Capítulo I

 

No busques tu destino

porque él ya te ha alcanzado.

 

 

–¡Edimburgo! –grité al silencio de la cocina–. ¡No puede ser!

El silencio, obviamente, no me respondió. Paseé nerviosa, sujetando con fuerza entre mis manos el papel que me aceptaba en el curso de postgrado de la Universidad de Edimburgo, con un gesto claramente disgustado. Yo había solicitado una plaza en Londres. ¡Londres! Lo tenía todo preparado… y ahora ¡esto!

Me encontraba en Madrid, en casa de mi madre, a mediados de julio y en un acto de supervivencia ante el calor que se filtraba por las persianas cerradas y las paredes de ladrillo, utilicé como abanico el papel que me condenaba a pasar un año entero en una ciudad desconocida. Estaba sola. Mi madre había decidido pasar el verano en Mallorca, con su última conquista, un alemán llamado Frank o Erick o Hans…, ni siquiera lo recordaba.

Como no tenía nada con lo que desahogar mi enfado lo hice conmigo misma, lo que venía siendo habitual. Me recriminé el no haber estudiado lo suficiente con el fin de obtener las calificaciones necesarias para convertir mi sueño en realidad. Era restauradora de arte. Una profesión apasionante si conseguías desarrollarla. Lo que yo todavía no había logrado. Salvo algún verano en excavaciones subvencionadas y prácticas en varios museos, no había hecho otra cosa en mis veinticinco años de vida. Mi sueño era trabajar en un museo importante, en Londres.

Volví a leer el pliego con las instrucciones. Tenía que estar a finales de agosto en la capital de Escocia. ¡Merde! Pensé con desesperación, «¡esa tiene que ser la antesala del infierno!». Sin embargo, no tenía otra opción. Mi madre ya me había insinuado que en el otoño se trasladaría a vivir con su pareja y que por lo tanto, mi presencia, como lo había sido a lo largo de estos años…, molestaba. Por un momento pensé en llamar a mi padre a París. Quizás él…, pero no. Aparté ese pensamiento de mi cabeza. Él tenía una nueva familia.

Mis padres se habían divorciado cuando yo tenía ocho años. Durante un tiempo viví con mi padre en París, hasta que este, cuando yo contaba catorce años, se casó con una mujer que tenía dos hijos de su anterior matrimonio, por lo que yo… empecé a molestar. Regresé a Madrid con mi madre y viví con ella mientras finalizaba los estudios. En realidad, no convivíamos demasiado, ella pasaba largas temporadas fuera de casa. La mayoría de las veces yo desconocía incluso el lugar donde se encontraba.

Los pocos que conocían mi historia familiar me solían dirigir miradas de lástima. Chasqueaban la lengua y la expresión «familia desestructurada» asomaba a sus labios. Pero esa no era la verdad. La verdad era que yo no tuve familia. Nunca. Porque… siempre molesté.

Hice las maletas con bastante resignación y me encaminé a lo que ya consideraba mi «cruel destino». Pero, sorprendentemente, lo que en principio iba a ser una estancia de un año, se convirtió en dos y tenía toda la intención de quedarme para siempre. Me enamoré de aquella ciudad y las múltiples posibilidades que me ofrecía. Amé sus calles empedradas, sus cuestas interminables, la historia escondida en cada rincón de la misma y el orgulloso castillo que se erguía desafiante desde la colina volcánica, frente al palacio de Holyrood, majestuoso y elegante. Fue la primera vez que la expresión hogar tenía significado para mí.

Al poco de llegar conocí a Sarah. Yo trabajaba por horas en un pequeño café cercano a la Facultad de Medicina. Ella iba allí cada mañana y acabamos conversando con la familiaridad que ocasiona el verte todos los días. Buscaba compañera de piso y terminamos alquilando un pequeño apartamento en la Old Town. Nos caímos bien al principio y posteriormente llegamos a ser grandes amigas. Ella acababa de finalizar la carrera de Bioquímica y trabajaba en un hospital a las afueras, aprovechando una beca de investigación. Provenía de una extensa familia. Nacida y criada en el norte, añoraba con intensidad el estar lejos de casa, aunque solo nos separaban unas pocas horas de coche de las Highlands. En ocasiones viajaba con ella y disfrutaba de lo que es una familia tradicional, con sus discusiones, sus caricias, sus apoyos y sus críticas. Siempre me decía a mí misma que nunca tuve tiempo de regresar a Madrid o visitar a mi padre en París. Eran mentiras que me confortaban el sentimiento de culpa. Pero tampoco vino nadie a visitarme, así que le quité importancia y me acostumbré a la soledad como compañera.

Con el título de postgrado en la mano, pude dejar de trabajar en el café y encontré un puesto como restauradora para un pequeño anticuario, algo mucho más acorde con mi carácter callado e introspectivo. Para conseguir llegar a fin de mes lo compaginaba con un contrato por horas en una librería cercana a la Royal Mile. Mis funciones eran catalogar y colocar los libros, con lo que solía pasar desapercibida a la gente. Aunque en apariencia era una labor odiosa, me gustaba, me hacía invisible a la gente y lo agradecía. Mi escasa habilidad social era algo que llevaba impreso en los genes y que contrastaba sobremanera con la forma de ser bulliciosa y parlanchina de Sarah, lo que nos complementaba mucho más.

–Solo necesitas un novio –indicó una tarde Sarah mientras se preparaba para salir a cenar con su novio Gareth, un investigador genético que había conocido en el hospital, el cual esperaba sentado en el sofá de terciopelo desgastado y casi tan hundido que tuvo que hacer un considerable esfuerzo por levantarse.

–¿Me estás echando? –pregunté con una sonrisa trémula. No lo había pensado, pero quizá ya empezaba a molestar.

–No ¡por Dios! Nada de eso. Únicamente estaba sugiriendo que debías tener una cita con alguien. En estos dos años no has salido con nadie. Hasta una monja de clausura tiene más vida social que tú –contestó ella sonriendo con amplitud mientras se ponía el largo abrigo negro, que hacía que su cabellera pelirroja refulgiera.

–Pero yo…, ya sabes…, entre el postgrado, el trabajo en la librería y los encargos que recibo de la tienda de anticuarios, casi no tengo tiempo para nada más –balbucí.

–Vamos Sarah, déjala tranquila. –Gareth pasó su brazo por mis hombros con gesto protector–. Quizá no ha llegado todavía el hombre.

–¿El hombre? –inquirió Sarah enarcando una ceja con burla–, a veces eres tan antiguo…

–Soy un caballero –afirmó Gareth sin soltarme–. Y creo que eso es algo que te gusta mucho de mí.

–No creo que sea buena idea. Ahora no necesito involucrarme con nadie, estoy demasiado pendiente en intentar hacerme un hueco en el mundo del arte –expliqué sintiéndome algo incómoda con el brazo de Gareth rodeándome–. Además, el amor está claramente sobrevalorado.

Lo que quería decir es que para mí no existía. Esa palabra, junto con la de familia, podía desaparecer del diccionario.

–Vamos, mi pequeña española cínica –exclamó Gareth apretándome un hombro con la mano–, a veces hay que salir del escondite y enfrentarse a la vida.

Yo hice una mueca y lo encaré.

–No soy cínica, sino realista. Y para ser sinceros, tampoco soy del todo española –apostillé con fastidio–. También soy francesa. ¿Deveroux? ¿Recuerdas?

A veces me trataba como si fuera su hermana pequeña y eso me molestaba y me halagaba a partes iguales. La verdad es que todavía no sabía cómo definir lo que sentía en su presencia. Lo asocié a que nunca había tenido demasiadas muestras de cariño, lo que provocaba que me pusiera nerviosa y alerta cuando estaba rondando por el apartamento, que era lo más habitual en los últimos tiempos.

Sarah torció el gesto, afeando su bello rostro, pero no contestó, y por una temporada dejó de importunarme con novios imaginarios y citas a ciegas. Y yo pude relajarme de nuevo. Pero lo que ninguno de los presentes conocíamos en ese instante era que los acontecimientos se iban a desarrollar de forma totalmente inesperada, trastocando nuestras vidas por completo y golpeándonos con la fuerza de un huracán.

 

 

Tres días después de aquella conversación me encontraba en la librería, agachada entre un montón de libros que tenía que catalogar, poner el precio y situar en el muestrario, mientras escuchaba la charla de dos mujeres que buscaban un libro en una estantería justo al lado de la que yo estaba recolocando.

–¿Has visto las noticias? –preguntó la que parecía más mayor a su acompañante–. Ha desaparecido otra mujer.

–¿Otra? –inquirió con sorpresa la más joven–. ¿Cuántas van ya?, ¿tres o cuatro? Ya le he dicho a Amy que no salga sola de noche. Y su padre va a buscarla cuando puede. Esto es una locura. ¿Cuándo encontrarán a ese degenerado?

–No lo sé, espero que pronto. La policía ha establecido una serie de recomendaciones. Ninguna estamos lo suficientemente a salvo –señaló la mayor. Y yo noté que las miradas de ambas se posaban sobre mi cabeza. La levanté y les dirigí una sonrisa.

Nunca me habían interesado ese tipo de noticias, pero en cierto modo, y tras la conversación que había tenido la noche anterior con Sarah en la que parecía creer que era cosa de brujas, empezaba a estar algo preocupada. Salía bastante tarde de la librería y pasaba por varias calles poco transitadas antes de llegar al apartamento.

Terminé de clasificar los libros y fui a despedirme de mi jefe, un hombre de unos cuarenta años, pelirrojo, algo entrado en carnes y con unas gafas metálicas redondas que le hacían parecer una calabaza de Halloween.

–Espera –me dijo simplemente.

–¿Qué sucede? –exclamé temiéndome algún encargo de última hora.

–¿Conoces a ese hombre de la acera de enfrente? –preguntó señalándolo con la cabeza.

Me giré y enfoqué la mirada. Estaba lloviendo a raudales, con cortinas de agua cayendo por las cornisas y balcones. El cielo encapotado y la escasa iluminación de la acera, provocaba que la oscuridad exterior fuera casi absoluta. Quise entrever un hombre alto y musculoso de pie bajo unos andamios situados en un edificio histórico que restauraban frente a la librería. Llevaba una cazadora de piel con capucha y era bastante difícil distinguir algún gesto en su rostro oculto.

–Creo que no lo conozco de nada –contesté con sinceridad. No era demasiado buena reteniendo caras o rasgos fisionómicos.

–Lleva varios días ahí parado. Cuando sales te sigue, ¿no te habías dado cuenta? –inquirió entrecerrando los pequeños ojos azules con suspicacia.

–¿A mí? No. No lo sabía –respondí y un pequeño escalofrío me recorrió la columna vertebral.

–Hoy te acompañaré yo a casa –afirmó cogiendo su abrigo.

No tuve nada que objetar. No quería ser una reseña en un periódico. Cuando salimos al exterior, el hombre había desaparecido.

 

 

Al día siguiente no tenía que trabajar. Me levanté tarde y puse la televisión. Las noticias informaban de las recientes desapariciones y alertaban que las jóvenes no salieran sin ir acompañadas. Por lo que dijeron, el secuestrador, atacante o asesino acechaba en lugares oscuros y apartados, aprovechando la soledad de sus víctimas. Durante varios minutos no pude apartar la vista de la televisión sin creerme del todo que algo así sucediera en una urbe tan pacífica como lo era Edimburgo. Lo único cierto era que el ambiente fantasmal que la rodeaba daba pábulo a todo tipo de historias y argumentos. Algunos afirmaban haber visto a un hombre alto y moreno, y no pude por menos que recordar la imagen de la noche anterior, otros más imaginativos hablaban de un animal sediento de sangre, haciendo que una corriente silenciosa de pánico se extendiera por toda la ciudad.

Finalmente, apagué el televisor y pasé toda la mañana restaurando un jarrón del siglo XIX que pertenecía a una anciana, cuya casa era un pequeño mausoleo de arte. No tenía mucho valor, pero a veces a las cosas menos bellas son a las que más cariño les tienes. Sarah llegó a media tarde.

–¡Alana!

–¡Estoy aquí, en la habitación! –grité.

–Hola –dijo asomando su cabeza por la puerta –. ¡Qué desastre! –exclamó observando los paños empapados con disolvente y pintura, esparcidos en el suelo alrededor de mi mesa de trabajo.

–Lo sé –corroboré–, pero lo he terminado. ¡Por fin! ¿Te gusta?

–Humm…, supongo que sí –expresó con la misma sensibilidad que yo mostraba cuando ella se emocionaba con la división celular de alguno de sus trabajos–. ¿Estás cansada? –preguntó centrando toda su atención en mi persona.

–Un poco, ¿por qué? –inquirí entrecerrando los ojos. No estaba de humor para ninguna cita a ciegas.

–Había pensado en salir a correr, ¿te apetece acompañarme?

Lo pensé un momento. Llevaba todo el día encerrada, sentía los músculos agarrotados y respirar algo de aire que no estuviera viciado y hacer ejercicio me parecía un buen plan.

–Claro, ¿por qué no? No tengo nada mejor que hacer en una tarde de sábado.

Ella meneó la cabeza ante tan clara afirmación de mi nula vida social.

–Esta vez, yo tampoco. Gareth tiene guardia todo el fin de semana por un experimento que debe vigilar para comprobar el desarrollo. Después alquilamos una película y pedimos comida para cenar, ¿qué te parece?

–Perfecto –señalé con una gran sonrisa.

Siempre me arrepentí de esas palabras.

Media hora después, vestida con unas mallas negras y una sudadera de deporte, cruzamos North Bridge y nos adentramos en la New Town en dirección a Dean Village. Era una ruta que utilizábamos a menudo, ya que suponía encontrarnos en un oasis de verdor dentro de una ciudad tan comercial como lo era la capital de Escocia. Bajamos las escaleras empedradas hasta el río que lo cruzaba y comenzamos a trotar por el pequeño camino de tierra que circundaba el río por su orilla izquierda. La vegetación nos cubría por completo y afortunadamente no llovía, aunque el aire fresco y húmedo que se filtraba entre las copas de los árboles indicaba que no tardaría mucho en hacerlo. Dejamos de hablar y nos concentramos solo en mantener un trote rítmico, arropadas por la soledad del lugar y el arrullo del agua deslizándose bajo nuestros pies.

Al poco rato noté que alguien nos seguía. Al principio no me alarmé, muchos deportistas utilizaban la misma ruta que nosotras. Lo extraño fue la sensación de peligro que percibí en la nuca, se me erizó todo el cabello y una suave brisa helada hizo que me girara de improviso. No vi nada y eso fue lo más desconcertante. Sabía que había algo o alguien espiándonos. Lo sentía. No sabría explicarlo, pero tenía la certeza de que nos observaban. Paré de repente, casi chocando contra la espalda de Sarah.

–¿Qué sucede? –pregunté creyendo que ella también había notado algo extraño.

–Mira. –Señaló el tronco que nos impedía seguir nuestro camino. Con las últimas lluvias, uno de los numerosos árboles que crecían salvajes en la loma se había partido hasta quedar varado como una barrera natural en el camino.

–Podemos saltarlo, si nos ayudamos la una a la otra –dije observando la altura del tronco.

Sarah me utilizó de apoyo para saltar al otro lado con bastante gracia. Una vez allí se giró riéndose y su bella sonrisa se congeló en el rostro arrebolado por el ejercicio. Yo la miré con gesto interrogante. Escuché un gruñido. Y la sensación de que algo maligno nos rodeaba me llegó con tanta intensidad que casi me dejó sin respiración. Me di la vuelta despacio y enfoqué la mirada. Abrí los ojos desmesuradamente, pero no pronuncié una sola palabra.

–Un lobo –susurró Sarah a mi espalda.

–No –contesté yo asombrándome de que no hubiera perdido la capacidad de hablar–. Es algo más.

Ni siquiera supe el por qué dije aquello. Frente a nosotras había un lobo de un tamaño descomunal. Un animal de pelaje negro, con los ojos oscuros y brillantes, con una mirada metálica y humana. El lobo examinaba con fijeza a Sarah, valorando la debilidad de su presa, sin embargo, giró la cabeza hacia mí en cuanto pronuncié aquellas palabras como si las hubiera entendido, inclinó la cabeza en un gesto de respeto y después se irguió enseñando los dientes con ferocidad. Sus ojos destellaron con un conocimiento superior y casi pude escuchar una risa tenebrosa brotar de sus fauces. Volví mi rostro y fijé la vista en Sarah, que temblaba como una hoja sin saber qué hacer. En el reflejo de sus pupilas advertí el mismo terror que debían mostrar las mías. Solo teníamos una oportunidad y solo una de nosotras podría salvarse si lo hacía con rapidez. No dudé un instante en decidir que fuera ella.

–Huye, Sarah. Corre lo más deprisa que puedas –. Las palabras brotaron de mi boca como un ronco susurro. Una furia inusitada me invadió, a la vez que sentí que tenía que protegerla, fuera como fuese.

–Que… que… –balbuceó ella.

–Huye –susurré broncamente con insistencia–. ¡Te lo ordeno! –pronuncié fijando mi mirada en la suya, que mostraba unos ojos vacuos y sin reacción aparente. Ella me mantuvo la mirada un instante más y parpadeó como si por fin entendiera la orden. Giró sobre sí misma y la perdí de vista con prontitud.

Me giré hacia el lobo. No había hecho ningún movimiento, simplemente estaba observándome con detenimiento. Su cabeza inclinada y de aspecto relajado me produjo un terror indescriptible. Analicé las posibilidades que tenía de escapar. A mi derecha se situaba el cauce del río, a mi espalda la barrera del árbol caído, a mi izquierda una pendiente casi vertical de más de diez metros cubierta por brezo y espinos. Frente a mí tenía mi probable muerte. No había salida y el lobo lo sabía, aquel animal era consciente de en qué punto nos había arrinconado, así que me mantuve inmóvil, esperando su reacción. Dio un paso y se detuvo olisqueando el aire. Gruñó con tal ira que el sonido rebotó en la cubierta frondosa que nos rodeaba. Retrocedí asustada hasta quedar pegada contra el tronco del árbol, respirando de forma agitada y con todos mis músculos contraídos en una tensión dolorosa. Palpé en mi espalda la rugosidad de la madera, noté el frío que de repente nos había envuelto y sentí la ausencia de aire en mis pulmones. Por más que intentaba respirar, no lo conseguía.

Creí que iba a desmayarme, notaba la sangre en mi cuerpo espesa, candente como la lava, liquándose al llegar a la cabeza. Me golpeaba en los oídos como un látigo y comencé a ver borroso. En ese momento escuché una maldición en un idioma que me resultó familiar, el sonido de unas ramas al romperse y unos pasos sobre mi cabeza. Giré el rostro hacia el hombre que había saltado por el terraplén sujetándose precariamente a los arbustos de aliagas, luchando por llegar donde me encontraba. Era el mismo hombre que había visto vigilándome en la acera frente a la librería. Estaba vestido con unos vaqueros negros y llevaba una sudadera de deporte con capucha. No le pude ver las facciones. El lobo enseñó las fauces y se posicionó al ataque, olvidándose por un momento de su verdadera presa.

Gemí en voz alta y a la vez me tapé la boca con la mano por haber mostrado mi debilidad. El hombre me sujetó de un brazo y noté el calor de su mano abrasándome la piel bajo la tela de algodón. Me levantó con muchísima facilidad y me arrojó al otro lado del tronco, cayendo al suelo de tierra húmeda. Apenas me dio tiempo a ponerme de rodillas cuando lo sentí inclinado sobre mí.

–Vete y nunca digas lo que aquí has visto –pronunció con voz ronca. O quizá fuera mi imaginación. Solo recuerdo que me levanté de un salto y comencé a correr de forma desesperada. A mi espalda escuché el sonido de un animal atacando y de un hombre luchando. No me volví ni una sola vez.

Llegué, al poco rato y casi sin resuello, a las escaleras que subían al exterior. Escalé como buenamente pude y salí a la carretera, cruzándola sin percatarme de que podían atropellarme. Me detuve frente a una pequeña casa de una planta con una puerta de madera pintada en azul. Grité desgañitándome y golpeé con fuerza la aldaba de bronce. Abrió una mujer de mediana edad que me miró como si yo fuese un fantasma.

–Ayúdeme –supliqué jadeando–. Mi… mi amiga… y… yo…, un lobo… un animal… en el río…

La mujer me dejó entrar y me llevó a una pequeña cocina con muebles blancos. Me sentó en una silla de madera y puso un vaso de agua delante de mí mientras llamaba desde su teléfono a la policía con diligente eficacia. Estaba tan agotada que hubiera podido quedarme dormida sobre aquella mesa.

En pocos minutos se personaron dos agentes. Apenas podía hablar, no conseguía que mi mente enlazara los pensamientos de forma coherente. Tenía la persistente sensación de estar ahogándome y era tal el cansancio que ni siquiera lograba mantenerme erguida. Sin embargo, mis piernas y brazos hormigueaban atraídas por el hombre y el lobo. Quizá queriendo reafirmar lo que había vivido, comprobar que era cierto. Daba vueltas en las manos al vaso de agua sin saber si beberlo o dejarlo de nuevo en la mesa. Las manos me temblaban demasiado como para que pudiera hacer cualquiera de las dos cosas. Y en el centro de todo seguía viendo el rostro pavoroso de Sarah, huyendo.

–Ayúdenlo, por favor. Lo habrá matado. Mi amiga…, ella… no sé dónde está. Huyó…, pero… –intenté explicar lo sucedido de forma un tanto desequilibrada.

–Tranquilícese, señora… –susurró con voz suave uno de los agentes pasándose la mano por el pelo canoso.

–Deveroux –contesté con rapidez–. No se queden ahí parados. Él necesita ayuda. Y mi amiga, Sarah, está en peligro –dije con algo más de energía.

A ningún policía le gusta que le den órdenes, y menos de una joven sudorosa, cubierta de barro y temblando como una hoja. Lo comprobé en ese mismo instante. La lentitud de esos hombres en reaccionar me estaba crispando los pocos nervios que todavía estaban alineados en mi cuerpo.

Me levanté tambaleándome y quise salir al exterior. Una simple mano en mi hombro me lo impidió. El otro agente se posicionó en la puerta con un movimiento sinuoso. La mujer se mantenía apartada y en silencio, observando la escena.

–No lo entienden –exclamé–, él está en peligro… y mi amiga…

–¿Quién es él? –preguntó el policía de la puerta.

–¡No lo sé!, ¡no lo conozco! –grité exasperada–. Sarah y yo estábamos en el cauce del río cuando apareció un lobo, ella… ella… creo que consiguió huir. Y luego apareció ese hombre y me empujó para enfrentarse con el lobo. –Me quedé callada, sin aliento.

–Aquí no hay lobos –fue la mujer la que habló. Todos nos giramos a mirarla. Tenía razón, pero yo había visto un lobo. Y también Sarah. Y obviamente aquel hombre que no conocía.

–¿Es que no han oído las advertencias de no aventurarse solas en lugares apartados? –inquirió el policía mayor tratándome como si yo fuera una niña. Apreté los puños y lo miré con los ojos brillantes de lágrimas–. Muéstrenos el lugar –exigió por fin–. ¿Recuerda dónde…?

–¡Claro que sí! ¡Síganme! –le interpelé.

Salimos al exterior. Había comenzado a llover y estaba oscureciendo. El ambiente se tornó súbitamente húmedo y tenebroso. Los guie temblando de frío hasta el lugar. El tronco del árbol seguía estando allí, pero no había rastro ni del hombre ni del animal. Ambos policías me miraron con cara de circunstancias y yo boqueé como un pez fuera del agua.

–Tiene que estar aquí. Es aquí –señalé sintiéndome culpable por algo que desconocía.

Ellos saltaron la barrera del tronco y examinaron el lugar con linternas. Se inclinaron y miraron el cauce del río.

–No hay nada. Ni huellas de ningún animal. Ni signos de lucha. Ni por supuesto ningún lobo –afirmó el policía más joven.

Ambos intercambiaron una mirada y me cogieron de un brazo. Yo me dejé arrastrar. Me encontraba aturdida y a punto de desfallecer, como si algo o alguien hubieran absorbido toda mi esencia vital. Me introdujeron en el coche patrulla y me llevaron a la comisaría. Allí me sentaron en una sala de interrogatorios haciéndome sentir la verdadera culpable. Me dejaron unos minutos en soledad, imagino que observándome por el cristal opaco frente a mí. Comencé a retorcer mis manos de forma enloquecida. No entendía qué había sucedido y qué hacía realmente allí. Todo me parecía surrealista. Entró el policía de más edad con una carpeta marrón en las manos y se sentó frente a mí.

–¿Toma drogas? –preguntó en tono académico.

–¿Cómo? –inquirí sin entenderlo del todo–. ¡No! ¡Por supuesto que no!

Él se inclinó sobre mí y fijó su vista en mis ojos. Yo me retraje asustada. Él apartó la vista con desidia y sacó tres fotografías que extendió en la mesa.

–¿Conoce de algo a estas mujeres? –preguntó de nuevo en el mismo tono de voz.

Acerqué una de las fotos con una mano y la estudié con detenimiento. Luego pasé la vista a las otras dos. Eran las tres mujeres desaparecidas, había visto su foto en los periódicos y la televisión, pero hasta ese momento no me parecieron reales. Tres mujeres de una edad parecida a la mía, rubias de pelo largo y ondulado y ojos de un tono oscuro.

–No –contesté secamente–, no las había visto nunca.

–Su amiga… Sarah ¿no? ¿Se parece a ellas? –inquirió de nuevo.

–No –negué por segunda vez–. Ella es pelirroja y tiene los ojos azules.

–Y el hombre… que dice que apareció de repente, ¿podría describirlo?

–No –negué por tercera vez–, no llegué a verle la cara.

–Pero algo recordará ¿no?

Fruncí el entrecejo y me concentré un instante.

–Alto y fuerte. Sus manos eran grandes y cálidas. Desprendían calor. Eso es. Vestía de negro y llevaba una capucha que le tapaba la cabeza –murmuré recordando.

–¿Sus manos desprendían calor? –masculló de forma escéptica. Yo me sentí completamente estúpida.

–Sí –respondí con firmeza–. Me sujetó solo con un brazo y me empujó al otro lado del tronco.

–Entiendo –dijo el hombre apuntando algo en un folio en blanco–. ¿Algún rasgo más que nos pueda ser de utilidad?

Cerré los ojos sabiendo que él pensaba que me encontraba trastornada o bajo el efecto de algún alucinógeno. Y recordé de improviso.

–Sus ojos.

–¿Sus ojos? –preguntó el policía inclinándose sobre mí.

–Sí. Sus ojos eran como los de un guepardo.

–¿Guepardo? –inquirió con gesto sorprendido.

–Sí. De un color extraño, no era amarillo… era… dorado, ¡eso es! –exclamé triunfante. Por fin podía ofrecer algún dato concreto.

El hombre se recostó en la silla y me observó un momento entornando la vista.

–¿Lobos? ¿Guepardos? ¿Se encuentra bien? ¿Ha tomado algo que…?

No lo dejé terminar.

–¿Piensa que estoy loca o drogada? Pues se equivoca. ¡Fue real! –grité furiosa.

–Está bien –contestó el hombre con hastío–. Afirma que las atacó un lobo y que un hombre con los ojos de un guepardo y las manos ardientes apareció enfrentándose a él. ¿Puede llamar a alguien para que venga a buscarla?

Hasta yo misma me di cuenta de lo absurdo de la explicación. Pero era cierto. Tenía que serlo ¿no? O lo era o yo me había vuelto loca de repente.

–Gareth –pronuncié sin saber por qué pensé en él en primer lugar–. Es el novio de Sarah. Es médico, investigador –señalé como dando a entender que había algo cuerdo en toda la historia.

–Deme su teléfono. Lo llamaremos –ordenó como despedida.

 

 

Dos horas después ya me encontraba en el apartamento. Me había duchado y vestido con un pijama de franela a cuadros. Y no recordaba cómo había salido de la comisaría, cómo había llegado a casa, cómo me había duchado y cómo me había vestido. Mi mente estaba todavía en el camino de tierra de Dean Village. Mi espíritu se había quedado atrapado en aquel lugar y mi cuerpo hacía vida normal sin que yo me diera realmente cuenta de nada. Me dirigí al salón. Gareth había encendido la televisión y estaba sentado en el sofá con una cerveza en la mano. Levantó la vista en cuanto entré y me indicó que me sentara a su lado. Lo hice de forma mecánica y con gesto ausente.

–Cuéntame qué ha sucedido –pidió con voz extremadamente suave.

–Creo… creo… que no lo sé –contesté balbuceando. Intenté explicarle lo que recordaba sin mucha coherencia. Él me escuchó en silencio.

–¿Pudiste ver por dónde huyó Sarah? –preguntó con gesto contenido. Yo me estremecí.

–No. Desapareció de mi vista –dije mirándolo y pude ver su gesto preocupado. Sarah seguía sin aparecer. Y sentí que él me culpaba a mí, que deseaba que fuera yo en vez de ella la que hubiese desaparecido. Me la imaginaba tirada en algún recodo del camino, herida… o quizá muerta. Cerré los ojos y dejé que las lágrimas se deslizaran silenciosas por mi rostro. Sarah era mi amiga. Mi única amiga. Sin ella me sentía perdida. Pero también era la novia de Gareth y él tenía que sentir algo muy parecido a lo que sentía yo. Solo que para él todo resultaba desconcertante y difícil de creer.

Pasó un brazo por mis hombros y me acercó a su cuerpo cálido. Me recosté contra su pecho y suspiré. Me mostró la palma de su mano. En ella había una pastilla blanca.

–Tómatela –exigió–, te ayudará a descansar. Puede que mañana todo esto sea un mal recuerdo para los tres.

Me la tomé sin rechistar. Era médico y por lo tanto sabía lo que hacía. Al poco rato sentí que me adormecía y él me tendió sobre sus piernas. Tras varios minutos abrí los ojos gritando y agitando las manos sin reconocer el lugar donde me encontraba. Unas manos fuertes me sujetaron los brazos y me obligaron a enfocar la mirada.

–Gareth –murmuré observando sus ojos de un peculiar tono gris que se habían tornado casi negros en la penumbra del salón. Había oscurecido por completo y no supe qué hora era. Volví a quedarme dormida con la imagen de sus ojos sobre mí.

Desperté de nuevo al amanecer. Olía deliciosamente a café. Tanto Sarah como Gareth tomaban siempre té. Yo jamás llegué a acostumbrarme a su sabor, y agradecí que él se hubiera molestado en recordarlo. Me levanté y me dirigí a la pequeña cocina, en la que apenas cabíamos dos personas de costado.

–Estás despierta. –Sonrió entregándome una taza humeante de líquido negro. La apreté fuertemente entre mis manos, acogiendo su calor.

–¿Qué haces? –pregunté viéndolo maniobrar en su teléfono. En la mesa de formica blanca descansaban el teléfono de Sarah y el mío propio.

–Estoy revisando las noticias. Puse una denuncia por desaparición, pero no se ha hecho efectiva. No hay ninguna reseña –señaló.

Dejé la vista perdida en los teléfonos sobre la mesa y enarqué una ceja en señal interrogante.

–Espero… –se aclaró la voz algo ronca–, estoy esperando que Sarah se ponga en contacto con alguno de nosotros. No quiero avisar todavía a su familia.

–Tenía que haber sido yo –dije con voz algo temblorosa–. Tenía que haber sido yo. Ella lo tenía todo, a ti, su familia, su trabajo… Tenía que haber sido yo –repetí saliendo de la cocina.

Gareth no me contestó.

Sarah no llamó. Ni ese día. Ni al siguiente. Ni en toda la semana. Finalmente Gareth avisó a sus padres, que se instalaron en un hotel a la espera de noticias. Él se trasladó al apartamento y dormía en la habitación de Sarah, como si aquello le diera fuerzas para continuar con su vida normal.

Diez días después comencé a comprender que Sarah jamás regresaría. Había vuelto a mi trabajo en la librería esperando encontrarme al misterioso hombre con los ojos de un guepardo. Él tampoco apareció. La policía vino una vez más a interrogarme, pero yo no podía ofrecer nuevos datos.

–¿Ha recibido algún tipo de noticia de Sarah? –preguntó el oficial de mayor edad mientras yo los invitaba a pasar al pequeño salón y les ofrecía una bebida que rechazaron, quedándose de pie observando todo alrededor con ojos alertas.

–Nada –murmuré casi echándome a llorar.

–¿Recuerda algo más que nos pueda ser de utilidad? ¿Si vieron que alguien les seguía? ¿Si Sarah le comentó que había discutido con alguien o tuviera miedo por algo? ¿Algún exnovio o compañero con el que tuviera problemas?

–No, es una investigadora excelente. No tenía problemas con nadie. La gente la adora. –Me negaba a utilizar el verbo en pasado–. Y no hay ningún exnovio que yo sepa. Solo conozco a Gareth y él estaba trabajando aquella noche.

–Lo sabemos. En el hospital.

–Sí –contesté brevemente adivinando que habían comprobado si tenía coartada.

Sacaron de nuevo las fotografías y me indicaron que me sentara en el sofá mientras las desplegaban sobre la pequeña mesa. No quería mirarlas, había empezado a tener pesadillas en las que aquellas mujeres se me aparecían en sueños pidiéndome ayuda y no lograba alcanzarlas ni mucho menos salvarlas.

–¿No hay nada que le resulte familiar? –inquirió con suavidad el policía más joven.

–No. Únicamente que todas se parecen, ¿no? –musité deseando que se marcharan con las fotografías y sus sospechas infundadas.

–Sí, es cierto se parecen entre ellas y se parecen a usted –habló el oficial mayor con sus ojos fijos en mí. Lo miré de forma incrédula.

–No es cierto –afirmé–, no se parecen a mí.

–Sí, su pelo, sus ojos… hasta los rasgos oblicuos de su rostro…, podrían ser familia –el hombre mayor siguió hablando sin despegar los ojos de los míos.

–¿Pero usted me ha visto bien? –pregunté con estupor.

–Sí, la he visto bien y veo un notable parecido. Creemos –hizo una pausa–, que el objetivo no era su amiga, sino usted. Debería tener cuidado a partir de ahora.

Seguí mirándolo con una expresión de incredulidad mezclada con indignación. Y la sensación de peligro inminente me estranguló la garganta hasta el punto de que mis cuerdas vocales se negaron a pronunciar una sola palabra más. Entre murmullos incoherentes y gestos manuales los acompañé a la salida, quedándome sola en el apartamento con el sentimiento de que había algo que no llegaba a comprender del todo. De que faltaba una pieza clave que diera sentido a la desaparición de Sarah y de las otras tres mujeres.

Al día siguiente Sarah pasó a ocupar la lista de las mujeres desaparecidas. La cuarta. Su fotografía apareció impresa en todos los periódicos. Me sentía completamente perdida y culpable. Si hubiera sido más rápida, si lo hubiera podido prever, si hubiera luchado…, todo era si hubiera…, pero no encontraba una respuesta concreta.

Había anochecido y Gareth no había llegado todavía del hospital. Decidí darme una ducha dejando que el agua ardiente quemara mi piel como un castigo por lo que yo creía una imprudencia que había traído consecuencias trágicas. Salí bastante rato después envuelta en una toalla y con el pelo húmedo. Me tropecé en el pasillo con Gareth.

–¿Hay noticias? –pregunté con un hilo de voz. Lo único de lo que hablábamos aquellos días era de Sarah.

–No –contestó él. Me observó con detenimiento y vi sus ojos brillantes fijos en mi rostro.

–¿Has bebido? –inquirí cuando un tenue aroma a whisky llegó a mis fosas nasales.

Gareth se pasó la mano por el pelo castaño oscuro revolviéndoselo y suspiró fuertemente. Me puso las manos sobre los hombros desnudos y noté una descarga de electricidad por todo el cuerpo. Me tensé de forma involuntaria.

–¿Qué estás haciendo? –mascullé intentando apartarme. Él me sujetó con más fuerza.

–Fuiste tú desde el principio y no lo he sabido hasta ahora. La insignificante amiga de Sarah sin ninguna cualidad aparente, pero algo está cambiando. ¿Qué te está sucediendo, Alana?

–¿A mí? Gareth, ¿qué te ocurre?

–Te llamas igual que ella, te pareces a ella…, llevo tantos años esperándote… Una sospecha que esta vez sí es cierta –murmuró con la mirada ausente.

Me asusté y me retraje contra la pared. Él se apretó contra mí y me levantó el rostro hacia él sujetándolo con dos dedos.

–Gareth, estás borracho y no sabes lo que dices –exclamé con un tono que no daba lugar a nada más que una abrupta interrupción de su absurdo monólogo.

–¿Cómo he podido no darme cuenta hasta ahora? ¿Quién te ha ocultado a mí? –inquirió con tal fuerza en su mirada que tuve que apartarla.

–¿Ocultarme? ¿De qué estás hablando? –le increpé cada vez más enfadada.

Él no se inmutó ante mi brusquedad, al contrario, parecía que lo alenté.

–Mírame y reconóceme. Tú también lo sientes –susurró y se inclinó para besarme. Fruncí los labios, giré el rostro y a su contacto volví a sentir una corriente eléctrica que hizo que me estremeciera.

Me besó en la sien, de forma lenta e intuitiva. Se detuvo varios segundos respirando con dificultad sobre mi piel. Su mano sujetó mi pelo y lo acarició como si fuera la primera vez que lo tocaba, con reverencia y ternura. Me sentí asqueada, todo mi cuerpo lo rechazó y se puso en tensión. Sabía que había algo que nos unía por encima de todo, pero era el dolor por la pérdida tan repentina de Sarah. Sarah era nuestro vínculo y juntando nuestros cuerpos la recuperábamos en cierta forma.

–Apártate, Gareth. Nunca habrá nada entre nosotros –conseguí decir con voz estertórea.

Me soltó de improviso y me miró como si no me reconociera. Se pasó la mano por el pelo y recompuso el gesto serio y formal que solía tener normalmente.

–Todavía no ha llegado el momento. Pero ya estoy cerca, Alana. Lo sé. Esto es solo el principio de nuestro final. No debes temer. Yo soy el único que puede protegerte de él –pronunció mientras se alejaba con paso tambaleante a la habitación de Sarah.

–¡Gareth! –lo llamé y él se giró solo un momento–, ¿el principio de nuestro final? ¿Qué significa eso? –Y recordando algo tardíamente–. ¿De qué tienes tú que protegerme?

–Pronto lo sabrás mi pequeña cínica española, pronto lo sabrás –afirmó cerrando la puerta de madera tras él.

Cabeceé sin comprender nada y me dirigí a la habitación. Me puse un pijama y me acosté. Conecté la radio y escuché el último parte de noticias. No había noticias. Me abandoné a la pena y a la soledad. Sujeté la almohada con fuerza recordando las noches que Sarah y yo solíamos pasar conversando en mi cama. La echaba de menos con tanta intensidad que el dolor se había instalado como una losa de mármol en mi pecho.

El sonido del teléfono me sacó de mis lloros agónicos. Alargué la mano y contesté la llamada incorporándome en la cama.

–Alana. –La voz extremadamente aguda de mi madre me taladró el cerebro torturado.

–Madre –suspiré con hastío–, ¿qué se te ofrece?

–Solo quería saber cómo estabas.

–¿Ah sí? –pregunté yo con todo el sarcasmo que pude reunir–. Pues me imagino que igual de mal o de bien, depende como se mire, que once meses y diecisiete días atrás, desde la última vez que hablamos.

Todavía me sorprendía la forma en que podía herirme la sensación de abandono, después de tantos años.

–Tú tampoco has llamado –señaló con tono enfadado–, así que poco sabes de mi vida.

Su vida. Todo giraba siempre en torno a su vida.

–No me ha hecho falta, madre. Publicas todo lo que haces en tus cuentas de Facebook, Instagram y Twitter. Ayer mismo vi que habías regresado a Madrid de tus vacaciones en la dulce y apasionante Viena… Creo recordar que esas fueron tus palabras exactas –indiqué con acritud.

–Bueno, pues hay algo que no sabes –exclamó ofendida.

–¿El qué? ¿Te vas a casar de nuevo? –inquirí. No era una pregunta irónica. Mi madre se había casado ya tres veces.

–No, bueno, en realidad sí. Pero no te llamo por eso. Es tu abuela.

–¿La abuela? ¿Qué le sucede? –Apenas mostré interés. Mi abuela no quiso hacerse cargo de mí cuando mis padres se separaron, y siempre se había mantenido apartada de nosotras, como si se avergonzara de su hija y de su nieta.

–Se está muriendo. Dice que quiere verte –contestó con brusquedad.

No sentí nada. Por mí podía estar comentando el sol que lucía en España. Me daba absolutamente igual. Lo único que ocupaba mi mente era Sarah.

–Ahora no puedo dejar Edimburgo –indiqué–, Sarah ha desaparecido…, ella fue…

No me dejó terminar.

–Es urgente Alana, deja tus tonterías por una vez y céntrate en lo importante –me amonestó. Entrecerré los ojos y la furia comenzó a invadirme.

–¿Qué sabes tú lo que es importante? Sarah es mucho más importante para mí que la abuela. Ella me ha dado mucho más desde que la conozco que vosotras dos en toda mi vida –grité desaforada a través de la línea telefónica. La culpa me envolvió otra vez y sin pretenderlo gemí en voz alta.

–Haz el favor de venir a verla, ella lo ha pedido expresamente. Es su último deseo antes de morir –pronunció con frialdad.

No quise discutir. Odiaba los gritos y los reproches, solo causaban dolor. Me convencí de que serían unos pocos días, así que musité un «sí» y colgué el teléfono. Aquella misma mañana cogí un vuelo a Madrid. Y averigüé después de veintisiete años por qué mi vida había sido siempre tan extraña y solitaria.