Capítulo XVIII

 

Guarda algunos recuerdos del pasado,

porque si no,

¿cómo podrás demostrar que existió?

 

 

Respiré jadeando sin que me llegara el suficiente oxígeno a los pulmones y me dejé caer contra una pared. Solo había oscuridad alrededor y me pregunté dónde demonios había aparecido esta vez. Percibí la humedad y el olor pútrido de aguas fecales bajo mis pies y me arrastré en la tierra hasta que me asomé y pude ver algo con claridad. Era el Támesis, no lo reconocí precisamente por sus aguas tranquilas, hediondas y oscuras, sino porque justo sobre mi cabeza se encontraba el famoso London Bridge. Me giré deprisa, escondiéndome en la penumbra apenas iluminada por una luna llena oculta por jirones blanquecinos de niebla. Entonces pude ver la silueta de la fortaleza que Guillermo el Conquistador había construido como defensa y clara demostración de poder frente al enemigo Sajón. La Torre de Londres. Respiré con tranquilidad. Esta vez por lo menos el sitio era el que había deseado. Me levanté despacio sintiendo como si todo mi cuerpo hubiera sufrido una descarga eléctrica y no pudiera recomponerse del todo. Caminé tambaleante hasta internarme en las callejuelas atestadas y sucias de Londres.

Siempre había deseado vivir en Londres, la vibrante y llena de vida capital de Inglaterra, ahora no me pareció vibrante y llena de vida, más bien oscura, deprimente, maloliente y peligrosa. Cerré los ojos cuando doblé una esquina sin que me hubiera encontrado a nadie. Era de noche, pero desconocía la hora. En ese momento escuché el lejano tañido de una campana, y me quedé quieta. Tres veces. Eran las tres de la mañana y me encontraba perdida en el Londres del siglo XVIII.

Intenté concentrarme, presentir la presencia de otra bruja. Mi abuela dijo que siempre estarían junto a mí, lo que desconocía es si con tanto baile temporal no estarían ellas también bastante desubicadas. De seguir existiendo, sabía que tenían que estar escondidas, pasando desapercibidas a los ojos de los hombres. Durante el reinado de Isabel I, unos cien años antes, fue muy común su persecución y posterior quema. Aunque ahora eran escasas las veces que se llevaba a cabo, yo tenía muy presente mi condena. Sin embargo, no presentí nada especial, hasta mí llegó el olor penetrante de sudor y suciedad de la gente dormida, despierta, el almizcle del sexo y el obsceno aroma de la muerte. Seguí caminando tanteando las paredes en la oscuridad, escondiéndome en cuanto veía a alguien y perdiéndome en las callejuelas interminables que rodeaban la Torre de Londres; así llegué a lo que parecía una posada. Me paré frente a ella, agotada, y un letrero de madera que colgaba de unos goznes se agitó con un remolino de viento chirriando fuertemente. El hombre sin cabeza, rezaban las letras pintadas en negro, y bajo él un tosco dibujo de un hombre con la cabeza sujeta bajo el brazo. Curioso sentido del humor el de los ingleses. Pero no vi nada mejor y necesitaba descansar, así que llamé con fuerza a la aldaba de hierro hasta que se abrió una ventana de madera en el piso superior y se asomó una mujer rechoncha, con el rostro redondeado y cubierto de pecas que me miró con indignación primero y con estupor después al ver mi atuendo lujoso. Se atusó el gorro de dormir de lino blanco sobre el pelo rizado rubio prensado en una trenza gruesa y emitió algo muy parecido a una maldición.

–¿Qué es lo que se os ofrece? –preguntó con voz ronca.

–Necesito una habitación –exclamé dejándome ver.

–Esta es una casa honesta, no aceptamos meretrices.

–¿Es que acaso le parezco una prostituta? –balbucí.

Quizá me había excedido con mi atuendo, me empezó a parecer que era demasiado recargado y lo oculté con la capa de armiño.

La mujer vaciló un momento y se dispuso a cerrar la ventana. Mascullé en silencio.

–¡Tengo dinero! –grité.

La mujer abrió de nuevo la ventana y me mandó callar con un gesto no muy propio de una dama.

–¡Callaos si no queréis que os desaparezca antes de que os deis la vuelta! –me recriminó.

La puerta de madera se abrió un par de minutos después con un chasquido, y los goznes chirriaron por la intromisión no deseada. La mujer vestida solo con un camisón blanco y cubierta por un chal de lana se asomó portando una palmatoria en la que descansaba precariamente una vela.

Entré con rapidez y la mujer se apresuró a cerrar la puerta tras de mí.

–¿Qué es lo que buscáis? –Me observó de arriba abajo sin disimulo alguno.

–Una habitación.

–¿Quién sois?

–Una mujer que tras un largo viaje necesita descansar –farfullé.

Ella entrecerró los ojos y me miró con intensidad valorando mis palabras.

Añoré la facilidad del check in de los hoteles modernos, en los que nadie te interrogaba.

–No quiero problemas –murmuró ella.

–Yo tampoco. Estaré poco tiempo. Tengo que solucionar un asunto y desapareceré. Jamás volveréis a saber de mí –le confirmé.

–¿Os persigue alguien? –inquirió ella.

–No. Nadie sabe que estoy aquí.

–Está bien –concedió ella–, acompañadme.

Extendió la mano y me quedé mirándola de forma algo estúpida.

–El dinero por adelantado.

Fruncí los labios y le entregué tres libras de plata.

–¿Es suficiente? –pregunté.

–Depende de lo que vayáis a quedaros –contestó mordiendo una moneda con unos dientes ennegrecidos.

–Pocos días. También necesito vuestro silencio –exigí.

–Eso serán tres libras más –argumentó ella y supe que me estaba timando como a una colegiala en la puerta de un colegio, pero no podía permitirme el lujo de regatear cuando la vida de Kieran estaba en juego.

Asentí con la cabeza.

–Al final de la estancia –concluí.

Subimos despacio las sucias escaleras de madera que crujieron bajo nuestro peso hasta el primer piso. Me guio hasta la puerta del final del corredor y la abrió para darme paso a una pequeña habitación con solo una cama, una chimenea apagada, una pequeña mesa y una silla de madera.

–Es la mejor que tengo.

–¡Ajá! –contesté yo sin querer saber cuál sería la peor. Me bastaba para lo que tenía en mente.

Cerró la puerta y me quedé en completa oscuridad. Tanteé hasta la pared buscando la ventana y abrí los postigos con el fin de que entrara algo de luz. Sin desnudarme, me tendí en la cama con intención de dormir al menos unas horas antes de enfrentarme a los guardias de la Torre.

La luz del frío amanecer que se filtraba por la ventana y los ruidos de la ciudad al desperezarse, junto con el aroma a pescado frito me despertaron. Me senté en la cama y comprobé mi estado, me encontraba extrañamente relajada y tranquila, como si supiera de antemano que estaba haciendo lo correcto y eso me transmitiera paz. Lo que no sabía era cómo iba a conseguirlo. Bajé hasta el salón, donde algunos comensales ya estaban disfrutando del desayuno que consistía en pescado sacado del Támesis, frito con mantequilla, cerveza y pan ázimo. Todos me observaron con clara curiosidad, pero siguieron a lo suyo en cuanto encontré un sitio vacío en una esquina del atestado salón. Me quedé allí hasta que la sala se vació por completo comiendo algo de pan y de pescado mientras daba pequeños sorbos a la cerveza. No me atrevía a pedir agua, dadas las condiciones de salubridad de la ciudad, posiblemente fuera bastante más perjudicial para mi hija un simple vaso de agua que unos pocos sorbos de cerveza. Finalmente y como esperaba, la mujer y el posadero se acercaron.

No esperé a que ellos hablaran primero.

–¿Cuándo hay menos guardias en la Torre? –inquirí.

Ambos se mostraron sorprendidos y se miraron entre ellos dudando contestar. Lo hizo el hombre.

–Al atardecer, en el cambio de turno. Quedan pocos por la noche y la mayoría están borrachos o dormidos –indicó con gesto taciturno–. ¿Es que pretendéis sacar a alguien de allí? Eso es imposible.

–Si el hombre está vivo –señalé–, pero ¿y si está muerto?

–¡¿Cómo?! ¿Pretendéis matar a algún prisionero? –Ambos parecieron escandalizados y a la vez tremenda y morbosamente interesados en el asunto.

–En realidad sí, bueno…, algo parecido. ¿Qué hacen con los prisioneros que fallecen? –pregunté–. ¿Adónde los llevan?

Ambos se miraron de nuevo y el hombre asintió con la cabeza dando su conformidad.

–Los entierran en una fosa común en las afueras de Londres…, los que no interesan –afirmó.

Entrecerré los ojos.

–¿Los que no interesan?

–Sí, ya sabéis, algunos son comprados a los guardias por los estudiantes de Medicina. Son muy valorados.

Mascullé una maldición en francés que sonó melódica y profunda. No había contado con eso, ni siquiera se me había ocurrido pensar que el cuerpo de Kieran podría acabar en una mesa siendo un producto de conocimiento para la ciencia.

–¿Conocéis a quien los compra? –pregunté.

–Sí –contestó con brevedad la mujer.

–¿Y? –pregunté algo fastidiada.

–Necesitaré más monedas para convencer al señor Burke de que compre el cuerpo indicado y os lo entregue. –Esbozó una sonrisa lobuna y yo la miré con intensidad. Ella retrocedió un paso y supe que había presentido la furia de mi poder brotando en mi interior.

–Eso no será problema, solo quiero una cosa. Estar presente cuando se produzca el intercambio. No quiero que haya ningún tipo de equivocación –exigí con fiereza.

–¿Cómo pensáis hacerlo?

–Me imagino que también conoceréis a algún guardia fácilmente sobornable.

–¿Queréis que un guardia mate a un prisionero a sangre fría?

–Creo que no será el primero –apostillé.

–Eso costará mucho más dinero.

–Ya he dicho que no es problema.

–¿Cuándo pretendéis que se haga?

–Hoy mismo.

–¿Quién es?

–El escocés Mackinnon.

–Ese traidor. –El hombre escupió en el suelo.

De improviso, el fuego de la chimenea pegó un estallido y las llamas lamieron la pared de ladrillo exterior. Ambos se giraron con miedo y después me observaron con cautela.

–No es traidor aquel que lucha por su familia, como tampoco lo es aquel que mata para protegerla –pronuncié de forma gélida.

Ambos se santiguaron y entendieron la amenaza implícita en las palabras. Antes de que por sus mentes se cruzara la idea de asesinarme y quedarse con mi dinero, debía advertirles de que no era buena idea.

–Estaré en la habitación esperando –dije levantándome.

Durante aquellas largas horas tuve tiempo de arrepentirme, de intentar convencerme de que era una buena idea, de suplicar ayuda a mi abuela y de rezar por que la idea que tuvieran de matar a un prisionero no fuera el cortarle la cabeza como a Ana Bolena. Casi me volví loca caminando de un lado a otro de aquel reducido espacio, viendo la luz apagándose en el exterior, creciendo en mí la impaciencia y el miedo a equivocarme de nuevo.

Al anochecer vi que se acercaba por la calle un hombre cubierto por una capa, su aspecto era sucio y su cuerpo grueso. No lo sabía a ciencia cierta, pero supuse que era uno de los guardias de la Torre. Esperé latiéndome el corazón desbocado hasta que llamaron a la puerta. Los dueños de la posada entraron con aquel hombre, que apenas mostraba el rostro picado de viruela y cubierto por una rala barba. Me retraje al instante, y más, cuando él escupió en el suelo y me mostró una dentadura podrida a la que le faltaban varias piezas.

–Aquí lo tenéis –expuso el posadero.

–¿Lo habéis hecho? –inquirí yo.

–Sí, en su memoria tendré que decir que ha luchado como un león, pero al filo de esta espada –se llevó la mano al cinto–, nadie escapa con vida. Un escocés menos.

Lo celebró escupiendo de nuevo en el suelo de mi habitación.

Sentí mi furia brotar como nunca antes, y a punto estuve de estrangularlo con mis propias manos, pero él, al fin y al cabo, solo había hecho lo ordenado. Incluso me consideraba una mujer loable por haber conseguido eliminar a un enemigo de la Corona inglesa. Dejando aparte mis reparos, le entregué una bolsita de cuero con monedas de oro.

Él las comprobó una a una y esbozó una sonrisa espeluznante.

–¿Sufrió mucho? –me atreví a preguntar.

–¿Creéis que alguna muerte no es dolorosa? Si deseáis que os diga que sí, lo diré, pero no será cierto. Estaba tan débil que se desangró en lo que yo tardé en abandonar su celda.

Sentí que me mareaba e intenté disimular lo mejor que pude.

–Lárgaos –mascullé–. Y nunca digáis lo que habéis hecho ni por orden de quién.

–Descuidad, sé cuando debo mantener la boca cerrada –fue su despedida.

También se fueron los posaderos y me quedé completamente sola, como si supiera que durante unas horas había perdido a Kieran de forma definitiva. Pero no era así, si él estaba hechizado por la promesa que hizo, nada podría matarlo hasta que me salvara y eso no ocurriría hasta pasados trescientos años. Esperaba que la ciencia del tiempo y la brujería esta vez se pusieran de acuerdo. Aun así, no recuerdo haber pasado una noche más difícil en toda mi vida. Me debatía entre las dudas, en el dolor y en la esperanza de forma alterna, casi rayando la locura, hasta que por fin, vi las primeras luces del día asomando por la ventana.

Bajé las escaleras hasta el salón, donde me recibió de nuevo el olor de pescado frito. Aunque no había comido en más de un día, el estómago se me cerró. Lo único que hice fue sentarme en el mismo sitio del primer día y esperar. Cuando se quedó vacío el salón, la mujer se acercó.

–¿Cuándo los sacan? A los muertos, quiero decir –le pregunté con voz temblorosa.

–Estarán haciéndolo en este momento. Por la mañana revisan si hay alguno que esté enfermo o moribundo. Los que mueren son retirados con premura –señaló.

–¿Se sabe algo del señor Burke?

–Sí, está a punto de llegar –concluyó. Y como si estuviera esperando una señal, el señor Burke hizo su aparición. Me había esperado a un hombre tétrico y vestido de negro, en cambio me encontré con un apuesto joven vestido con colores ocres, en seda, pulcro y educado.

Se sentó en mi mesa sin esperar invitación.

–¿Sois vos la que ha solicitado quedarse con el cuerpo de uno de los encarcelados en la Torre? –inquirió con voz aguda y nasal.

–Sí.

–¿Tenéis dinero? Esos guardias cada vez piden más –masculló dando un pequeño golpe en la superficie de madera–, no comprenden que es necesario para el avance de la ciencia conocer el funcionamiento del cuerpo humano. Son gentes primitivas y supersticiosas.

Sonreí a falta de una contestación adecuada. Entendía sus ansias de conocimiento, pero no estaba dispuesta a que las encontrara en el cuerpo de mi marido.

–Tengo dinero, ¿adónde tenemos que ir?

–¡Oh, no! –negó fuertemente con la cabeza y la peluca se le torció cayendo sobre la frente, se la recolocó con habilidad y me miró–. Lo haré yo, indicadme que cuerpo queréis.

–Debo ir, no puedo permitir que os equivoquéis –exigí con autoridad.

–No lo permitiré, eso es algo que una dama no debe presenciar –contestó con suavidad pero con la misma firmeza que mostraba yo.

Lo miré valorando su interés o su falsedad. No percibí nada más que curiosidad por su parte.

–Decidme qué cuerpo queréis comprar.

–El del escocés.

El hombre sonrió de forma ladeada y se rascó la barba.

–Será fácil identificarlo, entonces. –Extendió la mano y yo deposité en ella varias monedas de plata.

–¿Necesitáis más? –pregunté solícita con un tono cargado de sarcasmo.

Él cerró la mano sin molestarse en contar las libras inglesas y negó con la cabeza.

–Os lo traeré al anochecer –fue lo único que dijo antes de desaparecer igual de veloz que había aparecido.

Subí a la habitación a esperar. De nuevo. Y de nuevo fueron las horas más largas de mi vida. Mil veces me pregunté si debí seguir al cirujano para comprobar que realmente no huía con el dinero y cumplía lo prometido. Y mil veces negué y afirmé sin llegar a una conclusión certera. Finalmente recordé una frase de Sarah, que solía pronunciar nada más levantarse con una sonrisa en el rostro, «Hoy puede ser un gran día si lo crees con intensidad» y yo con el cinismo que me caracterizaba contestaba: «hasta que llegue alguien y lo fastidie». Esperaba y deseaba no ser ese alguien. Pero no podía hacer otra cosa que esperar, y eso me estaba matando.

Cuando ya era noche cerrada y estaba a punto de perder la esperanza y salir yo misma a buscarlo, escuché unos golpes en la puerta y abrí deprisa, con el rostro descompuesto por la ansiedad. El posadero y el señor Burke transportaban un cuerpo cubierto por mantas que dejaron en el suelo. Me arrodillé presurosa y destapé el rostro. Era Kieran, pero no pude saber si estaba vivo o muerto. Posé mis labios sobre los suyos, inertes y fríos, y percibí un suave aliento. Tanteé con las manos en su cuello y busqué el pulso. Latía lento pero firme. Estaba vivo. Respiré audiblemente. Tenía una herida en el costado, levanté la sucia camisa y comprobé que casi había cicatrizado. Me levanté de un salto y solicité a la mujer que preparara una bañera y trajera jabón, toallas y ropa limpia, además de otros objetos que iba a necesitar. El señor Burke se arrodilló y observó el cuerpo de Kieran con curiosidad.

–¿Qué es eso que habéis hecho? ¿Comprobabais si su vena latía? –Sus ojos brillaban a la luz de los candelabros con curiosidad académica.

–Sí.

–¿Entendéis el funcionamiento de la sangre en el cuerpo humano?

–Sí.

–¿Habéis estudiado Medicina?

–No.

–¿Cómo podíais saber entonces que…?

–¡Por los clavos de Cristo! ¿Queréis callaros de una maldita vez? –exclamé perdiendo los nervios y el decoro.

Él trastabilló algo nervioso y se puso de pie.

–¿Qué es lo que sois realmente? –inquirió acercándose a la puerta.

Le mostré una sonrisa ladeada.

–¿De verdad queréis saberlo, señor Burke?

Cerró la puerta tras de sí sin contestar a mi pregunta.

Al poco rato llegaron la mujer y el posadero, que cargaba sobre sus hombros una pesada bañera de madera. La depositó en el centro y detrás de sí aparecieron dos jóvenes que fueron llenando poco a poco la misma con agua caliente y humeante. Yo seguía arrodillada junto a Kieran sin conseguir despertarlo. El posadero me apartó con una enorme manaza y cogió el aguamanil que descansaba sobre la mesa. El agua estaba tan fría que había comenzado a formarse una pequeña capa de hielo traslúcido en la superficie.

–¡Dejadme a mí! –ordenó. Y sin mediar palabra arrojó sobre el rostro de Kieran el agua helada. Kieran parpadeó y agito la cabeza. Abrió los ojos sorprendido e intentó incorporarse buscando su espada, palpó sin encontrarla y se dejó caer de nuevo sobre el suelo de madera observándonos uno a uno dudando sobre quien atacar primero. Vi el peligro brillar en sus ojos dorados y di un paso atrás. De improviso suspiró y emitió un suave ronquido. Se había quedado de nuevo dormido.

–Necesito ayuda para desvestirlo y meterlo en la bañera –pedí.

El posadero empujó de malos modos a su mujer hacia la puerta pese a las protestas de esta por quedarse a ver el espectáculo. Yo lo agradecí, no quería ningún tipo de comentario sobre el cuerpo desnudo de mi marido, y menos las manos de esa mujer sobre él, ni los ojos que lo miraban con un deseo que no había visto dirigido a su marido en los dos días que llevaba allí.

Finalmente, y tras grandes esfuerzos, lo conseguimos meter en la bañera. Kieran de forma mecánica y sin despertar del todo se sujetó a los bordes para no hundirse por completo y percibí que ya estaba despertándose.

–Gracias. Yo me encargo –señalé al posadero, despidiéndolo con un ademán de mi mano indicándole la puerta.

Una vez solos, me dediqué a limpiarlo en profundidad. Kieran abría los ojos de vez en cuando y me observaba con curiosidad, pero no estaba muy segura de que supiese quién era yo. Al terminar, le insté a que me ayudara a levantarlo y sacarlo del agua. Lo sequé y lo tendí en la cama. Se quedó al instante dormido. Yo sentía el pegajoso sudor sobre mi piel y me encontraba demasiado cansada, una vez que la tensión de dos días se había resuelto. También había agua por todas partes y su ropa sucia estaba tirada en el suelo, pero solo deseaba tenderme junto a él y eso fue lo que hice.

Desperté cuando sentí que algo se agitaba a mi lado. Abrí los ojos todavía desprendiéndome del velo del sueño y lo observé. Estaba cogiéndose con ambas manos la cabeza y girándola como si no la reconociese. Se volvió hacia mí y me miró fijamente.

–Alana –pronunció con voz ronca.

–¿Sí? –sonreí, viendo que ya estaba consciente.

–¿Eres tú de verdad?

–Soy yo.

–¿Qué haces aquí?

–¿Tú qué crees? He venido a buscarte. ¿Crees que sabiendo dónde estabas iba a dejarte encerrado allí?

–Ya –musitó todavía aceptando la idea de que estaba a su lado y no a cientos de años de distancia.

Entonces habló de nuevo y reconocí a Kieran.

–¿Me puedes explicar por qué llevo un maldito turbante en la cabeza como si fuera un infiel y huelo como si fuera un arenque en escabeche?

Ahogué una risa en la almohada de plumas y me levanté dando la vuelta a la cama mientras sentía su mirada fija en mí.

–Tenías piojos –expliqué–. Muchos, y en el futuro encontré una fórmula que podía aplicar aquí sin levantar sospechas para eliminarlos.

Enarcó una ceja.

–El vinagre los ahoga y la tela negra impide que respiren. Te lo quitaré en un momento y te lavaré la cabeza. Limpia de intrusos.

Levantó la sábana y se observó el resto del cuerpo.

–¿Estás comprobando si te falta algo? –pregunté con una sonrisa ladeada.

–No –respondió él mirándome con los ojos entrecerrados–, me estoy preguntando si le has hecho lo mismo a mí… mí…

Reí sin disimulo alguno, fruto de la alegría de tenerlo junto a mí sano y salvo.

–Sí, pero ya te lo he quitado –indiqué.

–¿Pretendes ahora ahumarme y ofrecerme como cena? –inquirió con el entrecejo fruncido.

–No te ahumaré, pero te aceptaré gustosa como mi propia cena. –Elevé mis cejas y lo miré con deseo apenas reprimido–. Cuando te lave la cabeza y te afeite.

Él se pasó la mano por la barba rizada y tupida y chasqueó la lengua. Tenía un aspecto peligroso y truculento. Cualquiera hubiera huido viendo su apariencia.

–¿Por qué huele a cerdo chamuscado? –preguntó levantándose algo tambaleante de la cama, quedándose completamente desnudo frente a mí.

–Es tu pelo. Lo tenías muy largo. Lo he cortado y quemado –expliqué.

Me miró con estupor y procedió a deshacerse el turbante, que yo cogí con dos dedos y arrojé al fuego donde crepitó formando una nube de humo seco y picante. Se palpó el cráneo creyendo que le había rapado el cabello y respiró aliviado cuando vio que le caía sobre las orejas rizándose en las puntas. Se sacudió como un cuerpo espín y yo lo empujé hacia la bañera. Se inclinó y metió toda la cabeza enjabonándosela con fruición, aclarándosela en un cubo de agua limpia y fresca que reposaba a un lado. Cogió una pequeña toalla de lino y se frotó la cabeza ante mi atenta mirada. Sentí que tenía miedo de mirarme y tocarme y no supe el por qué. Comencé a sentirme algo asustada, ¿y si había decidido quedarse con Sarah y yo había regresado para ver que todo era un error? ¿Y si ya no me amaba? Una vez seco, se acercó a la ropa que reposaba en la silla y se puso las calzas de lino atándoselas a la cintura delgada y fibrosa. Había adelgazado, pero seguía teniendo un cuerpo atlético. Lo observé con una mirada que no ocultaba mi deseo, pero él no me devolvió la mirada. Sentí que me hundía en la desesperanza.

–Alana –pronunció al fin quedándose de pie frente a mí.

–¿Sí?

–¿Nuestro… hijo… él…?

No lo dejé terminar.

–No vamos a tener un hijo –señalé con una sonrisa traviesa.

Él se pasó la mano por el pelo revolviéndolo y su gesto se oscureció.

–Entiendo. –Asintió con la cabeza y cogió un poco de jabón para esparcírselo por la barba. Después alcanzó la daga con el mango cubierto con esmeraldas y la miró con curiosidad.

–¿Es tuya?

–Me la regalaste tú

–No lo recuerdo –afirmó algo confuso–. ¿Puedes sujetarme el espejo?

Lo hice mientras observaba cómo se afeitaba, con movimientos rápidos y hábiles. En pocos instantes su rostro lucía como el de antaño o como el del futuro, no supe cómo definirlo. Solo sus ojos seguían estando extrañamente serios.

–¿Qué sucede, Kieran? –pregunté cogiéndole una mano y apretándosela con fuerza. Él la dejó laxa entre las mías y suspiró hondo.

–Lo siento Alana, yo no podía suponer que hacer el viaje a tu tiempo haría que perdieras a nuestro hijo –pronunció las palabras de forma lenta y con una inconmensurable tristeza.

Meneé la cabeza y no contesté. Sin embargo comencé a desnudarme ante su mirada de sorpresa, hasta que me quedé solo con las medias atadas a media pierna. Mi embarazo de veintidós semanas era claramente visible. Mi vientre redondeado emergía como una exaltación de la maternidad y sus ojos se abrieron por completo observándome con estupor. Pero no se acercó, se alejó un paso y apretó con fuerza la mandíbula.

–¿De… quién es el hijo que esperas? –inquirió con voz ronca por el esfuerzo de no gritar.

Me mostré totalmente indignada. Me acerqué a él y quise abofetearlo. Levanté mi mano y sus ojos brillaron de forma peligrosa. La dejé caer y me alejé un paso.

–¡Idiota! –espeté–. ¿De quién crees que es el bebé que llevo en mi vientre?

Él pronunció un sonoro «mmfmfffm» característico escocés y cruzó los brazos sobre su pecho.

–Es obvio que mío no –aseveró con decisión.

–¿Cómo que no es tuyo? –grité enfadada–. ¡No he estado con ningún otro hombre desde que me casé contigo!

–De eso hace más de tres años –abroncó él iracundo.

–¡¿Qué?! –Me llevé la mano a la garganta.

Estaba claro que la magia no era una ciencia exacta. Había aparecido en el lugar correcto, pero varios años después de cuando lo pretendía. Trastabillé hacia atrás y acabé sentada en la cama, con mi vientre tirante expuesto ante nosotros, lo que nos había unido, estaba a punto de separarnos. Me sentí extrañamente vulnerable y alcancé con una mano una pequeña manta que extendí cubriéndome el cuerpo.

Él se acercó y se arrodilló a mi lado esperando una explicación.

–Tres años –susurré. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Tenía el pelo demasiado largo y su cuerpo cubierto por cicatrices que me eran desconocidas y que ya habían curado. Esos simples hechos debían haberme hecho ver la verdad.

–Sí, tres años, Alana, ¿qué ha sucedido? ¿Hubo otro hombre en el futuro? Debo, quiero saberlo. Eres mi esposa –murmuró junto a mi rostro descompuesto.

Sentí que las lágrimas afloraban a mis ojos y lo miré con tristeza.

–Nunca ha habido otro hombre, Kieran. Creí que regresaba solo dos meses después de que te apresaran. Me he vuelto a equivocar. Por lo que ves, soy un completo desastre como bruja –expresé entre sollozos entrecortados.

La tensión de los dos últimos días me venció y no pude sopórtalo más. Si él me rechazaba ahora, ya nada tendría sentido. Pero era Kieran, su firme voluntad y su confianza en mí, más de lo que yo confiaba en mí misma, me demostró que volvía a dudar sin que él se lo mereciera. Se arrodilló frente a mí y me cogió las manos en silencio, para posarlas junto a las suyas sobre mi vientre.

–No llores, Alana, sabes que esa es la única cosa contra la que me veo impotente.

–¿Tú? –Me miró con considerable extrañeza y sonreí levemente–. No tienes ni idea de las cosas que has hecho en estos años.

–Me he limitado a sobrevivir solo con tu recuerdo en una cárcel, ¿qué tiene eso de loable?

Que mostrara la descarnada verdad y su vulnerabilidad en una simple frase, así como el amor hacia mí, hizo que lo quisiera con más intensidad.

–Ya te lo contaré cuando te recuperes. De momento te diré que es una niña –comenté sin dejar de observar los cambios de expresión de su rostro.

–¿Cómo sabes que es una niña?

–No tiene lo que debería tener si fuera niño, además me lo dijo mi abuela. Siempre creí que debía salvar a Sarah, pero en realidad debía salvarla a ella, a nuestra hija.

–Entonces, ella ya sabía… Nosotros ni nos conocíamos cuando te lo dijo.

–Lo sé. Nuestra historia comenzó antes siquiera de que existiéramos.

–Cada vez estoy más confuso. –Se levantó y se acercó a la mesa, donde cogió de nuevo la daga–. ¿Has venido para… para quedarte?

–Sí.

–¿Conmigo?

–Sí, contigo. –Sonreí.

–¿Para siempre?

Entendía que necesitara confirmación y mi sonrisa se hizo más amplia.

–Para siempre.

–¿No habrá más despedidas, más dudas, más separaciones?

–No.

En ese momento recordé a Gareth y tuve un mal presentimiento. Él seguía viviendo en esa época y no todo había acabado entre nosotros. Kieran se giró para mirarme fijamente.

–Gracias, mo aingeal. No sabes lo que estos años han hecho conmigo. Las veces que recé para que hubieras regresado con vida, las veces que añoré el rostro de nuestro hijo. Las veces que te deseé con tanta intensidad que creí morir al no poder tocarte. –Se arrodilló de nuevo frente a mí, como si se dispusiera a hacer un juramento–. ¿Puedo besarte? –pidió al fin, con los ojos brillantes.

–Puedes hacer mucho más que eso –murmuré atrayéndolo a mis brazos.

Bastante rato después, justo antes de caer en un profundo sueño, le oí susurrar las palabras definitivas:

–Te amo Alana, ni un solo instante en este tiempo he dejado de hacerlo.

 

 

Desperté hambrienta y me estiré sin disimulo alguno, bastante más relajada. Escuché la suave risa de Kieran frente a mí. Se había vestido con pantalones, medias, camisa y jubón marrón de piel, la ropa que le habían procurado los posaderos, y estaba sentado a la mesa, donde descansaba una bandeja con comida, observándome divertido.

–Hummm… –dije levantándome deprisa ante el frío que sentí al dejar la cama cálida. Me arrebujé con una manta para acercarme. Como no había más que una silla, me senté sobre él y ataqué, esta vez con apetito, al pescado frito.

–Has engordado –señaló él acomodándome contra su pecho.

–Lo haré más –indiqué cogiendo una rebanada de pan recién horneado y untándola con mantequilla.

Él rio a carcajadas y meneó la cabeza.

–No me importa lo más mínimo, de hecho siempre pensé que estabas demasiado delgada, podía contar cada una de tus costillas bajo la piel.

No me molesté en contestar. El sencillo desayuno estaba delicioso. O tal vez mis papilas gustativas estaban bastante más receptivas al tenerlo a él junto a mí. Pero de nuevo, era Kieran, nunca dejaba pasar algo por alto.

–¿Me puedes explicar cuándo te he regalado yo algo tan valioso como esto? –Me mostró la daga con la empuñadura repleta de esmeraldas en una mano.

Suspiré con frustración y aparté el pan dulce de mi boca. ¿Cómo entendería él algo que no tenía sentido?

–Viniste a buscarme. De hecho, mi magia te mantuvo con vida hasta que me encontraste y me salvaste –expliqué.

Él se quedó un momento en silencio, recordando.

–Eso es lo que deseé cuando nos separamos.

Asentí con la cabeza y mastiqué con intensidad.

–Fue Gareth el que quiso hacerte daño. ¿Verdad? Él es el traidor –continuó.

–Sí, ¿cuándo lo supiste? –inquirí sorprendida, dándome cuenta de que él era mucho más flexible para entender ciertas cosas que yo.

–Cuando nos sorprendieron en la retirada. Desapareció justo después de la escaramuza y no volví a saber de él. Siempre sospeché, pero no quería creer que fuera cierto. Para mí era como un hermano. No entiendo qué le hizo traicionarnos.

–Mi sangre.

Pegó un respingo y yo me tambaleé sobre sus piernas.

–¿Tu sangre?

–Sí, utilizó la sangre de una bruja para trasladarse al futuro y necesitaba el dinero que le ofrecieron por la traición para comprar una identidad en el futuro. Buscaba la sangre de la bruja más poderosa. Lo vio o lo sintió cuando nos conocimos, nunca lo llegué a saber con certeza. Mi abuela extendió un hechizo de protección hasta que ella murió, apagando mi poder. Cuando se desarrolló mi poder, todo se descontroló. Había estado asesinando a brujas durante treinta años utilizando su sangre para mantenerse en el futuro con la misma apariencia, esperando a que yo me manifestara. Tú lo estuviste vigilando. –Mi voz se apagó al recordar la noche en el cementerio.

–¿Qué sucedió, mo aingeal? –susurró él.

–Quiso matarme y tú apareciste. En realidad yo no creí que fueras tú, pensé que eras el descendiente de Sarah y que también querías matarme. Incluso te golpeé en la cabeza con una piedra.

–¿Qué hiciste qué?

–Tienes la cabeza muy dura, está claro, ni siquiera conseguí atontarte un poco. Impediste que utilizara mi poder para asesinar a Gareth. Lo hiciste tú –pronuncié la última frase mirándole a los ojos.

Kieran me sostuvo la mirada un momento y sus pupilas brillaron con intensidad.

–¿Utilizaste tu poder para sacarme de la Torre? –preguntó con cautela sin mencionar a Gareth.

–No. Utilicé algo mucho más poderoso: el dinero. No hubiera dudado en utilizar mi poder para llegar a ti, pero no sabía qué consecuencias podía tener, así que primero lo intenté de esa forma. Y funcionó. –Hasta a mí me sorprendía.

–¿Sabes que ahora soy un proscrito? –señaló.

–Ser un proscrito es mejor que estar muerto –indiqué a mi vez.

Cogió mi rostro entre sus manos y me dio un suave beso en los labios atrapando una miga de pan que había quedado prendida de la comisura de mi boca.

–¿Quién eres tú y qué has hecho con mi esposa? –preguntó con una sonrisa.

–Soy Alana Mackinnon, bruja, esposa, madre y te recuerdo que sobre mí también pesa una condena. Si me encuentran, es posible que acabe en una pira de fuego –expresé con firmeza.

–Y aun sabiendo todo eso, ¿te has arriesgado a venir?

–¿Acaso lo dudabas, Kieran?

–Dios, Alana, nunca conoceré a nadie que se enfrente a la vida como tú lo haces, pareces extremadamente frágil y sin embargo tienes una entereza y fuerza difíciles de alcanzar. Me siento afortunado, porque entre todos los hombres, yo haya resultado elegido –susurró con los ojos brillantes.

Sonreí con dulzura y le di un suave beso.

–Y eso lo dices cuando no sabes lo mejor de todo.

–¿Crees que hay algo que me pueda llegar a sorprender a estas alturas? –Enarcó una ceja con aire divertido.

Me incliné y cogí mi vestido que seguía en el suelo completamente arrugado. Se lo entregué.

–¿Quieres que te ayude a vestirte? –inquirió todavía con la ceja enarcada.

–No, quiero que lo palpes.

Él lo hizo con gesto de extrañeza y finalmente rasgó el forro de lino que llevaba la falda y lo levantó. Frente a él aparecieron una serie de joyas, piedras preciosas, diamantes y monedas de oro debidamente cosidas a la tela. Una pequeña fortuna.

–¿Crees que servirá para pagar lo que les debemos a los Mackenzie?

–¡Con esto podría comprar toda la isla de Skye si quisiera! –exclamó todavía con gesto bastante sorprendido–. ¿Cómo…?

–La idea me la ofreció Gareth sin que él lo supiera. Si él había conseguido viajar con monedas, yo podría hacerlo con otro tipo de objetos, para mí era más fácil. Mi poder me confería esa habilidad. Respecto a cómo lo hice, no fue idea mía, durante siglos las mujeres, en las luchas y batallas cuando tenían que huir de sus hogares, escondían las joyas cosidas a su ropa.

Se quedó en silencio un momento y luego agitó la cabeza sonriendo.

–Una mente para el conocimiento y un cuerpo para el deseo –expresó con suavidad.

–Bueno, espero que nunca creyeras que mi cabeza sirviera solo para peinar mi pelo.

–Eso desde luego que no, ya que nunca parece que vayas peinada en condiciones –dijo cogiendo un rizo rebelde para pasármelo por detrás de la oreja.

Hice un mohín de disgusto.

–Yo prefiero otra frase –señalé con gesto serio.

–¿Cual?

–Detrás de todo gran hombre, destaca una mujer inteligente –afirmé con rotundidad.

Él rio y cabeceó de nuevo.

–Aunque podía ser peor –indiqué y él me miró con las cejas oscuras enarcadas sobre sus ojos dorados–. Una dama en mi casa y una puta en mi cama –añadí.

Fui recompensada con una salva de pellizcos en mi trasero y alzada con una facilidad increíble hasta que me depositó con sumo cuidado sobre la cama.

–¿Qué vas a hacer? –le pregunté observándolo cuidadosamente.

–Comprobar tu teoría… mi dama. –Rio con suavidad mientras me besaba, haciendo que me olvidara de todo cuanto me rodeaba, excepto de lo único importante, Kieran.