Junio de 1903
—La señora Carrington desea que me case con la hermana de usted —dijo Thomas.
—Lo sé. Pero no es lo que desea Charlotte.
—Ni yo. ¿Puedo preguntarle cuáles son los sentimientos de usted en este momento?
—Yo estoy de acuerdo, Thomas.
Iban caminando lentamente, un poco separados. Ambos observaban la grava del sendero, sin mirarse a los ojos. Sarah hacía girar la sombrilla entre los dedos, arremolinando y enredando las borlas. Ahora que habían llegado a los prados de la orilla del río, estaban casi solos, aunque Waring y Charlotte venían detrás a unos doscientos metros.
—¿Diría usted que somos extraños, Sarah?
—¿Extraños en qué sentido? —La joven había tardado un momento en responder.
—Bien, por ejemplo, esta es la primera vez que podemos hablar con cierta intimidad.
—Y eso gracias a una treta —dijo Sarah.
—¿Qué quiere decir?
—Vi la señal al primo de usted.
Thomas sintió que se ruborizaba, pero pensó que con la luminosidad y el calor de la tarde, ella no lo notaría. En el río, el bote de regata había dado la vuelta, y ahora pasaba otra vez junto a ellos.
Al cabo de un momento Sarah dijo:
—No estoy eludiendo la pregunta, Thomas. Estoy pensando si somos o no somos extraños.
—Entonces ¿qué dice usted?
—Creo que nos conocemos un poco.
—Me haría feliz volver a verla, Sarah. Sin necesidad de recurrir a tretas, quiero decir.
—Charlotte y yo hablaremos con mamá. Ya lo hemos discutido mucho, Thomas, aunque no con mamá todavía. No tema herir los sentimientos de mi hermana, porque aunque gusta de usted, aún no se siente preparada para el matrimonio.
Thomas, con el pulso acelerado, sintió dentro un impulso de confianza.
—¿Y usted, Sarah? —dijo—. ¿Me permite seguir cortejándola?
Ella desvió la mirada y se alejó algunos pasos entre las hierbas altas que crecían al borde del sendero. Thomas observó el amplio vuelo de la falda y el brillante círculo rosado de la sombrilla. Sarah balanceaba la mano izquierda al costado del cuerpo, rozando levemente la falda.
—Veo con sumo agrado las atenciones de usted, Thomas —dijo.
Lo dijo en voz muy baja, pero en los oídos de Thomas resonó como si ella hubiese hablado claramente en un salón silencioso.
La reacción de Thomas fue inmediata. Se sacó de la cabeza el canotier, y abrió los brazos.
—Mi adorada Sarah —exclamó—. ¿Quieres casarte conmigo?
La muchacha se volvió hasta enfrentarlo y durante un momento estuvo muy quieta, observándolo con seriedad. La sombrilla, posada sobre el hombro, ya no giraba. De pronto, comprendiendo que él hablaba muy en serio, sonrió, y Thomas notó que también a ella un rubor le coloreaba las mejillas.
—Sí, claro que quiero —dijo Sarah.
La felicidad le brillaba en los ojos. Dio un paso hacia él tendiéndole la mano izquierda, y Thomas, con el sombrero de paja todavía en alto, extendió la derecha hacia la mano de la joven.
Ni Thomas ni Sarah hubieran podido ver que en ese mismo instante un hombre se acercaba desde la orilla del agua y apuntaba hacia ellos un pequeño instrumento negro.