usted me dijo que ella esperaba a su amante —comenté.

—Una simple suposición.

—A mí me parece que el amante es usted, y no quiere confesarlo.

Yo había hablado con cierto desdén, pero él me miró, pensativo. La llovizna caía otra vez; un velo de humedad sobre el campo. El joven se apartó bruscamente; sospecho que se había cansado de mí tanto como yo de él.

—Iba a enseñarte a volver —dijo—. Ven conmigo. —Echó a andar hacia el puente, y fui detrás de él—. Tendrás que volver como viniste. Saltaste ¿verdad?

—Verdad —dije, resoplando un poco. Era difícil seguirle el paso.

Cuando llegamos al extremo del puente, el muchacho salió del sendero y cruzó por el césped hacia el borde del Canal. Yo retrocedí, temiendo acercarme demasiado otra vez.

—¡Ah! —dijo el joven, escudriñando el suelo barroso—. Mira, Mykle… estas tienen que ser tus pisadas. Aquí fue donde caíste.

Me adelanté hacia él con cautela, y me detuve justo detrás.

—Pon los pies en estas mismas huellas, y salta hacia el puente.

Aunque la barra de metal que bordeaba el puente estaba a sólo una brazada de distancia, el salto me parecía formidable, sobre todo porque el puente era más alto que la orilla. Se lo señalé.

—Me quedaré detrás de ti —dijo el joven—. No vas a resbalar. A ver… mira allí, en el puente. Hay una marca en el suelo. ¿La ves? Tienes que apuntar hacia allí. Trata de caer con un pie a cada lado, y estarás de vuelta en el sitio de donde viniste.

Todo aquello era bastante inverosímil. La parte del puente que me señalaba estaba empapada por la lluvia y parecía resbalosa; si pisaba mal me caería; peor aún, podía resbalar hacia atrás y zambullirme en el fluido magnético. Aunque comprendía que mi nuevo amigo tenía razón —que sólo podía volver rehaciendo el camino por el que había venido—, sentía que algo no estaba bien.

—Mykle, sé lo que piensas. Pero yo hice esa marca. Yo mismo. Ten confianza en mí.

Yo estaba imaginando a mi padre encolerizado, de modo que al fin me adelanté y planté los pies en las huellas húmedas. El agua de la lluvia se deslizaba por la orilla fangosa hacia el fluido magnético, pero noté que cuando tocaba el fluido saltaba atrás bruscamente, como las gotas del vaso de whisky que bebía mi padre por las noches.

El joven me sostuvo tomándome por el cinturón, sosteniéndome para que no resbalara al Canal.

—Contaré hasta tres, y luego saltas. Te daré un empujón. ¿Estás listo?

—Creo que sí.

—Te acordarás de Estyll ¿verdad?

Lo observé por encima del hombro; tenía la cara muy cerca de la mía.

—Sí, me acordaré —respondí, por decir algo.

—Bien, listo. Es un buen salto desde aquí. Uno…

Miré el fluido del Canal, debajo y al lado. Resplandecía de un modo misterioso en aquella luz gris.

—… dos… tres…

Salté hacia adelante en el momento preciso en que el joven me empujaba desde atrás. En seguida sentí la crepitación eléctrica del fluido magnético, el estruendo retumbó otra vez en mis oídos, y durante una fracción de segundo me envolvió una oscuridad impenetrable. Mis pies rozaron el borde del puente, y fui a dar de bruces en el suelo. Rodé con torpeza contra las piernas de un hombre que estaba justo allí, y mi cara chocó contra un par de botines relucientes. Miré hacia arriba.

Allí estaba mi padre, contemplándome, muy sorprendido. Todo cuanto ahora recuerdo de aquel momento aterrador es el semblante iracundo, coronado por la chistera negra de ala curva. Parecía alto como una montaña.