Capítulo 1

 

NAOMI se despertó en una cama muy cálida y cómoda. Miró la oscuridad y esperó a que amaneciera con cierta opresión en el pecho. La noche anterior había llamado a Andrew y le había dicho que habían terminado. Él no se lo había tomado nada bien, claro. En realidad, no se había tomado nada bien que se hubiese ido a Nueva York para estar con su padre y habían roto la noche anterior a que ella tomara el vuelo, pero por la mañana él se había presentado en el aeropuerto con un anillo de compromiso y le había dicho que la esperaría.

En ese momento, no miraba hacia atrás con cariño porque sabía que la habían coaccionado. Durante esos meses de separación se había dado cuenta de que había aceptado bajo presión y de que no necesitaba que él, generosamente, le concediese un permiso de un año.

Ya estaba hecho y debería sentir alivio, y lo sentía. Ya no pensaba en Andrew y la opresión aumentó por el miedo a otra conversación que tendría que tener a lo largo de ese día, con Sev.

Naturalmente, Andrew le había preguntado si había alguien más y ella había titubeado demasiado antes de contestarle. Le había dicho que no había nadie más y era verdad, más o menos. Ya llevaba tres meses trabajando con Sev y él lo había intentado un par de veces.

Una vez, cuando llevaban horas atrapados en su avión en la pista de un aeródromo de Mali, él había dejado el libro que leía siempre cuando iban a despegar y le había preguntado si no le apetecía tumbarse un rato... con él encima, o con ella encima, que podía ser así de generoso.

Otra vez había sido en Helsinki, cuando él había ido a su suite del hotel para ponerle al tanto de una reunión de trabajo y para decirle que había cambiado su código de seguridad. Ella estaba tomando notas cuando Sev declaró que se había curado para siempre de su avidez por las rubias, y le propuso que se acostaran. Naturalmente, ella le dijo que, aunque se sentía halagada por su oferta, no solo estaba prometida, sino que jamás tendría una aventura con su jefe.

Él era la persona menos romántica que había conocido y ella lo deseaba físicamente. Aunque le habían dicho que era gélido, no lo parecía cuando estaba con ella.

Si bien había dejado a Andrew, miró el anillo que llevaba en el dedo y se alegró de que la noche anterior hubiese decidido seguir llevándolo. Teóricamente, ya no había nadie más, pero emplearía todos los recursos que tuviera para no sucumbir a los encantos de Sev. Desde luego, le encantaría acostarse con Sev solo por haberse acostado con él, pero no quería las secuelas, o la absoluta falta de secuelas por parte de Sev.

Sonó el despertador del teléfono, lo apagó, se levantó y fue a la cocina para prepararse un café. Era un piso precioso con techos altos, puertas de caoba y chimeneas fantásticas. Aunque ella prefería la calefacción central para no incendiar todo el edificio.

Sev vivía en el ático y, efectivamente, sus caminos no se encontraban si no quedaban previamente en el vestíbulo. El problema era el trabajo, los días interminables que pasaban juntos, y que eran más interminables todavía cuando estaban de viaje. Mejor dicho, el problema era lo que sentía por él.

Volvió a la cama con el café y se preguntó si estaba a punto de cometer el mayor error de su vida al dejar ese trabajo. Entonces, como si quisiera contestarlo, sonó el teléfono. Eran las seis de la mañana de un lunes, pero eso no significaba nada para Sev. Ella estaba disponible las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. No tenía tiempo para recuperar el aliento después de bajarse de la montaña rusa ni para apaciguar su acelerado corazón y recapacitar.

–Hola, Sev.

–¿Qué hora es?

Ella se mordió la lengua. Podría haberle contestado que no era su reloj parlante, pero se reconoció que le pagaba lo bastante como para serlo si él quería que lo fuese.

–Las seis –contestó ella–. Las seis de la mañana –añadió por si acaso.

–Muy bien, ¿puedes cancelar todo lo que tengo que hacer esta mañana? Mejor dicho, cancela todo lo que tengo que hacer durante todo el día. Me reincorporaré mañana.

¡No! En ese momento entendía por qué le había preguntado la hora. No estaba en el mismo huso horario.

–Sev, ¿dónde estás?

–Volviendo.

–¿De dónde? A las once deberías reunirte con el jeque Allem y esta noche vamos a cenar con él y su esposa. La cita se concertó hace siglos y tardamos semanas en concertarla.

–Ya lo sé.

–Entonces, tienes que estar allí.

–¿Cuánto tiempo se tarda desde Roma a Nueva York? –preguntó Sev.

No solo no estaba en el mismo huso horario, ni siquiera estaba en el mismo continente.

–Unas ocho horas.

–Como verás, es imposible.

Ella casi pudo ver que se encogía de hombros.

–Sev, Allem llamó anoche para decir lo mucho que su esposa y él ansiaban esta visita. Ha sido muy paciente.

Efectivamente, el jeque Allem había sido muy paciente. Le había pedido a Sev que fuese a Dubái para que supervisara el sistema se seguridad de su hotel, pero Sev había estado posponiendo la visita y, en cambio, el jeque y su esposa habían viajado hasta allí para visitarlo. Eran amigos, más que socios empresariales, pero Sev no necesitaba amigos, quería que Allem y su esposa lo dejasen tranquilo. Ellos se negaban a captar el mensaje.

–De acuerdo, de acuerdo –concedió Sev–. Estoy camino del aeropuerto. Cuando esté en el avión, le pediré al piloto que pise el acelerador, pero no creo que llegue antes de las tres.

–¿Qué les digo?

–Te pago para que resuelvas esas cosas. Despliega todo tu encanto, Naomi.

–Está agotado.

–Ya me he dado cuenta –replicó Sev–. Has estado muy...

–¿Picajosa?

–No sé qué significa esa palabra.

–Malhumorada, irascible.

–Sí, has estado muy picajosa últimamente.

–Porque mi jefe no para de desaparecer. ¿Puede saberse qué haces en Roma?

Ella le llevaba su agenda, le reservaba los vuelos, le organizaba las citas y sabía muy bien que no debería estar en Roma.

–¿Quieres saberlo con pelos y señales?

Ella cerró los ojos. Sabía que, naturalmente, sería por una mujer... y por eso había estado tan picajosa. No soportaba el enfrentamiento, o, más bien, ser la que llevaba las cosas al punto crítico. En realidad, quería que fuese Sev quien la despidiera, lo prefería a tener que dimitir a lo largo del día.

–Quiero saber por qué estas en Roma. Estoy intentando pensar en qué decirle al jeque Allem.

–Bueno, supongo que me pareció una buena idea en su momento.

–Y yo supongo que eso fue el sábado por la noche.

–Me conoces muy bien. Era una fiesta y...

–He cambiado de opinión –le interrumpió Naomi–. No quiero saberlo. Ya se me ocurrirá algo para decírselo a Allem.

–Umm... Te has puesto muy inglesa. Resuélvelo. ¡Ah! ¿Podrías mandar unas flores de mi parte?

Naomi volvió a cerrar los ojos.

–Si puedes mandar dos docenas de rosas blancas....

No hacía falta que él se lo dijera, siempre pasaba lo mismo. El lunes mandaba flores a quien hubiese visto el fin de semana. Alrededor del miércoles podía pedirle que reservara un hotel y al lunes siguiente quizá mandara más flores, pero, normalmente, ya había perdido el interés para entonces.

–¿A nombre de quién? –le preguntó Naomi tomando un bolígrafo–. ¿Qué mensaje quieres...?

–Déjalo –la interrumpió Sev–. No te preocupes por las flores. Aparte de Allem, ¿voy a perderme algo más?

–Una reunión conmigo para programar el mes.

En la que había pensado decirle que iba a dimitir. Él se quedó en silencio.

–Es noviembre –añadió ella.

–Ya lo sé.

–Solo estaba comprobándolo.

–¿Algo más?

–No, se había pospuesto todo por Allem.

–Llegaré lo antes que pueda. Dile a Allem... –él lo pensó un instante–. Dile lo que tengas que decirle y, si se revuelve, recuérdale que él es quien quiere verme.

Él no se despidió, se limitó a cortar la llamada. No, no echaría de menos esa parte de su trabajo, el tener que reorganizar su agenda en el último segundo y defraudar a la gente. Al menos, eso le parecía a ella. A sus clientes parecía no importarles lo más mínimo. Que fuese inalcanzable hacía que fuese más deseable. Cuanto más esquivo era, más lo solicitaban.

–Maldito Sev –farfulló ella mientras se tumbaba para disfrutar de un descanso tan inusitado.

No tenía que apresurarse, podía trabajar un par de horas desde allí. Se quedó en la cama mientras esperaba a que el sol saliera y pensaba en lo que estaba a punto de hacer. La mayoría de la gente diría que estaba loca por dejar un trabajo tan increíble y todos los incentivos que lo acompañaban. Ella misma había estado repitiéndoselo durante los tres últimos meses. Sin embargo, estaba aprendiendo muy deprisa que un piso no equivalía a la felicidad, que un guardarropa exclusivo, unas uñas de manicura y un peinado fabuloso no encauzaba el mundo por arte de magia.

Se había enamorado de Sev nada más verlo y sabía que, como muchas de sus predecesoras, sería inútil esperar algo que no fuese una aventura muy efímera. Había decidido que tenía que salir de allí antes de que sucumbiera. Ya tenía bastantes conflictos, estaba intentando consolidar algún tipo de relación con su padre y zanjar las cosas con Andrew. No necesitaba una aventura pasajera con Sev porque, aunque fuese pasajera para él, ella sabía que sería como un tatuaje indeleble para su corazón.

Sev no era gélido en absoluto. En realidad, algunas veces le parecía que estaba en el mundo solo para hacerle sonreír a ella, y lo hacía, y mucho. Efectivamente, era incorrecto, pero no más incorrecto que los pensamientos de ella. Su voz hacía que se estremeciera.

En cuanto a que era carente de emociones... Quizá él las tuviera o no, pero sacaba todas las de ella sin ningún esfuerzo.

Estaba amaneciendo y el día parecía despejado y frío desde la calidez de la cama. Era como si alguien hubiese pintado Central Park durante la noche en todos los tonos de rojo y naranja. Se preguntó lo que se sentiría al quedarse en la cama en invierno con la chimenea encendida y mirando los árboles cubiertos de nieve. No iba a estar allí para saberlo y se lo diría a él ese mismo día.