Capítulo VII

 

Con el tiempo no se puede luchar,

él siempre gana la batalla,

su victoria: la muerte.

 

 

Murmullos. No, una letanía en un idioma incomprensible. Un cántico desesperado que terminaba y volvía a comenzar de nuevo con una sola voz, ronca y grave. Una súplica. El tintineo de piedras chocando levemente y el rumor de la tela rozándose. Y seguía sintiendo dolor. Pero un dolor amortiguado y adormecido. Lento y casi desapareciendo.

Abrí los ojos con dificultad y enfoqué al hombre sentado frente a mí en una silla. Tenía los párpados cerrados y entre sus manos había un rosario de cuentas de ámbar. Pude ver cómo pasaba deslizando entre sus enormes dedos las pequeñas circunferencias desgastadas en color amarillo pálido murmurando una y otra vez las mismas palabras.

–Vete –siseé.

Kieran abrió los ojos sorprendido y me observó con intensidad sin hacer ningún otro movimiento.

–Vete –repetí–, ya estoy muerta.

–No. No lo estás. Gracias a Dios –musitó en voz baja–. No lo estás.

La realidad se fue filtrando en mi cerebro confundido sin que pudiera procesarla con claridad. No estoy muerta. ¿Por qué no lo estoy?

–¿Qué vas a hacer a continuación, Kieran? ¿Me arrojarás por un acantilado? ¿Me clavarás tu daga en el corazón? ¿O simplemente me estrangularás? –murmuré cansada y adormecida. No tenía fuerzas para luchar. Él había vencido–. Esta vez hazlo rápido. No me quejaré.

Sentí su peso sentándose en la cama junto a mí y quise retroceder, pero estaba agotada, solo pude cerrar los ojos esperando el golpe de gracia. No llegó. Su mano se posó en mi frente fría llenándome de calor. Abrí los ojos de golpe.

–Aléjate de mí –exclamé con algo más de energía. Su mano me estaba ofreciendo consuelo. No lo comprendía.

–No lo haré, Magdalen. No me he separado de ti en cuatro días y no voy a hacerlo ahora que por fin has despertado. –Su voz era dulce y serena. No era la voz de un asesino. ¿O sí?

–¿Por qué lo has hecho? –El dolor me atenazó la garganta impidiendo que pudiera expresar más palabras.

–No lo hice yo. –Su mano se trasladó a mi barbilla y me obligó a mirarlo. Pude ver sus bellos ojos rodeados de profundas marcas violáceas. Suspiró fuertemente y volvió a hablar–: ¿Cómo has podido creer que yo intentaría asesinarte?

–El libro era tuyo –señalé sintiendo que comenzaba a despertar de un largo sueño.

Apartó su mano de mi rostro y yo sentí un frío helador. Se pasó ambas manos por el pelo y respiró agitadamente.

–Si yo hubiera sabido… ¡Malditos todos los demonios! –gritó enronquecido–. ¿Cómo has podido pensar que yo…? ¿Es que alguna vez te he mostrado, te he insinuado…?

No lo dejé terminar.

–Sí.

Su rostro se mostró desconcertado y sorprendido.

–¿Cuándo?

–Me dijiste que había muchas formas de matar. Pero nunca pensé que utilizaras una tan cobarde como el veneno. Aunque si lo pienso con detenimiento, era la más cómoda, la más imperceptible.

–No me refería a asesinarte a ti. Estaba hablando de la guerra –exclamó enfurecido.

–Te dejaba el camino libre para reunirte con Caitlen y de paso todo el dinero de mi dote. Tenías el plan perfecto –dije mirándolo fijamente a los ojos con frialdad.

Él se retrajo y el colchón se tambaleó por su peso.

–No quiero a Caitlen. Ya te lo dije. No lo voy a repetir más veces. Y si piensas que he intentado matarte por siete mil libras inglesas puedes recogerlas una a una y volver a tu hogar si es eso lo que deseas –susurró con brusquedad.

–¡Siete mil libras inglesas! ¡Vaya! –exclamé. Para la época era una cantidad desorbitada.

–No son nada comparadas con tu vida –murmuró él.

–¡Ja! Lo son, porque ese dinero significa tu libertad –afirmé con tono gélido.

–¡No quiero mi libertad! –gritó iracundo–. ¿Cuántas veces necesitas escucharlo para creértelo?

–Nunca te creeré. Después de esto no habrá un futuro. No habrá nada –aseguré sintiéndome vacía. Me giré en la cama y le di la espalda. Fui cobarde. Solo lo hice porque no pude soportar el dolor que vi reflejado en sus ojos dorados.

Escuché el quejido de las cuerdas que sujetaban el colchón de plumas cuando él se levantó. No me giré. Escuché sus pasos sobre la fría piedra hasta que se silenciaron junto a la puerta. No me giré. Escuché su suspiro y su mano girando la manilla. No me giré. Escuché el golpe de la puerta cerrarse. Comencé a llorar.

Los siguientes días luché en un estado de letargo con algunos brotes de lucidez. Dormía la mayor parte del tiempo y recibí visitas que me eran indiferentes e ignoré la comida que depositaban en la mesilla. Solo tenía una idea formándose en mi mente. Una idea oscura y tenebrosa que se filtraba por todos los poros de mi piel atrapando y haciendo suyo cualquier signo de confianza o bondad que pudiera albergar mi cuerpo herido: Él había intentado asesinarme.

Me habían hecho daño de muchas formas a lo largo de mi vida, había estado en el infierno y había regresado maltrecha y hundida, pero viva. Esta vez algo había cambiado. Yo había cambiado y no había vuelta atrás. Me refugié en mí misma como método de protección, como había hecho siempre. Escondiéndome en mi caparazón. Escondiéndome de la vida, porque la vida me daba miedo. La vida traía dolor y yo ya no podía soportarlo más.

Kieran no venía durante el día, solo permanecía conmigo durante la noche. Lo escuchaba entrar justo en el momento en que la luna ganaba al sol y la negrura lo cubría todo. No me tocó. No volvió a acercarse a mí. No pronunciaba una sola palabra. Se sentaba en el butacón junto al fuego durante un buen rato sin decir nada, y cuando creía que yo ya estaba dormida, se tendía junto a la cama, en el suelo, cubierto por su kilt desplegado como una manta.

Una noche en que la luna llena brillaba en un cielo despejado salpicado de estrellas, iluminando con luz blanquecina y fantasmal la habitación, me acerqué hasta el borde de la cama y asomé mi rostro. Observé al hombre que dormía en el suelo. Estaba tendido de espaldas, tenía un brazo flexionado bajo su cabeza, haciéndole de almohada, y el otro cruzado sobre su amplio pecho desnudo. La manta apenas le tapaba hasta la cintura. Su rostro había perdido la tensión que lo acompañaba normalmente y tenía los ojos cerrados. Su mentón marcado y su hoyuelo en la barbilla llamaron poderosamente mi atención. Fijé mi vista en él y recorrí su rostro con mis ojos. Sus pobladas pestañas creaban una sombra curva en sus mejillas y tenía la boca entreabierta. Era realmente guapo. Duro. Fuerte. Sensual. Pero sobre todo peligroso. Hasta así, dormido y relajado, el aura de peligro le rodeaba como algo intrínseco a su persona. Suspiré y alargué una mano para apartarle un mechón ondulado de pelo negro que le pendía sobre la frente.

Abrió los ojos de improviso y yo retiré la mano. Nuestras miradas se enlazaron centelleantes. La mía con desprecio, la suya con dolor. Observé un momento más sus ojos dorados capaces de hechizar y me recliné sobre la cama, girándome.

No volví a observarle cuando dormía. Era demasiado doloroso.

Una semana después pude levantarme de la cama. Habían preparado una bañera y me sumergí en ella con placer, destensando los músculos en el agua caliente, que actuó como un bálsamo en mi cuerpo herido. Jeannie me acompañaba, mientras el pequeño succionador corría gateando persiguiendo pelusas invisibles y metiéndose en la boca todo lo que encontraba en el camino, fuera lo que fuera, bajo la atenta mirada de su madre que lo reprendía con frases cortas y amenazantes en gaélico que no conseguían amedrentar en nada al bebé, que se sentaba y la miraba emitiendo gruñidos como respuesta.

Tuve claro que los gruñidos eran la forma primitiva de comunicarse de los escoceses. No había duda razonable.

Jeannie me ayudó a vestirme. Esta vez me habían prestado una falda de lana verde claro conjuntada con un corpiño del mismo color, superpuesto sobre una voluminosa blusa en lino blanca abotonada en los puños y adornada con puntillas valencianas. Casi lloré de la añoranza que sentí por mis viejos vaqueros y mis camisetas.

–Habéis adelgazado mucho, mi señora. Debéis procurar alimentaros mejor –indicó con voz suave apretando con fuerza los lazos de mi corpiño.

Yo no contesté. Estaba viva, pero me sentía vacía. El estar delgada o gorda me era absolutamente indiferente.

Cuando estuve lista la acompañé abajo. Ella se dirigió a las cocinas para ayudar a Aluinn en la preparación de la cena y yo me encaminé al patio interior. Por un momento la luz me deslumbró y el viento me mordió el rostro haciendo que lo volviera. El patio tenía estructura cuadricular, cubierto de piedra desgastada entre las que crecían hierbas salvajes. Las zonas habitadas del castillo eran las tres torres principales. Los edificios bajos que los unían se destinaban a almacenes o establos. Vi a Cailen cepillando un alazán de guerra con presteza y me acerqué a él algo tambaleante.

–Magdalen, tenéis mucho mejor aspecto –señaló con una sonrisa, paseando su mirada por todo mi cuerpo con demasiado detenimiento.

Sonreí ante su escrutinio.

–Para estar muerta hace días, sí –afirmé con algo de amargura.

El grito masculino nos sobresaltó a ambos y miramos en la dirección de donde provenía. Me puse la mano como visera para observar mejor. La torre norte estaba bastante avanzada, ya estaban cubriendo el tejado. Y allí, a una altura considerable, un hombre había resbalado y pendía sujeto de una de sus manos de un saliente de piedra. Cailen se levantó de improviso y noté como se tensaba. Fijé mi vista con más atención. Era Kieran. El corazón me dio un vuelco y quise correr a sujetarlo, pero me quedé completamente inmóvil respirando sin llegar a respirar. Kieran aguantó unos instantes antes de hacer un movimiento balanceante para llegar con una de sus largas piernas al borde del tejado. Se apoyó con ambos brazos y se incorporó dejándose caer con agilidad en la superficie lisa. Cailen y yo respiramos aliviados a la vez y vimos a Kieran reír ante un comentario pronunciado por Roderick que no llegamos a escuchar.

–Lo quieres mucho, ¿verdad? –pregunté con gesto triste.

–No hay ninguna razón para no hacerlo –contestó él con seriedad.

Fui a hablar, pero lo pensé mejor y no dije nada. Él sonrió con lentitud, de una forma muy parecida a su hermano mayor.

–No busquéis razones, Magdalen. El esfuerzo será en vano. No las encontraréis –dijo retornando a su labor.

Fruncí los labios y musité una despedida. Me alejé unos pasos y vi a Gareth caminar deprisa e introducirse en una puerta de madera situada en el extremo occidental del castillo. Me fijé en la chimenea de aquella parte de la fortificación, por la que salía un humo blanco y denso. La destilería, pensé, y me dirigí allí con paso no muy firme. No llamé. Entré sorprendiendo a Gareth, que estaba agachado manipulando algo del alambique de bronce. El aire excesivamente caldeado y cargado de vapores alcohólicos hizo que me mareara y tuviera que apoyarme en la pared.

–¡Magdalen! –exclamó él levantándose y acercándose a mí.

–Me salvaste. ¿Por qué lo hiciste? –pregunté con frialdad.

–Porque no podía dejarte morir.

–Esa no es una respuesta válida.

–Es la única que puedo ofrecer.

Cerré los ojos con fuerza y la imagen de su descendiente la noche que desapareció Sarah ofreciéndome un calmante regresó a mi mente de improviso. Abrí los ojos desmesuradamente.

–Fuiste tú. El veneno era tuyo –le acusé.

–Sí –contestó con brevedad.

–Tú eres la Locusta de Nerón. El envenenador real. ¿Qué era? ¿Mercurio? ¿Cianuro? ¿Arsénico?

–Cicuta mezclada con opio.

–¡Ja! ¡Sócrates! Muy propio. Recurriendo a los clásicos. Pero no salió como esperabas ¿no? Yo todavía estoy viva –mascullé con voz ahogada. Notaba un sollozo estrangulándome en la garganta.

–Me lo robaron. No era para ti –explicó apoyando una mano en la pared junto a mi rostro–. En cuanto vi lo que te sucedía lo comprendí todo y te ofrecí el antídoto. Tuve que prender un pequeño fuego en las cocinas para conseguir sacar a Kieran de la habitación y que nadie se percatara de nada. Te salvé la vida, Magdalen, jamás podría hacerte daño.

–¿Quién eres, Gareth? –pregunté en un susurro–. O quizá debiera decir: ¿qué eres?

Él no contestó. Simplemente apartó la mano de la pared lacada en blanco y la apoyó sobre mi pecho, en el comienzo de mi esternón. Al instante sentí una corriente eléctrica que me atravesó, ahogándome. Fue como si me arrastraran hacia la oscuridad, dejándome sin fuerza, inerte. Comprendí que estaba intentando comunicarse conmigo de una forma desconocida para los demás, puede que intentara también comprobar mi poder o hacerlo suyo. Bloqueé todo aquello que pudiera mostrarle la verdad. Una lengua de hielo me recorrió la espalda, haciendo que me estremeciera. Gotas de sudor me abrasaban al rodar por mi rostro. Los ojos se me nublaron y comencé a ver su contorno borroso. Había algo primitivo, oscuro y oculto en su mirada de ojos grises. Cuando estaba a punto de desmayarme, apartó la mano.

–Soy lo mismo que tú –pronunció con una voz metálica, extraña–. Te vi antes de que aparecieras, aunque siempre estuve esperándote. Juntos seremos invencibles.

Intenté apartarme sin conseguirlo. Él parecía no prestarme atención, ni siquiera estaba mirándome y continuó hablando cambiando el tono por uno que hechizaba, familiar y conocido.

–Magdalen, nada podrá separarnos. Las arenas del tiempo se diluirán para reunirnos, lo sé. Sé que acabarás viniendo a mí.

–¡No! No eres como yo, nunca volverás a serlo. Ya has matado antes y eso te produce placer. Te ha envilecido –murmuré, provocando que él se retirara un paso y dejara caer los brazos a lo largo de su cuerpo. Me miró con inmensa tristeza.

–No soy un asesino, Magdalen, tienes que creerme. Solo imparto justicia.

–¿Justicia? No deberías utilizar tan a la ligera esa palabra, intentando convencerme de que te mueve la clemencia o compasión. Fuiste tú, ¿verdad? –pregunté dándome cuenta de la evidencia–. Fuiste tú quien mató al padre de Kieran en nombre de la justicia.

–Sí, lo hice y no me arrepiento –confesó.

No podía decírselo, pero por lo que me habían contado puede que ese, en concreto, sí que fuese un asesinato justo. Pero, ¿qué te llevaba a cometer un acto así y defenderlo con orgullo? Eso no lo compartía.

–¿Alguien sabe lo que eres? –inquirí frotándome la frente con disgusto.

–Solo Kieran y Elinor, pero muchos sospechan y acuden a mí en busca de pociones o consejo –explicó.

–No lo entiendo. No te temen. No te juzgan. –Lo miré con total incredulidad.

Él rio de forma brusca y asintió con la cabeza.

–Saben que son afortunados de tenerme de su lado. Elinor se dio cuenta de que era diferente al poco tiempo de tenerme a su lado, así que correspondí a su protección convirtiéndome en el adalid de la familia y su clan. Los druidas hemos existido desde los albores del tiempo, hemos sido venerados y deseados. Yo soy uno de los últimos de mi estirpe. Poseo un poder que ellos no podrán alcanzar nunca. Me respetan –pronunció en tono jactancioso.

–Ahí te equivocas, Gareth, lo que ves en ellos es temor, no respeto.

–Y eso, ¿qué más da? –espetó brillando la furia en sus ojos–. ¿Crees acaso que tú eres mejor que yo, que vas a conseguir que te vean como un igual? Nunca lo conseguirás. Si no los dominas, ellos acabarán matándote y lo sabes.

–Nunca doblegaré a nadie como has hecho tú –dije con rotundidad.

–Niña tonta… ¿quién crees que te ayudó a llegar aquí cuando estabas ahogándote? Ni siquiera eres capaz de controlar tu poder, algo con lo que has sido bendecida, un poder incalculable y peligroso porque no sabes manejarlo. Cometes errores una y otra vez. ¿Cuánto tiempo piensas que podrás mantener tu falsa identidad, Magdalen?

–¿Qué sabes tú de mí? –espeté comenzando a sentir miedo y furia a partes iguales.

–Sé lo que ya está escrito. Te he visto antes de esta vida y después de ella. En quienes más confías serán los que te traicionarán. Piensas que has venido con un loable propósito de enmienda, encontrar a Sarah, y lo que desconoces es que tú serás precisamente quien lleve a este clan a la completa destrucción.

Al escuchar el nombre de Sarah me quedé paralizada y cualquier pensamiento prudente voló de mi mente. Le sujeté con fuerza del brazo y le obligué a mirarme.

–¿Dónde está, Sarah? ¿Qué has hecho con ella? –bramé sintiendo hormiguear mi mano y refulgir el anillo en el dedo.

Él se acercó tanto a mí que respiré a través de su boca. Me mareé. Era mucho más fuerte que yo, tenía un aura de confianza y templanza en cada uno de sus movimientos que resultaba extrañamente reconfortante. Un encantador de serpientes que te guiaba hacia la oscuridad haciéndote creer que caminabas entre nubes blancas.

–¿Crees que fui yo? No. Fueron aquellos que ahora proteges. Es una mujer terca y decidida, fue considerablemente difícil mantenerla con vida después de que la acusaran de brujería y la apalearan hasta casi matarla.

Emití un gemido y el dolor me estranguló de forma invisible pero certera.

–No supo adaptarse ni pasar desapercibida y aquí eso es peligroso. Son gentes incultas y devotas de Dios, cualquiera que se aparte del rebaño será ajusticiado. Es su ley y Sarah los desafió.

–¿Dónde está? –repetí con un nudo en la garganta.

–Está con los Cameron de Achnacarry. El viejo John es un amigo y nos debía un favor. Yo mismo me encargué de llevarla hasta allí y ponerla a salvo.

Las lágrimas se agolparon a mis ojos. ¿Qué había hecho? La había enviado a un mundo donde la habían golpeado y casi asesinado. Y yo lo único que había pretendido era ponerla a salvo.

–¿Lo entiendes ahora? Si hubieras sabido manejar tu poder, ella no hubiera sufrido, pero te crees superior y te niegas a considerar que todo lo que yo te he dicho es la única verdad. –No supe si era una amenaza o una advertencia.

Me alejé hasta la puerta, justo a tiempo de escuchar sus últimas frases.

–Piénsalo bien. Tú única esperanza aquí soy yo, jamás dejaré que te suceda nada malo. Te protegeré con mi vida porque ese es nuestro destino.

Abrí la puerta sin molestarme en contestar y salí al exterior buscando un aire que no llegaba a mis pulmones. Corrí casi sin aliento hacia la entrada posterior del castillo y cerré la puerta tras de mí apoyándome en ella, llorando de forma desconsolada.

–¡Magdalen! Ya te has levantado de la cama –exclamó una voz aguda y monocorde junto a mí. Bajé mi vista para mirar a su poseedora y no tuve más remedio que sonreír, aunque solo pude mostrar una pequeña mueca.

–Vamos, todos se están reuniendo en el salón y pronto servirán la cena. –Morag me cogió la mano y tiró de ella–. ¿Por qué llorabas? ¿Te has caído? Mathair es muy buena curando heridas, ella dice siempre que hay que tener cuidado con…Y siguió parloteando sin cesar hasta que me arrastró al salón y me acomodó en uno de los butacones junto al fuego.

Dejé la vista perdida en la chimenea mientras alrededor la actividad era incesante; los hombres estaban llegando cansados del día de trabajo en los campos y en la reconstrucción del castillo; las mujeres se afanaban en atenderlos y cuidar a los niños que correteaban excitados de un lado a otro, picoteando de las fuentes mientras recibían manotazos de sus progenitores. Yo solo permanecí quieta y ausente a todos porque mi mente bullía presa de los nuevos conocimientos adquiridos. Gareth era brujo, un druida ancestral. Había sentido su poder traspasándome igual que aquella noche lejana en Edimburgo, cuando pronunció aquella extraña sentencia en la que declamaba que solo él podría protegerme de quien me iba a dañar. Y era muy poderoso. Lo podía notar en cada fibra de mi piel. ¿Su descendiente también tendría su poder o este se habría diluido con el tiempo? No podía dejar de pensar en las similitudes. Gareth era druida conocedor de venenos y antídotos, el Gareth que yo conocía era un afamado investigador genético. Quizá su poder se hubiera apagado con los siglos, trasladándose de persona en persona hasta solo quedar el resquicio del conocimiento.

Veneno. Por primera vez pensé en el método utilizado para asesinarme. Recordé un extracto de un viejo periódico leído hacía una eternidad en el que relataba la historia de varios asesinos en serie. Solo había una coincidencia. Los hombres asesinaban por fuerza bruta, la que fuera. Las mujeres solían ser mucho más meticulosas y elegían el veneno como ingrediente principal de sus maldades. Y por fin vi algo de luz al final del túnel. No había sido Kieran. Nunca actuaría de forma tan cobarde. Cuando se enfrentara a mí lo haría cara a cara. No tuve ninguna duda.

Levanté la vista y circundé el salón buscando una cara. La encontré en un extremo de la mesa principal, sonriendo a su acompañante de la izquierda, un hombre joven que solía acompañar a Kieran a menudo. Caitlen. Como si sintiera mi mirada sobre ella, levantó la vista y la dirigió en mi dirección. Noté su súbito sobresalto y cómo palideció. Yo sonreí levemente y la miré con la ira oscureciendo mis ojos. El dedo en el que llevaba prendido el anillo me hormigueaba adelantándose a mis sentimientos. Me pasé la lengua por los labios resecos y no parpadeé. Ella agachó la cabeza y hundió su rostro en el plato de comida que tenía frente a ella. Solté una amarga carcajada que asustó a los que estaban justo a mi lado. Luego volví a fijar mi vista en el fuego de la chimenea.

Alguien depositó sobre mis piernas un plato lleno a rebosar con un guiso de carne y una cuchara. Me obligué a comer algo para recuperar fuerzas, estaba segura de que las iba a necesitar. En ese momento entró Kieran y miró alrededor buscando a alguien. Mi corazón se saltó un latido, pero su vista traspasó a Caitlen sin reparar en ella y se posó en mí. Una leve sonrisa curvó sus labios y leí una plegaria en gaélico musitada entre dientes. Después se sentó en la mesa con los demás hombres.

Elinor abandonó la mesa principal y se situó en un butacón a mi lado. Me sonrió con calidez.

–Se os ve mucho mejor –dijo.

–Gracias –mascullé atragantándome. Ella se levantó y sirvió un poco de whisky en un vaso y me lo ofreció. Yo intenté rechazarlo, pero ella insistió.

–Os hará bien –fue toda su explicación.

Lo cogí y bebí a pequeños sorbos dejando que el líquido ardiente calmara mi mente herida. Al poco rato una ráfaga de aire frío se filtró y una mujer entró en el salón. Miré hacia ella, reconociendo a la mujer de Hugh y por un instante temí que el hombre estuviera peor. Su mirada se posó en mí y ella se ruborizó acercándose. Se inclinó haciendo una reverencia y me ofreció un paquete cubierto por una tela y cerrado por una delgada cuerda. La miré sin entender. Varios se habían acercado a observarnos.

–Es para vos, mi señora. He sabido de vuestra enfermedad. Se os ve pálida y más delgada. Yo… yo… solo quería agradeceros lo que hicisteis por mi marido y por mi hogar –explicó algo azorada.

Desaté el nudo, deslicé la capa de tela y cogí entre mis manos lo que contenía el paquete. Era una pequeña toquilla de lana sin pulir, tejida con tosquedad. Picaba y era áspera al tacto. La sujeté entre mis manos. Nunca había visto nada tan horrible y a la vez tan extremadamente hermoso.

–¿Es para mí? –pregunté con lágrimas en los ojos.

–Sí, es un regalo –respondió la mujer algo cohibida.

–Nunca… nunca me habían hecho un regalo –balbucí echándome a llorar de forma desconsolada. El cansancio, el dolor, la incertidumbre, el desconcierto de los últimos días fluyeron en forma de lágrimas ardientes abrasando mi rostro. Tenía los nervios a flor de piel y no pude contenerme.

Escuché como varios hombres se levantaban y chasqueaban la lengua. Las mujeres se habían inclinado sobre mí y varias me acariciaron el pelo y los hombros con ternura.

–Kieran –bramó Roderick–. Mo charaid[5], ¿es que no has ofrecido todavía un regalo a tu esposa?

Observé a Kieran que se había acercado con sigilo. Enrojeció de forma súbita y eso me sorprendió. Su rostro normalmente apacible era una mezcla de confusión, arrepentimiento y enfado.

–No –dijo al fin negando con la cabeza.

Se oyó un pequeño ¡oh! de algunas mujeres y los hombres cabecearon. Elinor se deshizo de la cinta que rodeaba su pelo moreno recogido y me la entregó.

–Es de seda verde, hará juego con vuestros ojos –ofreció sonriendo.

La cogí sin dejar de llorar.

Otra de las mujeres se arrodilló junto a mí y me ofreció un pequeño paño bordado.

–Quedará muy bonito en vuestra mesilla –explicó.

Seguí llorando y asintiendo con la cabeza.

Roderick se acercó y sacó un pequeño objeto tallado de su sporran. Era una rosa de madera.

–Era para Morag, pero creo que no le importará que os la regale –dijo con una gran sonrisa. Morag aplaudió el gesto y yo lloré con más intensidad.

Cailen se aproximó con lentitud y me tendió una piedra negra. En ella estaban grabadas las líneas curvas de un pequeño cretáceo prehistórico. Lo cogí apretándolo fuertemente con la mano.

–No tengo nada más bonito –se disculpó.

–Es… es precioso –tartamudeé sin dejar de llorar.

Gareth se acuclilló a mi lado y me ofreció un pañuelo de lino decorado con la flor del cardo símbolo de Escocia.

–Lo he llevado siempre conmigo –señaló con indiferencia, como si hubiera olvidado que horas antes habíamos tenido una conversación que cambiaría nuestras vidas.

–Gracias –musité y lo utilicé para secar mis lágrimas.

Alguien carraspeó e hicieron pasillo a Aluinn que se acercaba con una pequeña fuente. Observó mis regalos expuestos sobre mis piernas y bufó audiblemente.

–Ninguno mejor que el mío –aseveró con una gran sonrisa ofreciéndome sus maravillosos scones. Se inclinó y me susurró al oído–: los he rellenado de confitura de arándanos, vuestros preferidos.

Y yo aullé berreando con tanta intensidad que asusté a todos los que me rodeaban. Recibí caricias y palabras de consuelo hasta que hipando y con alguna lágrima cobarde escapando de mis ojos busqué a Kieran con la mirada y no lo encontré. Todavía sollozando, Cailen recogió todos mis presentes y me acompañó hasta la habitación percibiendo mi cansancio y aturdimiento. Cuando me dejó en la puerta inclinó la cabeza. Yo alargué mi mano y le acaricié la mejilla con ternura. Giré y entré en la penumbra de la habitación.

Tropecé con el cuerpo de Kieran que estaba frente a la puerta. Me sujetó por los hombros antes de que cayera al suelo.

–Pero que… –comencé a decir, pero él me silenció poniéndome un dedo sobre los labios. Me acercó a la cama y me sentó en el borde. Luego cogió mis regalos y los depositó con cuidado en la pequeña mesa junto al fuego. Se giró y se acercó de nuevo a mí. Me miró intensamente y se pasó las manos por el pelo, lo que hacía cuando algo le preocupaba o molestaba. Dio un paso a la derecha, giró y volvió a la izquierda. Yo lo observaba con una mezcla de curiosidad y estupor sin entender nada. Al fin se arrodilló frente a mí y sacó la shiang dhu[6] de la media. Yo retrocedí por instinto. Él no se amedrentó. La puso sobre ambas manos y agachó la cabeza ofreciéndomela. Ni la toqué.

–He estado pensando qué podía regalarte, pero no he encontrado nada que mereciera la pena. He buscado en mi despacho todos los objetos que poseo y he repasado uno a uno todos los libros. –Hizo una mueca–. Aunque no me ha parecido buena idea regalarte uno, ya sabes… –Se quedó en silencio y me miró. Yo le devolví la mirada apretando los labios–. En realidad todo es tuyo. No tengo nada que ofrecerte porque todo lo mío te pertenece.

–¿Y la daga? –indiqué mirándola con algo muy parecido al asco.

–Solo llevo dos cosas de valor en mi cuerpo. Una es mi broche de plata y la otra es la shiang dhu. Su mango es de nácar y tiene una amatista. No es una piedra noble, pero sí algo valiosa. Quiero que te la quedes tú –explicó con voz suave.

–No la quiero –respondí retrocediendo en la cama.

–¿Aceptas todos los presentes menos el mío? –preguntó con voz ronca.

–No es eso…, es que… ¿para qué quiero yo una daga? Hace daño, sirve para matar. No la quiero –repuse.

Cogió mis manos y depositó el frío metal en ellas.

–Cógela –exigió–. Necesito que la tengas. Si alguien intenta hacerte daño podrás defenderte.

–No la necesito –repetí.

–Magdalen –dijo con el mismo tono que utilizaría un padre cuando está comenzando a perder la paciencia con un niño–, quédatela. Si la utilizas o no es tu decisión, pero yo estaré más tranquilo si sé que está en tu poder.

Lo miré intentando adivinar algo en sus ojos dorados. No percibí más que sinceridad, así que cerré mis manos rodeando la daga.

–Está bien –concedí–, me la guardaré en… bueno ya le buscaré un sitio.

Él respiró algo más tranquilo y se levantó.

–¿Cómo te encuentras? –preguntó haciendo que yo diera un respingo mientras miraba el enorme filo de hierro entre mis manos.

–¿Qué? Bien…, creo.

Me cogió de la mano y me levantó para llevarme consigo hasta la puerta.

–¿Qué haces? –espeté con brusquedad.

–Voy a darte tu verdadero regalo. –Sonrió y me llevó casi a rastras fuera del castillo.

La noche era oscura y apenas se veía un metro por delante de nosotros, pero Kieran parecía saber dónde nos dirigíamos. Por un instante pensé que intentaba deshacerse de mí y me detuve, soltándome de su agarre.

–No, no voy a ningún sitio. Quiero volver al castillo –exclamé algo asustada girándome para seguir las luces que titilaban en las diminutas ventanas medievales.

–Magdalen. –Suspiró Kieran percibiendo mi miedo–. No voy a hacerte ningún daño.

Era la segunda vez en un día que dos hombres diferentes lo afirmaban y yo no creía a ninguno de los dos.

Negué con la cabeza. Él se apartó un momento y se rascó la barbilla. Estaba a punto de salir corriendo en dirección al castillo cuando sus fuertes brazos me atraparon la cintura y me vi alzada sobre su espalda, cargada como si fuera un fardo de paja. Le golpeé con los puños la espalda, sin conseguir nada más que apretara el paso.

–¡Bruto! ¡Bájame ahora mismo! –grité de forma ahogada.

–Lo haré cuando lleguemos –contestó él con calma.

Caminamos unos minutos más. Bueno, en realidad caminó él, yo me limité a balancearme sin gracia alguna sobre su enorme cuerpo. Cuando se quedó quieto me cogió por la cintura y me deslizó al suelo. La sangre que se había agolpado en mi cabeza bajó bruscamente al resto del cuerpo y estuve a punto de caer. Kieran me sujetó y comenzamos el descenso al centro de la Tierra.

Nos internamos en un subterráneo escondido entre unas ruinas sumidas en el abandono y cubiertas de musgo y líquenes. Agarré su brazo para no caerme, pese a que él me llevaba suspendida en el aire sujeta por la cintura. Bajamos por unas escaleras de piedra, desgastadas y húmedas. Dimos varios giros, hasta que yo me perdí por completo en la oscuridad que nos rodeaba. De improviso, Kieran se detuvo y pude notar el olor de la brea a mi lado, escuché el chasquido del pedernal y se hizo la luz en forma de antorcha. Abrí los ojos de forma desmesurada y a mi pesar mi boca lo hizo del mismo modo.

Estaba en una cueva, una cueva cálida y acogedora, como el vientre materno. Las paredes onduladas, pero lisas, sin protuberancias, nos rodeaban dando la impresión de seguridad, refulgiendo la luz de la antorcha en ellas con reflejos ámbar y dorados. Y en el centro, un pequeño lago, de unos cinco metros de anchura. El agua oscura y estática ofrecía nuestro reflejo como si lo creara mágicamente.

Hacía calor y pronto una leve capa de sudor cubrió mi piel. Me agaché e introduje un dedo, algo temerosa, en la superficie, haciendo que esta se ondeara y perdiera nuestro reflejo ante la atenta mirada de Kieran. Eran aguas termales, cálidas y tentadoras.

–¿Te gusta? –inquirió acuclillándose junto a mí.

Sonreí por primera vez en muchos días de forma sincera.

–Mucho, ¿qué es este lugar?

–Es Dun Rigell. Aquí estaba el antiguo castillo de los Mackinnon. Es mi secreto, lo descubrí de niño. Ahora también es el tuyo –explicó.

–No me extraña que acabara derruido dado que lo construyeron sobre una corriente subterránea.

El rio y la cueva devolvió el eco de su risa.

–No fue por eso. Los atacaron y destruyeron el castillo. En el siglo XV el clan se trasladó a Dunakyn. Pero bueno, supongo que también tienes algo de razón.

–Ahora entiendo porqué vienes muchas noches empapado a la habitación. Me preguntaba donde te bañarías.

–Sí, vengo aquí casi todas las tardes. Antes de desposarme lo hacía también por las noches. Me ayuda a pensar –explicó mirándome con intensidad.

Yo lo entendía. Aquel lugar tenía algo mágico. Algo que no podía describir. Algo oculto y misterioso, pero también atrayente. No había nada maligno, lo percibía, solo la quietud de los espíritus que antes habían habitado aquel lugar. Sus antepasados. Nuestros ancestros.

Observé cómo se desnudaba y me puse inmediatamente de pie evitando mirarlo. Se introdujo en el agua y respiró con placer, alejándose hasta detenerse en el centro de la pequeña laguna. El agua le cubría hasta la cintura. Parecía un guerrero, un guerrero peligroso y sensual, esperando.

Alargó una mano y caminó agitando el agua oscura acercándose a mí.

–Vamos.

Negué con la cabeza, no estaba preparada. El dolor era todavía demasiado agudo. Lo sentía arder dentro de mí, abrasándome.

Kieran apoyó ambas manos en el borde de piedra y me miró levantando la cabeza.

–Estoy indefenso y desarmado. Te he entregado mi shiang dhu y he visto como te la guardabas en el bolsillo antes de que saliéramos de la habitación. Prefiero que la hundas en mi corazón si con eso dejo de ver tu mirada de odio y desprecio dirigida a mí –susurró desde el fondo de su alma.

–No te odio –murmuré.

Él levantó la vista y de un salto salió del agua quedándose desnudo frente a mí, expuesto y expectante.

–Sí lo haces.

Negué con la cabeza y afirmé con la mirada.

–No te odio –repetí con más fuerza–, lo he intentado. ¡Oh! De veras que lo he intentado. Pero no puedo odiarte.

Me maldije a mí misma, aunque estaba en lo cierto. Por más que lo intentaba no conseguía odiarlo, no conseguía despreciarlo. Solo veía el dolor reflejado en sus ojos.

Kieran se acercó un paso y yo retrocedí hasta quedar pegada contra la pared de piedra. Puse mis manos en ella y note la humedad caliente que desprendía. Sentí como me ruborizaba y me mordí un labio. Él se inclinó sobre mí y posó con suavidad sus labios sobre los míos. Mi cuerpo comenzó a arder por el contacto e intenté apartarlo sin demasiada fuerza.

–No –protesté débilmente.

–Sí –contestó él–. Déjame curarte, Magdalen. No he podido evitar que te hicieran daño, que casi acabaran con tu vida. Déjame darte por lo menos mi consuelo.

Comenzó a desatarme las lazadas del corpiño y con rapidez se deshizo de las capas de ropa que me cubrían dejándome desnuda y vulnerable frente a él. Pero no me tocó. Simplemente me miró a los ojos viendo mi temor.

–Yo he olvidado tu pasado, ¿no puedes hacer tú lo mismo con el mío? –pidió con voz ronca.

Sentí que las lágrimas volvían a inundar mis ojos y me los froté con furia.

–Mi pasado no existe, Kieran. No lo entiendes. Tu pasado es nuestro presente. La veo cada día –expuse demasiado calmada para como me sentía.

–Lo sabes –dijo–. ¿No creerás que yo confabulé con ella para envenenarte?

–No, no lo creo –suspiré hondo–. Pero tú fuiste la causa por la que lo hizo. Ella te ama, te ama con tanta intensidad que es capaz de matar para conseguirte.

Y en aquel momento recordé las palabras de Gareth «por amor se puede llegar a matar si fuese necesario». Me pregunté como podían estar tan lejanas en el tiempo esas palabras y tan cercanas en la realidad.

–He hablado con ella. Lo ha negado y no tengo ninguna prueba. No llego a entender de dónde sacó el veneno y cómo hizo para emponzoñar el libro. Es una mujer malvada, pero simple, no creí que tuviera siquiera la capacidad para reaccionar como si fuera Catalina De Medici –explicó con furia.

Me sorprendí de que conociera a la famosa reina conocida por utilizar el veneno para deshacerse de sus enemigos.

–Por lo menos no le salió tan mal como a Catalina –señalé haciendo referencia a que ella en un intento por eliminar a un contrincante había envenenado por error a su propio hijo Francisco.

Kieran rio con amargura.

–Créeme, lo hubiera preferido. Hubiera preferido ser yo quien sufriera por ti, y sin embargo tuve que limitarme a sentarme a tu lado evitando que percibieras mi presencia –expuso con voz grave.

–¿Tan malo ha sido?

Él me taladró con sus ojos dorados y me cogió con ambas manos el rostro.

–Te estabas muriendo frente a mí y yo no podía hacer nada más que rezar ¿tú qué crees? Ni siquiera tenía la escasa satisfacción de luchar por tu vida contra la persona que ocasionó tu dolor. Pero eso no fue lo que me destrozó. Fue que tú creyeras que había sido yo.

–Lo… lo siento…, yo… era tu libro… y yo… –balbuceé de forma inconexa. Nunca podría explicarle que él sí acabaría siendo el que intentara matarme. Nunca podría confesarle lo que era y por qué estaba allí.

–Debió envenenarlo mientras estuvimos en casa de Hugh. No hubo más tiempo. Estoy completamente seguro de que el libro estaba limpio cuando te lo llevaste –indicó. Y supe que aunque conocía cuales eran las capacidades de Gareth y su dominio de los venenos y otras pócimas que no quería ni imaginar, no iba a confesármelo. ¿Quería decir eso que no confiaba en mí? ¿Qué no se atrevía a decirme lo que de verdad pensaba que yo era?

Me quedé callada y lo observé un momento. Su rostro mostraba dolor y arrepentimiento, pero sobre todo percibí que estaba avergonzado. Estaba avergonzado porque no supo protegerme y yo le culpaba. Le culpaba por ello sin que él fuera el culpable. Me puse de puntillas y le besé con ternura en los labios. Él me abrazó con tanta fuerza que me dejó sin respiración. Su beso se intensificó y sus manos volaron sobre mi cuerpo intentando abarcarlo todo de forma desesperada. Su calor me llenó de fe y confianza. Su piel desprendía calor, como si brotara de su alma cubriéndome y protegiéndome. Me rendí ante él, pero sobre todo me rendí ante mí misma.

Lo perdoné.

Me levantó en el aire y me introdujo junto a él en la pequeña laguna. Emití un pequeño gemido al notar el agua caliente rodeándome. Me besó con dulzura juntando su cuerpo desnudo al mío. Yo le pasé las manos por los hombros buscando un apoyo, antes de notar el suelo de piedra bajo mis pies. Sentí que algo pasaba rozándome en las piernas y pegué un respingo sujetándome con más fuerza a él. Kieran rio junto a mi oído.

–¿Hay peces aquí? ¿Algún animal? –pregunté asustada, agarrándole el pelo con mucha intensidad–. ¡Serpientes! –grité alzando mis piernas para ponerlas alrededor de su cintura.

Él rio y echó la cabeza hacia atrás. Lo miré enfadada.

–Soy yo.

–¿Tú? –pregunté de forma incrédula notando sus manos en la parte baja de mi espalda–, ¿cuántas manos tienes, Kieran?

El volvió a reír y me besó en el cuello.

–No era mi mano –susurró.

Sentí como me ruborizaba intensamente y él volvió a reír soplando en mi cuello. De improviso noté como la serpiente se deslizaba entrando en mi cuerpo con facilidad impulsada por el agua que nos rodeaba. Gemí levemente. Notaba la fricción en cada fibra de mi ser, el agua rodeándonos, sus manos impidiéndome que cayera, guiándome, el roce de mis pezones erguidos contra su amplio pecho. Eché la cabeza hacia atrás y jadeé casi sin respiración. Sentí una mano suya en mi nuca haciendo que levantara mi rostro.

–Magdalen ma sorciere, me estás volviendo loco. Por fin has vuelto a mí –susurró con los ojos nublados por la pasión.

Lo miré un instante antes de dejarme caer contra su pecho sin contestar. No tenía sentido hacerlo puesto que al día siguiente tenía intención de abandonarlo de nuevo.