Capítulo X
Quien revela sus secretos,
queda desprotegido.
Desperté algo aturdida cuando sentí que alguien me zarandeaba con suavidad.
–¿Qué sucede? –pregunté abriendo un ojo y enfocando al hombre que estaba frente a mí completamente vestido y con gesto serio y preocupado.
–Morag –contestó Kieran.
Me incorporé de golpe y salí de la cama buscando el vestido a la vez que lo interrogaba con la mirada.
–Ha empeorado. Está febril y delira. Apenas puede respirar. –Su voz era tensa, contenida y supe que estaba asustado. Me giré y le cogí la mano. Él me la apretó de forma inconsciente, para soltármela un segundo después y atarme las lazadas del corpiño. Esta vez no protesté, no había tiempo. Ambos salimos de la habitación y bajamos hasta el primer piso donde se encontraba la habitación de su hermana.
Entramos juntos y al instante percibí el miedo que sobrevolaba sobre todos los que se habían reunido junto a la cama de la pequeña. Era una habitación diminuta, escasamente amueblada, una cama de madera con una pequeña mesilla sobre la que estaba prendida una vela gruesa que emitía una luz cálida y un humo blanquecino con olor a cera quemada. La chimenea estaba encendida y pronto comencé a sudar profusamente. La ventana era un agujero horadado en la gruesa pared de más de un metro, cubierto por un cristal opaco y que apenas dejaba pasar la luz. Elinor se retorcía las manos en una silla de madera junto a la cama sollozando quedamente. Roderick estaba a su espalda y tenía una mano apoyada en su hombro con gesto contrito, y Cailen se apoyaba en la pared opuesta con un gesto muy parecido al terror.
Corrí y me arrodillé junto a Morag. Tenía los ojos cerrados y el rostro pálido, casi traslúcido y respiraba con dificultad, de forma entrecortada, en estertores. Sus labios se habían tornado de un azul estremecedor y todo su cuerpo temblaba. Posé mi mano en su frente y pareció relajar el gesto de dolor. Abrió los ojos levemente y pude ver sus pupilas dilatadas y vidriosas observándome sin llegar a ver. Me mordí un labio y mis ojos se humedecieron. Puse un paño mojado en agua fresca sobre su frente y al instante sentí como se calentaba por el fuego que emitía su delicado cuerpo. Supe que iba a morir. Lo supe por los gestos de su familia reunida junto a ella y por el reconocimiento que vi en sus ojos de mirada dulce e infantil.
–Mag… Magdalen –pronunció con voz entrecortada. Tosió y se quedó sin aire. Yo la silencié cambiándola de postura y escuché un gemido agudo que provenía de Elinor.
–Estoy aquí, Morag. No me iré. No te dejaré –susurré inclinándome hacia ella.
–Mi… mi muñeca –murmuró en un jadeo susurrante que solo yo pude escuchar.
La miré con fijeza y asentí con la cabeza. Era una niña y su muñeca era su único juguete. Lo único bonito que había tenido en toda su vida. Quería morir junto a su muñeca y yo no pude negárselo.
Me levanté con un quejido y abandoné en silencio la habitación notando las miradas de disgusto que me dirigieron Cailen y Roderick. Elinor seguía ausente en su dolor. Kieran parpadeó y alargó una mano para sujetarme.
–Magdalen, no te vayas –suplicó.
Negué con la cabeza. Tenía poco tiempo. Apresuré el paso y cerré la puerta con cuidado intentando olvidar el rostro lleno de reproches sin pronunciar de mi marido.
Al salir al pasillo me tropecé con Gareth. Ambos nos miramos un momento.
–¿No puedes hacer nada? –exclamé furiosa–. ¿Alguna pócima? ¿Algo que calme su dolor?
Él negó con el cabeza, completamente serio. Amaba a Morag como lo hacían todos los del castillo. No tuve ninguna duda. Se acercó a mí y me sujetó la mano.
–Tenemos que hablar, Magdalen. Lo que ambos sabemos… lo que somos. Nosotros…
No lo dejé terminar y me solté de su sujeción con rapidez.
–No hay un nosotros, Gareth. Olvídate de eso –pronuncié casi las mismas palabras que había dicho hacía tiempo y fueron igual de sinceras.
Hui con velocidad a través de las peligrosas escaleras hasta que llegué al recibidor cubierto por tapices. Sin pensarlo más salí por la puerta de madera y corrí hacia el lago. Había comenzado a llover, no de forma intensa, pero sí persistente. Llegué completamente calada al pequeño promontorio de piedras superpuestas por el que había caído Morag el día anterior.
Lo observé con detenimiento decidiendo cuál sería la mejor forma de llegar a la cúspide. Me descalcé y seguí mi instinto. Escalé sujetándome como pude a las piedras hasta que alcancé la cima. Me acuclillé y miré hacia el lago, en el lado que había visto a Morag deslizarse. Las aguas negras se mostraban agitadas y molestas por las gotas de lluvia. La orilla estaba cubierta de piedras rodeadas de líquenes y musgo. No vi la muñeca por ninguna parte. Cerré los ojos intentando recordar con exactitud dónde la había visto caer. Finalmente decidí descender unos metros con cuidado de no resbalar. Si caía era posible que no me encontraran en días. Llegué a una piedra plana un poco más grande que las demás y observé alrededor. Por fin la vi, estaba semi enterrada en el lodo un par de metros más abajo, aprisionada entre dos piedras más pequeñas. Me agaché y salté hasta otro saliente. Me tambaleé y resbalé cayéndome de lado, golpeándome un hombro. Maldije en voz alta y me giré hasta quedar sentada. Alargué la mano y alcancé con dos dedos el pelo de lana trenzado de la muñeca de trapo. La acerqué hasta mi pecho y respiré aliviada. Me la introduje en la cinturilla de la falda en la espalda, para tener libre acceso en la parte frontal, y comencé a escalar de nuevo. Llegué sin resuello a lo más alto y caí de rodillas, apenas sin respiración.
Unos brazos fuertes me sujetaron por los hombros y me levantaron. Roderick me miró con furia y me zarandeó tan fuerte que los dientes me castañearon y me mordí la lengua. Sentí el sabor metálico de la sangre en la boca y gemí intentando apartarme.
–¿Cómo se os ha ocurrido huir de nuevo y abandonar a Kieran cuando más os necesita? –rugió sin dejar de sacudirme.
Iba a protestar pero su voz me acalló de nuevo.
–¿Es que no tenéis ni un ápice de compasión en todo vuestro cuerpo?
Sus palabras me golpearon como el látigo.
–Os hemos ofrecido todo lo que tenemos y ¿es así cómo nos lo devolvéis? No sois más que una mujerzuela cobarde y débil.
No contesté, solo deslicé mi mano a la espalda y saqué la muñeca, mostrándosela.
Él parpadeó sorprendido y dejó de sacudirme como si fuera un salero.
–La muñeca –susurró.
–Sí –afirmé yo roncamente–, la muñeca. Morag me ha pedido su muñeca y yo he venido a buscarla. Ni por un momento se me había ocurrido volver a huir. Se lo prometí a Kieran y yo cumplo mis promesas –espeté con ira contenida.
Su rostro mostró arrepentimiento y algo que no pude llegar a definir.
–Yo…
–Dejadlo –contesté–, no hay tiempo para disculpas.
Ambos corrimos hacia el castillo bajo la lluvia que se había convertido en una pequeña tormenta. Subí las escaleras tras él, jadeando y sujetando la muñeca de trapo en mi mano. Entramos sin llamar en la pequeña habitación.
Kieran levantó la mirada y se acercó a paso firme hacia mí con gesto enfadado y doliente. Yo lo enfrenté sin bajar el rostro.
–Tuch![7] Mo charaid, antes de que te arrepientas de lo que vas a pronunciar –exclamó Roderick frenándolo–. Ha ido a buscar la muñeca de Morag.
Ignoré los gestos de sorpresa de todos y me acerqué a la pequeña que parecía dormir. Me arrodillé junto a su cama y deposité su tesoro al lado de su rostro. Ella se revolvió con lentitud y tendió una mano para alcanzarla. Abrió los ojos y me sonrió. Me sonrió con tanta dulzura y agradecimiento que mi corazón estalló en pedazos. Sollocé sin poder contener más mi pena y mi miedo.
Kieran me levantó con un solo brazo y me abrazó con fuerza hasta que me calmé lo suficiente como para poder respirar con normalidad.
–Magdalen ¿cómo has sido capaz? Cuando creo que empiezo a conocerte, das un giro y vuelves a sorprenderme. ¿No te das cuenta de que podías haberte matado en esas rocas? –susurró junto a mi oído.
Me encogí de hombros y me separé para mirarlo a los ojos.
–No lo he hecho.
Acerqué un pequeño taburete de madera junto a la cama de Morag y me senté. Cogí su mano que ardía y la mantuve entre las mías. Observé el gesto cansado de Elinor que había pasado la noche velando a su hija. Sus ojos se habían tornado oscuros y estaban rodeados de profundas marcas violáceas.
–Id a descansar. Yo me quedaré con ella –le indiqué–, si… si hay algún cambio os avisaré.
Ella negó con la cabeza y Kieran se acercó a ella. Conversaron en gaélico unos instantes y Elinor se dejó llevar por Roderick sin protestar. Su caminar era lento y derrotado, y sentí una profunda pena. Cailen y Gareth los siguieron. Nos quedamos Kieran y yo solos. Él se sentó en la silla que había ocupado su madre. Su rostro mostraba el cansancio de la noche anterior, sus pesadillas y su preocupación por su hermana pequeña, aun así se mantenía fuerte y sereno. Por Morag y por mí. Buscó algo en su sporran y sacó el rosario de cuentas de ámbar que le había visto cuando rezó junto a mi cama. Me lo tendió y yo negué con la cabeza. No sabía rezar. Nunca creí que sirviera de nada. Nunca me había servido de nada en mi vida pasada y dudaba mucho de que ahora fuera más que un simple consuelo. Dejé que él se concentrara pasando las cuentas diminutas entre sus enormes dedos. Yo empapé una y otra vez el mismo paño blanco en la jofaina llena de agua para posarlo sobre la frente de Morag sin resultado alguno, la pequeña cada vez respiraba con más dificultad. No supe las horas que pasamos allí. El día se había vuelto oscuro y era difícil saber si era todavía mañana o nos acercábamos peligrosamente a la tarde.
Kieran había cerrado los ojos y creí que se había quedado dormido, sumido en un entrevela agotador. Me levanté y me acerqué al pequeño agujero que hacía de ventana. Seguía lloviendo sin cesar. Las gotas de lluvia laceraban el cristal y se deslizaban atrapándose las unas a las otras creando regueros de agua que se perdían en la piedra medieval. Y en ese instante sentí la presencia de mi abuela junto a mí. Fue una suave brisa cálida en mi nuca, que revolvió tímidamente mi pelo suelto. Y supe lo que tenía qué hacer.
Volví de nuevo junto a Morag y destapé su cuerpo con cuidado. Ella gimió con levedad pero no despertó del estado febril en el que se hallaba sumida. Me arrodillé y posé ambas manos sobre su pecho. Cerré los ojos y me concentré. Sentí la sangre transcurrir de forma rápida por sus delgadas venas llevando la escasa vida que le restaba desde su corazón, que bombeaba cada vez más despacio, aleteando como un colibrí bajo la jaula de pálidas costillas. Seguí la línea de su tráquea y llegué a los bronquios inflamados y obstruidos que le impedían la respiración. Pasé a través de ellos y me interné en los pequeños pulmones que se esforzaban por respirar. Sentí su sufrimiento. Percibí el oscurecimiento de su carne rosada y el encharcamiento producido por la enfermedad. Se estaban ahogando. Aspiré con fuerza y abrí mis manos abarcando todo el pecho de Morag. Desplegué mi poder que se retorció en mi interior creciendo y pasando a través de mis brazos, de mis manos, de mis dedos, hasta alcanzarla a ella. Mi anillo brilló destellando a la luz de la vela. Todo mi cuerpo se estremeció y temblé sin control. Y absorbí su dolor, sequé sus pulmones y abrí sus bronquios para que les llegara el aire. Permanecí así varios minutos con los ojos cerrados, mientras sentía el sudor deslizándose en hilos de agua helada por mi espalda, faltándome el aire en unos pulmones que se esforzaban por respirar sin llegar a conseguirlo. No tuve ninguna duda, si tenía que morir, lo haría por ella.
De improviso una garra me oprimió la garganta y me levantó en vilo empujándome contra la pared. Me retraje completamente aterrorizada y caí arrastrándome hasta la esquina de la habitación. Me cogí las piernas con las manos sin lograr enfocar la vista en ningún sitio concreto.
–¡¿Qué demonios estás haciéndole a mi hermana?! –bramó Kieran cerniéndose como una sombra tenebrosa sobre mi persona.
Es ahora, pensé, es ahora cuando me matará. Temblé y sujeté con más fuerza mis piernas escondiendo mi rostro ante su mirada dura y fría. Una voz aguda lo llamó haciendo que él se girara sorprendido. Morag se había levantado de la cama y le tiraba de la falda de forma insistente. Fijé mi vista algo nublada en su rostro dulce y comprobé como sus pupilas habían recobrado el tamaño normal y sus ojos lucían azules y brillantes. Un leve tono rosado le cubría las mejillas y respiraba con normalidad. Sentí un profundo agradecimiento que inundó de paz mi cuerpo herido y agotado.
–Es un ángel, Kieran –murmuró de forma cantarina Morag–. Mira como brilla –siguió diciendo alargando una mano hacia mí.
Su voz me llegaba de forma amortiguada como si estuviera rodeada de una capa de nubes que también me impedían ver con claridad lo que me rodeaba. La sensación de terror fue tan patente que destruyó todas las defensas que había construido con los años enterrando mis recuerdos. La fortaleza cayó y mi mente se rompió en pedazos, dejando retazos del pasado mezclados de forma inconexa con el presente. Escuché a lo lejos un grito agudo, el aullido de una madre que corría a abrazar a su hija. La sombra de Kieran se hizo más profunda y supe que estaba inclinado sobre mí. Pero yo ya no veía nada, no escuchaba nada.
–Mo aingeal… –Las palabras de Kieran se perdieron en la oscuridad que me rodeó.
«–¿Cómo has podido hacerlo de nuevo? Me voy solo dos días y al volver tiene el labio partido. –La voz de mi padre me llegó como si estuviese a mi lado. Me retraje en la esquina de la habitación pintada de rosa y me abracé las piernas flexionadas contra mi cuerpo. Quise taparme los oídos para no escuchar, pero los gritos eran demasiado intensos. Eran demasiado frecuentes. Ya no servía de nada, seguía escuchándolos aunque lo evitara de cualquier forma posible.
–¡Ha roto el marco de la foto de nuestra boda! Esta niña tonta y torpe que… –La voz estridente de mi madre rebotó en el piso y su eco se perdió.
–Es una niña, ¡por Dios! Tiene solo siete años. Esa niña tonta y torpe es tu hija. ¡Joder! Tu hija –mi padre gritó acallando la voz de mi madre.
–Fue solo una bofetada –se excusó ella volviendo a un tono indiferente.
–¿Una bofetada? ¿Seguro? ¿No se cayó del columpio como esgrimiste la última vez cuando la tuve que llevar a urgencias con el brazo roto? –argumentó mi padre de forma hiriente y sarcástica.
–Aquello fue un accidente…, me despisté un momento y ella…, ya sabes como es, no puede estarse quieta –declamó mi madre de forma algo dispersa.
–Es tu hija. Sangre de tu sangre ¿cómo puedes estar tan tranquila? ¿Cómo puedes dañarla de esa forma? – Mi padre se mostró cansado. Aquella discusión se repetía a menudo.
–¡No quería tenerla! –gritó mi madre recuperando toda su energía.
Ahí tenía la respuesta expresada de forma sincera y en voz alta. Sentí las lágrimas deslizándose por mis mejillas y el labio me escoció al contacto con la humedad salada. Alargué mi mano y cogí el único muñeco que tenía. Un pequeño oso de peluche de color azul al que le faltaba un ojo, pero que mantenía una expresión dulce y simpática. Lo abracé con fuerza y apoyé mi rostro sobre la cálida y familiar curvatura de su barriga.
–¡Pues la tienes! ¡No hay vuelta atrás! ¡Empieza a madurar de una maldita vez! –rugió mi padre y sentí sus pasos dando vueltas en el salón–. Es solo una niña pequeña. Te necesita, ¿no lo entiendes? Necesita a su madre. –Su tono se había suavizado y solo mostraba dolor.
–Ya va siendo mayor para comprender que determinados actos tienen consecuencias –replicó ella con hastío. Estaba segura de que no había escuchado ni una sola palabra de mi padre.
–¡Joder!, tengo que salir en una hora para el aeropuerto. Estaré fuera un mes entero. ¿Cómo puedo fiarme de que cuidarás de ella? –Hubo un momento de silencio–. Llamaré a tu madre –decidió finalmente.
–¡No! ¡A ella no! –aulló mi madre–. La cuidaré. Lo prometo –ronroneó y percibí el susurro de ropas cayendo al suelo.
–¿Qué… qué haces? –exclamó mi padre algo tartamudeante.
–Bueno… estaré sola un mes, ¿no podemos olvidarnos de Alana y centrarnos en nosotros? Estoy harta de que ella sea el centro de todo –susurró de forma seductora mi madre.
Y durante un buen rato no escuché gritos. Cansada de llorar me quedé dormida abrazando a mi oso de peluche.
Me despertó mi madre zarandeándome con fuerza tiempo después.
–Levántate –exclamó con voz hosca arrastrándome de la mano–, nos vamos.
–¿Adónde? –pregunté desconcertada, frotándome los ojos.
–Lejos de aquí. –Ella ni siquiera me miró.
–Pero estoy en pijama, tengo que…
–Da lo mismo. ¡Vamos! –Tiró de mi mano con fuerza y yo la seguí sujetando mi oso de peluche como si eso fuera lo realmente importante.
Sentí el frío del terrazo del descansillo en mis pies desnudos, las ondulaciones de goma del ascensor y la rugosidad del suelo del garaje. Me estremecí y le pedí que pusiera la calefacción una vez que me monté en el coche. Ella lo hizo y al poco rato volví a dormirme.
Desperté cuando el coche se paró. Habíamos salido de Madrid, todo estaba oscuro alrededor. El vehículo estaba detenido en una estación de servicio. Observé a mi madre hablando con el joven que la atendía por el cristal de seguridad. El rostro del hombre era sonriente y miraba fijamente a mi madre. Tuve sed y giré mi vista donde solía haber un botellín de agua. No había nada. Decidí bajarme mientras ellos conversaban y acudir al baño. En cuanto abrí la puerta, el frío de la noche de abril me mordió el rostro y el aire se filtró en mi delgado pijama de algodón haciendo que temblara. Corrí hasta los baños y entré sin perder un minuto de tiempo. Me incliné sobre el lavabo y dejé el agua correr. Ahuequé mis manos y bebí del agua retenida en ellas antes de que se deslizara entre mis dedos. No tardé más de un minuto o dos. Salí deprisa, todavía con el peluche en la mano.
Las luces de la gasolinera se habían apagado. Solo el tímido letrero de neón seguía encendido a unos metros de la carretera. Todo alrededor era oscuridad y el terror me atenazó dejándome paralizada. Corrí a la ventana acristalada dónde había visto a mi madre hablar con el joven y llamé con fuerza. No obtuve respuesta. Busqué con la mirada el coche de mi madre, pero había desaparecido. Me retraje contra la pared y me senté llorando de forma desconsolada. No sabía qué hacer, tenía frío y estaba asustada. Cualquier sonido o sombra hacía que temblara sin control. No sentía los dedos de las manos y los pies me dolían. Estiré el pijama hasta taparlos y me recliné utilizando como almohada el oso de peluche, que acogió mi pequeña cabeza con cariño y suavidad. Cerré los ojos cansada y me dormí. No supe el tiempo que pasé allí. Desperté en brazos de un hombre que me había arropado con una manta y que me daba calor con su cuerpo.
Había amanecido y aquel hombre discutía con el joven de la gasolinera. Llegó una ambulancia y la miré con miedo. Dolor, los médicos hacían que sintiera dolor. Intenté huir y el hombre me sujetó con más fuerza entre sus brazos. Salieron dos personas con uniformes reflectantes de la ambulancia que seguía destellando con las luces encendidas. Eran un hombre y una mujer. El hombre que me tenía en brazos se acercó a ellos y habló de forma rápida y brusca. Me acercó a la ambulancia y me tendieron en una camilla. Esa vez no hubo dolor, porque no había nada físico que curar. Me arroparon con mantas y despidieron al hombre que me había salvado de morir congelada en la sierra madrileña.
Estuve varios días en el hospital hasta que llegó una mujer joven con un maletín de piel marrón acompañada de dos agentes de policía. Me asusté creyendo que les había sucedido algo a mis padres. La mujer se sentó en una silla junto a la cama y cogió mi mano. Comenzó a hablar, su voz era suave, pero a la vez dura y eficiente. Me explicó que no localizaban a mis padres y que iban a trasladarme a una bonita casa donde iba a vivir con otros niños durante un tiempo.
Permanecí casi seis meses en un centro de acogida de la Comunidad de Madrid. Finalmente mi padre se hizo cargo de mí cuando le avisaron de que había sufrido una trágica y desafortunada caída por las escaleras. El resultado fue la clavícula rota y dos costillas fracturadas.
No fue hasta bastante tiempo después cuando comprendí lo que realmente había sucedido. Mi madre tenía un amante y huyó con él. Yo constituía un estorbo y aprovechó mi descuido para abandonarme en una gasolinera como si fuera un perro. Recuerdo que solía preguntar a menudo a la señora que venía a visitarme cada semana con su pulcro maletín de cuero marrón qué sucedía. Ella solo me ofrecía una respuesta: «la burocracia es lenta». Yo no sabía lo que era la burocracia y ella no podía confesar lo que conocía, que nadie de mi familia quería tenerme.
Y en aquellos meses infernales, llenos de temor, de desconcierto y de incertidumbre fue cuando construí todas las defensas que pude alrededor de mis recuerdos dolorosos cubriéndolos con una capa de indiferencia y cinismo. Allí perdí la inocencia infantil y maduré de golpe sin que nadie me preparara para ello. Allí me convertí en lo que fui después, en lo que Gareth definía como «mi pequeña cínica española». Allí añoré a mis padres y envidié a los niños que tenían una familia. Y allí comencé a odiarme a mí misma con muchísima intensidad creyendo que yo había sido la culpable de mi propia desgracia. No había sabido ser la hija que ellos querían.
Nunca debí haber existido. Ese fue mi pensamiento durante los años posteriores, en los que me crie en un pequeño apartamento de París, cerca de la Basílica del Sagrado Corazón.
Sí, yo había estado en el infierno y había salido viva, pero herida de muerte».
Estaba rodeada de calidez y mi cuerpo se negaba a despertar. Algo se movió a mi espalda y escuché un tenue suspiro. Abrí un ojo y lo cerré notando un fuerte palpitar en las sienes ante la débil luz de la lámpara de grasa de foca que desprendía un desagradable olor sobre la mesilla. Cerré el ojo de nuevo y alguien me sujetó con fuerza un brazo y un objeto extraño se situó justo sobre mi rostro. Abrí los ojos asustada, desprendiéndome de golpe de la somnolencia. La muñeca de Morag. Era la muñeca de trapo que me hacía cosquillas en la nariz con sus trenzas de lana. Me removí sintiendo el peso de un cuerpo rodeándome. Su delgado brazo había pasado sobre mi pecho y su pierna rodeaba mi cintura. Ella respiraba de forma acompasada y tranquila pegada a mi espalda. No hice ningún movimiento más para no despertarla.
Escuché unos pasos que se acercaban y me asomé con cuidado sobre el rostro de la muñeca. Kieran se inclinó sobre mí y su mano se posó en mi mejilla.
–Has despertado. –Su voz era tranquila y suave.
–Eso creo –contesté con voz ronca–. ¿Qué… qué hace Morag durmiendo conmigo? –inquirí todavía algo desconcertada y sin que mi mente llegara a conectar el pasado con el presente.
–Ha venido después del almuerzo y se ha cansado de esperar a que tú abrieras los ojos, así que se ha tendido a tu lado y se ha quedado dormida. Lo ha hecho estos dos últimos días. Parece que le cuesta separarse de ti –explicó acercando una silla para sentarse junto a la cama.
–¿Cuánto llevo dormida?
–Este es el tercer día. En realidad no estoy muy seguro de que durmieras o que estuvieras inconsciente. Apenas hemos conseguido darte unos pequeños sorbos de agua sin que llegaras a despertar del todo –comentó con media sonrisa.
Observé su rostro cansado y sin afeitar. Eso le hacía parecer más peligroso si cabía. Sin embargo sus ojos se mostraban serenos y dulces. No había odio, ni desprecio, solo preocupación.
–Es igual que tú –señalé susurrando–, como un pulpo.
–¿Yo soy como un pulpo? –preguntó enarcando una ceja divertida.
–Sí, debe ser cosa de familia. Se ha enredado con mi cuerpo rodeándome de tal manera que estoy completamente inmovilizada. Tú haces lo mismo cuando duermes. Solo que en vez de pasar tu pierna sobre las mías, la entrelazas haciendo que sea todavía más difícil moverme.
Me miró algo sorprendido, como si fuera consciente por primera vez de cómo dormía junto a mí.
–Un pulpo –repitió despacio–, bueno, podía ser peor. ¿No podrías compararme con algún animal digamos… más noble?
Sonreí levemente todavía algo aturdida por lo sucedido hacía tres días y por esos tres días que parecían haber desaparecido de mi mente.
–Un guepardo –confirmé.
–¿Qué es un guepardo? Suena como un animal fiero y salvaje.
–Lo es. Igual que tú –señalé ya sonriendo ante su gesto confuso.
–¿Qué es un guepardo? –pronunció la voz aguda e infantil de Morag incorporándose sobre mí.
Observé su rostro dulce y sus mejillas alegremente coloreadas por el sueño y sonreí.
–Tu hermano. Él es un guepardo –contesté.
–¡Oh, no! Él es escocés –afirmó ella con rotundidad–. Mathair dice que es terco como un carnero, pero no es fiero, en realidad escuché el otro día a…
Su hermano la cogió en brazos y la izó con facilidad, pero no consiguió que callara.
–… que puede ronronear como un gatito cuando se lo propone. ¿Te ha ronroneado a ti, Magdalen, cuando…?
Kieran ya estaba fuera de la habitación y no pude escuchar más. Emití una suave risa ante la inocencia de la pequeña y me alegré profundamente de que hubiera podido salvarla, aunque ello me hubiera dejado de nuevo al borde de la muerte. Cada vez que utilizaba mi poder para sanar me sentía más cansada, casi al borde del abismo, como si llegado el momento no pudiera regresar.
Kieran entró un momento después y cerró la puerta apoyándose en ella de espaldas.
–No ronroneo como un gatito –afirmó con seriedad.
Me mordí el labio y aguanté la risa.
–No, en realidad ruges como un guepardo –dije.
Él sonrió y pareció halagado. Se acercó con lentitud y me ayudó a incorporarme.
–¿Cómo te encuentras? –preguntó cambiando su gesto a uno preocupado.
–Cansada, pero… bien. Morag…
–Ella está perfectamente. Ya la has visto. A veces puede resultar agotadora. Está igual que antes del accidente, como si en realidad nunca hubiera sucedido.
–Me… me alegro –expresé con cautela.
Él se sentó en la silla que crujió bajo su peso y me cogió una mano.
–Magdalen, no iba a hacerte daño. Solo estaba asustado… pensé…, pensé que querías evitarle a mi hermana el sufrimiento de una muerte lenta y agónica… y… Tienes que creerme, nunca te haría daño –exclamó de forma vehemente.
Me mantuve en silencio observándole.
–¿Me crees? –preguntó con voz ronca.
–Creo que sí. No lo sé. A veces parece que quieres protegerme y de improviso me miras como si fuera… no lo sé, Kieran. Todo es demasiado confuso –hablé dejando mis temores expuestos ante él.
–Magdalen –pronunció–, tienes que explicármelo, tienes que contarme quién eres. Si desconozco de lo que eres capaz no podré protegerte como debo hacerlo.
Permanecí unos instantes en silencio mientras él me acariciaba la mano, ofreciéndome su consuelo y su confianza. En el fondo de mi ser sabía que él tenía razón, no podía seguir manteniendo mi secreto oculto, con eso solo conseguía ponernos en peligro. Pero tenía miedo de su reacción. ¿Qué haría cuando le confesara que era una bruja? ¿Qué había viajado desde el futuro para salvar a Sarah? ¿Qué tenía la firme intención de regresar en cuanto lo consiguiera, si es que lo lograba algún día? Aunque era un hombre culto y bastante adelantado en su tiempo, seguía teniendo las convicciones y la educación de un hombre de principios del siglo XVIII. Lo más probable es que expresara su horror y directamente apilara ramas y troncos para quemarme en una hoguera.
Miré sus ojos y estudié su rostro buscando respuestas. No las encontré. Su gesto era tranquilo y se mantenía expectante. Me solté de su mano y me levanté con cautela algo titubeante. Él se mantenía en silencio observándome. Me acerqué hacia el fuego y respiré profundo. De improviso me giré hacia él, que se había levantado para situarse tras de mí.
–No sé por dónde comenzar –exclamé siendo sincera.
–Es sencillo, ¿cuál es tu verdadero nombre?
Lo miré parpadeando. Estuve segura de que sabía más de lo que expresaba.
–Alana.
–Alana –repitió–, me gusta bastante más que Magdalen. Alana…
–Deveroux.
–¿Eres francesa? –Su expresión se tornó sorprendida.
–Mi padre es francés, mi madre española. Crecí en ambos países, aunque en realidad nunca pertenecí a ningún lugar en concreto –dije con deliberada ironía.
–Tus padres…
–Se separaron cuando yo era una niña, primero viví con ambos en España, luego con mi padre en París, después regresé a Madrid y finalmente me instalé en Edimburgo.
–Allí conociste a Sarah –murmuró pasándose la mano como un acto mecánico por la barba oscura.
Sarah le había hablado de mí. Lo supe con total seguridad.
–Sí. –Dudé un momento pero su gesto tranquilo me instó a seguir hablando–. ¿Ella qué te dijo de mí?
–Mencionó a una amiga… –suspiró con fuerza–. Siempre tuvo la certeza de que volverías a buscarla.
–Me alegra saber que alguien creyó en mí –señalé.
–Yo lo hago. Yo creo en ti –aseveró Kieran acercándose y cogiéndome una mano–. Eres tú la que no crees en ti misma.
Lo miré y ante la fuerza de sus ojos, los míos se humedecieron y algo estranguló mi garganta.
–Dime, Alana, ¿quién te hizo tanto daño que eres incapaz de verte como los demás te vemos?
Las lágrimas fluyeron con total libertad y comencé a temblar. Kieran me abrazó con fuerza y acarició mi pelo susurrando de forma tranquilizadora en gaélico.
–Mi… mi madre me abandonó –expresé con dolor–, me recluyeron en un centro de menores… en un… lugar donde tienen a los niños que sus familias…
No pude continuar.
–¿Un hospicio? –preguntó Kieran separándome levemente.
–Algo así.
–Entonces tus padres no contaban con los recursos necesarios para mantenerte –afirmó encontrando para él la secuencia más lógica.
–No. –Me aparté de él y reí de forma amarga–. El dinero no era el problema. Lo era yo. No me querían. Siempre fui un estorbo. Nunca fui la hija que esperaban.
Su gesto se tornó enfadado y noté como apretaba con fuerza los nudillos.
–Te dije que yo también había estado en el infierno y había regresado –murmuré haciendo que mis recuerdos sobre esa época oscura volvieran a representarse frente a mí–, pero no me creíste –señalé.
–Yo tenía la sensación de que ocultabas algo doloroso, pero nunca llegué a suponer que fuera eso. Creí que era por tu amante, que él te había dejado y que recordarlo te hacía daño. –Su rostro mostraba un tapiz de expresiones que se superponían las unas a las otras con tanta velocidad que era imposible memorizarlas.
–No tenía ningún amante, Kieran. En realidad nunca tuve una relación estable antes de…
–Antes de que te obligara a desposarte conmigo. –Él terminó con valentía mi frase sin pronunciar.
Asentí con la cabeza.
Comenzó a pasear por la habitación de forma furiosa mascullando en gaélico. Lo observé en silencio. De improviso se paró y me miró con intensidad.
–¿Qué eres, Alana? –Hizo la pregunta en un tono suave y cauteloso, pero pude percibir la certeza de que no deseaba la respuesta sincera.
–Una bruja. Una bean sith. –Agaché la cabeza, avergonzada.
Sentí el calor de su cuerpo junto a mí y una mano me cogió por la barbilla y me levantó la cabeza.
–No, no lo eres –afirmó.
–Sí, lo soy –exclamé con vehemencia–, a mi pesar lo soy.
–No. Eres un ángel. Morag lo percibió antes que todos nosotros. Eres mo aingeal –susurró.
Abrí la boca totalmente sorprendida. Él estudiaba con curiosidad mi reacción.
–Soy escocés, Alana, he visto y escuchado todo tipo de historias y leyendas. Algunas ciertas y otras no. Sé que no eres una bruja porque no te he visto hacer ningún mal a nadie que te rodea. –Se quedó un momento pensativo rascándose la barba sin afeitar–. Bueno, quizás alguna travesura como la que le hiciste a Caitlin privándole de su voz mientras cantaba. –Yo ahogué un gemido–. Pero casi siempre has utilizado tus conocimientos para ayudar y sanar. ¿Eres… galeno?
Por su última frase supe que no terminaba de creerse que una mujer pudiera haber llegado a estudiar la carrera de Medicina y esbocé una triste sonrisa.
–No. Yo estudié Historia del Arte. Quería trabajar en un museo. De momento lo único que hacía era restaurar pequeñas obras de arte para un anticuario –expliqué.
Él meditó la respuesta sin llegar a entender del todo la explicación.
–Entiendo –dijo–, de ahí tu curioso interés por todos los objetos que traje de mis viajes al Continente.
Asentí levemente.
–¿Qué es un museo?
–Es un lugar donde se recogen, guardan, restauran, exponen y protegen los objetos de arte.
–Así que te encuentras más a gusto rodeada de cosas viejas que de personas.
–Nunca le digas a una historiadora que el arte son cosas viejas –espeté haciendo que él de improviso soltara una brusca carcajada.
–Bien. –Sonrió recobrando la compostura–. ¿Cómo lo haces, Alana?
El cambio repentino de tema hizo que yo me tensara de forma perceptible. Había intentado distraerme con datos banales para atestar el golpe final y decisivo. Hubiera sido un perfecto inquisidor.
–No lo sé –confesé de forma sincera–, supe que era una bruja dos días antes de llegar aquí. Solo puedo decirte que siento como mi poder se engrandece cuando mis emociones se desatan. La mayoría de las veces no puedo controlarlo y me da miedo. En realidad soy una bruja desastrosa.
–Inténtalo –me instó suavemente–, muéstrame algo sencillo. Te he visto hacer crecer un rosal seco hacía años, evitar el dolor de Hugh, encontrar a mi hermana en un lago de aguas tan oscuras que era prácticamente imposible y salvarla de la muerte. –Abrió los brazos y se quedó expuesto–. Inténtalo conmigo, me gustaría sentir tu poder.
–No puedo –contesté torciendo el gesto.
–¿Y eso por qué? –Cruzó los brazos sobre su pecho en señal de enfado.
–Contigo no funciona. –Él me miró de forma inquisitiva enarcando una ceja–. Lo intenté la noche que querías castigarme. Deseé con muchísima intensidad que la rama se rompiera y te quedaras sin arma, sin embargo mi poder chocó contra un halo invisible que te rodea.
Él retrocedió un paso y se pasó ambas manos por el pelo con gesto concentrado.
–Tienes razón, sentí que intentabas frenarme. No lo recordaba –murmuró con voz ronca–. ¿Crees que estoy hechizado? –preguntó.
–No. Creo que es algo intrínseco a tu persona. No sabría explicarlo. Es como si tuvieses una fortaleza superior al resto –dije intentando explicar algo que no llegaba a comprender del todo.
De improviso esbozó una sonrisa sensual y triunfante y yo lo miré con gesto enfadado.
–Solo yo soy inmune ¿no? Eso está bien, muy bien. Pero tú no eres inmune a mí. –Siguió mostrando su sonrisa ladeada.
–¿Ah, no? –pregunté desconcertada.
–No. Te lo dije una vez. Cuando te poseo siento como tu piel se perla de un brillo intenso y tus ojos lucen verdes. Solo yo lo consigo –afirmó con tal orgullo masculino que tuve unos grandes deseos de romperle todos los dientes. Y él lo notó, ya que se retrajo instintivamente.
–¿Qué has intentado hacerme?
–Por un momento deseé golpearte –mascullé entre dientes.
Y por primera vez sus ojos brillaron divertidos y rio a carcajadas ante mi gesto adusto. Se acercó a mí y de improviso me besó con fuerza dejándome casi sin respiración. Se separó un momento después y sus ojos dorados me observaron con fijeza.
–No lo vuelvas a hacer, Alana –ordenó con suavidad, pero con la misma firmeza, y yo pensé que se refería a que no intentara dominarlo con mi poder. Me equivoqué–. Llevo casado contigo casi dos meses y te he visto al borde de la muerte más veces de las que mi corazón puede soportar. He rezado tantos rosarios que estoy seguro de que el Papa Clemente IX si conociera mi destino me canonizaría.
–Estoy segura de que acumulas tantos pecados en tu haber que eso sería altamente improbable –espeté sacudiendo la cabeza.
Él sonrió de forma ladeada, pero su rostro mostraba temor y preocupación.
–Supongo que sí, que cuando llegue mi hora tendré mucho que explicarle al Altísimo. Pero de momento la balanza se inclina hacia mi perdón –murmuró–. Promételo, Alana. Prométeme que no lo volverás a hacer.
–Yo… lo intentaré, pero ya te he dicho que hay veces que no consigo dominarlo.
–Te ayudaré –afirmó–, intentaré estar a tu lado cuando perciba que algo extraño te sucede y te protegeré con mi cuerpo y mi alma si fuera necesario.
–Yo… –No pude terminar lo que quería decir, que en realidad no sabía muy bien lo que era, ya que comencé a llorar de forma desconsolada ante su demostración de afecto.
Kieran me abrazó de nuevo y me acunó entre sus fuertes brazos, donde me sentía segura y protegida. Lo que resultaba extraño, ya que tenía la certeza de que eso en algún momento cambiaría y él se volvería contra mí. Intenté descartar esos pensamientos funestos de mi mente y centrarme solo en el cuerpo que me abrazaba.
–No querías casarte –susurró.
–No –contesté separándome de forma desganada.
Él buscó algo en su sporran y sacó la alianza de plata grabada que le había lanzado el día que Caitlin me envenenó. La mostró sujetándola entre dos dedos.
–¿Querrías hacerlo ahora? –preguntó apretando la mandíbula.
–Ya estamos casados –expresé de forma cansada.
–No. No lo estamos –suspiró de forma entrecortada–. Alana, cásate conmigo.
Cerré los ojos ante el brillo hipnótico de sus ojos. No entendía qué pretendía. Finalmente accedí asintiendo con la cabeza y él cogió mi mano y empezó a hablar.
–Yo, Kieran Finnegal… –hizo una pausa esperando alguna reacción, pero yo permanecí en silencio observándole– Adair Mackinnon, te tomo a ti Alana Deveroux como esposa, para amarte, cuidarte y serte fiel –esbozó una sonrisa ladeada y yo le devolví una mirada de furia – en las alegrías y las penas, en la salud y la enfermedad. Hasta que la muerte nos separe.
Introdujo la alianza en mi dedo anular y me besó con ternura en los labios.
–Tú –dijo separándose.
–¿Yo qué?
–Pronuncia tus votos.
–Ya lo hice.
–¡Oh, sí! Creo recordar que lo hiciste con mucho sentimiento. Sí, fue un acto muy sentido, sobre todo cuando te atragantaste con la palabra esposo diciendo algo muy desagradable, para después descartar con una mano el resto de la liturgia. Sí, lo hiciste. Pero lo hiciste de forma horrenda, aunque a Morag le divirtió bastante. Ahora quiero. No, necesito escucharlos, y esta vez pronunciarás todas las palabras. –No era una petición, era una maldita orden.
Refunfuñé como una niña y comencé a hablar en susurros y mascullando cada sílaba mirándolo con algo muy parecido al resentimiento.
–Yo, Alana Deveroux, te tomo a ti Kieran Finnegal –emití un largo suspiro y él entrecerró los ojos– Adair Mackinnon como –inspiré profundamente y sus ojos se tornaron peligrosos– esposo –sonreí de forma beatífica. – para amarte…, ummm, ¿respetarte? –Sus ojos eran solo una línea dorada en su gesto pétreo–. Y serte fiel durante todos los días de mi vida.
Sonreí con amplitud y no supe por qué.
–Solo espero que no olvides las palabras que nos han unido. –Y esta vez no era una orden, era una maldita amenaza.
–Kieran –expresé con un profundo cansancio intentando hacerle ver que nuestra precaria unión tendría pronto un final–, ¿no te explicó Sarah nada de nuestra vida anterior?
–Alana –me cogió ambas manos y noté su calor traspasándome y dándome fuerzas–, sé que muchas veces has creído que podías engañarme, pero no lo has hecho. Supe al instante de casarme contigo que no eras Magdalen, y, por tu lenguaje y tus actos, descubrí que tenías que ser la persona de la que habló Sarah. Supe en el momento en que me percaté que habías huido que ibas en su busca, desconozco cómo llegaste a conocer que está con los Cameron en Achnacarry, pero sé que deseas llegar hasta ella para hacerla regresar. También te pregunté una vez si querías regresar a tu hogar y me dijiste que este era ahora tu hogar. ¿Has cambiado de parecer?
–Yo…, mi vida… mi vida está a trescientos años de distancia. Es completamente diferente. Allí tengo mi trabajo…, mi… –Me silencié, en realidad no tenía nada más y las lágrimas volvieron a asomar a mis ojos.
–¿Hay alguien con quien desees regresar? –preguntó con voz queda.
–¡No! no es eso. ¿O sí? No lo sé. Algo sucedió, algo relacionado conmigo y con mis conocimientos de brujería. Tengo que regresar y restablecer el orden normal del tiempo. ¿Es que no lo comprendes? Tú y yo… nosotros…, esto es imposible, Kieran, jamás funcionará.
–Alana. Sé sincera. Nunca has pensado en permanecer aquí más que el tiempo necesario para regresar con Sarah, ¿verdad? –Su voz dejaba traslucir tanto dolor que me traspasó como agujas ardientes.
Asentí levemente junto a su pecho.
–No tendrás que esperar demasiado. Los Cameron entrarán en guerra con nosotros. Yo mismo te llevaré hasta ellos y podrás encontrar a Sarah –pronunció con voz serena.
Lo miré con lágrimas en los ojos.
–Kieran, tienes que entenderlo. Yo no pertenezco a este mundo. Tú y yo apenas nos conocemos. No tenemos nada en común. Tú no me amas y yo… –me quedé sin voz– tampoco –susurré finalmente casi atragantándome–. ¿Por qué lo has hecho? –pregunté sintiendo un puño de hierro estrangulándome y obligándole a mirar mi alianza.
–Porque Magdalen Mackenzie no murió en el naufragio. Ayer recibí una carta de su padre. El paquebote que traía sus misivas sí que se hundió, pero ellos no viajaban en él, ya que Magdalen se encontraba aquejada de una leve enfermedad. Se han unido al Levantamiento y me espera allí para celebrar la boda –expresó con calma.
Y un puño de hierro me estranguló y casi perdí el conocimiento. Y no supe si fue por agradecimiento a que yo no hubiera sido la causante de la inexistente muerte de Magdalen y su familia o al reconocimiento de que mi marido estaba prometido con otra mujer.
–Pero no lo entiendo. Tendrás que devolver la dote si llegan a conocer de mi existencia. Acabas de cavar tu propia tumba –dije respirando de forma agitada, dándome cuenta por primera vez de los problemas que nos acuciaban.
–Lo he hecho para protegerte, ¿qué crees que harán con una mujer que ha fingido ser otra para casarse? Todos están murmurando sobre tu extraño comportamiento y los sucesos acontecidos cerca de tu persona. Basta solo un rescoldo para prender la llama. Si afirmo que me desposé contigo de forma voluntaria y conociendo realmente tu identidad estarás a salvo.
–No lo creerán. No hay testigos.
–Nadie dudará de la palabra del laird Mackinnon.
–Tendrás que devolver la dote.
–Lo sé. Aunque ya no queda mucho. Lo que resta lo voy a invertir en pertrechar a mis hombres para la batalla.
–Kieran, tengo que regresar antes de que te encuentres con lady Magdalen. Tienes que casarte con ella. No hay otra opción.
–Ya estoy casado contigo. No puedo casarme con otra persona.
–Pronto dejarás de estarlo y serás libre. Jamás volverás a saber de mí
–¿Es eso realmente lo que deseas?
–Eso es realmente lo que debo hacer. –Mi voz fue firme y mi alma se rompió en pedazos.
Me miró un instante sin dejar entrever ninguna emoción y de improviso se giró y abandonó la habitación dando un portazo. Suspiré y me abracé el cuerpo sintiendo una súbita soledad que ahondó en mi pecho haciendo que prorrumpiera en profundos sollozos. Estaba así cuando entró un momento después Jeannie, con el sonriente pequeño Aluinn en brazos, y sin llamar a la puerta. Se quedó quieta algo apurada y Aluinn se removió nervioso notando la incomodidad de su madre. Esta lo dejó en el suelo y se acercó a mí.
–¿Qué os sucede, mi señora? –preguntó con suavidad.
Me froté los ojos arrasados en lágrimas con las mangas del camisón y sonreí de forma trémula y vacilante.
–Nada. No es nada importante –murmuré como toda explicación.
Ella hizo un gesto de incomprensión pero no volvió a preguntar.
–¿Queréis que os suba algo de la cocina? No habéis comido en días.
–Eso estará bien. Gracias –susurré.
–Bien, ahora mismo vuelvo –dijo saliendo de la habitación con tanto ímpetu como había entrado. Y dejándose al pequeño gateando en el suelo, que se acercó a una velocidad de plusmarquista hacia el fuego de la chimenea. Corrí hacia él y lo cogí en brazos.
–¡Eh, pequeño suicida! ¿Es que no ves el peligro? –le amonesté con voz suave.
Él se removió en mis brazos y me miró fijamente para proferir a continuación un gruñido de lo más elocuente. Alargó una de sus manitas a mi pelo y se metió un mechón en la boca. Y dejó de agitarse como una anguila, suspirando con placer. Yo sonreí con dulzura y me acerqué con él en brazos hasta la ventana. A lo lejos, junto al acantilado, pude ver a Kieran, que paseaba de un lado a otro a grandes zancadas, y sentí su enfado como si lo tuviera junto a mí. Cada poco se agachaba y cogía piedras al azar para lanzarlas contra el furioso mar que golpeaba las rocas.
Cerré los ojos con dolor y las lágrimas volvieron a afluir a mis ojos. Me imaginé mi vida de vuelta en el siglo XXI, el despertador sonando cada día a la misma hora, caminando hasta mi trabajo en la librería, comiendo un sándwich al mediodía y pasando la tarde en compañía de algún objeto antiguo deteriorado que necesitase ser restaurado. Y solo vi soledad. Una inmensa soledad. Lloré con más intensidad y Aluinn dejó de chupar para mirarme con curiosidad. Posó un dedo en una de mis lágrimas y sacó la lengua probando su sabor. Pronunció algo muy parecido a «¡arg!» y lo cambió otra vez por mi cabello.
Me fijé de nuevo en la figura recortada en la inmensidad del mar del Norte, los colores carmesí y negro del tartán de los Mackinnon destacaban en el fondo gris y tormentoso del cielo. Y lo vi por primera vez como era. Un guerrero, un laird, el jefe de un clan, el protector de cientos de personas, entre ellas yo. Y supe que quería seguir siendo así. Solo con él me sentía segura, quería que me cogiera entre sus brazos, que me besara y me hiciera estremecer. Quería verle cada día al despertar junto a mí. Quería discutir, enfadarme y pelear contra su testarudez, para ver como su rostro cambiaba y me ofrecía una sonrisa que iluminaba la estancia. Quería ver sus ojos brillar cuando me poseía, su piel suave perlada de sudor, su pelo negro ondulado que me hacía cosquillas cuando se inclinaba sobre mi cuerpo.
No quería una vida en soledad, enfrentándome a mis recuerdos una y otra vez, luchando por ser una persona que no era. Deseando que alguien me quisiera por lo que realmente era. Pero no podía quedarme allí. No podía, tenía que cumplir la promesa que le hice a mi abuela, tenía que salvar a Sarah y regresar con ella. Y tal vez… tal vez…, comencé a llorar de nuevo asustando al pequeño Aluinn.
–¿Qué crees qué debo hacer? –susurré al bebé entre mis brazos.
Él dejó de succionar y me miró, gorgoteó y me ofreció una gran sonrisa.
–¡Vaya! Tienes dos dientes nuevos. Ahora además de grapar podrás taladrar también –exclamé felicitándolo.
No puedo hacerlo, pensé de nuevo. Jamás funcionaría. Él estaba prometido a otra mujer, con la que debería estar casado y yo constituía un problema más que una solución. El dinero de la dote era vital para la supervivencia del clan. Sabía que iban a perder la guerra, que las consecuencias posteriores traerían hambre y escasez y… no, no podía hacerlo.
El pequeño Aluinn pareció sentir mi preocupación y fijó sus ojos en mi rostro sin parpadear.
–¿Crees que debo decirle lo que realmente siento?
–¡Blub!
–Eso no me sirve como respuesta. Inténtalo de nuevo –le urgí.
–¡Blub! ¡Blub!
Esbocé una triste sonrisa y él agitó los brazos complacido.
Desvié el rostro hacia Kieran, el cual se alejaba a paso firme hasta perderse en la lejanía, girando hacia la izquierda y desapareciendo de mi vista. Y sentí un profundo temor. No quería perderlo. Pero si me quedaba con él quizá lo perdiera antes de que finalizara el año. Podía morir en la batalla, muchos lo harían. Me estremecí de miedo y Aluinn se agitó molesto deseando bajar al suelo. Lo sujeté con más fuerza.
–¿Crees que debo quedarme junto a él? –pregunté al pequeño succionador.
Él negó con la cabeza haciendo volar su pelo castaño y riendo.
–¿No? –inquirí algo decepcionada–, ¿es eso lo que realmente piensas?
Él se mantuvo quieto y agitó la cabeza de arriba abajo con intensidad tirando de mi pelo.
–¿Sí? ¿Eso es un sí? –pregunté para asegurarme.
Él negó nuevamente.
–Vamos a ver. No me estás ayudando nada ¡por Napoleón! Céntrate en algo concreto enano gateador –le exigí frunciendo los labios.
–Grrrrarrrrr.
–¿Y cómo debo interpretar eso? No entiendo el lenguaje de los gruñidos –mascullé algo confundida.
–Grrrrrrreerrrr –gritó y golpeó mi pecho con un puño justo donde estaba mi corazón.
Sonreí por primera vez entre las lágrimas y recordé las palabras de mi abuela: «sigue a tu corazón, él te guiará». Mi corazón ahora me guiaba en una sola dirección. Kieran. Esperé que no fuera tan desafortunadamente inexacto como cuando sentía la magia.
En ese momento entró Jeannie con una pequeña bandeja de la que me llegó el olor de un guiso de carne que hizo que mi boca salivara. Pero no quería perder tiempo. Dejé a Aluinn en el suelo y me dispuse a vestirme con premura. Sin llegar a ponerme las medias ni calzarme, me dirigí hacia la puerta ante la mirada sorprendida de Jeannie.
–¿Adónde vais si no habéis comido nada todavía?
–Tengo algo muy importante que hacer. Tengo que seguir a mi corazón –expliqué con una gran sonrisa.
Ella me miró con una mirada divertida en el rostro.
–Id, pues, pero llevaos algo para el camino –dijo lanzándome una manzana que yo cogí al vuelo.
–¡Napoleón!
Ambas nos giramos a la vez hacia el pequeño Aluinn que se había incorporado y se tambaleaba sujeto a las sábanas de la cama, sonriéndonos con satisfacción.
–¡Ha dicho su primera palabra! –exclamó su madre emocionada.
–Sí, lo ha hecho –mascullé yo con mucho menos entusiasmo. Sabía cuál iba a ser la pregunta.
–¿Y qué diablos es Napoleón?
–Un hombrecillo con muy mal genio que llegará a ser emperador –respondí con cautela y salí volando de la habitación, dejándola con la boca abierta.
Bajé las escaleras saltando de dos en dos los escalones, descubriendo que descalza era mucho más hábil que embutida en los incómodos escarpines de piel curtida. Salí al exterior y oteé con la mirada. No vi a Kieran, pero a lo lejos vislumbré a su hermano ejercitándose con los caballos junto a Roderick y Gareth. Los ignoré y comencé a caminar donde estaba segura se había refugiado Kieran, en dirección al antiguo castillo de los Mackinnon. Mordí con ganas la manzana, sorprendiéndome por lo hambrienta que estaba y, poco antes de llegar a las ruinas escondidas entre los brezos, arrojé el corazón de la misma a una gaviota que sobrevolaba curiosa sobre mi cabeza. Apoyé la mano en la pared derruida de la fortaleza y el temor me invadió. ¿Qué iba a decirle?, ¿cómo podía expresarle lo que sentía? Suspiré con fuerza, sacando el valor de la tierra que me rodeaba, y me sumergí en las escaleras hacia el subsuelo. Al poco rato tuve que parar debido a la oscuridad que me envolvía. Esperé unos segundos hasta que mi vista se acomodó y pude distinguir un recodo frente a mí. Giré y escuché el rumor del agua. Me apoyé en la húmeda pared y avancé otro paso. Tropecé con algo y caí de bruces al suelo. Escuché una maldición en gaélico y un quejido de la «cosa» con la que había tropezado hincándole la rodilla en medio de su pecho. Sentí que él se levantaba y prendía la antorcha con rapidez.
–Eres más duro que una piedra –recriminé.
–¿Alana? –preguntó dudando si realmente era yo.
Asentí con la cabeza. Su gesto se tornó hosco.
–¿Qué haces aquí? –espetó cruzándose de brazos.
–Tengo que hablar contigo –dije acercándome un paso. Él retrocedió otro.
–Ya ha quedado todo claro esta tarde. No necesito más explicaciones. Quieres regresar a tu vida anterior y yo lo he entendido perfectamente.
–No, no quiero eso…, bueno, en realidad sí, pero no es lo que crees. Yo… tengo que regresar para solucionar… algo…, aunque volveré –expresé dejando mis sentimientos expuestos de una forma nada coherente frente a él.
Él no dijo ni una sola palabra y su gesto siguió estático.
–Si… si tú quieres –añadí.
Kieran continuó en silencio.
–Yo…, ni siquiera me gustabas, pensaba que eras un bruto sin sentimientos, un mal menor que tenía que sufrir para alcanzar mi destino. Ni siquiera te consideraba como algo real. Eras solo algo que soportar cada día a mi lado hasta que pudiera librarme de ti –expliqué con bastante poco tacto.
Sus ojos se entrecerraron hasta ser solo una línea dorada y su entrecejo se frunció en un gesto peligroso.
–Ummm…, no sé cuándo ha sucedido, de verdad que lo he intentado, he intentado no amarte con todas mis fuerzas. He intentado ignorar tu presencia y obviarte, con toda la intensidad que he sido capaz…, pero… pero… lamentablemente no lo he conseguido. –Mi voz era apenas un susurro y sentí que de un momento a otro iba a comenzar a llorar de nuevo.
Él se mantuvo como una estatua de bronce pulido y solo el ligero temblor de un músculo en su mejilla me indicó el grado de enfado que ocultaba.
–Yo… lo he consultado con Aluinn y…
–¡Aluinn! –exclamó con brusquedad–. ¿Le has hablado a Aluinn de nosotros? –Se mostró completamente horrorizado.
–Al pequeño Aluinn –aclaré.
Me miró si comprender y una sonrisa ladeada le cruzó el rostro, desapareciendo a la misma velocidad con la que había aparecido.
–Y supongo que te ofrecería respuestas de lo más lógicas y cabales, ¿no?
–En realidad… sí…, creo que me ayudó bastante. Aunque me costó un poco entender vuestro extraño idioma de gruñidos. Yo no quería venir a buscarte, prefería ignorarte hasta que pudiera volver con Sarah y él me hizo ver que tal vez, solo tal vez, estaba equivocada.
Su rostro se volvió a oscurecer y vi el peligro brillar en sus ojos. Esperé unos instantes alguna palabra por su parte, pero no llegó.
–Kieran… –susurré y creí que me iba a romper en mil pedazos. Había desnudado mi alma y él no había hecho absolutamente nada.
Se acercó a mí tan de improviso que no me dio tiempo a retroceder. Me cogió por la cintura y me alzó hasta su boca besándome con fiereza. Mis labios se abrieron para recibirle y su lengua trazó una danza de seducción enlazándose con la mía. Se separó jadeante unos minutos después. Yo me tambaleé entre sus brazos bastante aturdida.
–Alana…
Iba a responder cuando un dedo suyo se posó en mis labios ordenándome silencio.
–No vuelvas a pronunciar una sola palabra. Jamás nadie me había expresado su amor de una forma tan insultante como lo has hecho tú, pero tampoco tan sincera.
–No he dicho que te amaba –mascullé entre dientes.
–Cállate, Alana, es suficiente. No necesito escuchar más –murmuró acariciándome el rostro con su mano dura y rasposa–, y sí, lo has dicho. Eso y muchas más cosas que desearía no haber oído. A veces siento que eres como Morag, dejas volar tu lengua con total impunidad, sin reparar en las consecuencias ni de tus palabras ni de tus actos, mostrando tal indiferencia hacia el bienestar de tu persona que me da auténtico pavor.
Me crucé de brazos y me giré, dándole la espalda, bastante enfadada. Le había abierto mi corazón y él lo había cerrado con siete llaves. ¿Imprudente yo? ¿Indiferencia hacia mi persona? Pero ¿de quién estaba hablando?
Sentí sus manos en mi cintura y su barbilla apoyada sobre mi hombro. Me revolví y él me sujetó con más fuerza.
–Sí, eres así, pero si fueras de otra forma no me gustarías tanto. ¡Oh, sí! Mo aingeal, me gustas mucho, demasiado. Mis ojos vuelan cuando estoy contigo sin separar mi mirada de tu rostro mientras tú permaneces ajena y ausente de mí. Estoy dispuesto y preparado a que eso cambie de una maldita vez. No habrá otro hombre más que yo. No habrá otro rostro al que mires. Y no habrá otro al que entregues tu amor más que a mí. ¿Lo has entendido?
Me giré y le enfrenté la mirada.
–¿Me estás ordenando que te ame? –exclamé ofendida y sorprendida a partes iguales.
–No. Te ordeno que dejes de sentir dolor y empieces a vivir –susurró de forma cadente.
Las lágrimas cobardes volvieron a mis ojos con intensidad. Vivir, nada me daba más pavor que eso. Toda mi vida me había escondido en mi pequeña fortaleza donde me sentía a salvo del dolor y el miedo al rechazo. Y él de nuevo había visto el interior de mi alma.
Me giró hasta ponerme de frente a él y besó mis lágrimas llevándose mi temor. Posó sus labios sobre mi sien y suspiró brevemente. Una mano se deslizó hasta desatar las lazadas de mi corpiño y empujó la tela áspera de lana sobre mi hombro hasta que este quedó desnudo. Un reguero de besos ardientes sobre la carne expuesta hizo que me estremeciera y mi vientre se contrajo en un remolino de deseo. Bajó el vestido hasta la cintura dejándome agitada y expectante. Lo observé un momento. Su rostro se había oscurecido y sus ojos brillaban captando la luz de la antorcha. Me empujó con suavidad hasta la pared y arrastró mi vestido que cayó al suelo en un susurro de telas que se perdió en el gemido que brotó de mi boca. Posó sus labios en uno de mis pechos y mordió el pezón. Protesté y él rio contra mi piel. Con una rodilla empujó mis piernas hasta que estas se abrieron, esperándole. Su boca apresó la mía y su lengua buscó sin descanso haciendo que nos enlazáramos en una lucha desigual. Sentí como una mano grande y fuerte escalaba por el interior de mis muslos y rozaba mi carne sensible.
Comencé a temblar de forma descontrolada y me tuve que sujetar a sus hombros para no caer. Y él lo percibió, percibió mi total entrega y… paró de improviso, apartándose. Me tambaleé algo aturdida y abrí los ojos desenfocados, parpadeando.
–Hijos –pronunció como en una sentencia–. No admito negociación. Quiero tener hijos contigo.
–Eres un maldito torturador –mascullé todavía jadeante.
–Di que sí –dijo posando su dedo justo donde mi piel era más sensible. Me estremecí una vez más y lo maldije más de mil veces.
–Seré una madre horrible. No sería justo para ellos.
–Alana, ni siquiera sabes lo que eres, pero yo sí.
–No, no lo sabes.
–Cede –instó él moviendo el dedo.
Jadeé
–No.
Su dedo fue sustituido por algo más grueso. Gemí aferrándome a sus hombros.
–Uno –balbucí finalmente.
–Está bien. Cuando tengas a nuestro hijo en brazos ya no necesitaré convencerte. Él se encargará de ello –afirmó con una sonrisa maliciosa bailando en sus labios.
–¡Ja! No me conoces, si es eso lo que piensas –espeté furiosa.
–¡Oh, sí! Te conozco perfectamente –afirmó quedándose quieto.
Lo miré fijamente.
–¿Nadie te ha dicho nunca que hablas demasiado?
Y se calló, aunque nuestro lenguaje se modificó y empezamos a entendernos de una forma mucho más divertida.
Bastante rato después me encontraba apoyada en su pecho dentro del pequeño lago de aguas termales, disfrutando de la languidez propia del momento, cuando una nueva pregunta suya rompió el hechizo.
–¿Qué sucede con Gareth?
Sus cambios de tema y de situación en ocasiones llegaban a marearme.
–No lo sé, ¿qué sucede con él? –pregunté a mi vez esquivándolo.
–Sarah me contó algunas cosas, una de ellas fue que Gareth se parecía mucho a su pareja en el futuro. Sé que tú lo reconociste y has visto en él algo que te recuerda a tu pasado. Ella me dijo que él te tenía bastante cariño. Y recuerdo la noche que tuviste un sueño y admitiste estar enamorada de otro hombre. ¿Sabes que pronunciaste su nombre dormida?
–No, no lo sabía –murmuré más para mí misma que para él. El pensar ahora que podía estar enamorada de Gareth se me antojaba como poco imposible. Quizá le había tenido cariño, me había amparado en la desgarradora soledad que dejó Sarah para acercarme más a él. Pero con total seguridad no estaba enamorada de Gareth, ni en el pasado, ni en el futuro. No podía estar enamorada de él porque… ¡Maldita sea! Me acababa de dar cuenta de que estaba enamorada de Kieran.
Me giré flotando en el agua y lo miré de frente.
Kieran se inclinó sobre mí hasta que nuestros rostros estuvieron solo a un palmo de distancia.
–¿Qué te sucede? ¿Te encuentras enferma?
–Estoy enamorada, tú tenías razón. Me he enamorado –suspiré contra su pecho húmedo.
Él me apartó para observarme.
–¿De Gareth? –masculló con gesto enfadado–. ¿Es eso?
–No. Es mucho peor –afirmé.
–¿Qué puede ser peor que eso?
–Que me he enamorado de ti. –Sollocé con tanta fuerza que hasta las paredes se estremecieron.
Y Kieran esbozó una de esas raras sonrisas que conseguían iluminar cualquier estancia donde él se encontrara. Me acercó a él y me besó con ternura.
–Mo aingeal, nunca. Repito. Nunca me escribas un poema de amor. Mi corazón no podría resistirlo. Eres un completo desastre mostrando tus sentimientos –murmuró acariciándome la espalda y yo sollocé aún con más intensidad.
Estuvimos así bastantes minutos, hasta que conseguí relajarme y hacerme a la idea de algo que no me gustaba reconocer. Me sentí tan arropada por él y arrullada por el suave mecer del agua cálida que nos rodeaba que casi me quedé dormida. Kieran pronunció una palabra y yo creí que me la había imaginado.
–Therése.
–¿Qué?
–La dulce Therése –exclamó esta vez en voz alta y con una mirada soñadora oculta por sus párpados entornados.
–¿Y quién era esa dulce joven? –expresé ya totalmente despierta mirándolo con fijeza.
–Era la hija del posadero de la aldea donde transcurrió la campaña en Bélgica. El ejército estuvo acampado allí durante semanas. Yo acudía cada día solo para verla trabajar, tenía un cuerpo pequeño y voluptuoso, unos grandes… –fijó la vista en mí y sonrió de forma sensual–, atributos que se agitaban cuando escanciaba cerveza rubia, amarga, pero dulce como ella misma. Gasté todos mis ahorros de la paga de soldado en llevarle pequeños presentes que compraba a los vendedores ambulantes, una cinta de raso, unos pendientes de coral, lo que fuera. Sin conseguir nada en contrapartida. Ella solo tenía ojos para Gareth, y Gareth solo tenía el pensamiento y la vista puesta en la próxima batalla. Una tarde me acerqué a la tienda de lona que compartía con él y otros cuatro hombres y observé como se agitaba y salían unos extraños ruidos de allí, gemidos y gritos entrecortados. Corrí y me asomé con cuidado, desenvainando la espada. Eran Gareth y ella, estaban juntos, y no necesitaban mi ayuda. Permanecí unos instantes observándolos con curiosidad. Era virgen –lo dijo como si le avergonzara confesarlo– y necesitaba aprender, ¿lo entiendes?
Asentí con la cabeza sin saber si sonreír o enfadarme de veras.
–Finalmente me aparté y me apoyé en un árbol cercano con la espada todavía en la mano. Y tuve que esperar mucho rato hasta que ella salió atándose los lazos de su corpiño, con la mirada algo extraviada y el rostro arrebolado. Ni siquiera se percató de que yo estaba a unos pocos metros. Poco después salió Gareth y él sí me vio. Me acerqué y sin mediar palabra le asesté un puñetazo. Todavía no era tan fuerte como ahora y solo conseguí que él girara la cabeza y después me mirara con gesto de fastidio un instante. Vio mi espada en la mano y sacó la suya, nos enzarzamos en una pelea bastante poco elegante, mientras varios soldados se acercaban a jalearnos. ¿Ves mi cicatriz en el cuello justo debajo de la oreja derecha?
–Sí –afirmé viendo la pálida línea blanca.
–Me la hizo él. Cuando vio la sangre manar, dejó de luchar y me tendió la mano para levantarme del suelo. «Pequeño Kieran», dijo, «tienes mucho que aprender sobre las mujeres». «Yo la amaba», exclamé furioso y él me contestó: «sí, tú la amas, pero es conmigo con quien yace». No lo volví a ver hasta la batalla, tres días después.
–¿Se puede saber por qué necesitaba conocer esa historia? –pregunté todavía no sabiendo muy bien qué hacer.
–Porque yo ahora puedo decirle exactamente lo mismo. Gareth, puedes ser tú el que la ames, pero soy yo quien la poseo. –Y diciendo eso me besó con tanta fuerza que me dejó sin respiración.
Me aparté con brusquedad y salí del agua buscando mi ropa. Cuando la tuve en los brazos me volví hacia él, que me había seguido con un gesto extraño en el rostro.
–¿Me estás intentando decir que eres un hombre enamoradizo? ¿Que yo soy una muesca en tu cama? ¿Una conquista de la que alardear? –espeté iracunda.
Se acercó a mí y me cogió el rostro con las manos.
–No. En realidad únicamente me he enamorado una sola vez en toda mi vida –susurró con extrañeza.
Me giré ante la intensidad de su mirada y me vestí con rapidez. No podía acusarle de mentir, ya había dicho que se había enamorado. ¿La dulce Therése? ¿Era ella la afortunada? Porque, aunque yo hubiera mostrado mis sentimientos sin ambages, él no lo había hecho. Se había comportado de forma honorable, sí, cómplice, también, pero de sus labios no había brotado el famoso «te quiero», o el consolador: «yo también».
Esperé impaciente a que él se vistiera y salimos al exterior. Había anochecido y a lo lejos se veían titilantes las pequeñas luces de velas y antorchas del interior del castillo. Permanecimos en un silencio incómodo hasta que entramos en el recibidor.
–¿Quieres venir a cenar? –preguntó casi arrastrándome al salón.
–No. Prefiero subir a la habitación –contesté frunciendo los labios.
–Está bien –dijo suspirando y me guio hasta la cocina donde estaba Aluinn conversando con Roderick.
–Todos están en el salón –nos comunicó Roderick nada más cruzamos la puerta.
–Preferimos cenar en la habitación –señaló Kieran como toda explicación, y se dedicó a buscar lo que le pareció apropiado para subirlo a nuestros aposentos ante mi mirada fría y ausente.
Tanto Aluinn como Roderick cruzaron una mirada cargada de intenciones y prorrumpieron en una carcajada.
–Kieran, mo charaid, nos espera un largo camino por delante, deberías guardar algo de fuerzas –indicó Roderick pasándole una mano por el hombro.
Él lo miró con tanta furia que Roderick se apartó un paso, pero no dejó de sonreír.
–Estos jóvenes no tienen límite –añadió Aluinn con algo de nostalgia–. ¿Recuerdas nuestra juventud, Rod?
Roderick asintió levemente con la cabeza y su mirada se tornó oscura.
–Creo que tú, Aluinn, eres el menos indicado para hablar, ya que me consta que todavía no has llegado a tu límite –indiqué con acritud sorprendiéndolos a todos. Más que nada porque tuviera voz en la conversación.
Aluinn pronunció unas frases en gaélico que no sonaron demasiado melodiosas a los oídos de ninguno.
–¿Qué ha dicho? –pregunté a Kieran.
Él farfulló algo que no entendí y finalizó con una sola palabra:
–Mujeres.
Bufé indignada y me giré, sin ánimo para discutir, hacia las escaleras.
Kieran llegó a la habitación segundos después de mí, acercó la silla de madera al fuego y me ofreció el butacón. Decliné la invitación y cogí una rebanada de pan para untarla de mantequilla. Kieran dejó el contenido del hatillo sobre la pequeña mesa y comenzó a dar buena cuenta de todo lo que había recogido. Comió en silencio, observándome mientras yo paseaba, mordisqueando el pan, por toda la habitación.
–¿Te encuentras bien? –preguntó al fin.
–Grrrr…
–¿Estás enfadada?
–Bfrrffrr…
–Alana, ¿se puede saber qué te ocurre?
Detuve mi caminar y lo fulminé con la mirada. ¿Encima tenía el descaro de preguntar?
–Therése, Therése… la dulce Therése…, tan joven y delicada, con esos –me atraganté y tosí–, atributos tan espectaculares.
Kieran se recostó en la silla y cruzó los brazos.
–Estás celosa.
–¿Yo? ¿De quién? ¿De la dulce Therése? ¿O quizá de la dulce Caitlen? Que, por cierto, comparte con aquella el mismo aspecto, pequeña, delicada y con unos grandes… –me volví a atragantar–, atributos.
El cristal de la ventana me devolvió un opaco reflejo de mi rostro, normalmente serio y nada dulce, lo que no ayudó a calmar mi enfado.
–¿Cuántas más hay por ahí dulces, pequeñas, delicadas y con…? ¡Bah, ya lo sabes! –inquirí de pronto enfrentándole. Él dejó a medio camino de su boca una rebanada de pan cubierta por miel y me miró de forma incrédula.
–Algunas –confesó con voz serena.
–¿Y se puede saber por qué te has casado conmigo? Porque estoy segura de que no es por mi dulzura ni por mis enormes atributos –señalé mirándolo con frialdad.
–Jamás entenderé a las mujeres por más que viva cien años –fue su respuesta.
Emití un gruñido muy poco femenino.
–Ya te lo he dicho –añadió levantándose para acercarse a mí.
–No, no lo has hecho. Solo has explicado que es algo que tenías que hacer para protegerme, cuidarme… y un montón de cosas sin sentido
–No. Te he dicho que es porque únicamente me he enamorado una sola vez en toda mi vida.
–Sí, eso lo he oído. Lo que no has dicho es de quién.
–¿Y de quién iba a ser sino de ti? –preguntó con estupor.
–¿Y por qué no dices simplemente que me quieres?
–Te amo. ¿Es eso lo que querías escuchar? Te amo porque eres un desafío para mí. Porque me has demostrado más fuerza y más valor que cualquiera de las mujeres que haya tomado antes. Te amo porque solo tú consigues que mi cuerpo te desee una y otra vez sin descanso. Y te amo porque… porque tú también tienes unos grandes… atributos –aseveró sonriendo y cogiendo al vuelo el resto de la tostada que le lancé contra la cabeza.
–¿Has terminado de cenar? –exclamé y él me miró sorprendido, para después fijar la vista en la mesa casi vacía de viandas.
–Ummm…, supongo que sí, ¿por qué? –preguntó rascándose la barbilla.
Lo cogí de la mano y lo arrastré a la cama.
–Porque quiero que me demuestres exactamente cuánto me amas.
Y esa noche descubrí que el amor es lo más importante que puede existir, que es una palabra que jamás debería desaparecer del diccionario, y que yo lo propondría como patrimonio de la humanidad si fuera necesario. Porque el amor, cuando es compartido una, dos y hasta tres veces en la misma noche, puede llegar a salvarte de ti misma y convertirse en infinito.