Capítulo VIII

 

En tiempos donde no existe la justicia,

no intentes llevar la razón.

 

 

Me desperté sintiendo un dedo inquisidor recorriendo mi espalda, desde la nuca hasta las depresiones redondeadas que la finalizaban. Una y otra vez. Con deliberada lentitud. Me estremecí y la piel se erizó. Percibí el sonido de una risa detrás de mí, pero no me giré. La sensación era placentera y no quería que terminara.

–¿Estás despierta? –preguntó Kieran suavemente.

–No –contesté casi sin voz.

–¿No? –inquirió él a su vez pasando el dedo a través de la piel desnuda de mi cintura y rodeando el ombligo. Abrió la mano y sentí su calor.

–No quiero despertar –susurré.

–¿Estás segura? –murmuró y su mano subió explorando hasta alcanzar uno de mis pechos que sujetó pasando su pulgar por mi pezón endurecido.

Me giré para mirarlo emitiendo un suspiro.

–Estoy muy cansada –dije sintiendo como poco a poco mi cuerpo se iba desprendiendo del velo del sueño.

–¿Muy cansada? –preguntó posando sus labios donde antes estaba su mano.

–Agotada –gemí.

–¿Sí? –inquirió abriendo mis piernas con otra mano.

–Exhausta –murmuré arqueándome sin voluntad.

–Seré rápido, entonces –afirmó colocándome bajo su enorme cuerpo.

Abrí los ojos mirándole fijamente. Él levantó el rostro hacia mí y sonrió de forma ladeada.

–¡Oh, no! –protesté–, ya que me has despertado, ¡tómate tu tiempo!

Él rio y su boca se distendió en una clara sonrisa de triunfo.

–Lo haré. No te quepa duda –afirmó besándome.

 

 

Desperté de nuevo cuando la luz entraba a raudales por el ventanal. Kieran ya había salido y yo no tenía tiempo que perder. Me estiré lánguidamente desperezándome y deshaciéndome de los recuerdos de la noche anterior. Me levanté y me vestí deprisa para dirigirme a su despacho. Al no escuchar ningún sonido dentro, entré y me detuve un momento frente a la mesa, buscando con la vista un mapa de Escocia y en concreto de Skye. Finalmente lo encontré en uno de los cajones cerrados, intenté memorizarlo y regresé a la habitación para preparar un pequeño hatillo con los scones regalo de Aluinn, la toquilla de lana y una manta a cuadros. Hice un nudo y me encaminé hacia las cocinas.

Entré con las manos vacías, había tenido la precaución de esconder el hatillo detrás de las escaleras de caracol.

–Buenos días –saludé a Jeannie que sujetaba de forma precaria al pequeño succionador entre los brazos. Me sorprendí al verla sola.

–Buenos días, mi señora –contestó ella girándose. Percibió mi confusión y señaló el ventanal que daba al patio interior–. Aluinn está ayudando a los hombres. Queda poco tiempo para que llegue el frío y hay mucho que hacer –explicó dejando a su bebé sobre la mesa central.

Observé al pequeño que correteaba sobre ella deteniéndose a cada poco para poner un pequeño dedo, totalmente concentrado, en cada miga de pan que encontraba para llevársela a la boca. Durante un instante me miró y esbozó una sonrisa decorada con dos dientes. Yo sonreí con amplitud.

–¿Queréis que os lleve el desayuno al salón principal? –preguntó Jeannie cogiendo una jarra de cerveza.

–¡Oh, no! comeré algo aquí –afirmé–, tengo intención de dar un paseo más tarde. Tomar algo de aire fresco después de tantos días encerrada –añadí intentando sonar convincente.

–Si es aire lo que buscáis, estáis en el lugar correcto –señaló ella riéndose y ofreciéndome un plato con rebanadas de pan cubiertas por una gruesa capa de mantequilla, junto con la jarra de cerveza.

Durante unos minutos estuvimos en silencio, mientras yo daba buena cuenta del desayuno. Apenas llevaba nada para comer en todo el día y tenía que coger fuerzas. Cuando finalicé me acerqué a ella, que estaba fregando unos vasos y platos de estaño frente al ventanal. Me fijé que observaba a Aluinn con intensidad. Eran una pareja extraña. Jeannie no tendría más de veinticinco años, mientras que él pasaría ampliamente de los cuarenta.

–¿Es cierto lo que dicen? –inquirió de pronto Jeannie sorprendiéndome.

–¿Y qué es lo que dicen?

–Ummm…, que es un hombre grande –murmuró algo azorada. Fijé la vista dónde ella indicaba y vi a Kieran encaramado a una escalera de madera dictando órdenes a diestro y siniestro. Sonreí.

–Sí, es un gran hombre –afirmé.

–Lo sabía, aunque Caitlen tiene cierta tendencia a exagerar… –Se interrumpió al ver que yo me tensaba–. Lo siento, mi señora, yo… ha sido una tontería el…

–No te preocupes, Jeannie. Esa historia es conocida por todos. No estoy ofendida –dije dándole unos golpecitos en el brazo.

Ella respiró más aliviada y volvió a fijar la vista en el grupo de hombres.

–¿Es…, os hace sentir como si alcanzarais el cielo y descendierais al infierno a continuación? –preguntó de forma valiente y directa.

Yo la miré entornando los ojos ante su franqueza.

–Digamos que todavía me mantengo en el plano terrenal.

Ambas nos sostuvimos la mirada y, a la vez, reímos.

–Aluinn también es un hombre grande –comentó ruborizándose.

Me atraganté con la cerveza que estaba bebiendo y tosí aclarándome la garganta. Ciertamente no era una información que necesitara conocer. Aunque había visto que el nivel de intimidad en ese siglo apenas existía, puesto que el salón servía también como dormitorio en las noches para los hombres que habían acudido junto con sus familias para ayudar en la reconstrucción del castillo. Estaba segura de que no solo dormían. Amparados por la oscuridad y de las mantas daban rienda suelta a sus deseos ignorando a los que descansaban junto a ellos. Y lo practicaban con indiferencia y también con una naturalidad que se iría perdiendo con los años y con el pudor.

–Ummm –murmuré sin saber qué añadir.

–Trabaja muy bien con las manos –indicó con la mirada perdida.

–Sí –coincidí con ella–, lo he visto amasar pan.

Las dos volvimos a reír, y aunque nos separaban muchísimas cosas, en ella vi la complicidad de una amiga.

–¿Te puedo preguntar cómo llegasteis a casaros? –pregunté con curiosidad.

Ella entornó los ojos y su rostro se volvió dulce y pensativo.

–No es mi primer marido –confesó con voz serena. Yo parpadeé sorprendida–. Me casé muy joven, a los diecisiete años, y me quedé viuda también muy joven, a los veinte. Estuve mucho tiempo medio muerta. Todo me era indiferente. Aluinn era el mejor amigo de mi padre y cuidó de mí durante ese tiempo. Poco a poco, nosotros… –se quedó en silencio y suspiró–. ¿No creeríais que fue amor a primera vista?

–Aluinn es un hombre bello, a su manera –dije.

–Sí, lo es–afirmó–. Sobre todo en completa oscuridad.

Ambas reímos de nuevo, pero percibí el amor y la confianza que había entre ellos.

–Tiene una bonita sonrisa –señalé.

–Tenéis razón, cuando sonríe solo para mí me hace sentir que soy la única mujer que existe en este mundo, ¿os sucede a vos? –inquirió mirándome con fijeza.

–Kieran no sonríe muy a menudo –respondí siendo sincera.

–Sí lo hace. Solo que vos no lo miráis. Él solo tiene ojos para vos y vos estáis algo dispersa –criticó con dulzura. Yo me tensé de forma imperceptible, pero no contesté.

Fijamos la vista en el patio ante un nuevo estruendo. Una piedra había caído y casi aplastó a Cailen. Su hermano mayor se deslizó de las escaleras y bajó para comprobar que no estaba herido. Una vez que se quedó tranquilo lo amonestó por ser tan poco cuidadoso y lo mandó a hacer otras labores menos peligrosas. No pude por menos que sonreír tristemente ante la atenta mirada de Jeannie. En ese momento mi vista se quedó fija en Caitlen, cargaba una cesta con provisiones que depositó a los pies de Kieran. Este ni siquiera le devolvió la mirada y ella de forma airada se giró y se dirigió hacia el castillo.

–Jeannie.

–¿Sí? –Ella levantó la vista del fregadero de piedra.

–¿Caitlin ha vivido siempre aquí?

–¡Oh, no! Llegó con doce o trece años. Era la hija de una amiga de Elinor, sus padres murieron y ella la acogió. Kieran tenía quince o dieciséis años y ella en el instante en que lo vio no dejó de perseguirlo. Con el tiempo y quizás alentada por algunos creyó que iba a ser su esposa –explicó con cautela.

–Ya, pero no tenía dote –espeté con acritud.

–Cierto. Es una Cameron, como Elinor, que es sobrina del viejo John de Lochiel, pero sin familiares vivos que ofrecieran dinero a cambio de su enlace con el laird Mackinnon.

¿Cameron? ¿Elinor era una Cameron? La cabeza comenzó a darme vueltas. Sarah estaba con los Cameron y tuve la seguridad de que Elinor había tenido mucho que ver en ello.

El pequeño succionador me salvó de preguntar nuevamente algo que quizá no quisiera conocer casi cayéndose de la mesa. Lo cogí al vuelo y él carcajeó encantado con la experiencia cercana a la muerte. Me abrazó con sus manos regordetas y cogió un mechón de mi pelo metiéndoselo a la boca. Lo chupó y chupó sin descanso, llenándome de babas. Jeannie intentó cogerlo, pero él se giró y le gruñó. Yo reí a carcajadas.

–Déjamelo –le dije–, no está haciendo nada malo.

–Pero vuestro cabello…, es que le duele la boca. Ya sabéis, los dientes…

Me encogí de hombros y giré con el pequeño provocando su risa. En ese momento me di cuenta de que teníamos compañía. Elinor estaba en la puerta observándonos con una extraña sonrisa en los labios. Me sentí algo avergonzada y me detuve. El pequeño succionador gruñó y me miró sin parpadear, pero no hizo más, estaba demasiado concentrado en chupar mi pelo.

–Creo que es hora de que me vaya –exclamé azorada, tendiéndole el pequeño a Jeannie.

Este se negó a soltar mi pelo y gritó y aulló como si lo estuvieran matando. Cogí un pequeño cuchillo y me corté el grueso mechón que el pequeño sostenía entre sus manos. Ambas mujeres emitieron un gemido.

–¡Vuestro cabello! –exclamó Jeannie mirándome con estupor.

–Tengo mucho –contesté y me despedí de ambas mujeres. Estaba segura de que mi pelo, fuese por la razón que fuese, le calmaba el dolor de la boca al pequeño succionador.

Salí y me quedé esperando en la puerta la llegada de Caitlen. Tenía que hablar con ella de forma urgente.

No pude evitar escuchar la conversación de Jeannie con Elinor.

–¿Qué te parece, Jeannie?

–Es diferente, aunque amable y cariñosa. El pequeño Aluinn le tiene bastante estima. –Escuché un gruñido proveniente del susodicho, que por fin averigüé cuál era su nombre, esta vez mucho más acertado que el de su padre–. Pero oculta algo. No sabría decirlo. Es como si una capa de dolor la cubriera y no pudiera desprenderse de ella. Tiene miedo y no sabe cómo enfrentarse a ello.

–¿Crees que Kieran le da miedo? –La voz de Elinor sonaba preocupada.

–No, no es él. Es algo que le pertenece a ella. Quizás algo de su pasado. Creo que la hirieron y por eso desconfía. En realidad ama a Kieran, pese a que no lo ha reconocido todavía –indicó con voz clara Jeannie.

Hice un gesto en el que se mezcló el asco y el desconcierto. ¿Qué yo qué? Suspiré hondo. Aquellas mujeres no sabían nada de mí en absoluto, así que no quise escuchar más. En ese momento vi pasar en dirección al salón a Caitlen y la llamé. Ella me ignoró y siguió caminando. Grité su nombre y mi poder se alteró en mi interior. Tuve la seguridad de que hilos invisibles la obligaron a girarse.

–¿Qué se os ofrece, lady Magdalen? –inquirió destilando ironía.

–Necesito vuestra ayuda –dije conteniendo mi furia.

–¿Y por qué iba a ayudaros?

–Me lo debéis, intentasteis asesinarme –contesté con calma.

Su gesto se contrajo en una mueca horrible que la hizo parecer un duende de los bosques.

–¿No querréis que seamos amigas? –escupió con maldad.

–Jamás sería amiga de alguien como vos. Seremos aliadas, que es bastante más productivo.

Capté toda su atención.

–¿Qué queréis?

–Necesito que distraigáis a Kieran durante el día –exigí. Estaba segura de que él se extrañaría al no verme en el almuerzo y me buscaría. No podía permitirlo. Necesitaba tiempo para escapar.

–¿Por qué queréis que haga tal cosa? –preguntó entrecerrando sus ojos del color de las esmeraldas.

–Porque me voy del castillo.

–¿Cuándo volveréis? –Quiso saber con un brillo malicioso en su mirada acompañando una sonrisa amenazante.

–No volveré –afirmé y me agaché para recoger el hatillo y salir por la puerta.

Lamenté profundamente que la última imagen de aquella fortificación que había sido mi hogar las últimas semanas fuera la sonrisa de triunfo de la mujer que me había envenenado. Pero la necesitaba, no contaba con nadie más que distrajera a Kieran con su habilidad.

Respiré con fluidez una vez que me alejé del castillo unos metros. Mi plan era sencillo. Tenía que dirigirme al norte, a Portree, una pequeña ciudad costera situada más o menos en el centro oriental de la isla. En mi tiempo la forma más cómoda de llegar a la isla era por el puente de Skye que enlazaba con el territorio Mackinnon, el más cercano a las Highlands, pero en el siglo XVIII ignoraba si había algún pequeño puerto al que acudir. Además tenía que alejarme de los dominios del clan. Cualquiera podía reconocerme. Esperaba que Portree me ofreciera la posibilidad de coger algún barco que me enlazara con el territorio donde se encontraban los Cameron. En el caso de quedar demasiado al norte, tendría que recorrer más camino adentrándome al sur, evitando el territorio de los Mackenzie a mi izquierda. No tenía dinero, solo la daga con la piedra amatista. Confiaba que eso pagara mi pasaje, si no me ofrecería para trabajar de alguna forma. Ya lo pensaría cuando llegara el momento. De lo que estaba segura era de que no utilizaría la magia. Podía suceder cualquier cosa imprevista y acabar como Sarah.

Fijé mi vista en el cielo cambiante. Iba en la dirección correcta, ya que el sol quedaba a mi derecha. A mediodía tenía que observar el descenso para no perderme y continuar hacia el norte. Apresuré el paso. Estaba acostumbrada a hacer ejercicio y recorrer grandes distancias a pie. Pero no había contado con la incomodidad del vestido y los escarpines de piel, además de mi debilidad por haber estado enferma.

Cuando creí que llevaba ya varias horas de camino, miré a mi espalda y observé el castillo a lo lejos. Sentí que las lágrimas afloraban a mi rostro. Quizá si encontraba a Sarah y la podía enviar de vuelta pudiera regresar. No, negué con rotundidad. Mi presencia allí solo alteraba el orden temporal y debía evitarlo volviendo a mi vida real. Tenía que hacer lo imposible por encontrar al asesino de Edimburgo, al hombre que mataba a las mujeres que se parecían a mí, porque ya no tenía ninguna duda de que el pasado y el presente se habían entrelazado.

Siempre añoraría a la gente a la que había llegado a apreciar, pero aquella no era mi vida. Mi vida estaba a trescientos años de distancia. Y una vez que consiguiera regresar invocaría a mi abuela y la obligaría a confesar cómo podía deshacerme de los poderes. No quería ser bruja. Quería ser una persona normal, con una vida normal. Solo eso. Sin gente que intentara asesinarme, druidas, brujos, lobos y venenos.

Me interné en el interior de la isla, atravesando valles y pequeños bosquecillos de álamos y serbales. Dejé de escuchar a las gaviotas y supe que iba por el camino correcto. Al anochecer paré junto a un río. Extendí la manta y me cubrí con la toquilla. Empezaba a sentir mucho frío. Estaba agotada y me hubiera quedado dormida simplemente apoyada a un árbol. Me incliné para beber agua y refrescarme un poco. Estaba tan concentrada que no me percaté de que había una persona a mi lado.

–¿Qué tal el paseo, Magdalen?

Me levanté de un salto y tropecé con una piedra, cayendo de bruces al riachuelo, donde me golpeé con muchas más.

–¡Joder! –barboté empapada al reconocer a Kieran.

Él intentó sujetarme de un brazo y yo me resarcí para salir corriendo, intentando ocultarme en la frondosidad que rodeaba el agua. Me raspé el rostro con numerosas ramas y resbalé una y otra vez, hasta que un golpe en la espalda me hizo caer al suelo de nuevo. Su cuerpo me aplastó y escuché su voz sibilante junto a mi oído.

–¿Adónde demonios crees que vas?

Mi plan era sencillo pero perfecto.

Mi plan había acabado antes de empezar.

Mi plan había resultado un completo desastre.

Me levantó con fuerza, sin soltarme un instante, y me arrastró hacia un claro donde esperaban Roderick, Gareth, Aluinn y Cailen, cubiertos por la bruma y pertrechados para la guerra. Gemí de forma inconsciente.

–Anda –comentó Aluinn en tono jocoso–, menuda trucha has pescado, Kieran.

Él gruñó como toda respuesta y supe que me había metido en un buen lío. Su sola mirada hubiera podido asesinar a un hombre, o a una mujer, tal y como me estaba observando. Su rostro cambió cuando vio sangre en mi cara.

–¿Estás herida? –preguntó con tal ronquera en la voz que casi no le entendí.

Me llevé la mano a la frente y la descubrí cubierta de sangre, debía haber sido con una piedra del río.

–No –musité.

–Bien, andando, entonces. Por si no lo sabes, querida esposa, te has internado en tierras de los Macdonald y en cualquier momento pueden venir a preguntar qué hacemos aquí.

–Bah, son pocos y cobardes –apostilló Roderick, llevándose la mano a la empuñadura de la espada–. Nos ayudarán a ejercitarnos si nos encontramos con su guardia, lo que dudo, ya que estarán borrachos y dormidos en alguna cueva.

–Yo no hablaría tan a la ligera –musitó Gareth observando la espesura con concentración.

Todos los hombres se pusieron alerta, confiando a pies juntillas en aquel que veladamente les estaba previniendo. Se montaron en los caballos y Kieran me empujó hacia el suyo sin demasiada consideración. Me sujeté a su espalda y tirité.

–¿Cómo me has encontrado? –susurré.

–Has dejado tal rastro que incluso Cailen lo hubiera descubierto –masculló.

Cabalgamos en silencio varios minutos, hasta que escuché su voz, que había cambiado, ahora se percibía oscura y decepcionada.

–¿Cuándo vas a dejar de huir de mí?

–Cuando dejes de perseguirme.

Detuvo el caballo y mandó a los demás que se adelantaran. Roderick me miró con algo de tristeza, meneando la cabeza, intentando transmitirme que desafiar al laird en ese momento no había sido buena idea.

–¿Qué es lo que hay en mí que te resulta tan repulsivo? –preguntó con el rostro oculto por la capa del kilt.

–No lo entiendes –contesté, porque no tenía una respuesta para aquella pregunta. O puede que la tuviera, pero avisar a tu asesino de que conoces sus intenciones no era prudente.

–No, no lo entiendo. No entiendo qué te sucede, cómo puedes entregarte a mí y después huir. Cada vez que intento profundizar en lo que sientes, en lo que eres, te escondes. Nunca voy a hacerte daño, ¿no me crees?

–No te creo –murmuré con un nudo en la garganta. La Alana pragmática, antisocial y solitaria nunca dejaría entrever nada de su mundo interior a nadie porque ya sabía el daño que eso producía.

–No lo creas –añadió Aluinn distendiendo el ambiente, cuando apareció para que no nos rezagáramos–. Esta vez sí te castigará, debe hacerlo. Has puesto al clan en peligro y eso se paga con sangre.

–¿Qué? –balbuceé.

–Apuesto dos peniques por veinticinco –dijo Roderick instándonos a avanzar.

–¡Bah! No será capaz –contestó Aluinn–, van tus dos peniques y yo elijo quince.

–Treinta y siete –pronunció Cailen suavemente–, serán treinta y siete. Ganaré yo.

–¿Por qué estás tan seguro? –inquirió Gareth que era el único que no había apostado nada y seguía vigilando como si viera algo que a los demás nos pasara desapercibido.

–Porque he hecho todo el camino hasta aquí junto a él y he contado las veces que ha maldecido diciendo que esta vez sí que lo iba a pagar caro. Han sido treinta y siete veces –explicó mirando a su hermano, esperando una confirmación por su parte.

Kieran se mantuvo en silencio. Yo no, intenté apartarme todo lo que pude de su contacto y sentí náuseas. Mi mano fue directa hacia la pequeña protuberancia que tenía en la clavícula, fruto de una paliza, y me estremecí de terror.

–Diez –sentenció Kieran de forma brusca y breve.

Los hombres le abuchearon y lo llamaron cobarde. Yo lloré con más intensidad. No era cobardía. Era clemencia. Continuamos camino envueltos en la niebla, como si aquella capa de humedad pudiera protegernos de nosotros mismos y nuestras miserias.

Mi plan era perfecto y sencillo.

Mi plan era infalible.

Mi plan había olvidado a Kieran.

Ya no tenía ningún plan.

Solo podía sobrevivir.

 

 

No volvimos a parar hasta llegar al amanecer al castillo. Salieron a recibirnos Elinor, Jeannie y Morag.

–La habéis encontrado ¡Gracias a Dios! –exclamó Jeannie acercándose a Aluinn, que la abrazó dándole un casto beso en la coronilla.

–¡Estáis herida! ¿Qué ha sucedido? –exigió saber Elinor paseando la vista para comprobar si faltaba algún hombre de la partida.

–No es nada. Solo sangre seca –expliqué desmontando con dificultad. Me dolían todos los músculos y apenas podía mantenerme derecha. Pero sabía que lo peor estaba por llegar.

–Os acompañaré a vuestra habitación –señaló sujetándome del brazo con demasiada fuerza.

–¿Habéis luchado con espadas? –preguntó Morag saltando de uno en otro sin que ninguno le hiciera demasiado caso.

Finalmente, Kieran la cogió en brazos.

–¿Qué sabes tú de luchas con espadas? –inquirió con media sonrisa.

–¡Oh, mucho! He escuchado decir a….

Su hermano no la dejó terminar y la bajó al suelo con un suspiro de frustración.

–Morag, deberías dejar de escuchar las conversaciones de los adultos –le reprendió.

–Y los adultos deberían dejar de olvidarse que hay niños en su presencia cuando hablan –respondió con una lógica aplastante. Lo que hizo que varios hombres rieran y torcieran el gesto disimulando ante la mirada hosca que les dirigió Kieran.

Ella tiró de las faldas de su hermano ignorando las risas.

–No dejarás que se pierda de nuevo, ¿verdad?

–No. No lo haré –pronunció. Y allí, en esas simples palabras, percibí mi condena.

Subí tambaleándome hasta la habitación. Elinor me ordenó esperar allí hasta que trajeran una bañera para limpiarme toda la suciedad acumulada en mi estúpida huida. Esperé paseando por la habitación, retorciendo mis lazadas y volviéndolas a atar, hasta que fueron un nudo informe.

–Abuela –supliqué en un susurro–, no podré salvarla. No llegaré hasta ella.

Una suave brisa me rodeó transfiriéndome algo de calma.

–Lo harás. Solo tienes que tener paciencia.

Era su voz, pero no podía verla.

–No lo conseguiré. Jamás podré escapar otra vez. ¿Estás insinuando que debo utilizar la magia para encontrarla?

–No. El camino se mostrará ante ti. Solo tienes que seguir las señales con el corazón.

Después, solo quedó el silencio.

Al poco rato depositaron la bañera en el suelo y fueron llenándola con agua casi hirviendo. Me desnudé rápidamente y me sumergí en el agua sin llegar a disfrutarla del todo. Me enjaboné y lavé el pelo con premura, saliendo cuando el agua estaba todavía caliente. Me puse un camisón que me cubría hasta los pies y me metí en la cama. Esperando. Esperando mi castigo. Sabía que Kieran me estaba dejando tiempo para que asimilara lo que había hecho y lo que él tenía que hacer y eso me estaba crispando los pocos nervios que todavía quedaban en mi cuerpo. Había actuado sin pensar, creyéndome a salvo y con la libertad que disfrutaba en mi época. Pero esta era muy diferente. No podía actuar de forma individual sin contar con el clan. No tenía libertad. Estaba en una cárcel abierta y sin rejas, pero una cárcel al fin y al cabo. No llegaba a comprender del todo el peligro que suponía tanto para mí como para los demás ese tipo de actos. No había sabido entender la forma de actuar y de comportarse de las mujeres y hombres del siglo XVIII. Había sido tonta. Tonta e imprudente.

Kieran entró en silencio y se quedó quieto frente a la cama. Su mirada era peligrosa y decidida. Su apostura fuerte y tensa. Pude ver que había estado en la cueva subterránea, ya que todavía traía el pelo algo húmedo. Y sobre todo pude ver el objeto que prendía en sus manos. Una vara de cerezo estrecha, no más ancha que su dedo pulgar. Larga y flexible. Y claramente dañina. Me estremecí y me sumergí en la calidez del colchón buscando refugio.

–Levántate, Magdalen –exigió con voz serena. Lo ignoré y me cubrí hasta la cabeza con las mantas–. ¡Ahora! –rugió.

No hice movimiento alguno. Sentí sus pasos acercándose y de improviso su enorme mano sujetó el borde de los cobertores y los desplazó hasta el pie de la cama, dejándome cubierta solo por el camisón. Se arrodilló junto a mí.

–Es una orden y esta vez me obedecerás –expresó con lentitud, como si me costara comprender las órdenes.

Negué con la cabeza porque no podía pronunciar una sola palabra. El terror, los recuerdos, el dolor que volvía a mí me lo impedía. Me alzó con una sola mano y me sacó de la cama. Me quedé vacilando en un lateral esperando su reacción, que llegó lanzándome el vestido para que me lo pusiera. Mis manos temblaron cuando dejé caer el mismo cubriendo mi cuerpo sin poder despegar mis ojos de su gesto serio y desafiante.

Lo enfoqué con ira, sacando el valor del anillo que destellaba en mi mano. Esta vez no me dejaría vencer, ya no era una niña.

–Juro por lo que soy que si me golpeas, devolveré cada latigazo y nunca sabrás de dónde habrán venido –pronuncié con serenidad.

–¿Me estás amenazando? ¿A mí? –Parecía completamente extrañado.

Concentré me poder en la furia y alcé mi mano, empujándolo en el aire.

Ni se inmutó. Solo mostró más extrañeza aún.

–¿Qué ha sido eso? ¿Has intentado golpearme?

Mi poder se diluyó en el pavor que sentí al comprender que en él no tenía efecto alguno. Busqué una salida con la vista, pero él estaba frente a la puerta.

–Magdalen –dijo aproximándose a mí, produciendo pequeños chasquidos en la rama cada vez que daba un paso –, soy dueño de tu persona, y como tal me corresponde ejercer sobre ti el castigo por tus acciones. –Sentí que tomaba aire con fuerza y lo dejaba escapar con un resoplido de disgusto–. Has escapado con intención de no regresar, has puesto en peligro a los hombres que hasta ahora te han protegido, pero, sobre todo, has ultrajado nuestra confianza en ti. Eres la señora de estas tierras y sin embargo con tus actos solo has demostrado tu desprecio hacia nosotros. Yo soy el laird Mackinnon y como tal, dejaré caer sobre ti el peso de las leyes establecidas en el clan.

Lágrimas amargas comenzaron a correr por mis mejillas sin que yo pudiera pararlas. A veces las palabras herían más que un latigazo. No repliqué, porque sencillamente no tenía nada con lo que defenderme.

–Dictaminé diez golpes. Esos serán suficientes para hacerte comprender que no puede volver a suceder, que a partir de ahora te comportarás conforme a tu rango y educación. Y con ello quedará saldada la cuenta que mantienes con los hombres que ayudaron a tu rescate –continuó.

–No permitiré que me toques con eso. Encontraré la forma de escapar, Kieran. Tú no eres mi dueño ni yo te pertenezco –mascullé con lo único con lo que podía defenderme, con palabras.

Él se mantuvo un instante en silencio, un silencio crispado que nos rodeó a ambos, y después sonrió con tristeza.

–Lo sé, Magdalen. Pero me niego a aceptarlo y sigo teniendo la esperanza de que algún día seas mía al completo, no por partes o a días alternos.

–Escapé. Me atrapaste. Ya está. ¿No podía haber quedado en una simple anécdota? –murmuré con la voz fría como el hielo.

–No. No puedo olvidarlo. ¿No entiendes lo grave que hubiera sido para todo el clan entrar en guerra con los Macdonals? Ellos son mucho más numerosos y poderosos –explicó furioso.

–No me es indiferente. Lo siento. ¡Maldita sea!, pero la culpa es tuya y solo tuya. No tenías que buscarme. ¿Es que creíste en serio que me había perdido? –Lo miré entornando los ojos. Mi disculpa había sido sincera, y el resto de las palabras también.

–Ni por un instante. Te busqué en el almuerzo mientras Caitlen revoloteaba sobre mí como si fuese una abeja libando néctar de las flores sin que yo terminara de creer que además de escapar la habías utilizado a ella para distraerme. ¿Me crees tan estúpido, Magdalen?

–¿Por qué viniste a buscarme? ¿Por qué no me dejaste marchar? Yo no te iba a pedir que devolvieras la dote –barboté con indignación.

–¡Me importa una mierda la maldita dote! Ya te lo he dicho anteriormente. Te busqué porque eres mi esposa. Tu deber es permanecer a mi lado, aunque no te guste. Nunca permitiré que vuelvas a humillarme de esta manera –abroncó acercándose peligrosamente hacia mí.

–Esto es por ti, por tu maldito orgullo. Te avergüenza que todos vean que tu mujer te había abandonado. Déjame decirte una cosa, Kieran, si no lo he conseguido ahora, buscaré otra forma. Sabes igual que yo que nuestro matrimonio es una farsa concebida con un único fin. Tú tienes tu dote, yo quiero mi libertad –exclamé casi gritando.

Se quedó callado un momento respirando fuertemente. Noté la tensión en cada uno de los músculos de su cuerpo.

–Sí, mi maldito orgullo, pero mi honor es aún más grande y me juré a mí mismo hace muchos años que jamás golpearía a una mujer. Sé que sabes quién era mi padre y lo que nos hacía, no quiero convertirme en alguien como él. ¿La notas? –preguntó, cogiendo mi mano para posarla en una protuberancia en la base de su nuca.

Asentí con la cabeza y fruncí los labios con dolor.

–Casi me mata. No fue una vez, fueron muchas, pero aquella vez fue la peor. Me golpeó en el vientre y me hizo caer, apenas pude incorporarme cuando noté sus manos sujetando mi cabeza y golpeándomela sin piedad contra la piedra. Quería matarme y no lo comprendía. No entendía cómo podía matar a su propio hijo. Sangre de su sangre. Pero no sentía el dolor, solo sentía la vergüenza de no ser un hombre y poder salvar a mi madre. No sabes nada, Magdalen. No sabes lo que es estar en el infierno y despertar vivo y sin alma. No sabes nada –repitió.

Algo se rompió en mi interior y me acerqué a él. Lo abracé con fuerza. Él no respondió a mi abrazo, se quedó quieto respirando sin resuello. Sentí brotar un sollozo que murió antes de ser pronunciado y lo abracé con más fuerza.

–Lo sé, Kieran. Lo sé. Sé lo que es estar en el infierno y desear estar muerta. Sé lo que es sentir la indiferencia y el desprecio. Sé lo que es odiarte a ti misma por algo que nunca fue culpa tuya –murmuré suavemente, apoyando mi cabeza sobre su pecho–. Lo sé, Kieran. Lo sé.

Sus brazos me rodearon por fin, de forma tímida e insegura.

–No quiero ser como él, Magdalen. Toda mi vida he intentado ser lo menos parecido a él –susurró con dolor.

–No eres cómo él. Jamás serás como él –sollocé notando como su camisa estaba empapada por el sudor y su cuerpo tenso como el alambre.

–Ahora ya sabes que tienes mi orgullo y mi honor en tus manos –determinó separándose para observarme con fijeza.

–¿Quieres decir que…?

–Sí, no te golpearé, pero mañana todo el mundo querrá saber la verdad.

–Me… me parece justo –balbucí.

Sin tocarme, se giró hacia la puerta y se detuvo un instante.

–¿Es eso lo que realmente quieres? ¿Volver a tu hogar? –preguntó sin volverse.

–Sí –mascullé. Aunque no me refería precisamente al hogar de lady Magdalen.

–Bien. Yo mismo me encargaré de llevarte allí si es eso lo que deseas. Jamás volverás a verme –pronunció roncamente.

Y a mi pesar sentí un profundo dolor en mi corazón ante esas palabras. Lo detuve y le obligué a girarse.

–No lo haré más, Kieran. Lo siento. Eres el hombre más honorable que conozco, tus hombres te siguen, pero no solo porque seas su laird, es porque te admiran, porque ven en ti un gran hombre. Ven lo mismo que yo –murmuré.

Cogió mi rostro entre sus manos.

–¿Es eso lo que crees de verdad de mí? –preguntó junto a mis labios y sentí su cálido aliento.

Asentí con la cabeza. Lo creía. Sinceramente.

–¿Qué es lo que me escondes de tu pasado, Magdalen? ¿Quién te hizo daño?

–No puedo –contesté echándome a llorar–, no puedo contártelo.

La verdad era dolorosa y no quería remover los recuerdos sobre los que había construido una fortificación sin ventanas ni resquicios para protegerme de las heridas. Él me abrazó con fuerza y enterró su rostro en mi cuello susurrándome palabras dulces en gaélico hasta que me calmé.

–Algún día, Magdalen–murmuró–, algún día dejarás que yo me lleve tu dolor.

Gemí y me abracé a su cuello, cogiéndole el grueso pelo moreno suelto que le pendía alrededor del rostro, que mostraba la misma plétora de emociones que el mío. Dolor, recuerdos, heridas, reconocimiento y perdón.

Me miró con intensidad y nuestros ojos se enlazaron sin poder despegarse. Inclinó su cabeza y posó sus labios sobre mí de forma insegura. Abrí mi boca para recibirle con pasión, permitiéndole con ese gesto el paso a mi cuerpo y a mi alma.

–Contaré la verdad –le confesé–. Mañana les contaré la verdad que ellos quieren escuchar.

Sonrió de forma que su hoyuelo se marcó en la barbilla, de forma franca y directa, sin ambages. Una sonrisa de confianza, de súplica y de perdón. Le respondí con una llena de sentimientos al igual que la suya.

–¿Quieres irte, Magdalen? ¿Quieres que te lleve a tu hogar? –murmuró junto a mis labios.

Me quedé unos instantes en silencio y sentí su tensión. Tenía que encontrar a Sarah, pero algo me mantenía unida a él. Una fuerza y un deseo que no podía explicar, porque jamás lo había sentido antes. Me rendí pensando que debía encontrar otra salida que me permitiera llegar al territorio de los Cameron.

–Este es mi hogar ahora, Kieran –dije con un suspiro de resignación.

Tha gaol agam ort –me contestó él.

Te quiero. Lo reconocí porque se lo había escuchado a Jeannie susurrar a Aluinn.

No respondí. No podía hacerlo, por una simple razón. No podía mentirle.