Capítulo XIX

 

El tiempo es el mejor contador de historias,

la historia la escribe el tiempo.

 

 

Abandonamos Londres aquel mismo día. Cogimos un transporte público, que traducido venía a ser una carreta cargada con gallinas, sacos de harina y tocino, hasta que llegamos a York, casi dos semanas después. Viajábamos como un matrimonio francés, él adoptó mi apellido y fingió su acento. Yo apenas tuve que molestarme en ocultar nada. En realidad supuso nuestra luna de miel. Siempre habíamos estado rodeados de gente, sin que apenas pudiéramos disfrutar de algunos momentos de soledad robados al intenso trabajo del castillo y a la guerra posterior. Ahora solo estábamos él y yo solos. Conversábamos largamente durante el día en francés, ya que el dueño de la carreta hablaba inglés y no corríamos peligro, y por las noches, en posadas y tabernas a la vera del camino nos amábamos hasta casi el alba, como si no pudiésemos separarnos, como si temiésemos que el tiempo para nosotros se fuera a acabar. No hubiera cambiado aquella extraña travesía ni por un viaje con todo incluido de un mes entero a un paraíso como podía ser el Caribe o la Seychelles. Para mí supuso todo un descubrimiento de la forma de vida del siglo XVIII y de la persona que era mi marido. Si ya lo amaba, ahora lo admiré y lo quise por su inteligente y amena conversación, por el cariño que me mostraba y por la seguridad que me ofrecía. Lo había amado en el pasado, en el presente y lo había recuperado en el futuro.

Sin embargo, el día que traspasamos la muralla romana derruida que hacía de frontera natural con Escocia, no solo el tiempo se volvió inestable y frío, y el paisaje considerablemente más agreste y salvaje. También cambiamos nosotros. Nuestro ánimo se volvió taciturno y nos limitábamos a caminar de la mano protegiéndonos del intenso viento del norte y de las constantes tormentas de nieve que provocaban que con frecuencia tuviéramos que buscar refugio en pequeñas casas que nos acogían con la hospitalidad que caracterizaba todo lo escocés.

Después de varios días de camino, cuando estábamos a punto de arribar al límite de las Highlands paramos al anochecer en una pequeña aldea, en la que conseguimos una habitación en la única casa que parecía ejercer de posada, sala de reuniones y ocasional destilería, por el humo blanco que salía de una de las salas adyacentes. Cenamos en silencio y subimos a la habitación, cansados y deseando tumbarnos en una cama en condiciones. El viaje estaba resultando agotador, ya que yo no podía cabalgar y pocas veces encontrábamos algún viajero que me trasportaba como si fuera un fardo de paja sentada en una carreta tirada por bueyes o ponys.

Kieran encendió el fuego de la chimenea y se quedó junto a ella con las manos extendidas mientras miraba las llamas brotando de la turba. Me acerqué a él y le abracé por la cintura apoyando mi rostro en su espalda. Sentí como se relajaba y suspiró levemente. Me atrajo con una sola mano para situarme delante de él y que fuera yo la que recibiera la mayor parte del calor que emanaba el fuego.

–¿Qué te preocupa, Kieran? –pregunté por fin. Desde que lo conocí supe que era un hombre acostumbrado a ocultar sus sentimientos y a decidir por sí mismo sin vacilar un instante. Ahora veía como sus ojos se oscurecían cuando lo sorprendía con la mirada fija en mí y no sabía cómo reaccionar.

–No es nada, mo aingeal. No debes preocuparte –susurró junto a mi oído.

Eso hizo que mi corazón saltara y un nudo se formara en mi estómago. Casi estaba segura de lo que le sucedía, pero deseaba que él se abriera a mí.

–Es por lo que te conté, ¿verdad? Tienes miedo de que haya cambiado el pasado y con ello el futuro no se desarrolle como debiera –señalé con aprensión.

Él me giró hasta tenerme frente a él y me cogió el rostro con las manos con suavidad pero ejerciendo presión, como si temiera que fuera a desaparecer ante sus ojos de nuevo.

–Alana…, intento comprenderlo, pero… –vaciló un instante buscando la explicación adecuada– dices que estoy envuelto en un hechizo que yo mismo contribuí a crear. Viviré trescientos años para encontrarte, sin embargo ya no te encontraré nunca porque tú estás aquí y no dejaré que vuelvas a marcharte. ¿Qué significa? ¿Es acaso que moriré contigo? ¿Es que viviré eternamente buscándote hasta que la desesperación me enloquezca? ¿O un día despertaré y tú no estarás a mi lado porque lo que tiene que suceder no ha sido cambiado y has sido arrastrada al futuro?

Lo miré con intensidad. Sentía el mismo miedo que él. Había intentado entenderlo y no lo conseguía. En el pasado cambié mi futuro para que él me encontrara y así regresar, si ahora lo había vuelto a cambiar, ¿qué sucedería en el futuro próximo? No podría soportar verle tal cual era mientras yo envejecía y me consumía hasta morir.

–Puedo intentar…, no lo sé, hacer otro hechizo, desear otra cosa totalmente diferente, algo que cambie lo que sucederá –sugerí sin saber si podría llegar a hacer tal cosa algún día.

–No –negó fuertemente con la cabeza–. Ni tú misma eres consciente de tu poder. Él se nutre de tu estado de ánimo, de tus deseos, de tus anhelos. ¿No te has dado cuenta de que es muy posible que aparecieras tres años después porque era eso lo que querías?

–¿Cómo? –pregunté apartándome levemente–. No, no es eso, esperé dos meses para estar segura de que estarías en la Torre y de que Gareth podría viajar al futuro y conocer a mi madre.

–Sí, eso no lo pongo en duda, pero, ¿no recuerdas que una vez me acusaste de ser un niño por no llegar a los veinticinco años?

Afirmé con la cabeza entendiéndolo todo.

–Creo que en tu fuero interno siempre deseaste que yo fuera mayor y esa fue tu forma de conseguirlo, hacer que esos tres años se diluyeran y nos reencontráramos ambos con la misma edad. –Su rostro estaba serio y mostraba confianza. La confianza que comenzaba a flaquear en mí.

–Yo… –comencé, pero no pude terminar. ¿Lo había hecho de forma inconsciente? Era muy probable, y ni siquiera me había dado cuenta. Me guiaba por lo que sentía en cada momento y mi poder era claramente imprevisible. Apenas conseguía mantenerlo oculto cuando algo me molestaba o me alteraba de cualquier forma.

Caminé con lentitud hasta la cama y me senté en el borde sujetándome la cabeza con las manos.

–¡Dios mío! –murmuré y comencé a llorar de forma incontrolable, temblaba y mi cuerpo se agitaba con el conocimiento de que yo lo había cambiado todo de forma irremediable.

Kieran se sentó a mi lado y me atrajo junto a él hasta que reposé en su pecho. Me acarició el pelo y me susurró en la lengua de sus ancestros hasta que conseguí calmar mi dolor.

–Mi madre tenía razón –susurré.

–¿En qué, mo aingeal?

–Estoy maldita –dije–. Estoy maldita desde que nací –añadí para darle la suficiente fuerza a esa palabra que me condenaba de por vida.

–No estás maldita, Alana. Eres lo que ha dado sentido a mi existencia desde que te conocí, soy un hombre afortunado, no soy un hombre maldito –pronunció con voz ronca Kieran y yo estallé en sollozos de nuevo–. Encontraremos la solución, la encontraremos –afirmó con una seguridad que yo no sentía.

Nos tendimos vestidos sobre la cama abrazados en nuestra desesperanza hasta que escuché su respiración suave y acompasada. Yo no había podido cerrar los ojos, mi mente bullía desazonada buscando una respuesta que no llegaba. Me levanté en silencio y me senté en el suelo junto al fuego. Extendí mis manos y observé el anillo de la bruja, tranquilo y refulgiendo en un brillante tono dorado desde que encontré a Kieran. Pasé la vista a la otra mano en la que la alianza de plata atrapaba la tenue luz del fuego de turba y la giré con dos dedos. Dejé que las lágrimas asomaran a mis ojos sintiendo que con lo que llevaba llorado podía dar de beber al sediento por años. Una suave brisa sopló a mi espalda y unos rizos se movieron rebeldes. Suspiré hondo.

–Abuela –susurré.

–Estoy aquí, mi amor, sabes que siempre estoy aquí. –Su voz era suave y balsámica, como el aceite de almendras caliente cayendo sobre mi piel.

–¿Qué he hecho? ¿Puedo cambiar lo que sucederá de nuevo? –pregunté de forma agónica.

Escuché un leve suspiro y miré a mi lado viéndola aparecer con su rostro relajado y el pulcro pelo blanco peinado cuidadosamente. Sus ojos brillaban con intensidad en la imagen traslúcida.

–Todavía no lo has entendido. No has tenido tiempo. No existe el futuro ni el pasado, existe el presente –murmuró.

Me mostré molesta y mi rostro expuso lo que sentía.

–¿Crees que si no hubieras retrocedido hasta el siglo XVIII no estarías embarazada? –preguntó.

La miré con gesto interrogante.

–Lo que ha sucedido ya no se puede cambiar porque existe. Viviste tu pasado en el futuro y tu presente en el pasado. Retrocediste de nuevo para buscar tu destino.

–Eso es un acertijo –expresé con inquietud.

–No debes mirar al futuro, Alana, ese es tu mayor defecto, siempre has vivido pensando qué sucedería a continuación sin pararte a disfrutar de lo que en ese momento te ofrecía la vida. Elegiste una carrera que te ofrecía la posibilidad de escarbar en el pasado sin que eso pusiera en peligro tu miedo al futuro, con temor a enfrentarte a lo que la vida te deparaba, escondiéndote. Ya es hora de que dejes de hacerlo. Cuando todo suceda, sabrás qué opción tomar. Solo tienes que guiarte por tu corazón, olvidar tu miedo y dejar libre tu deseo. Solo así conseguirás aquello para lo que estás destinada –explicó.

La miré fijamente intentando memorizar el sentido de sus palabras, sin llegar a conseguirlo. Alargué una mano viendo como ella desaparecía y esta se quedó estática en el aire sin llegar a alcanzarla. Suspiré y me giré para volver a la cama. Si antes no había conseguido dormir, ahora ni siquiera lo intentaría.

Levanté la vista y vi a Kieran con los ojos abiertos observándome con cautela.

–¿Estabas hablando con tu abuela? –inquirió con naturalidad, como si la conociese y la hubiese visto.

Asentí con la cabeza sin pronunciar palabra.

–¿Te ha ayudado?

Negué con fuerza y apreté los labios.

–Solo dice que cuando llegue el momento sabré lo que hacer si sigo los dictados de mi corazón.

–Bueno –contestó él atrayéndome a su lado–, a mí me parece un buen consejo, para empezar. Ahora solo nos queda averiguar cuál será el momento adecuado.

Me acarició el pelo y me besó en la coronilla.

–Duerme, mo aingeal, nos queda un largo viaje por delante –murmuró y finalmente caí en los brazos de Morfeo acunada entre sus brazos.

 

 

Casi un mes después nos encontrábamos en la costa escocesa, con un fuerte viento cargado de salitre y humedad que agitaba mi capa y revolvía nuestros cabellos. Miraba con odio y suspicacia el paquebote que nos iba a trasladar a nuestro hogar. No tenía las líneas elegantes y ligeras de la goleta en la que había embarcado hacía meses, en realidad era fuerte y robusto, un barco acostumbrado a las inclemencias del mar del Norte. Kieran pasó un brazo por mis hombros y apretó con intensidad.

–Vamos, no creo que sea tan terrible como la última vez –murmuró con una leve sonrisa.

Lo miré entrecerrando los ojos.

–Prefiero ir nadando –contesté con el temor a un nuevo malestar que me durara días.

–Es posible, mo aingeal, pero acabarías ahogándote, y eso sí que no lo voy a permitir. Si fuera necesario te ataría con cuerdas a la proa.

Le pegué un codazo en las costillas totalmente indignada.

–No te atreverás –mascullé.

–Ponme a prueba –contestó él tirando de mí por la escalerilla de embarque hasta la masa monstruosa de madera que se agitaba furibunda sobre el mar embravecido.

Una vez sobre el barco me tambaleé hasta sujetarme con fuerza a la borda, sintiendo como mi cuerpo se agitaba con la misma bravura que el mar que rugía bajo nuestros pies. Gemí con fuerza y mis nudillos se volvieron blancos por el esfuerzo. Kieran se situó tras de mí y me abrazó mientras el paquebote hacía las maniobras necesarias para embarcarse en la corta travesía hasta la isla de Skye. Respiré el aire frío y sentí las salpicaduras saladas del agua en mi rostro. Y de forma milagrosa soporté todo el viaje sin mayor molestia.

–No lo entiendo –expresé una vez que mis pies tomaron tierra firme.

–Fue el embarazo, Alana, tú misma dijiste que nunca antes te habías mareado. Era normal que las primeras semanas te encontraras algo indispuesta –contestó Kieran con una sonrisa.

–Si con indispuesta te refieres a estar casi al borde de la muerte, tengo que darte la razón –aduje con acritud.

Solo conseguí que él soltara una ronca carcajada y la disimulara con un gruñido característicamente escocés.

Al atardecer de aquel mismo día vimos a lo lejos la silueta del castillo Dunakyn, el hogar de los Mackinnon. Ambos nos paramos sobre la cima de una colina sin importarnos el frío, el viento y la persistente lluvia que nos había acompañado durante varias horas.

–Mi reino por una bañera caliente –murmuré.

–Mi reino por mi propia ropa –murmuró Kieran.

Lo miré con curiosidad.

–¿Qué es lo que le ocurre a la que llevas? –pregunté observando su apostura de guerrero vestido con las sencillas ropas que llevaban los caballeros en Inglaterra.

–Pica y roza dónde no tiene que hacerlo. Impide mis movimientos y me siento encerrado en una cárcel –masculló entre dientes.

Reí con ganas y le di un pequeño empujón.

–Prueba a llevar un corsé y ya te diré yo lo que es sufrir en aras de la moda. De hecho –me acaricié la barbilla pensativa–, es posible que le diga a Jeannie si me la puede adaptar para mí, estoy deseando volver a ponerme pantalones –dije ignorando su expresión de absoluto pavor–, cuando pueda caber en ellos, por supuesto –añadí observando mi redondo cuerpo.

–No permitiré que lleves pantalones –fue lo único que acertó a decir.

–¿Por qué no? Si tú llevas faldas, yo puedo llevar pantalones –expresé con lógica.

Él me miró horrorizado y sintiéndose insultado en consideración al kilt que hacía que él realmente fuera lo que era.

–Yo no llevo faldas, llevo kilt, es la indumentaria que da sentido a…

–Vamos. –Tiré de él con fuerza–. De todas formas siempre te he preferido desnudo.

Y por primera vez desde que lo conocía, no protestó y se dejó llevar sin comentario alguno.

El primer hombre del clan que nos encontramos fue Hugh, que hacía guardia recorriendo el exterior de la fortaleza. Nos encañonó con la pistola y ante un simple resoplido de Kieran, la bajó para observarnos con estupor.

–¿Mi señor? –preguntó titubeante pasando la vista sobre él para posarla en mí–. ¡A Dhia! ¿Mi… mi señora?

–Sí Hugh, somos nosotros ¿te importaría dejarnos pasar? –masculló Kieran a punto de arrojarlo al suelo si seguía interponiéndose en nuestro camino.

–Pero… ¡estabais muerto! –señaló con una mano hacia Kieran y después se volvió hacia mí e hizo la señal de la cruz–. ¡Y dicen que a vos os quemaron por bruja!

–Por lo visto algunas noticias han llegado antes que nosotros –contestó Kieran mirándome.

–Hasta un caracol artrítico hubiera llegado antes que nosotros –afirmé con rotundidad.

Él miró mi voluminoso vientre y no tuvo más remedio que asentir con la cabeza. Había sido un largo, larguísimo camino. Durante las últimas semanas me cansaba con facilidad y teníamos que parar con mucha más frecuencia, retrasando así nuestra llegada al castillo. Ambos giramos el rostro a Hugh que nos observaba sin saber si ponerse a rezar dando gracias a Dios o sacar la espada y ensartarnos por si fuéramos unos espectros que veníamos a reclamar nuestro lugar.

–Hugh, apártate de una maldita vez. –Kieran no tuvo la paciencia necesaria para comprender la turbación de su soldado–. No estamos muertos, pero tú lo estarás pronto como sigas ahí parado más tiempo.

Hugh se alejó unos pasos y a nuestro paso se limitó a saludarnos con cara de estupor mientras inclinaba su boina azul. Estuve segura de que cuando lo perdiéramos de vista iba a correr hacia su hogar a llevar las nuevas noticias, olvidándose de la guardia y arriesgándose a un castigo al día siguiente.

Entramos en el castillo acompañados de una corriente de aire frío. Nos miramos sonriendo y escuchamos el rumor de conversaciones en el salón y el olor de carne asada que provenía de las cocinas. Nada había cambiado y, sin embargo, todo lo había hecho.

–Cocina –dije yo inhalando profundamente.

–Salón –contestó Kieran siguiendo el rumbo de las conversaciones.

Nos miramos un instante.

–¡Cama! –soltamos los dos a la vez riendo y enlazando nuestras manos para subir por la escalera de caracol.

No llegamos a pisar el primer escalón, un terrible estruendo hizo que ambos nos volviéramos en la dirección del sonido. Jeannie nos observaba pálida como la cera con los restos de una bandeja de comida a sus pies.

–¡Loado sea Cristo! –gritó–. ¡Aluinn, ven deprisa!

El rostro primitivo y extraño rodeado de pelo negro se asomó por la cocina con las mangas de la camisa remangadas y expresión asustada. No reparó en nosotros, sino que se acercó a su mujer y la sujetó por los hombros.

–¿Ya? –preguntó con gesto angustiado.

Bajé mi vista y vi que el vestido de Jeannie se abombaba de forma muy parecida a lo que hacía el mío, sonreí con dulzura, el pequeño Aluinn iba a tener un hermano.

–¡Quita! –Jeannie apartó las manos de Aluinn y señaló en nuestra dirección–. Mira, son… ¡Dios mío! Son… ellos –dijo al fin.

Aluinn levantó con lentitud la vista y parpadeó varias veces. Finalmente una bonita sonrisa deslumbró en su rostro y yo no pude por menos que devolvérsela. Se acercó a nosotros y dio un fuerte apretón a Kieran que este devolvió con energía, después hizo una reverencia en mi dirección y me miró con intensidad como si pensara algo, de improviso me sujetó por los brazos y me plantó un beso en los labios. En ese momento la que mostró asombro y estupefacción fui yo.

–Siempre supe que lo conseguirías, Alana –murmuró–. Jeannie –ordenó volviéndose–, avisa a Cailen y no digas nada a nadie más.

Mientras Jeannie desaparecía presurosa internándose en la arcada que daba paso al salón, Aluinn nos interrogó con la mirada, enarcando las cejas.

–No estoy muerto –señaló Kieran.

–Eso ya lo veo –contestó Aluinn–, pero es peligroso que estéis aquí mucho tiempo. Os ocultaremos, pero las noticias corren como el viento y es peligroso. Para ti, para Alana y para vuestro hijo. ¿Cómo demonios conseguisteis sacarlo de la Torre? –Me encaró con sus ojos negros.

–Hummm… –murmuré–, hice creer que estaba muerto y luego compré su cadáver.

–Bueno, cuando tengáis un rato me gustaría saber los detalles, eso nos dará una bonita historia para amenizar las largas noches del invierno.

–No es una bonita historia –indiqué.

–Todas lo son si el narrador sabe condimentarla con astucia –respondió–. Y yo –me guiñó un ojo– soy un excelente cocinero.

Kieran masculló algo bastante desagradable que Aluinn ignoró con una sonrisa de satisfacción y en ese instante apareció Cailen corriendo hacia nosotros. Se paró de improviso mirándonos con la misma cara de sorpresa que era ya una costumbre en todos los que nos reconocían. Había cambiado, ya no era el joven imberbe que recordaba, estaba más musculoso, como si la vida lo hubiera obligado a cincelarse con el cuerpo de un guerrero, y lucía una barba recortada que le daba el aspecto de alguien mayor que los veinte años que solo tenía.

Ambos hermanos se abrazaron y se propinaron fuertes golpes en la espalda. Cailen se apartó con los ojos enrojecidos y Kieran le dio un pequeño pescozón. Después se acercó a mí y me cogió la mano para besarla con fervor.

–Alana…, yo… tengo que explicarte algo que…

No lo dejé terminar.

–Cailen, lo sé, no hace falta decir nada. Está todo olvidado –concluí antes de que dijera demasiado.

Kieran me observó con los ojos entrecerrados. Solo había habido una cosa que no le había contado, y era la traición de su hermano y cómo yo le había proporcionado una larga vida de trescientos años. Ya tendría tiempo de explicársela con calma cuando estuviéramos lo suficientemente lejos del castillo como para que no intentara matar a Cailen.

Me invadió un profundo cansancio y me apoyé en Kieran en un gesto de auxilio. Él lo comprendió a la perfección y se disculpó para ayudarme a subir a la habitación donde me ayudó a desvestirme y a acostarme. Bajó con la promesa de regresar con algo para cenar. Si lo hizo yo no lo supe, ya que una vez que estuve en el que había considerado mi verdadero hogar, caí en un profundo sueño al instante.

Desperté al amanecer, sintiéndome descansada y hambrienta. Me giré para ver como Kieran dormía a mi lado, su gesto tenso de las últimas semanas se había relajado y supuse que había estado largas horas conversando con su hermano y Aluinn. Lo dejé dormido y me levanté en silencio. En la mesa junto al fuego había una bandeja y en ella un plato con varios scones, sonreí con anticipación y me senté en el butacón arropándome con una manta mientras degustaba los sabrosos panecillos.

–Alana. –La voz profunda y suave de Kieran me sacó del ensimismamiento producido al saborear la dulce mermelada de frutos del bosque que se escondía en los deliciosos bollos de maíz.

Agité una mano, aún con la boca llena, indicándole donde me encontraba. Escuché el crujir de la cama al levantarse él y sus pasos hasta situarse en mi espalda. Me dio un beso en la coronilla y alcanzó con una mano un pastel que mordió con intensidad. Levanté la vista y lo observé mientras se acomodaba el kilt en el cuerpo y se ponía una camisa de lino blanco. Respiró con satisfacción y se sentó a mi lado.

–¿Todo bien? –pregunté haciendo referencia a lo sucedido la noche anterior.

–Mmmffmm.

Enarqué una ceja con gesto de fastidio.

–¿Cuánto tiempo podremos quedarnos? –inquirí de nuevo esperando alguna explicación más clarificante que un gruñido que todavía no llegaba a comprender.

–Hasta que nazca nuestra hija, después, cuando estés recuperada –aclaró–, debemos marcharnos. Nos ocultarán, pero seguimos estando en peligro y ponemos en peligro a todo el clan.

Asentí con la cabeza. Lo entendía y lo agradecía, no me sentía con fuerzas de emprender de nuevo un largo viaje. Mi embarazo estaba bastante avanzado y mis movimientos cada vez eran más torpes y lentos.

–¿Adónde iremos?

–En mi despacho tengo una bola del mundo conocido, podemos ir después y elegir un lugar. Deberemos cambiar de nombre, al menos por un tiempo, y puede que… quizás algún día podamos regresar a Escocia –murmuró con la mirada fija en el fuego.

Si bien era cierto que Kieran había viajado por Europa y había vivido en otros países pude percibir el dolor implícito en sus palabras. Dunakyn era su hogar y la isla de Skye su lugar. Me di cuenta con notable claridad que yo había cambiado todo eso, había modificado su destino para que él fuera un proscrito y yo una prófuga buscada por brujería. Estábamos condenados a huir y escondernos y él jamás me lo había señalado.

–Lo siento –susurré cogiéndole una mano. Él me la apretó con fuerza y me miró con fijeza.

–¿Por qué, Alana? ¿Por darme lo que más deseo, un hijo? ¿Por entregarme tu vida, tu alma y tu corazón? ¿O por ser lo que me hace seguir viviendo?

–Si yo… si yo no hubiera aparecido y… tú…, ahora. –No encontraba las palabras y mi rostro mostró la confusión y el pesar que sentía.

–Ahora sería un hombre infeliz casado con una mujer que no amaba. Puede que siguiera viviendo aquí, pero estas piedras, este castillo, no tendrían sentido alguno. Tú eres mi fuerza, Alana, en ti reside mi hogar, mi lugar en este mundo es junto a ti. Estés donde estés –afirmó con una sonrisa ladeada.

Me llevé su mano a mi mejilla y dejé que me acariciara. Lo había puesto en peligro innumerables veces, por desconocimiento o sabiendo plenamente lo que hacía. Mucho me temía que seguiría haciéndolo, aunque intentaba adecuarme al estilo y forma de vida del siglo XVIII, jamás llegaría a conseguirlo del todo. Y él nunca me lo había recriminado.

–Lo sé –pronunció con voz suave, como si leyera mis pensamientos–, sé que contigo a mi lado siempre tendré que dormir con un ojo abierto y esperar lo imprevisible. Y ¡Dios mediante! Si nuestra hija se parece a ti, es muy posible que jamás llegue a alcanzar la ancianidad –dijo esto último con una gran sonrisa y se inclinó para besarme en los labios.

Fuimos interrumpidos por unos tímidos golpes en la puerta que no esperaron respuesta por nuestra parte, y como si fuera un vendaval apareció Morag corriendo hasta que nos vio y, de improviso, se quedó parada frente a nosotros y su rostro en forma de corazón se mostró turbado enrojeciendo en profundidad. Seguía siendo la niña dulce que recordaba, su cuerpo se había estilizado y ya mostraba los rasgos de la belleza que sería en un futuro cercano, sin embargo sus chispeantes ojos azules se mostraban temerosos y percibí cierta tristeza en el fondo del iris. Kieran alargó una mano, pero ella se acercó a mí. Abrí mis brazos y recibí el empuje de su abrazo. La rodeé con fuerza y ella enterró la cara en mi cuello llorando quedamente. Sentí su soledad y su desamparo al verse de improviso sin su hermano mayor y sin su madre y sin llegar a entender qué había sucedido. Le ofrecí el consuelo de mi cuerpo y le acaricié la espalda delgada sintiendo los frágiles huesos infantiles que se percibían en la tosca tela del vestido de lana. Tras un largo rato, se separó y me miró con los ojos brillantes por las lágrimas.

–¿Te irás otra vez, Alana? ¿Desaparecerás como lo hizo mathair? –preguntó frunciendo los labios.

–Sí, cariño –afirmé con tristeza y observé como su rostro se contraía de nuevo–, pero vendrás con nosotros, ¿quieres?

Lo dije sin pensarlo, solo sintiéndolo. No podía abandonarla de nuevo. Su rostro mostró asombro y después una gran sonrisa. Kieran masculló algo ininteligible.

–Alana…

–Me ayudará con el bebé –dije con firmeza–. La quiero conmigo, con nosotros.

Kieran sacudió la cabeza y resopló.

A Dhia, cuidich mi –murmuró y después abrió la boca de nuevo para traducirlo, pero un gesto de mi mano lo silenció.

–Lo sé. Dios mío ayúdame –espeté–. Lo has repetido tantas veces desde que me conoces que he acabado por aprendérmelo.

Él rio y abrió sus brazos para recogernos a ambas.

–¿Cómo se va a llamar el bebé? –preguntó Morag de pronto rompiendo el hechizo.

Kieran y yo nos miramos sin saber qué contestar. No lo habíamos hablado y yo ni siquiera lo había pensado todavía.

–¿Cómo se llamaba tu abuela? –inquirió Kieran.

–Angelique –respondí con los ojos entornados.

Kieran negó con la cabeza y su hermana pequeña lo imitó a la perfección.

–¿Por qué no? –pregunté yo molesta porque el nombre me parecía precioso para una niña. Me esperaba una serie de propuestas a cuál más variopinta y pintorescamente dieciochesca, y no tenía ninguna intención de ceder.

–Porque solo tú eres mi ángel, Alana. –La respuesta de Kieran me dejó sin palabras y los tres nos sumimos de nuevo en un mutismo concentrado.

–Ondine –pronunció finalmente Morag–, tiene que llamarse Ondine.

La miré con curiosidad y Kieran sonrió aceptando la sugerencia.

–Tú viniste del mar como Ondine, la ninfa griega, el mar te arrojó a nuestras costas, es lógico que ella se llame así –contestó Morag sonriendo. Supe al instante que la leyenda de las Náyades había sido narrada por Kieran, ya que era el único con conocimientos acerca de la mitología griega en todo el castillo.

Ambos me observaron mientras valoraba el nombre. Accedí mostrando una grata sonrisa.

–Me parece perfecto.

Morag aplaudió y se acurrucó en mis brazos de nuevo.

Al poco rato, Kieran se levantó y se llevó con él a su hermana, que había vuelto a lucir la inconfundible verborrea infantil y un entusiasmo desmesurado.

–Diré que suban la bañera y agua caliente –exclamó antes de cerrar la puerta ante los tirones insistentes de su hermana que quería saberlo todo de los ingleses y la mazmorra donde había estado encerrado.

Me bañé con calma disfrutando del agua caliente en los músculos cansados después de la larga travesía, me lavé el pelo y dejé que se secara al calor del fuego, invadida de una profunda pereza fruto del embarazo. Jeannie subió una bandeja de comida al mediodía y se sentó junto a mí en el butacón.

–Así que es una niña –dijo como único comentario.

La miré con una sonrisa y asentí con la cabeza.

–No preguntaré cómo lo sabéis, pues debe ser cosa de brujería.

Me erguí y me tensé como un alambre, sin embargo ella estaba completamente relajada, acariciándose el vientre con movimientos rítmicos y sin mirarme.

–Alana. –Su rostro redondo y pecoso se giró hacia mí–. Siempre supe que había algo extraño en vos, pero después de lo sucedido pienso que somos afortunados de contar con una bruja en la familia. –Me cogió una mano y la apretó con fuerza–. Supongo que tuvo que ser duro para vos…, ya sabéis…, que intentaran quemaros en la hoguera. No sé cómo lo hicisteis, pero esta niña es vuestro primer embarazo, ¿no?

Asentí con la cabeza y me decidí a hablar.

–¿No os doy miedo? –lo dije con cautela, no sabía lo que ella podía creer o entender de brujería. Había percibido en mis propias carnes el miedo y el odio de la gente supersticiosa que había intentado asesinarme.

Jeannie rio con fuerza y su vientre se abombó de forma alarmante.

–¿Vos? –preguntó enarcando una ceja–. No –negó con firmeza–, cuando llegasteis aquí estabais completamente perdida, la verdad es que provocabais más compasión que temor. Nunca percibí maldad alguna en vuestra presencia. Además, Aluinn siempre dice que…

–Todas las mujeres tienen algo de brujas –terminé por ella sin saber si alegrarme por la descripción de mi persona o lamentarme por haber dado esa impresión de fragilidad.

–Exacto. –Sonrió ella y se levantó con gesto cansado–. Me voy, Napoleón está insoportable estos días, sabe que se acerca el momento de la llegada de su hermano y no se separa de mis faldas.

Me atraganté con mi propia saliva y carraspeé con disimulo.

–¿Napoleón?

–Oh, sí, desde que lo pronunció por primera vez, el pequeño Aluinn no ha aceptado que le llamemos de ninguna otra forma, así que…

Gemí audiblemente. Ella me golpeó con suavidad un hombro.

–No os preocupéis, en realidad la descripción que hicisteis de ese hombre es bastante acertada, mi pequeño tiene un genio de mil demonios, me pregunto ¿a quién se parecerá? –masculló saliendo por la puerta y dejándome con intensos pensamientos sobre todas las cosas que había modificado con simples comentarios o pequeñas acciones.

Al atardecer salí por primera vez de la habitación, había pasado el resto del día dormitando y tenía ganas de encontrar a Kieran. Me dirigí a su despacho, era probable que intentara solucionar el problema de la deuda con los Mackenzie en primer lugar, así que esperé localizarlo allí, escribiendo misivas en nombre de su hermano. Llamé y al no recibir respuesta, giré la manilla. Estaba abierta y la puerta gimió al empujarla. No había nadie. Me acerqué al escritorio y cogí entre mis manos el reloj de arena, recordando donde lo había dejado la última vez que lo vi.

–Sabía que te encontraría aquí.

El sonido de la voz ronca y a la vez tremendamente suave del hombre que tenía a mi espalda me sobresaltó hasta tal punto que solté el reloj que cayó rodando en la alfombra raída que había a nuestros pies. Me giré con lentitud buscando una salida con la mirada.

–Gareth –pronuncié con voz ahogada mientras me desplazaba hasta quedar detrás de la pesada mesa de madera. Palpé en mi bolsillo notando el peso de la daga como si ello fuera consuelo suficiente.

–¿Por qué huyes de mí, Alana? No voy a hacerte daño –murmuró mientras se acariciaba la barba de varios días que adornaba su rostro cansado. Tenía profundas ojeras y su pelo estaba desgreñado y sucio, al igual que su kilt, como si hubiera pasado varios días a la intemperie. Hasta mí llegó el olor del fuerte sudor masculino y retrocedí un paso.

Su mirada se fijó en mi vientre y abrió los ojos oscuros mascullando algo en gaélico que no entendí.

–Sigues embarazada. No debías estarlo. –Se quedó un momento pensativo y sus ojos brillaron con un tinte de locura–. Has hecho el viaje de regreso, has venido a buscarlo a él no a mí. Tú fuiste quien lo sacó de la Torre, ¿verdad? –Su rostro mostró ira y algo más profundo que quise interpretar como dolor.

–He visto cosas increíbles, Alana –continuó dando un paso en mi dirección. Me tensé de forma involuntaria–, pero eso ya lo sabes, es de ahí de donde vienes. Tenía intención de esperar un tiempo prudencial para regresar, pero mis planes han cambiado. Ya te tengo, eres mía, juntos haremos grandes cosas.

–Nunca he sido tuya –declamé con voz clara y alta.

Él se irguió como si le hubiera golpeado con un puño invisible.

–Pero, Alana, ¿es que todavía no lo comprendes? Hemos nacido para estar juntos, siempre ha sido así. Supe que algún día vendrías a mí.

–No he ido a ti Gareth, regresé por Kieran, tú mismo lo has dicho –repliqué con furia apenas contenida. Veía sus ojos brillar y oscurecerse como si por ellos pasasen miles de imágenes incapaces de ser atrapadas en un solo instante. Sentí terror y me pregunté si sería capaz de enfrentarme a él. Me sentía torpe y mis movimientos eran lentos y cuidadosamente calculados para proteger mi vientre.

Alargó su mano y acarició mi rostro. Me giré negándole la caricia y sentí un frío helador que contrajo todos mis músculos. Siempre había sido así, una helada corriente eléctrica cuando su piel entraba en contacto con la mía, al contrario que sucedía con Kieran, que trasmitía un calor reconfortante y tranquilizador. Lo miré a los ojos con tristeza entendiendo por primera vez lo que quiso decir mi abuela. Sus ojos oscuros mostraban una frialdad oculta para todos menos para mí. Me pregunté por qué había sido tan obstinada en pensar que los ojos dorados y confiados de Kieran serían los que deseaban mi final. Había estado ciega durante meses, perdida y confundida por el poder recién adquirido, por mi condición de bruja, sin saber en quién confiar y en quién dudar.

–Aléjate, Gareth –expresé sintiendo mi debilidad frente a él, aun así lo miré con intensidad buscando algún rasgo que me identificara como hija suya. Era posible que hubiera heredado su altura, y la forma en que se rizaba mi pelo desordenado, la tonalidad extraña y oscura de sus pupilas, pero más allá de eso esperaba no haber heredado nada más. Me daba pavor desarrollar la locura que veía brillar en sus ojos mezcla de salvaje y humano.

Ninguno de los dos vimos al furioso escocés que se lanzó sobre él derribándolo de un solo golpe. Me aparté al verlos caer al suelo y gemí llevándome la mano a la garganta. Saqué la daga y la mantuve sujeta en la mano mientras veía como Kieran y Gareth se envolvían en una lucha igual. Ambos tenían una constitución parecida y habían sido entrenados de la misma forma, habían luchado juntos y conocían a la perfección los movimientos del otro. Kieran recibió un golpe en el costado y gimió dejándose caer hacia un lado, lo que aprovechó Gareth para situarse sobre él y apretar con ambas manos su cuello. Kieran abrió los ojos y sujetó los antebrazos del que él consideraba su hermano, del que era mi padre. Supe que Gareth estaba utilizando su poder, no podía ser tan fuerte como para tener inmovilizado a Kieran de esa forma. No lo pensé más. Me arrodillé y clavé la daga en la carne blanca que asomaba de su camisa en un lateral. Sentí el golpe de la misma al chocar contra el hueso de alguna costilla y la siang dhu cayó al suelo. Me giré para alcanzarla con una mano, pero Kieran fue más rápido, aprovechando el breve intervalo de debilidad de su atacante, consiguiendo girarse para situarse sobre él y sujetarlo mientras un charco de sangre se extendía sobre la piedra filtrándose en las grietas. Lo sujetó con una mano sobre su cuello y alzó la daga. Giró el rostro y me miró fijamente buscando una respuesta a una pregunta sin pronunciar.

–No puedo matarlo, Alana, si lo hago todo cambiará. Te perderé –rugió de forma intensa y dolorosa con la daga en la mano.

Gareth abrió los ojos de forma desorbitada y nos miró a uno y a otro, en su mirada percibí el reconocimiento de algo que sabía le ocultábamos. Se giró con rapidez, soltándose de la sujeción de Kieran y se levantó. Con una mano posada sobre su costado herido se dirigió hacia mí con pasos tambaleantes. Kieran lo sujetó por la espalda y yo trastabillé hacia atrás sujetándome con una mano a la mesa. Sentí el susurro de cientos de almas a mi alrededor, gritos agónicos de las mujeres asesinadas por mi causa. Inspiré hondo sin sentir el aire en mis pulmones, me llevé la mano al pecho y cerré los ojos sintiendo como la oscuridad me rodeaba. Todo dejó de existir y pude percibir en la negrura los rostros de las jóvenes que suplicaban justicia. No tenía elección. Abrí los ojos y miré con tristeza a los dos hombres, al que buscaba mi ayuda y al que esperaba mi respuesta. Aquel era el momento del que me había prevenido mi abuela. Gareth se inclinó sobre mí atrayéndome con una garra que sujetó mi brazo, manoteé desesperada y caí hacia atrás golpeándome con las piedras canteadas del suelo. Levanté la cabeza un instante para ver como Kieran se abalanzaba de nuevo sobre Gareth inmovilizándolo, pero este había sacado su daga de la media y lanzó una estocada que hirió a Kieran en el brazo, por donde comenzó a gotear la sangre carmesí que se mezcló con la de su hermano de lucha. Me incorporé a medias y pronuncié mi sentencia. No tenía otra opción, no podía permitir que Gareth viviese para matar en mi nombre. No podía permitir la muerte de mujeres inocentes por mi causa.

–Mátalo –ordené con voz estrangulada.

Kieran me miró con incalculable dolor y yo asentí levemente.

–Hazlo, Kieran –supliqué sintiendo como las fuerzas me abandonaban.

Kieran se giró a Gareth y este le miró con dureza adivinando la incertidumbre de él. Sin embargo, Kieran no vaciló. Hundió la daga en el corazón de Gareth y este se retorció en un espasmo interminable y quedó preso un solo instante con la mirada fija en su asesino, en su juez, en su verdugo. En su hermano.

–Alana.

Escuché la voz profunda y suave del hombre a lo lejos, pero nunca llegué a saber si fue la de Kieran o la de Gareth. Me llevé la mano a la nuca y palpé la humedad pegajosa de la sangre que manaba de un profundo corte. Mi cabeza descansó sobre la piedra fría y los hilos que me unían a otro mundo me atraparon sin que yo pudiese luchar contra ellos. La oscuridad me atrajo y el dolor dejó de existir. Los gritos y susurros desaparecieron y solo quedó el silencio. La nada me rodeó y desaparecí en ella.

 

 

–¿Dónde estoy? –pregunté de forma vacilante sin reconocer el entorno.

Una niebla espesa me rodeaba, aun así sabía que había más personas alrededor. La niebla fue disipándose a medida que los rostros se mostraron ante mí. En el centro de aquel grupo de mujeres se encontraba mi abuela.

–Somos el consejo, Alana –me aclaró ella tranquilizándome.

Fijé la vista en cada una de ellas, y ellas fueron sonriéndome con ternura, con complicidad e incluso con alivio.

–¿Eso quiere decir que he muerto? –murmuré sin ser todavía consciente del lugar y sin notar otra cosa que no fuera una extraña paz.

–No. Estamos aquí para que decidas. Has matado a Gareth, has salvado a tu hija y con ello has cumplido tu destino. ¿Creías que te íbamos a abandonar ahora?

–¿Qué tengo que decidir?

–Alana –mi abuela se acercó y me puso una mano sobre el rostro–, no existe el futuro ni el pasado, solo el presente, así que eres libre de decidir si te quedas con Kieran en un tiempo que no te pertenece sin modificar lo que ha sucedido, o bien regresar al futuro y comenzar una nueva vida.

–Si viajo al futuro lo perderé, nada de lo que nos ha unido existirá. Ni siquiera Sarah.

–Lo sé, Alana, pero la magia es una moneda con dos caras. Cuando ofrece algo siempre toma otra cosa a cambio. Por eso debes decidirlo tú. Has salvado a tus hermanas y no interferiremos en tu decisión.

–Si me quedo, ¿qué sucederá con el futuro?

–Nunca sabrás lo que sucederá porque nunca podrás regresar allí. Eso es lo difícil de esta elección.

–No es difícil. Quiero quedarme con Kieran –afirmé con rotundidad.

–Piénsalo bien, Alana. Tu futuro nunca existirá como tal. No podrás regresar a un tiempo en el vivirás desconociendo lo que fuiste.

–¿Y el suyo? Kieran debe cumplir una promesa.

–Él ya la ha cumplido. Te ha salvado.

Emití un ligero suspiro de alivio.

–No necesito pensarlo, es él o nada –repliqué.

–Está bien. Vuelve con él y empieza a vivir por fin –pronunció mi abuela con una sonrisa y todas las mujeres que nos rodeaban asintieron levemente.

 

 

Abrí los ojos con lentitud, acomodándolos a la inconsistente luz de una vela que pasaba fugaz por mi rostro de forma alterna pero persistente.

–Kieran.

–Alana, gracias a Dios, creí que te había perdido para siempre.

–¿Estoy en el castillo? –Palpé las mantas de nuestra cama con torpeza.

–Sí, te desmayaste. Has tardado horas en despertar.

–¿Horas? –inquirí extrañada.

–Sí. ¿Qué te ha sucedido, mo aingeal?

–Las vi, por primera vez vi a mis hermanas y tuve que elegir.

–¿El qué?

–Mi futuro en el pasado.

–Conmigo. –Esbozó una sonrisa cálida.

–¿Lo dudabas?

–¿Qué sucederá con mi promesa?

–¿Crees que no me has salvado ya suficientes veces? Está cumplida.

Emitió el mismo suspiro de alivio que yo y sonreímos a la vez.

–De todas formas, ¿quién quiere vivir eternamente? –pregunté.

–Si es contigo, yo, una y mil vidas –afirmó besándome.

Y con esa frase hizo una nueva promesa.

 

 

«Cogí con las manos, teniendo extremo cuidado, el delicado instrumento de cristal en forma de dos émbolos que se estrechaban en el centro. Me había llamado poderosamente la atención. Debía tener unos cinco años y estaba en una tienda de antigüedades. Mi madre conversaba detrás de mí con el dependiente mientras elegía unas figuras en porcelana para su nueva casa.

–¿Te gusta? –preguntó con voz suave y profunda un hombre alto y fuerte que llenaba por sí solo con su presencia toda la estancia.

Levanté la vista asustada e intenté dejar el objeto extraño otra vez en la estantería. Él lo cogió de mis manos y sus dedos largos rozaron mi piel. Sentí calor y me miré la mano pensando que había dejado una marca rojiza.

–Es un reloj de arena –explicó aquel hombre.

Lo miré con curiosidad, pero no me atreví a hablar, busqué un sitio donde esconderme y no lo encontré. Desvié la mirada a mi madre, pero ella estaba discutiendo algo con el dependiente y parecía haberse olvidado de mi presencia.

–Contiene las arenas del tiempo –prosiguió el hombre–, son infinitas e incalculables, cada uno de nosotros somos como un grano perdido entre la multitud, imposible de encontrar. Sin embargo –hizo una pausa y me miró fijamente con unos extraños ojos dorados–, a veces se produce un milagro y dos granos separados en el tiempo se reencuentran.

–¿Y qué sucede entonces? –me atreví a preguntar.

–Eso nadie lo sabe –murmuró–, todavía –añadió dejando con un suspiro el curioso objeto sobre la repisa de madera.

–Alana, ¿dónde te has metido? –La voz aguda de mi madre hizo que volviera a la realidad y me retrajera creyendo que iba a recibir una reprimenda.

–Estoy aquí –contesté con voz trémula.

El hombre dirigió una sola mirada a mi madre que la dejó parada junto al mostrador. Ella se llevó la mano a la garganta y simplemente me tendió la mano. El hombre se giró y me sonrió de forma ladeada.

–Estoy seguro de que, si se desea con mucha fuerza, esos granos separados en el tiempo se acabarán reencontrando –musitó de forma silenciosa.

Lo seguí con la mirada hasta que aquel hombre estuvo en la calle, entonces se volvió, topándose con mis ojos fijos en él. En el reflejo del cristal lo vi una última vez con el rostro impregnado de esperanza».