Enero de 1935
La transformación de un día de estío en una noche invernal fue para Thomas Lloyd el más insignificante de los cambios cuando recobró el conocimiento. En lo que para él fueran unos pocos segundos había sido trasladado de un mundo estable, pacífico y próspero a otro en el que unas ambiciones violentas y dinámicas amenazaban a toda Europa. En aquel mismo instante, también él había perdido la tranquilidad de un futuro acomodado, transformándose en un mendigo. Y lo que era para él más traumático, nunca había tenido la oportunidad de vivir el impetuoso amor que sintiera por Sarah.
La noche era el único alivio para aquellas escenas, y Sarah estaba todavía encerrada en un momento congelado.
Recobró el conocimiento poco antes del amanecer, y sin entender qué había ocurrido, emprendió el lento camino de regreso a la ciudad. Poco después había salido el sol, y cuando la luz del día iluminó los cuadros que se sucedían en confuso desorden por caminos y senderos, y a los congeladores que iban y venían sin interrupción como intrusos del futuro, Lloyd no comprendió que ellos eran la causa de aquella desgraciada ocurrencia, ni que alcanzaba a percibir las imágenes porque él mismo había estado congelado.
En Richmond lo encontró un policía y lo llevaron al hospital. Allí mientras le trataban la pulmonía que había contraído tirado en la nieve, y más tarde la amnesia que quizá lo explicaba todo, Thomas Lloyd veía a los congeladores que se desplazaban por las salas. También allí estaban las escenas: un moribundo que se caía del lecho; una enfermera joven —vestida con el uniforme de cincuenta años atrás— congelada en el umbral de una puerta, frunciendo el ceño, preocupada; un niño que lanzaba una pelota en el jardín cerca del pabellón de los convalecientes.
A medida que se recobraba, la necesidad de volver a los prados de la orilla del río empezó a obsesionar a Lloyd, y antes de que lo dieran de alta, dejó el hospital y fue directamente allí.
La nieve ya se había derretido, pero el tiempo era frío aún, y una escarcha blanca cubría el suelo. Allí, cerca del río, donde la hierba crecía apretada junto al sendero, había un momento de estío congelado, y en él estaba Sarah.
Lloyd podía verla, pero ella no lo veía; él podía tenderle la mano, que atravesaba aquella ilusión, sin conseguir tocarla; podía caminar alrededor de ella, como si pisara las hierbas verdes del estío y sentir a la vez el frío del suelo invernal que le penetraba por las delgadas suelas de los zapatos.
Y cuando caía la noche, y el momento del pasado se hacía invisible, Thomas se sentía aliviado.
Pasó el tiempo, pero Thomas no dejó ni un solo día de ir a caminar por el sendero de la orilla del río, y siempre se detenía frente a la imagen de Sarah, y extendía el brazo para tomarle la mano.