XV
Actué sin demora. Dejé el Puente de Mañana y corrí de regreso cuesta arriba hasta el sendero. El Puente de Hoy estaba a unos cincuenta metros de distancia, y sujetándome con una mano la copa del sombrero, corrí hacia él tan rápido como pude. Sólo pensaba en la urgencia de encontrar a Estyll antes de perderla para siempre. Si ella advertía su propia equivocación y empezaba a buscarme, podríamos cruzar una y otra vez el Canal, pasando de puente a puente, siempre en el mismo sitio, pero siempre separados en el tiempo.
Subí gateando hasta la cabecera del Puente de Hoy, y lo atravesé a la carrera. Tuve que aminorar el paso, porque el puente era estrecho y había otras personas que lo cruzaban. Ese puente, de los tres, era el único con ventanas al exterior, y al pasar por la ventana me detenía a mirar con ansiedad las cabeceras del Puente de Mañana, esperando verla.
Al llegar al extremo del puente, empujé con tanta violencia el molinete de salida que lo dejé trepidando y repicando contra el retén.
En seguida eché a andar hacia el Puente de Mañana, buscando en el bolsillo el dinero para pagar el peaje. En mi prisa tropecé con alguien: era una mujer, y murmuré de paso una disculpa, echándole una breve mirada. Los dos nos reconocimos en el mismo instante: era Robyn, la mujer a quien yo había enviado al Parque. Pero ¿por qué estaba aquí ahora?
Al llegar al puesto de peaje, miré atrás y la vi de nuevo. Me estaba observando con una expresión de profunda curiosidad, pero en cuanto notó que la miraba volvió la cabeza. ¿Era esta la conclusión de que ella me había informado? ¿Era esto lo que había visto?
No podía demorarme más. Empujé sin miramientos a las personas que estaban a la cabeza de la fila y eché unas monedas en la gastada chapa de bronce en la que aparecían automáticamente los billetes de paso. El empleado me miró, y me reconoció como yo lo había reconocido a él.
—Una atención del Parque otra vez, señor —dijo, y me devolvió las monedas.
Yo lo había visto unos pocos minutos antes; ayer en la vida de él. Recogí las monedas y me las guardé en el bolsillo. El molinete resonó; subí los escalones y entré en el pasaje cubierto.
Allá a lo lejos: el resplandor de la luz del día en que acababa de entrar. El desnudo interior del pasadizo, las luces encendidas a intervalos. Nadie.
Eché a andar, y cuando había avanzado unos pocos pasos a través del campo magnético, la claridad del día enmarcado en el extremo del túnel se cambió en noche. Y hacía mucho frío.
Y delante de mí: dos figuras pequeñas que se solidificaban, o eso parecía, en la neblina eléctrica del campo. Estaban de pie muy juntas bajo una de las lámparas, obstruyendo en parte el camino.
Me aproximé, y vi que una de ellas era Estyll. La cabeza de la figura que estaba con ella me daba la espalda. Me detuve.
Me encontraba ahora en un sitio donde había luz, y aunque a unos pocos pasos de la pareja tenía que parecerles —como ellos me parecían a mí— una figura espectral, a medias visible. Pero estaban muy ocupados con ellos mismos, y no me miraban.
Oí que él decía:
—¿Vives por aquí?
—En los alrededores del Parque. ¿Y tú?
—No… Yo tengo que venir en tren. —Las manos nerviosas contra los flancos, los dedos que se cerraban y se abrían.
—Te he visto a menudo por aquí —dijo ella—. Miras mucho.
—Me preguntaba quién podías ser.
Hubo un silencio entonces, el muchacho turbado miraba el suelo como si estuviera pensando qué otra cosa decir. Estyll miró por un instante más allá de él, hacia donde yo estaba, y durante un momento nuestros ojos se encontraron.
Estyll le dijo entonces al muchacho:
—Hace frío aquí. ¿Volvemos?
—Podríamos dar un paseo.
Dieron media vuelta y caminaron hacia mí. Ella me lanzó otra mirada rápida, con una expresión de franca hostilidad; yo había estado espiándolos, y ella lo sabía. El muchacho apenas había notado mi presencia. Cuando pasaron junto a mí, al principio la estaba mirando a ella, luego se miró nerviosamente las manos. Noté las ropas que le quedaban estrechas, el remolino de pelo peinado hacia atrás, las orejas y el cuello rojos, la pelusa del mostacho; caminaba con torpeza, como si fuera a pisarse los pies y no supiera dónde poner las manos.
Y yo, que la había amado a ella, lo amé.
Los seguí un corto trecho, hasta que la luz del puesto de peaje brilló de nuevo. Vi cómo él se hacía a un lado para que ella pasara primero por el molinete. Afuera, al sol, ella bailó sobre la hierba, y los colores de su vestido brillaron a la luz; luego se acercó a él y le tomó la mano. Se alejaron juntos por el césped recién cortado hacia los árboles.