Agosto de 1940

La taberna no estaba lejos del camino, y tenía delante un patio abierto embaldosado. Allí, antes de la guerra, habían puesto a veces unas mesas circulares de metal donde los parroquianos podían beber al aire libre; pero durante el último invierno se las habían llevado como chatarra. Fuera de eso y el hecho de que las ventanas estuviesen aseguradas con precintos entrecruzados, en previsión de posibles bombardeos, no había a la vista otros indicios de las austeridades de la guerra.

Lloyd entró, pidió una pinta de cerveza amarga y fue hacia una de las mesas. Bebió un sorbo, y observó a los otros parroquianos.

Además de él y la camarera, había cuatro personas en el bar: dos hombres sentados con displicencia a una de las mesas, frente a unos vasos de cerveza a medio beber. Un tercer parroquiano estaba sentado a solas en una mesa próxima a la puerta. Tenía delante un periódico y estudiaba absorto el crucigrama.

La cuarta persona de pie contra un muro, era un congelador. Una mujer esta vez, observó Lloyd, y como los hombres que él había visto en otras ocasiones, vestía un mono de color pardo grisáceo y llevaba un instrumento de congelación que parecía a primera vista una cámara fotográfica portátil; pero era mucho más grande que una cámara, y casi cúbico. Delante, donde en la cámara estarían el fuelle y el objetivo, había una banda rectangular de vidrio blanco, en apariencia opaca o translúcida, que proyectaba el rayo congelador.

Lloyd, que aún llevaba puestas las gafas oscuras, apenas alcanzó a ver a la mujer. Y ella, por cierto, parecía que estuviese mirándolo, pero al cabo de unos pocos segundos retrocedió de pronto y desapareció en la pared.

Lloyd advirtió que la tabernera lo observaba. Ella dijo en seguida:

—¿Le parece que vendrán esta vez?

—No me interesan mucho las conjeturas —respondió Lloyd, que no tenía ganas de hablar.

Bebió a grandes sorbos, deseando terminar la cerveza y marcharse.

—Estas sirenas han arruinado el negocio —dijo la tabernera—. Una tras otra, el día entero, y a veces también durante las noches. Y siempre es una falsa alarma.

—Sí —dijo Lloyd.

La mujer continuó hablando unos segundos más, pero alguien la llamó y se fue a atender el bar. Lloyd se sintió aliviado, pues no le gustaba hablar allí con la gente. Se había sentido aislado durante demasiado tiempo y nunca había llegado a dominar la conversación moderna. Con frecuencia lo interpretaban mal, pues hablaba en el estilo más formal de sus propios contemporáneos.

Lamentaba haber entrado allí a beber.

Hubiera sido un buen momento para ir a los prados, pues mientras durase la alarma aérea habría muy poca gente en las inmediaciones. Deseaba estar solo cada vez que iba a caminar por la orilla del río.

Apuró el resto de la cerveza, se levantó y fue hacia la salida.

En ese momento notó, por primera vez, que había una escena nueva cerca de la puerta. Lloyd no se detenía nunca a mirarlas, pues lo inquietaban; pero las nuevas eran sin embargo interesantes.

Al parecer había dos hombres y una mujer sentados a una de las mesas; la imagen era borrosa, de modo que Lloyd se quitó las gafas; al instante la luminosidad de la escena lo sorprendió; había sido captada a pleno sol y era tan deslumbrante que eclipsaba la figura del hombre real, que aún continuaba sentado en el otro extremo de la misma mesa, estudiando su problema de palabras cruzadas.

Uno de los hombres congelados era más joven que las otras dos figuras y estaba sentado un poco aparte. Había estado fumando, ya que había un cigarrillo apoyado en la mesa, con una colilla que sobresalía un centímetro del borde. El hombre de más edad y la mujer estaban juntos, tomados de la mano, y él, con el torso inclinado hacia adelante, le besaba la muñeca. Tenía los labios sobre el brazo de ella, y cerraba los ojos. La mujer, todavía grácil y atrayente, aunque era obvio que ya había pasado los cuarenta, parecía divertirse con lo que estaba ocurriendo y se sonreía, pero no miraba a su amigo. Miraba en cambio, a través de la mesa, al hombre más joven, que se llevaba el vaso de cerveza a la boca, y observaba con interés la escena del beso. Entre los dos, sobre la mesa e intactos, estaban el vaso de cerveza amarga del hombre y la copa de oporto de la mujer. El humo del cigarrillo del joven, una voluta gris, ondulaba inmóvil en el aire a la luz del sol, y un poco de ceniza flotaba suspendida a pocos centímetros de la alfombra.

—¿Necesita algo, compañero?

Era el hombre del crucigrama.

Lloyd volvió a calarse con presteza los anteojos de sol, comprendiendo que durante los últimos segundos el hombre podía haber creído que él, Lloyd, estaba mirándolo fijamente.

—Perdone usted —dijo, recurriendo a la excusa que utilizaba con frecuencia—. Por un momento me pareció que lo conocía.

El hombre le escrutó con una mirada miope.

—No recuerdo haberlo visto nunca.

Lloyd simuló un gesto preocupado y siguió caminando hacia la puerta. Por un momento tuvo una nueva visión fugaz de las tres víctimas congeladas. El joven del vaso de cerveza, observando con frialdad la escena; el besador, tan inclinado que el torso estaba casi horizontal; la mujer sonriendo, mirando al joven de soslayo y disfrutando de toda la atención que le prestaban; el humo sinuoso, iluminado por el sol. Lloyd salió de la taberna a la luz cálida.