IX
Hubiera tenido que aprender por la experiencia, y nunca más tratar de ver a Estyll, pero el amor que sentía por ella no me daba sosiego. Estyll se me aparecía una y otra vez dominando toda mi vida cotidiana. Lo más importante era la imagen de su sonrisa: me había estado alentando, invitándome a decir las mismas cosas que yo había querido decirle, y yo había desperdiciado la oportunidad. Así pues, con mi obsesión renovada e intensificada, volví al Parque, y muchas veces.
En los días en que podía escapar sin riesgos de la escuela y echar mano del dinero necesario, iba al Puente de Mañana y saltaba al futuro. Pronto pude dar ese peligroso salto con una prodigiosa habilidad instintiva. Por supuesto, cometía errores; una vez llegué aterrorizado en plena noche, y a partir de entonces llevé conmigo una linterna de bolsillo. En dos o tres ocasiones fallé en el salto de regreso, y fue necesario que cruzase los puentes de tiempo para encontrar el día en que tenía que estar.
Al cabo de algunos saltos más hacia el futuro me sentí en él bastante a mis anchas como para acercarme en el Parque a un desconocido y preguntarle la fecha. Cuando me dijo el año, confirmé que había viajado exactamente veintisiete años en el futuro… o como había ocurrido cuando yo tenía diez años, treinta y dos años adelante. El desconocido a quien hablé era al parecer un hombre del lugar, y un caballero de cierta posición, y me sentí confiado para señalarle a Estyll. Le pregunté si la conocía y me respondió que sí, pero sólo pudo confirmarme que en verdad tenía ese nombre. Fue bastante para mí, pues por ese entonces no quería saber demasiado de ella.
No intenté hablar otra vez con Estyll. Mi dolorosa timidez me impedía que me acercara a ella, y me refugié en mis fantasías, que estaban mucho más en consonancia con mi alma pusilánime.
A medida que crecía, mis poetas favoritos influían en mí todavía más; se me antojaba que no sólo era más triste y más espléndido glorificarla desde lejos, sino que además era apropiado que mi papel en la vida de ella fuera meramente pasivo.
Para calmar mi intranquilidad cuando pensaba en la posibilidad de volver a verla, inventé un cuento.
Ella estaba apasionadamente enamorada de un joven libertino que la había tentado con promesas persuasivas y mentiras pérfidas. En el momento mismo en que ella le dijo que lo amaba, él la abandonó cruzando el Puente de Mañana hacia un futuro del que nunca había vuelto. A pesar de esa ignominia, ella continuaba amándolo y lo esperaba en vano día tras día junto al Puente de Mañana, convencida de que un día él tendría que volver. Yo la observaba a hurtadillas desde el otro lado del Canal, reconociendo la paciencia del amor herido: demasiado orgullosa para las lágrimas, demasiado leal para la duda, se contentaba con la certidumbre de que esa larga espera era a la vez una recompensa.
En el presente, en mi vida real, otra historia me entretenía a veces: yo mismo era el amante, era a mí a quien ella esperaba.
Este pensamiento llegaba a excitarme, provocándome reacciones físicas que yo no entendía del todo.
Iba al Parque una y otra vez, pagando mis ausencias frecuentes y mal justificadas con castigos escolares que soportaba de buen grado. Tantas veces salté a ese futuro que pronto me acostumbré a ver otras versiones de mí mismo, y comprendí que ya había visto antes a otros muchachos jóvenes, demasiado parecidos a mí, que iban y venían en correrías furtivas junto a los árboles y arbustos del Canal, y que atisbaban la otra orilla con tanta melancolía como yo. Había un día en particular —un hermoso día de sol en plenas vacaciones de verano— al que yo saltaba a menudo; y en él había más de una docena de versiones de mí mismo dispersas entre la multitud.
Una vez, no mucho antes de mi decimosexto cumpleaños, di uno de mis acostumbrados saltos al futuro y me encontré en un día frío y ventoso, casi desolado. Cuando caminaba por el sendero vi a un niño, un niño pequeño, que chapoteaba en el fango con la cabeza gacha al viento y restregaba las puntas de sus zapatillas en el césped. Al verlo así, con las piernas embarradas y la cara sucia de lágrimas, recordé de pronto aquella primera vez que yo había saltado por accidente al futuro, y lo miré con atención a medida que me acercaba. Él también me miró, y el estupor del reconocimiento me traspasó como un dardo electrizado. Al instante el niño desvió los ojos y siguió chapoteando hacia los puentes que estaban detrás de mí. No dejé de mirarlo, recordando vívidamente cómo me había sentido aquella vez, y el plan que había preparado para volver al día de mi último salto y de pronto comprendí —al fin— la identidad de mi amigo de aquel día.
Mi cabeza era un torbellino: lo llamé, casi sin poder creer lo que estaba pasando.
—¡Mykle! —dije, y el sonido de mi propio nombre me supo extraño en la boca. El chico se volvió a mirarme y yo le dije un poco indeciso—: Tú eres Mykle, ¿verdad?
—¿Cómo sabe mi nombre? —Me miraba muy tieso y no parecía gustarle que le hablaran.
—Te… te estaba buscando —dije, inventando una razón que me hubiera permitido reconocerlo—. Saltaste hacia adelante en el tiempo y no sabes cómo volver.
—Sí, pero…
—Yo te enseñaré cómo. Es fácil.
Mientras hablábamos, se me ocurrió una idea perturbadora: hasta ese momento yo había duplicado, en forma puramente casual, la conversación de aquel día. Pero ¿qué pasaría si yo la alterase con plena conciencia? Si yo dijese algo, por ejemplo, que mi «amigo» no había dicho; o si el pequeño Mykle no respondiese como yo había respondido. Las consecuencias parecían enormes, y podía imaginar que la vida de ese niño —mi propia vida— tomaría un rumbo muy diferente. Comprendí los peligros posibles, y supe que tenía que esforzarme en repetir con exactitud el diálogo y mis actos.
Pero tal como había ocurrido cuando intenté hablar a Estyll, yo tenía la mente en blanco.
—… está bien, gracias, señor —me estaba diciendo el chico—. Puedo encontrar mi camino.
—¿Corriendo por los puentes?
No estaba seguro de que esas fueran las palabras que me habían dicho antes, pero me pareció que tal había sido la intención.
—¿Cómo lo sabe?
Comprendí que no podía depender de aquel recuerdo lejano, y entonces, confiando en la inevitable omnipotencia del destino, no traté de recordar. Dije lo que me vino a la cabeza.
Era desolador verme a mí mismo con mis propios ojos. Nunca me había imaginado que hubiera sido un niño de aspecto tan patético. Tenía toda la apariencia de un chico taciturno y difícil; había en él una tozudez y una belicosidad que yo reconocía y rechazaba a la vez. Y yo sabía que había una herida más profunda: yo podía recordar cómo me había visto a mí mismo; a mi yo mayor, quiero decir. Recordaba a mi «amigo» de aquel día como un joven desgarbado e inmaduro, y con una altivez amanerada que no parecía propia de sus años. Que yo (niño) me hubiera visto en esa forma a mí mismo (adolescente) es culpa de mi falta de intuición en aquel entonces. Desde que iba a la escuela había aprendido muchas cosas sobre mí mismo, y era más adulto en mis puntos de vista que los otros chicos; y además, desde que me había enamorado de Estyll, cuidaba mucho de mi apariencia y mi vestimenta, y cada vez que iba al futuro procuraba tener buen aspecto.
No obstante, a pesar de los defectos que veía en mí (niño), compadecía al joven Mykle, y sin duda había entre nosotros una profunda comprensión espiritual. Le señalé los cambios que había notado en el Parque, y luego fuimos juntos hacia el Puente de Mañana. Estyll estaba allí al otro lado del Canal, y le conté lo que sabía de ella. No pude transmitirle los sentimientos de mi corazón, pero sabiendo lo importante que llegaría a ser para él, quería que la viera y que la amara.
Luego que ella se marchó, le mostré a él la marca que yo había hecho en la superficie del puente, y una vez que saltó, con mis sentimientos de simpatía, pues yo sabía lo que le esperaba del otro lado, me paseé a solas en el atardecer inclemente, preguntándome si Estyll volvería. No había señales de ella.
Esperé casi hasta el caer de la noche, diciéndome que los años de admiración a distancia habían durado demasiado. Algo que había dicho el pequeño Mykle me había afectado profundamente. Confiándole una de las visiones de mi historia, yo le había dicho: «Está esperando a su amante». Y mi yo más joven había replicado: «Yo creo que el amante es usted, y no quiere confesarlo».
Yo me había olvidado de que lo había dicho. No lo quería reconocer, porque no era la estricta verdad, pero admitía el deseo de que lo fuese.
Mientras esperaba a través del Canal anochecido, me preguntaba si habría un modo de convertir ese deseo en realidad. A la caída del sol el Parque se transformaba en un lugar fantasmagórico, y las tensiones temporales del campo magnético parecían más evidentes. ¿Quién podía adivinar los malabarismos de que era capaz el tiempo? Yo ya me había encontrado conmigo mismo —una vez, dos veces, y me había visto en innumerables ocasiones—, y ¿quién podía asegurar que el amante de Estyll no pudiera ser yo?
En mi yo más joven había visto algo de mi yo mayor que no había podido ver por mí mismo. Mykle lo había dicho, y yo quería que fuese verdad. Me convertiría en el amante de Estyll, y esto ocurriría en mi próxima visita al Parque.