Capítulo XVII
El pasado ha huido,
pero el presente es tuyo.
Mi instinto era igual de torpe que mis habilidades como bruja.
Lo constaté cuando dejé de sonreírle con embeleso al anciano apoyado en un bastón de madera con la cabeza de un águila grabada en el mango. Era un poco más alto que yo, aunque su apostura estaba encorvada por la edad. Lucía un espeso pelo completamente blanco y su rostro cubierto de arrugas me mostraba algo parecido a la diversión brillando en sus profundos ojos azules, como si le hubiera hecho gracia mi actitud subyugada.
–Alana Deveroux, bienvenida a mi hogar. ¿Ha tenido un buen viaje? –preguntó con voz ronca y cascada.
–Gracias, ha sido un viaje largo, pero tranquilo –contesté de forma mecánica.
–Soy Finnegal Mackinnon. –Se presentó extendiendo una mano.
Se la cogí y sentí su fuerte presión, sorprendiéndome de la fortaleza que mostraba para ser alguien tan anciano. Su mano estaba seca y áspera al contacto, pero extrañamente reconfortante. Era sincero en su bienvenida.
–Finnegal –repetí contrayendo el gesto.
–Sí, Finnegal, aunque puede llamarme Finn, si lo prefiere. ¿Acaso no le gusta el nombre? –Su tono seguía teniendo implícito un cierto matiz divertido.
–No, señor Mackinnon, solo me ha recordado a alguien que conocí hace mucho tiempo.
–Bueno, por su gesto contrariado parece que ese hombre no fue de su agrado.
Suspiré y desvié el tema con rapidez.
–¿Es este el cuadro que tengo que restaurar? –pregunté girándome para evitar la intensa mirada de aquel anciano.
Él se acercó cojeando hasta situarse a mi lado.
–Sí. ¿Qué le parece? –Me miró con seriedad.
–No creo que necesite ser restaurado –respondí siendo sincera.
–Yo creo que se equivoca, por eso recurrí a sus servicios, me hablaron muy bien de usted. Sé que es joven y todavía no se ha labrado un nombre en el oficio, pero pone interés y una gran perfección en todos sus trabajos –explicó sin dejar de observarme.
Me pregunté quién demonios le habría hablado de mí, ya que apenas había restaurado tres o cuatro cuadros en lo que llevaba en Edimburgo.
–¿Por qué cree que necesita ser restaurado? La pintura se mantiene perfecta, excepto por alguna descamación del óleo producido por la antigüedad, en realidad es perfecta –señalé.
–Porque creo que necesita que alguien lo dote de vida.
–¿Lo dote de vida? ¿Y cómo cree que puedo hacer eso? –inquirí con un deje de incredulidad.
–¿Qué puede decirme de la obra? –replicó él sin contestar a mi pregunta.
Medité unos instantes recordando lo imprescindible para valorarla con justicia.
–Es una obra de mediados del siglo XVIII, algo más grande de lo que solía ser normal en la época, y sorprendentemente realista. Es muy difícil captar la verdadera esencia del modelo y el pintor lo consiguió. La mujer debió estar posando mucho tiempo para él. Resulta extraño que esté situada en el exterior cuando prácticamente todos los retratos de mujeres se sitúan en el interior de las casas. Solo cuando son retratos masculinos que hacen referencia a algún hecho concreto o habilidad a destacar suelen ser pintados con un fondo de exterior –expliqué.
–¿No le resulta familiar?
Comencé a inquietarme de forma alarmante y me di cuenta de que mis manos temblaban.
–¿Por qué lo dice?
–Porque yo veo un gran parecido de la joven del cuadro con usted –indicó con una sonrisa.
Enarqué una ceja en señal de escepticismo.
–Bueno, supongo que es fruto de la casualidad. Está claro que la joven del cuadro no soy yo. Como le he comentado, estoy convencida de que tiene una antigüedad de más de doscientos años –aduje con firmeza.
–Es cierto. Fue pintado entre los años 1729 y 1731.
–¿Quién fue el autor? Lo siento, pero no reconozco los trazos.
–Un antepasado de nuestra familia. Ha permanecido con nosotros durante todos estos años, lo hemos protegido de incendios y guerras siguiendo instrucciones precisas. Nunca ha visto la luz ni ha sido expuesto más que para la gente que ha visitado nuestro hogar –contestó.
Me acerqué y observé las pequeñas iniciales pintadas con trazo elegante y simétrico en la esquina derecha del lienzo. C. M. Intenté buscar en mi memoria algún pintor de la época que se pudiese adecuar a esas letras y no lo encontré. Apenas conocía nada de la pintura escocesa. Lo más probable es que fuera un pintor sin renombre, pero con gran talento. Y aunque lo negaría ante un tribunal de la Inquisición, la joven del cuadro era yo, no tuve ninguna duda. La palabra grabada en la alianza que ahora podía leer con facilidad era la misma que yo llevaba inscrita en la que portaba en mi mano.
El misterio del origen del cuadro vibró en mi pecho como un cosquilleo y deseé ponerme a trabajar en él lo antes posible para poder averiguar algo. Quizás encontrase bajo las capas de pintura algún mensaje de Kieran. Abrí los ojos y me mordí el labio con anticipación. El anciano volvió a carraspear y yo lo miré como si lo hiciera por primera vez, por un momento había olvidado que no estaba sola.
–Veo que tiene interés por comenzar su trabajo –dijo retornando la sonrisa divertida a su rostro–, pero está anocheciendo. Antes deberíamos cenar. Su habitación es la que se encuentra justo al final de este mismo pasillo. La espero aquí dentro de media hora, ¿le parece bien?
–Perfecto –contesté sintiendo de súbito el cansancio del viaje, alejándome hacia la puerta.
Entré en la habitación que me habían destinado y no pude evitar abrir los ojos con asombro. En el centro descansaba una enorme cama con dosel en madera maciza con el cabezal finamente labrado con entrelazados celtas escoceses. A ambos lados de la cama había dos grandes ventanales y en la chimenea de piedra pulida crepitaba un fuego de leña que calentaba con tibieza las frías noches de la isla. El edredón era de un color carmesí y sobre él descansaban varios cojines en diferentes tonos de ocre, todos en seda. Las cortinas abiertas eran del mismo tono y caían hasta el suelo dejando ver los jardines y el mar de fondo. A un lado había un escritorio Luis XVI y un butacón tapizado en el mismo tono que el edredón. Las mesillas eran altas y sobre ellas destacaban unas bonitas y coloreadas lámparas Tiffany, originales. A un lado de la puerta había un armario empotrado, disimulado en la tela de rayón que cubría las paredes, haciendo que al cruzar la puerta pareciera que me hubiera trasladado de nuevo al siglo XVIII con la ventaja de las comodidades que se podían disfrutar en el presente.
Una puerta a la derecha comunicaba con el baño, en el que podía elegir entre una ducha romana o bien una bañera de hidromasaje. Todo el frontal estaba cubierto por un espejo de alto en bajo y dos lavabos encastrados en piedra negra. No tardé ni un segundo en desnudarme y meterme en la ducha, dejando que el agua caliente me reconfortara. Habían dispuesto toda una gama de jabones y geles de ducha, y sobre un colgador disimulado tras la puerta había un albornoz de rizo americano en tonos amarillos y varias toallas del mismo color.
Mascullando el poco tiempo del que disponía para disfrutar de aquel baño, salí presurosa de la ducha y me sequé con rapidez. Peiné mi pelo y lo ahuequé para que se secara al aire, quedando como siempre, en total independencia a mi persona. Me vestí con unos pantalones negros con cintura elástica ajustados y una blusa de seda en color verde que resaltaba el fondo de mis ojos y disimulaba mi embarazo. Me calcé unos botines de tacón y me maquillé ligeramente, dándome un toque de perfume en el cuello y en las muñecas. Como único adorno me puse unos sencillos pendientes de cristal de murano negro. Quería causarle buena impresión al anciano señor Mackinnon, convencerlo de que, pese a mi juventud, podía hacer un buen trabajo.
Cuando entré en el salón, al anochecer, habían prendido las velas de los candelabros de plata y la mesa estaba dispuesta con el servicio de dos comensales, uno a cada extremo. El señor Mackinnon estaba de pie cerca del cuadro, vestido con un pantalón de traje y una camisa en tonos azules, mirándolo con atención. Se giró en cuanto yo crucé la puerta y me ofreció una cálida sonrisa. Se acercó a la silla que quedaba de espaldas a la pintura y la apartó de la mesa indicándome que me sentara. Lo hice, agradeciéndole el gesto, y esperé a que él tomara asiento frente a mí.
El mayordomo se materializó de improviso y nos sirvió una sopa que olía deliciosamente a verduras. Empezamos a cenar en silencio y nos mantuvimos así hasta que nos sirvieron el siguiente plato, salmón braseado acompañado de patatas a la panadera. El señor Mackinnon le indicó al mayordomo que dejara en el aparador los postres con una tetera humeante y que se retirara a descansar, que ya no iba a necesitar más sus servicios. Era la señal de que podíamos hablar con libertad.
–Espero que la cena sea de su agrado.
–Lo es. Muchísimas gracias.
–No ha probado el vino –murmuró entornando los ojos en mi dirección–. Es excelente. He ordenado que lo suban de la bodega expresamente por usted.
–Lo siento, no me gusta demasiado el vino. Además –dudé un momento, pero como tampoco iba a estar allí el tiempo suficiente para que mi embarazo fuera un problema laboral, decidí ser sincera–, estoy embarazada.
Esbozó una amplia sonrisa y sus ojos azules destellaron con la luz de las velas, demostrando una sincera alegría.
–La felicito, a usted y a su marido, ya que veo que luce una bonita alianza –expresó alzando la copa en mi dirección.
–No estoy casada –musité frunciendo los labios ligeramente.
–¿Ah no? –Pareció contrariado–. Yo creí que…, bueno, no tiene importancia, los jóvenes de hoy en día no necesitan de las formalidades que requeríamos en nuestros tiempos.
–Soy… viuda –balbucí. Recordé que Kieran ya no existía y el dolor me acometió de improviso.
–Lo siento mucho querida, parece tan joven…
–Usted, ¿está casado? –pregunté tragando saliva y desviando el tema de mi persona.
Su rostro se oscureció y pareció perderse en sus recuerdos por un instante.
–Lo estuve. Ella murió.
–Lo siento. Parece que la quería mucho.
–Así es, la sigo queriendo. La muerte puede acabar con la vida, pero no puede destruir el amor –afirmó bebiendo un largo trago de vino blanco.
Fue mi turno de atragantarme y eso que no estaba bebiendo. Tosí con disimulo y carraspeé para aclarar la voz.
–¿Tiene hijos? –inquirí.
Él sonrió y me miró a través de la luz de las velas.
–Sí, pero ellos viven su vida lejos de aquí. Yo nunca he podido alejarme mucho tiempo de mi isla. Aquí descansan todos los que amé –contestó.
–Entiendo –musité sintiendo de nuevo el dolor en mi corazón.
–Y dígame, ¿su marido…?
–Prefiero no tocar ese tema, si no le importa –lo interrumpí.
–Veo que es algo delicado, lo sigue amando, ¿entonces? –Su voz era suave y cautelosa.
La cena se estaba convirtiendo en una tortura emocional.
–No. –Él se puso rígido–. Sí, no lo sé…, ocurrieron muchas cosas… No quiero hablar de ello, por favor –susurré sujetando con mucha fuerza el tenedor de plata en mi mano derecha.
–¿Le gusta la isla? ¿La había visitado ya? –preguntó él viendo mi turbación y cambiando con rapidez de asunto.
–Sí, me gusta mucho, y sí ya había vivido antes aquí –contesté de forma mecánica.
–¿Ah, sí? ¿Cuándo? –inquirió él.
Mascullé una maldición en silencio por mi descuido verbal.
–Eh…, hace algún tiempo –respondí sin mucha convicción.
–¿Conoce las ruinas del castillo de mi familia?
–Sí.
–No lo ha mencionado cuando ha descrito el cuadro.
–No creí que fuera importante.
–Yo siempre he pensado que era lo más importante de la obra, se identifica perfectamente a la mujer como un miembro del clan de los Mackinnon.
–Eso lo hace el manto que está prendido de su hombro.
–Es cierto. –Rio con suavidad–. Pero el lugar indica que la mujer nunca debió abandonarlo.
–¿Cómo sabe que lo abandonó?
–¿Cómo sabe usted que no lo hizo?
Me quedé sin palabras y asomé el rostro entre las velas de uno de los candelabros para observar al anciano con más intensidad. Entorné los ojos con algo muy parecido al enfado.
–¿Quién le habló de mí? –pregunté por fin.
Él no contestó. Buscó algo en su bolsillo y me lanzó una pequeña canica que se deslizó a lo largo de la mesa hasta que la paré con mi mano y la cogí examinándola con atención. No era una canica, era un proyectil de metal fundido y prensado, algo oxidado y abollado, pero perfectamente reconocible. Levanté la vista y él me sostuvo la mirada.
–Cailen –pronuncié apenas sin voz.
Él se mantuvo impávido, casi una figura de cera envejecida, sin despegar sus ojos de mí.
–Cailen Finnegal Mackinnon. Tú también llevas el nombre de tu padre.
–En realidad no era mi padre, ya lo sabes.
–¿Cómo es posible? –balbucí sintiendo que caía por un precipicio y no tenía dónde sujetarme. Apreté con fuerza el proyectil en la mano buscando una explicación plausible.
–Lo hiciste tú, deberías recordarlo mejor que yo. Para ti ha sucedido solo hace cuatro o cinco días, para mí, hace trescientos años.
Abrí la boca buscando aire y sentí que me mareaba, incliné la cabeza y apoyé los codos en la mesa. Percibí que él se levantaba con rapidez y atravesaba la pequeña distancia que nos separaba cojeando. Posó sus manos en mis hombros y yo levanté la vista intentando descubrir en el anciano con el rostro surcado de arrugas y pelo blanco al joven que había conocido en el pasado.
–Yo… yo solo te salvé la vida, no hice otra cosa –repuse con voz entrecortada.
–Durante muchos años me pregunté cómo podía ser que no envejeciera a la misma velocidad que el resto de la gente que me rodeaba y finalmente solo encontré una respuesta que me satisficiera.
–¿Cuál?
–Kieran me dijo que posaste tus manos ensangrentadas en mi herida abierta. Tu sangre se mezcló con la mía y además de salvarme la vida, me diste una larga y plena estancia en este mundo –explicó sin que sus manos se apartaran de mis hombros.
Sentí que temblaba como una hoja, sin poder controlar la desolación que me invadió.
–Lo siento –susurré a punto de echarme a llorar como una niña–. Yo no quise…
Él se apartó y acercó una silla para sentarse junto a mí.
–¡¿Qué lo sientes?! –preguntó con estupor–. Alana, me salvaste la vida y me diste lo que muchos han deseado. He vivido trescientos años esperando este momento solo para poder mirarte a los ojos y suplicar tu perdón –expresó con tristeza.
–¿Por qué habría de perdonarte? ¿Por lo de Caitlen? Eso ya quedó zanjado, no te culpo por ello –repuse sintiendo que la realidad del presente y la realidad del pasado se mezclaban en mi mente haciendo que esta se tambaleara peligrosamente.
–Yo fui quien te traicionó, Alana. Yo escribí la carta que te acusaba de brujería. Solo yo tenía la habilidad necesaria para imitar a la perfección la letra y la firma de Kieran –confesó con voz firme.
Lo miré con total incredulidad y también dolor.
–¿Por qué hiciste tal cosa?
–Mi madre, además de emponzoñar el libro de La Ilíada, envenenó mi mente haciéndome creer que deseabas la destrucción del clan, que habías hechizado a Kieran y que llevabas en tu vientre el hijo del diablo por tu condición de bruja. Lo siento Alana, era joven y fácilmente influenciable y ella era mi madre. Acababa de saber que Roderick era mi padre y me sentía vulnerable. Creí que hacía lo correcto –expresó cogiendo mi mano temblorosa.
Yo me solté y lo miré con ira.
–Dejé que todos vieran lo que era arriesgándome para salvarte la vida, hice lo mismo con Morag y volvería a hacerlo sin ninguna duda. Siempre confié en ti, Cailen, te consideraba una persona íntegra y honesta. Y creí que tú también me apreciabas –repliqué sintiendo como mis entrañas ardían por la nueva confesión.
–Lo siento, Alana, no tengo palabras para expresar cuánto lo siento, de veras. La pena y la culpa me ahogaron durante años. He esperado mucho tiempo para disculparme.
–Y quieres que te diga que todo está olvidado, que no hay rencor por mi parte. Estuvieron a punto de quemarme. ¡A mí y a mi hija! –grité levantándome de un salto para quedarme de pie mirándole con odio.
Él agachó la cabeza y pude ver todo el peso de los años acumulados en ese simple gesto. Sentí su dolor y sentí la pérdida que tuvo que sufrir al ver la muerte de todos a los que amó. A mi pesar no pude por menos que entenderlo, la influencia de Elinor era muy fuerte en su hijo mediano, el más protegido, el más dulce y cariñoso, el que no nació para soldado, sino para las artes.
–Tú pintaste el cuadro. –No era una pregunta.
–Sí. Lo hice para conseguir el perdón de Kieran. Él jamás te olvidó y creí que ofreciéndole el pequeño consuelo de ver tu rostro conseguiría que al menos no me mirara con odio el resto de su vida. –Su voz sonó rota y cansada.
Me acerqué a él y me arrodillé, obligándolo a volver su rostro hacia mí. Sus ojos brillaban por lágrimas sin derramar. Sentí casi el mismo dolor que él.
–Ya está, Cailen. Todo aquello quedó en el pasado, y no se puede cambiar. Te perdono, como has dicho, eras joven y no pensaste en las consecuencias que podían acarrear aquel acto. –Le ofrecí el único consuelo que podía darle.
–Gracias, Alana. Gracias –pronunció en voz queda–. No sabes lo que has aligerado el alma con tu perdón a este viejo al que ya no le queda mucho tiempo.
Lo abracé y dejé que su rostro reposara en mi hombro. En el fondo lo seguía viendo como aquel joven dulce y soñador, demasiado inocente en ocasiones, pero con un gran corazón. Él sollozó y yo me mantuve firme hasta que logré que se calmara pasados unos minutos. Finalmente me levanté y me acerqué al aparador para prepararle una taza de té. Se la tendí y él la cogió entre sus manos calentándolas con la tibieza que desprendía la porcelana.
Me senté observándole en silencio y pensando en lo que me acababa de confesar. No existían las causalidades, algo que acababa de demostrar. Pero también había descubierto que mi verdadero poder residía en la sangre. Lo que desataba la muerte y lo que provocaba vida.
Me levanté de un salto y Cailen me miró sorprendido.
–¿Tienes un ordenador con conexión a Internet?
–En mi despacho, ¿qué sucede? –Pareció realmente preocupado.
–Creo que lo he encontrado –contesté.
–¿El qué?
–Lo que estaba buscando.
Él me miró extrañado, pero no hizo más comentario. Se levantó con gesto cansado y me acompañó al piso de abajo, guiándome hasta las puertas cerradas que había en el recibidor. Sacó unas llaves del bolsillo de su pantalón de lana y las abrió. Me hizo entrar y encendió la luz de la mesa. Al contrario que el resto de la casa, el despacho estaba decorado en tonos claros y acero. Moderno y con la última tecnología a mi alcance. Me senté en el butacón de piel negra, situado detrás de la mesa de despacho y conecté la CPU ante la mirada interrogante de Cailen.
–¿Necesitas algo más? –preguntó solícito.
–Café. Mucho café –pedí con una sonrisa.
–Bien, yo mismo lo prepararé y lo traeré junto con algo de comer, porque me imagino que vas a pasar aquí bastante tiempo –dijo esperando alguna explicación por mi parte.
Asentí con la cabeza. Todavía no sabía muy bien lo que buscar y sobre todo, lo que iba a encontrar, así que no podía contarle nada.
Salió en silencio y yo pulsé el icono de la red. Musité una oración sencilla al único santo que me había sacado de muchos apuros a lo largo de los años, san Google. ¿Acaso no se decía que lo que estaba en Internet no existía? En ese momento mi teléfono vibró en el bolsillo trasero de mi pantalón. Adiviné quién era antes de cogerlo.
–Gareth.
–Mi pequeña cínica española.
–No me llames así. Sabes que lo odio –mascullé.
Él rio de forma socarrona.
–Pero eres española, aunque también francesa, lo reconozco.
Permanecí en silencio un instante. Ya no era francesa, era escocesa gracias a él.
–¿Qué quieres? –pregunté recelosa.
–Verte. Tenemos que hablar, hay muchas cosas que explicar.
–De eso no tengas duda, Gareth.
Si le sorprendió mi réplica no dio muestras de ello.
–¿Dónde estás? Te dije que me esperaras en casa.
–Estoy en Skye.
Hubo un silencio esclarecedor.
–Ya veo que él te ha encontrado antes que yo. Escúchame bien, Alana –expresó con urgencia–. Debes salir de allí lo antes posible, estás en peligro y tú misma has ido a su encuentro.
–Gareth, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué jugaste con Sarah y conmigo?
–Si me estás preguntando si amaba a Sarah, la respuesta es sí. No como te amo a ti, pero no tenía otra forma de acercarme sin que me rehuyeras. Al principio fue una simple sospecha, te parecías a Alana, hablabas como ella, pero no eras la persona que guardaba en mis recuerdos, eras otra distinta, apocada y cobarde. Conseguí que confiaras en mí antes de que tu poder se manifestara.
No pude evitar una mueca de desdén ante sus palabras, aunque él no pudiera verla.
–Gareth, no es amor lo que sientes, nunca has entendido el significado de esa palabra.
–¿Cómo no va a ser amor si llevo esperándote trescientos años?
Me mordí un labio y deseé decirle muchas cosas, pero la forma no era por teléfono, debía ser en persona. Él se adelantó a mis pensamientos.
–Ahora mismo cojo el coche, llegaré en unas siete horas. No hay tiempo que perder.
–Al amanecer en el antiguo cementerio del castillo Dunakyn. ¿Lo conoces?
–Por supuesto.
Cortó la comunicación. Las cartas estaban sobre la mesa. Y yo contaba con ventaja, sabía algo que él desconocía. Ya sabía quién era él y qué había estado buscando todos estos años. Ya no tenía miedo, mi miedo había desaparecido con el amor de Kieran, por la lucha por mi vida y la vida de mi hija. Jamás volvería a esconderme.
Cailen entró con una bandeja de plata que depositó junto a la pantalla del ordenador y me sirvió una taza café humeante. Aspiré el olor con fruición dándome cuenta de cómo lo había añorado. Bebí con cuidado de no abrasarme la lengua. Él se sentó en un sofá de piel frente a mí.
–¿Qué es lo que estás buscando? –inquirió recostándose y cogiendo una manta a cuadros escoceses que reposaba en el cabezal.
–Respuestas –contesté con brevedad tecleando con rapidez.
Mi mente estaba completamente despierta y alerta, como si por fin me hubiera deshecho del halo de irrealidad que me había perseguido desde hacía meses. Gareth había conseguido trasladarse al futuro y sabía dos cosas con certeza, en el pasado era un habilidoso alquimista, dada su facilidad para crear venenos y antídotos, en el futuro sería un prestigioso investigador de la genética. No tuve ninguna duda de que todo era a causa de la sangre de las brujas. Eso era lo que había hecho que Cailen viviera trescientos años y eso era lo que hacía posible que Gareth se mantuviera con el mismo aspecto y edad que tenía en el pasado. Sus investigaciones estaban centradas en el campo sanguíneo, llevaba muchos años buscando a la bruja más poderosa y la había encontrado. Lo que desconocía era el por qué yo era la más poderosa, y era gracias a la mezcla de su sangre con la de mi abuela.
Fijé mi vista un momento en Cailen, que parecía estar dormitando y se le había caído la manta deslizándose por sus hombros hasta las piernas. Me levanté y lo arropé con cuidado, pero el sueño de los ancianos es liviano y abrió los ojos sorprendido.
–¿Tienes frío? –le pregunté con cariño.
–Últimamente siempre lo tengo –respondió con voz ronca.
Me giré mirando la chimenea tras de mí y extendí una mano deseando con fuerza poder encender un fuego. Al instante los troncos apilados crepitaron como si hubieran sido rociados con gasolina y prendidos con una llama de soplete.
–¡Pero qué demonios es eso! –exclamó Cailen incorporándose de repente.
Yo reí con alegría y le mostré mis manos.
–¡Por fin lo he conseguido! He conseguido hacer lo que verdaderamente deseaba. Soy bruja, Cailen y ahora, después de muchos intentos infructuosos, mi poder y mi mente se han unido para crear magia –le expliqué todavía sonriendo y recordando como mis intentos anteriores de conseguir cualquier nimiedad habían tenido resultados completamente diferentes.
Cailen me miró con estupor y agitó la cabeza.
–¿Qué? –inquirí entornando los ojos.
–Aluinn tenía razón, todas las mujeres sois unas brujas –afirmó cerrando los ojos de nuevo.
Le di un cariñoso empujón y me dirigí de nuevo al ordenador, poniéndome a trabajar sin más demora. Busqué en todas las bases de datos de personas desaparecidas en los últimos treinta años, ya que no podía remontarme a trescientos años atrás porque no había registros. Era mucho más sencillo el ocultar la muerte de una joven en el siglo XVIII que el siglo XX y XXI. Centré la búsqueda en mujeres de edades comprendidas de los quince a los treinta y cinco años, y pronto comencé a ver los resultados. A través de la pantalla del ordenador fueron apareciendo rostros que en ocasiones me resultaban extrañamente familiares y la impresora vomitó de forma constante y silenciosa las imágenes que consideré importantes para mi investigación.
Revisé las secciones de sucesos de periódicos europeos encontrando datos sobre desapariciones de jóvenes, de las que nunca se supo nada ni se encontró cadáver alguno. Después de un largo rato, cambié la búsqueda y me interné en la biografía de Gareth. Apenas conseguí algo relevante, pero sí sustancialmente clarificador. Las primeras referencias a su persona eran de los años ochenta en París, su nombre aparecía como uno de los jóvenes más prometedores de la Universidad de la Sorbona en ciencias. Se licenció en Medicina y se especializó en Genética. Después, de forma misteriosa, desapareció durante al menos siete años. Apareció de nuevo en Madrid donde trabajó varios años en una farmacéutica y más tarde se trasladó a Escocia, que era donde había realizado los hallazgos más importantes en sus estudios. Encontré escasas fotografías, como si él se hubiera ocupado de borrar su rastro, pero eso era imposible en la era tecnológica en la que ahora vivíamos. Imprimí lo que me pareció más interesante y una vez que tuve todos los folios en mis manos los extendí en la mesa y me levanté para observarlos con la debida distancia. Los había clasificado por años, del más antiguo hasta el presente.
Descubrí dos cosas, Gareth había encontrado la fórmula para utilizar la sangre de las brujas como medio de trasladarse al futuro, concretamente a la época en que creyó que yo nacería, bien por los datos que le había proporcionado Sarah en el pasado o bien por las visiones que tenía de lo que estaba por pasar. La segunda la encontré por casualidad, repasando un antiguo periódico francés. Una joven aseguraba haber sido atacada por un lobo que la hirió, aunque por fortuna pudo escapar. No tendría importancia de no ser por la imagen que adornaba tan pintoresca noticia, una mujer con el pelo rubio oscuro y ondulado y un lejano parecido a mí. Sucedió en la época en que Gareth desapareció, lo que me indicó que o bien se asustó y regresó al pasado o bien no logró encontrar a otra bruja que le permitiese mantenerse en el futuro. Mi madre tenía razón, aunque intentó buscarlo, fue en vano, él se había evaporado, las arenas del tiempo lo habían engullido.
Repasé con calma las fotografías de las jóvenes expuestas ante mí, había más de veinte, todas con unos rasgos parecidos, el pelo rubio oscuro ondulado y los ojos de un extraño color oscuro con pinceladas verdes. Había adolescentes, adultas e incluso de mediana edad. De rostro redondeado, pecoso, alargado, pálido, de nariz respingona o patricia, pero todas compartían la misma genética heredada de la bruja que comenzó el linaje. Todas de alguna forma eran parientes y compartíamos lo más ansiado por Gareth, nuestra sangre. Sentí que los espíritus de las mujeres que habían sido asesinadas se arremolinaron junto a mí y me fueron susurrando y suplicando con ansia justicia. Sentí su dolor y su agonía por la muerte tan cruel, repentina e injusta, y supe con total certeza que muchas de ellas desconocían que tenían algún tipo de poder o descendían de brujas.
Inspiré con fuerza y mi mente voló al pasado sin encontrar la conexión. Como si mis antepasados me guiaran, recordé la conversación con Kieran en su despacho, me había dicho que su padre murió mientras él y Gareth estaban en el extranjero. Levanté la vista fijándola en un punto en la pared y mascullé una maldición. Lo tenía. Gareth me confesó que él mismo había asesinado a Finnegal Mackinnon. El lobo no era Gareth, el lobo era la forma que adoptaba Gareth para asesinar sin que en ningún momento lo relacionaran con él. Era su otro yo. Podía desdoblarse en el animal y mantenerse como humano al mismo tiempo. Ya lo había hecho cuando atacó a Kieran para que lo atendiesen en casa de Magdalen Mackenzie, no tuve duda de que fue una acción premeditada con el fin de que se concertara el matrimonio y darme a mí la oportunidad de aparecer en el pasado y tomar la identidad de su prometida. Después se ocupó de aparecer como el salvador y ayudar a la recuperación de Kieran. Todo sin levantar ningún tipo de sospechas. Era muy común ser atacado por un lobo en el siglo XVIII, estaba de acuerdo, lo que no era común era serlo en el presente siglo.
Me di cuenta de que Gareth tenía prisa por concluir lo que llevaba años buscando, cada vez estaba más cerca de ser descubierto. Él sabía quién era Sarah cuando se acercó a ella, y presuponía quién era yo, pero se había mantenido esperando pacientemente a que yo desarrollara mi poder y enviara a Sarah al pasado. El círculo se había cerrado. Los lazos del tiempo se habían entrelazado y él mismo había creado a la persona que creía llevar toda su vida buscando. Reí con amargura y Cailen se agitó en sueños sin abrir los ojos. Apreté los dientes con fuerza mirando los rostros de las mujeres que habían perdido su vida por mi causa.
–Sí, Gareth –murmuré entrecerrando los ojos–, yo también deseo con intensidad encontrarme contigo.
Consulté la hora en el reloj del ordenador, me quedaban veinte minutos para llegar al lugar acordado. Me acerqué a Cailen, el cual se había quedado profundamente dormido, y le acaricié el rostro áspero con una mano, lo besé en la frente y él emitió un hondo suspiro. Salí del despacho y subí a mi habitación, cogí las llaves del coche y me puse una gabardina de piel negra atándola con fuerza alrededor de mi cintura. Bajé las escaleras de dos en dos y salí al exterior, donde me recibió el frío de la noche, el viento del mar y una bella luna llena prendida del cielo estrellado que dotaba al ambiente de una luminosidad misteriosa y fantasmal. Me introduje en el coche y arranqué saliendo con lentitud a través del camino de grava. Llegué a los pocos minutos al cementerio y aparqué en un recodo del camino. Bajé del coche y no vi señal alguna de que Gareth hubiese llegado. Mi mano hormigueaba y observé mi anillo destellando con una intensidad azulada. Me interné en el pequeño santuario de paredes de piedra volcánica semi derruidas y esperé.
–Has elegido un lugar muy oportuno. –La voz de Gareth a mi espalda hizo que me sobresaltara y me girara con rapidez.
Su imagen estaba recortada por la luz de la luna y vestía un traje gris marengo, como si acabara de salir del trabajo. Su rostro estaba pálido y lucía profundas ojeras, pero sus ojos negros brillaban con la intensidad de dos pozos oscuros en contraste con su nívea piel.
–¿Por qué lo dices? –Mi voz rezumaba frialdad.
–Estás situada justo al lado de su tumba –señaló él acercándose.
Volví mi vista hacia la pequeña cruz celta que destacaba algo torcida sobre una lápida en piedra cubierta por brezo y musgo. No podía leer la inscripción, pero creí sus palabras. Mi corazón lloró al reconocer que estaba sola y que jamás volvería a ver a Kieran, pero disimulé con prontitud mis sentimientos. Tenía que ser fuerte para enfrentarme a Gareth. Para enfrentarme a mi verdadero padre.
–¿Qué es lo que quieres, Gareth? Sé sincero por primera vez en tu vida –exigí ocultando mi rostro entre las sombras.
–Siempre he sido sincero contigo, Alana, yo no fui quien te mintió y te traicionó con Sarah, fue Kieran. Él la amaba y tuvieron un hijo –dijo con voz suave y envolvente.
–No me has contestado, Gareth, ¿qué quieres? –pregunté de nuevo intentando olvidar el dolor que me producía la traición de Kieran.
–Te dije una vez que acudirías a mí y tenía razón. Quiero estar contigo, solo eso, he estado esperando mucho tiempo y he luchado por conseguirlo. Juntos podemos hacer grandes cosas, somos poderosos, tú y yo seremos invencibles –murmuró acercándose un poco más a mí. Yo me retraje de forma instintiva.
–No has luchado, Gareth, has matado, has asesinado a mujeres inocentes. Son cosas totalmente diferentes –aduje.
Él no mostró ningún rasgo de arrepentimiento en su gesto. Fijé mi vista en sus ojos oscuros y recordé al lobo que intentó atacarnos en el camino de Dean Village. Era eso lo que me había extrañado de la bestia, sus ojos eran humanos, miraban con un conocimiento superior y no con la desalmada y ausente carencia de vida del animal primitivo.
–Tú también has matado –replicó él dejando caer las manos a los lados de su cuerpo.
Me revolví enfadada y agité mi mano frente a él.
–¡Lo hice para preservar mi propia vida! –me defendí.
–Y yo lo hice para salvar la tuya –contestó él con tranquilidad.
Lo miré sintiendo un profundo asco por la verdad que suponían sus palabras. Durante un instante nos sostuvimos las miradas lanzando destellos en la noche. Finalmente él alargó una mano y la posó en mi rostro. Yo me quedé inmóvil, sintiendo la corriente eléctrica de repulsa que su contacto me producía.
–¡Apártate de ella, Gareth! –Una voz grave y profunda nos sorprendió a ambos, girándonos ante el portador de la misma.
Ahogué un gemido y me llevé la mano al pecho. Frente a mí tenía al hombre de los ojos dorados. Vestía con un pantalón vaquero oscuro y un jersey de punto negro y cuello vuelto. El pelo le caía de forma desordenada sin llegar al comienzo de su fuerte cuello en el que palpitaba una vena con total claridad. Lo miré con una mezcla de espanto y reconocimiento. Se parecía tanto a Kieran que su sola presencia intimidatoria me producía un incalculable dolor. Mi vista se enlazó con la suya y sus ojos brillaron cuando se posaron en mí como dos fuegos fatuos.
–No pienso hacerlo –contestó Gareth con el rostro fruncido por la ira–. Ella es mía.
–Nunca fue tuya y lo sabes –contestó el hombre y volvió de nuevo su rostro hacia mí–. Alana –susurró–, ven –dijo tendiendo su mano abierta hacia mí.
Me retraje de forma instintiva quedando casi pegada de espaldas a la pared derruida del cementerio.
–No le escuches, Alana, es el descendiente de Kieran y Sarah, Cailen ha estado protegiendo a cada uno de ellos todos estos años. Quiere matarte, tú misma lo dijiste, tu abuela te advirtió de ello. Lleva vigilándote meses, observándote, controlando todos tus movimientos, esperando a ver cuando eras más vulnerable –murmuró Gareth suavizando el rostro.
Miré a ambos alternativamente y comencé a temblar. Frente a mí tenía a mi asesino y al que había asesinado por mí. Debía destruir a ambos y no sabía si tendría fuerza, poder o valor para hacerlo. Al fin miré al hombre de ojos dorados y esperé una explicación por su parte.
–No tengo nada por lo que justificarme –pronunció con voz ronca y su pelo oscuro se ondeó con el suave viento que venía arrastrado del mar. Hasta mí llegó el aroma a salitre y humo de leña y gemí.
–¿Lo has oído, Alana? No lo ha negado, estuvo a punto de asesinarte en el camino de Dean Village, si no llego a aparecer yo, lo hubiera conseguido. –Dejó caer Gareth, situándose junto a mí con un movimiento sinuoso.
El hombre de ojos dorados se desplazó con rapidez y sacó algo de su espalda. A la luz de la luna pude ver el reflejo del cañón metálico de una pistola y ahogué un grito.
–Aléjate de ella, Gareth, no lo voy a repetir –exigió el hombre amartillando el arma.
Gareth rio roncamente y me sujetó de un brazo provocando con ese hecho que se escuchara a la perfección un gruñido proveniente del descendiente de Kieran.
–¿Qué crees que puedes hacerme? No conoces el alcance de nuestro poder. Siempre hemos estado destinados a estar juntos, y no dudaré en eliminarte, solo eres una molesta piedra en el camino –exclamó Gareth con un brillo de locura en sus ojos negros. Me pregunté si los míos tendrían el mismo aspecto.
–No podemos estar juntos, Gareth, eso es totalmente imposible. Eres un asesino, ¿no te das cuenta de lo que has hecho por una quimera estúpida y sin sentido? –pronuncié recuperando algo de cordura.
–Sí podemos, Alana, nosotros nacimos para estar juntos. Nunca he tenido ninguna duda al respecto –susurró ignorando al hombre de ojos dorados que nos observaba con cautela.
Reí de forma algo demente y lo miré con fijeza.
–¿Es que todavía no lo has comprendido, Gareth? ¿No sabes por qué soy la más poderosa?
Me miró enarcando una ceja con gesto interrogante y algo despectivo, como si el dudar de sus palabras demostrara mi escaso conocimiento sobre lo sucedido.
–Eres mi padre –declamé con voz firme.
Ambos hombres se apartaron un paso y sus rostros mostraron estupor e incredulidad.
–Eso no… no… puede ser posible –balbució de forma entrecortada Gareth.
–¿Recuerdas a la joven camarera del bistró francés cerca de la torre Eiffel donde solías comer mientras estudiabas en la Sorbona?
Asintió de forma mecánica y se mesó el pelo con nerviosismo.
–Era mi madre –concluí.
–No era bruja, no lo percibí –replicó él buscando una respuesta coherente.
–Nunca dije que lo fuera.
–Pero… ella y yo…, solo fue una noche, una maldita noche de la que apenas tengo recuerdos. No puede ser posible, no, tiene que haber algún error –masculló perdiéndose en sus recuerdos inconexos.
–No hay error posible. Sé que tienes una marca en el interior del muslo –contesté con una tranquilidad que no sentía, sintiendo el nerviosismo palpitar en el hombre de ojos dorados.
–¿Cómo sabes eso? Siempre la he mantenido oculta –protestó Gareth–. ¿Acaso Sarah te lo contó?
–No. –Negué con la cabeza–. Lo sé porque yo tengo la misma marca, una estrella de cinco puntas.
Por primera vez mostró algo de temor, sus ojos seguían desvelando la lucha de poder que acontecía en su interior. No quería creerme, pero sabía que yo no mentía. Sentí como perdía el control por momentos y tuve miedo.
–Lo sé porque alguien me dijo hace mucho tiempo que eso era lo que me definía. Nadie de mi familia la tiene excepto yo –exclamé con intensidad.
El hombre de ojos dorados me miró entornando los párpados y pude ver el asomo de una sonrisa ladeada entre las sombras.
–Siempre he estado esperando el momento de estar juntos, de unir nuestros cuerpos, de convertirnos en un mismo ser. No puede ser posible –expresó Gareth de forma incoherente agitando la cabeza. Sus ojos brillaban con demencia y a la vez con la certeza de un conocimiento que hacía que toda su existencia se derrumbara ante la evidencia de que él y solo él había creado a la persona por la que había renunciado a su humanidad para descubrir que jamás la tendría.
Un lobo aulló en el silencio de la noche, con dolor y cercanía. Supe que era él, en su premura por encontrarme se había vuelto descuidado y las muertes de las mujeres se acumulaban en su alma como un peso imposible de soportar. Si no lo hubiera descubierto yo, probablemente lo hubiera hecho la policía en breve.
–Pero yo… te amo, Alana –bramó cogiendo de improviso mi cuello para arrastrarme hasta la pared de piedra–. He vivido toda mi vida para esperarte, ¿me estás diciendo que lo hice en vano? Maté por amor a ti, abandoné mi vida para seguirte. –La presión en mi cuello se hizo más intensa y comprendí que estaba a punto de estrangularme, me agité y le sujeté el brazo con mi mano sintiendo como mi poder emergía en mi pecho–. Ya no puedo amarte, Alana, me has traicionado.
Lo miré con incredulidad y solo vi locura en sus ojos negros. Había perdido por completo la razón y sentí verdadero miedo. El estallido del disparo hizo que gritara de forma ahogada y Gareth me soltó sintiendo el empuje de la bala en su cuerpo. Se revolvió gruñendo como un animal herido, pero el descendiente de Kieran fue más rápido que él y se lanzó empujándolo contra la pared. Caí de rodillas intentando respirar, llevándome la mano al cuello, y me giré para ver dos cuerpos entrelazados en el suelo. Junto a mí brilló el cañón de la pistola y la cogí guardándomela en el bolsillo, estaba cálida y su peso en la gabardina me dio confianza. Me arrastré tanteando con la mano algo lo suficientemente contundente con lo que golpear, dudando a quién hacerlo. No confiaba en el hombre de ojos dorados y debía matar a Gareth, aunque con ello perdiera mi propia humanidad. Los espíritus de las mujeres asesinadas exigían su condena y yo debía impedir que siguiera arrebatando vidas a inocentes. Encontré una piedra y la levanté con fuerza golpeando en la nuca al hombre de ojos dorados, que lanzó un profundo quejido y quedó algo aturdido cayendo de forma pesada sobre el cuerpo de Gareth. Me arrastré hacia ambos cuerpos que se habían quedado quietos y escuché la respiración sibilante de Gareth y la pesada y fuerte del hombre que estaba tendido sobre él, inconsciente.
Me arrodillé y busqué la fuerza necesaria en mi interior, la bola de fuego brilló y se hizo poderosa, alargué una mano y rodeé el cuello de Gareth sintiendo el latir de su sangre y la mía en las venas que apenas lo sostenían con vida. Cerré los ojos y me dispuse a vengar la muerte de tantas inocentes siendo yo la culpable de la pérdida de sus vidas. Abrí los ojos de repente al sentir una mano ardiente que me sujetaba la muñeca.
–No, Alana, no utilices tu poder para matar. Yo lo haré por ti –afirmó el hombre de ojos dorados con la mirada fija en mi rostro.
Lo miré de forma desesperada y ausente, sin saber cómo actuar. El pánico y el horror de lo que estaba a punto de hacer me estaban venciendo. Su mano apretó con fuerza mi muñeca y percibí que estaba a punto de quebrar mis huesos. Gemí intentando separarme, pero él era más fuerte. Gareth hizo el esfuerzo de levantarse y el hombre me soltó para sujetarlo, apretó con una sola mano el cuello de Gareth y este me miró de forma agónica. Vi el reflejo de la muerte en sus ojos y el terror que lo invadió con el conocimiento de su propio final.
–Alana –susurró apenas sin voz.
Cerré los ojos y escuché el aullido del lobo cada vez más cerca de nosotros, a la vez que oí el chasquido de su cuello al partirse. Grité de dolor y temí perder la cordura. Intenté alargar la mano e impedir que aquello sucediera. Era mi padre, sangre de mi sangre. Mi alma luchaba entre la justicia y la piedad. Y no sabía cuál de las dos iba ganando la batalla.
De improviso un gran lobo negro se abalanzó sobre el descendiente de Kieran y lo derribó arrojándolo al suelo con un golpe sordo. El hombre gimió y el lobo gruñó mostrando sus dientes, mirándome con los ojos fríos y oscuros que tenía Gareth.
–¡No! –grité de forma desesperada.
El lobo respiró y volutas de vapor escaparon de sus fauces entreabiertas. Me observó un momento y se acercó con lentitud a mí. Lo miré con terror y el animal se restregó contra mi costado buscando mi ayuda.
–Gareth –susurré–, tiene que terminar. Esto no debió haber comenzado nunca.
El lobo aulló y el hombre de ojos dorados se levantó de un salto y sacó una daga escondida en la cintura de su pantalón. No vaciló un instante. No dejó que el lobo se acercara más a mí. Se abalanzó sobre él abrazándolo con su cuerpo y le clavó el largo filo de metal en el corazón. Escuché la respiración agitada del hombre junto con los estertores de la muerte del animal y mi alma se desgarró en mil pedazos. Grité y me incliné hacia delante. El lobo se tambaleó y acabó con su cabeza tendida sobre mis piernas, su mirada se enlazó con la mía y se volvió serena. Pude ver al Gareth fuerte y divertido que había conocido en el pasado y al Gareth poderoso y sereno que había conocido en el presente a través de sus ojos, de los que había huido la locura que lo había mantenido con vida los últimos años. Le acaricié el pelaje y me incliné sobre él. El lobo gimió y supe que no le quedaban más que unos instantes de vida.
–Siempre te quise –susurré solo para él–, pero no como tú esperabas de mí.
Exhaló el último suspiro con su mirada entrelazada en la mía. Padre e hija. Animal y humana. Amigos y cómplices. Él me había salvado la vida en el pasado, y había asesinado en mi nombre en el futuro. Debía morir, pero haciéndolo se llevaba un pedazo de mi alma que jamás regresaría.
Nunca supe cuánto tiempo permanecí acariciando el suave pelaje del animal en mi regazo. Todo se volvió relativo, envuelto de nuevo en una neblina densa y oscura. Mientras tanto, el descendiente de Kieran se había apresurado a cargar el cuerpo de Gareth y lo había sacado del cementerio. Regresó y en silencio cogió al animal en los brazos. Me di cuenta de que estaba llorando, pero no recordaba cuándo mis lágrimas empezaron a brotar de mis ojos. Me levanté con gesto cansado preguntándome qué haría aquel hombre conmigo.
–Vamos, Alana –dijo viendo que yo no lo seguía.
Negué con la cabeza y apreté los puños de forma obstinada. Necesitaba saber quién era y qué hacía allí y sobre todo qué pretendía hacerme.
Su rostro se volvió extrañamente serio y me miró con fijeza. Se frotó la nuca golpeada con fuerza y entrecerró los ojos.
–Ahora no, Alana, no hay tiempo –me reprendió como si fuese una niña pequeña–, está a punto de amanecer.
Miré el cielo en el que se vislumbraban las primeras luces del alba sobre el mar y volví mi rostro hacia el hombre. Se había acercado y sus ojos brillaban con una intensidad dolorosa. Finalmente asentí con la cabeza y le seguí. Metió el cuerpo del animal en el capó del coche y se introdujo en el asiento del conductor. Yo me senté en el del copiloto sintiendo un súbito frío que recorrió mi cuerpo con un escalofrío que me hizo temblar como una hoja.
–Las llaves –exigió tendiendo una mano con la palma abierta hacia mí.
Busqué en el bolsillo y palpé la pistola abriendo los ojos. Me había olvidado de que la llevaba encima. Saqué las llaves y compuse mi rostro no dejando entrever nada extraño.
Arrancó el coche y condujo con movimientos bruscos y precisos. Sabía a la perfección dónde se dirigía. Cuando enfilamos la carretera de la costa, yo también lo averigüé, al acantilado de los muertos. Gemí sin pretenderlo y él apartó la vista de la carretera solo un momento para observarme. Suspiró y continuó conduciendo. No lo miré ni una sola vez, era demasiado doloroso, su parecido con Kieran era tan intenso que creí que si me perdía de nuevo en la profundidad de sus ojos dorados, claudicaría y me atraparía de nuevo en la red de mentiras y asesinatos que se había tejido alrededor de mi persona desde antes de que naciera.
Detuvo el coche al borde del acantilado y dejó el contacto encendido para iluminarse con los focos. Bajó deprisa y se dirigió al capó, cogió apenas sin dificultad el cuerpo del lobo mientras yo me deslizaba al exterior, y sin mediar una sola palabra lo arrojó a las rocas hambrientas. Ahogué un gemido y corrí hasta el borde. Su mano en mi cintura impidió que cayera por el precipicio. Me aparté furiosa y lo miré, pero él ya estaba cogiendo el cuerpo inerte de Gareth para hacer lo mismo, solo paró un instante con él todavía en brazos, musitó una plegaria en gaélico y cerró sus ojos un momento, para después examinar de forma extraña el cielo que comenzaba a abrirse a un nuevo día. Dejó caer el cuerpo y se quedó respirando con dificultad con la mirada perdida en el horizonte. Inspiró de forma audible y entonces se giró hacia mí.
Recuperé la compostura y saqué el arma empuñándola en su dirección. Su rostro mostró sorpresa y un cierto grado de incomprensión. Ambos nos quedamos en silencio unos instantes, mientras los jirones de niebla del amanecer se arremolinaban en torno a nuestros cuerpos estáticos frente al furioso mar del Norte que bramaba golpeando las rocas.
–¿Qué demonios estás haciendo, Alana? –preguntó con más curiosidad que temor.
–¿Quién eres? –inquirí yo a mi vez.
–¿Qué quién soy? ¿Es que no lo sabes? No habrás creído las palabras de Gareth, ¿verdad?
–Solo sé que eres un asesino, acabas de matar a un hombre. Sí, lo reconozco, un hombre que a su vez había matado, pero eso no justifica la acción. ¿Qué pretendes? –insistí sujetando con fuerza la pistola entre las dos manos. Nunca había disparado con anterioridad, pero no tuve ninguna duda de que lo haría para salvar mi vida y la de mi hija.
–Si no llego a intervenir te hubiera matado igualmente, ya no era el Gareth que ambos conocimos, estaba corrupto y envenenado por una obsesión. Tú. Y cuando supo que nunca te tendría, no hubiera dudado en hacer lo que llevaba haciendo más de treinta años, matar –explicó con suavidad.
–No me has contestado. Dime quién eres –exigí.
Él agitó la cabeza y tendió su mano.
–Mírame, Alana, y dime a quién ves.
–Veo al hombre de ojos dorados del que mi abuela me advirtió, veo al hombre que me vigilaba cuando yo trabajaba, veo al hombre que apareció en Dean Village cuando desapareció Sarah.
Él suspiró con fuerza.
–¿Qué es lo que realmente te dijo tu abuela de mí?
–Me dijo que en sus ojos vería la verdad, que sus ojos lo traicionarían.
–¿Y crees que se refería a mí? ¿No crees que hacía referencia a Gareth? Si alguna vez estuviste en peligro fue por él, no por mí, yo he estado todos estos años velando en la sombra y protegiéndote.
Parpadeé sorprendida recordando las palabras exactas de mi abuela. Lo miré a los ojos y él me devolvió la mirada con dolor. Reconocí sus ojos y reconocí el brillo desesperado en ellos como un reflejo de los míos.
–¿Por qué… por qué lo hiciste? –pregunté sintiendo como mi corazón comenzaba a repiquetear en mi caja torácica con intensidad.
–Porque juré que te protegería y cuidaría de ti hasta mi último hálito de vida.
–¿Kieran? –inquirí con temor. Tenía miedo de saber la respuesta. Tenía terror a saber la verdad.
–Coge mi mano, Alana –dijo todavía con la palma extendida hacia mí–. Soy yo.
Me aparté un paso y mis manos temblaron con el arma todavía sujeta en ellas. El hombre que decía ser Kieran masculló una maldición y de un movimiento rápido y certero me arrebató el arma y le puso el seguro, guardándosela en la cintura del pantalón, escondida bajo el jersey. Lo miré totalmente aterrada y trastabillé hacia atrás. Alargó su mano y me atrajo hacia él. Sentí el calor abrasador de su piel en contacto con la mía, como si brotara del centro de su alma, y respiré de forma agitada. Nuestros rostros estaban separados apenas unos centímetros.
–No puedes ser tú, Kieran está muerto, murió hace cientos de años. –Esperé una confirmación.
–Lo hiciste tú, Alana. Nunca llegué a morir. Por tu sangre han matado, pero tu sangre da vida junto con tu poder.
Negué con la cabeza sintiendo que la locura regresaba con mucha fuerza.
–Mi magia nunca funcionó con Kieran. Es imposible.
–¿Recuerdas cuando nos separamos? Yo estaba herido, y te hice un corte en el antebrazo para que tu sangre brotara. Posaste tu mano en mi cintura cuando me abrazaste por última vez. –Se quedó en silencio esperando.
–¿Y? Te liberé de mi recuerdo, eso es lo que te dije, que decidieras por ti mismo lo que deseabas hacer con el resto de tu vida –repliqué.
–Lo hice, decidí en ese mismo instante esperar hasta poder tenerte otra vez en mis brazos y salvarte del hombre que realmente te haría daño, aun a costa de perder mi vida en el intento –afirmó con voz ronca.
Gemí y lo miré viendo a Kieran por primera vez. Llevaba el pelo bastante más corto y su rostro era todavía más serio de lo que recordaba, como si el peso de estos trescientos años hubiera hecho mella en él, pero sus ojos eran los mismos, me miraban con picardía y eran burlones, sabiendo de antemano la sorpresa que me causaría darme cuenta de quién era.
–Pero… no has envejecido –expuse de forma algo inconsciente.
–No. Si lo hubiera hecho con toda probabilidad no hubiera podido salvarte. No fue eso lo que decidí, ni lo que deseé. Fue exactamente esto. Nunca hubiera dejado que mi esposa y mi hija estuvieran en peligro de nuevo.
–¿Cómo sabes que es una niña?
–Porque he estado escuchando y espiándote desde que llegaste.
Me aparté un paso, todavía dudando, mi magia no funcionaba con él, pero siempre percibí su fuerte voluntad, mucho más definida que la mía. ¿Podían ambas cosas unirse para cumplir su promesa? Al fin, hablé:
–El Kieran que conocí no hubiera perdido el tiempo en tantas explicaciones, ya estaría estrujándome entre sus brazos y besándome. –Siempre me pregunté cómo era posible que mi boca hubiera pronunciado tales palabras en esa situación.
El echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una sonora carcajada. Me removí inquieta y lo miré todavía con más furia, pero la furia estaba dirigida hacia mí, no hacia él.
–Alana, llevo trescientos años esperando –expresó todavía sonriendo–, si poso mis labios sobre ti, aunque solo fuera un instante, no podría parar. No quiero hacerte el amor al borde de un acantilado o sobre el capó del coche –añadió con sensatez.
Eché un vistazo al capó y tampoco me pareció tan mala idea.
Él volvió a reír y me cogió del brazo tirando de mí hasta introducirme en el coche.
–Vamos, te llevaré a casa y te amaré hasta que te desmayes entre mis brazos.
–¡Ya empiezo a reconocerte! –exclamé sintiendo como mi corazón se llenaba de vida.
Durante todo el trayecto de vuelta a su hogar no pude apartar la mirada de su rostro, como si temiera que fuera a desaparecer en cualquier momento. Pero no desapareció, estaba allí, era real, era Kieran. Era mío.
Cuando llegamos a la casa abrió la puerta con rapidez y me empotró contra ella una vez dentro.
–Joder –masculló–, no puedo esperar más.
Me cogió de la cintura y sus labios buscaron con avidez los míos, abrí la boca para recibirle y su lengua se internó desesperada por el contacto con la mía, ambas se entrelazaron y jugaron el eterno acto de la seducción. Gemí entrecortadamente y mis manos se deslizaron por debajo de su jersey acariciando su piel suave y cálida en contraste con mis manos heladas. Se estremeció y de sus labios brotó un leve quejido, apretándome con más fuerza contra la pared de madera. Un fuerte carraspeo a nuestra izquierda hizo que ambos nos despegáramos a disgusto y miráramos al mayordomo que, completamente vestido, con gesto serio y las manos cruzadas a la espalda, esperaba con un gesto interrogante una explicación.
–¿Qué sucede, Rufus? –preguntó Kieran con voz ronca.
–Señor, ¿puedo preguntar qué está haciendo con la señorita Deveroux?
–Estoy intentando hacerle el amor a mi esposa, la señora Mackinnon.
Él no pareció sorprendido ni por mi nueva identidad, ni por el acto que pretendíamos cometer.
–La doncella enceró ayer mismo el suelo ¿no ve cómo brilla? –Extendió una mano y señaló la madera pulida–. No creo que le guste repetirlo de nuevo, ¿puedo sugerirles que busquen un lugar más cómodo?
Observé como la mirada de Kieran se dirigía a la puerta y sus manos bajaron hasta donde mi espalda perdía el casto nombre. Pegué un respingo y Rufus chasqueó la lengua.
–Señor, la puerta también fue abrillantada ayer –señaló con acritud.
Ahogué una carcajada y noté la tensión en todo el cuerpo de Kieran.
–Rufus, lárgate, le haré el amor a mi esposa donde yo lo decida –contestó mi marido entrecerrando peligrosamente los ojos, a lo que el mayordomo respondió sin inmutarse lo más mínimo, inclinando la cabeza y desapareciendo por donde creí que se encontraba la cocina.
Reí sin disimulo alguno. Kieran me miró con frustración.
–Nunca creí que un inglés aceptara tus órdenes.
Su rostro se oscureció un momento y supe que en trescientos años habían sucedido muchas cosas que yo ignoraba. Aunque sonrió y me cogió de la mano para subir las escaleras.
–Y yo nunca creí que un inglés fuera tan servicial ante un escocés. Son los mejores mayordomos, los escoceses en cambio suelen ser tercos e indisciplinados.
–¿Ah, sí? Nunca lo hubiera imaginado. –Reí de nuevo–. ¿Dónde me llevas?
–A nuestra habitación –respondió con brevedad, guiándome hasta la que habían destinado como mía.
Una vez dentro nos quedamos frente a frente observándonos con algo de timidez. Su presencia llenaba por completo la estancia, como si desprendiera un poder desconocido impregnándolo todo con su intensidad. Finalmente tendió su mano y yo se la cogí. Al instante sentí que me relajaba, su contacto siempre tuvo ese efecto en mí. Me acercó hacia su cuerpo y me desnudó con deliberada lentitud. Yo hice lo mismo con él, descubriendo pequeños cambios en su cuerpo, una nueva cicatriz en la pierna derecha, el pelo de su pecho algo más rizado, sus músculos más trabajados, como si hubiesen sido cincelados por un maestro en mármol. Pasé las manos por su rostro y bajé por los hombros atravesando el pecho, que se agitaba en una respiración rápida, dejé un momento las manos en su cintura y describí círculos hasta que llegué a su miembro henchido de deseo que se apretaba inquieto y palpitante junto a mi estómago. Kieran suspiró y me sujetó los brazos.
–Alana… no podré ser tierno…, tengo que hacerlo con rapidez. Tengo que poseerte –murmuró llevándome hasta la cama.
Se movió con rapidez y urgencia, como si no pudiese parar, como si llevase toda una eternidad preparándose para ese momento. Lo sentí perderse en mi interior, llenándome con su calidez, y yo le seguí un momento después clavándole las uñas en sus hombros, gimiendo sin poder controlar los estremecimientos de mi cuerpo exhausto. Se levantó sobre sus brazos con las manos apoyadas a ambos lados de mi rostro.
–Siempre te he querido, Alana, mo maisea, te deseé en el momento en que vi tu rostro dormido en mi cama después de encontrarte en la playa, y te amé en el mismo instante en que tú comenzaste a odiarme –susurró con infinita ternura.
Nunca lo amé más que en ese momento, lo amé con la certeza de haber recuperado algo que había creído perdido, lo amé sabiendo el dolor y la soledad que producía el perderlo, lo amé sabiendo que era finalmente mío.
–Nunca llegué a odiarte. –Sonreí con dulzura.
–Sí, lo hiciste, tú fuiste la guerra más cruenta que he tenido que batallar a lo largo de mi vida, luché por demostrarte que yo no quería hacerte daño, luché contra los demonios de tu pasado, luché cada día por demostrarte mi amor –murmuró con los ojos brillantes fijos en mi rostro.
Lo atraje hacia mí y su cuerpo reposó sobre el mío dándome la protección y seguridad que necesitaba para saberme a salvo. Aspiré su olor a humo de leña y salitre recordándolo como si siempre hubiera estado a mi lado. Él enterró el rostro en la curva de mi cuello y me estremecí levemente. Se giró para tenderse junto a mí y me atrajo para tenerme frente a él.
–Fue demasiado tiempo, mo aingeal, demasiado. A veces sentía tanto dolor en el corazón que se convertía en algo físico, mi piel se desgarraba buscando tu contacto y todo mi ser estallaba en una agonía indescriptible al saber que tú ni siquiera habías nacido, que tenía que esperar años y años antes de volver a verte. Pero nunca olvidé el olor de tu piel. –Se quedó en silencio un momento y suspiró levemente–. A veces te aparecías en sueños y te hacía el amor con violencia despertándome totalmente sudoroso y jadeante, otras un simple recuerdo de un gesto, de tu sonrisa, de tu pelo desordenado alrededor de tu rostro o de tu mirada verde posada en mí, se hacía tan real que sentía que tenía que gritar desahogando mi desesperación. Me sentí al borde de la locura muchas veces, creía que nunca llegaría el momento de verte otra vez, de tenerte junto a mí. Me preguntaba una y mil veces si me rechazarías, si me negarías, si solo recordarías que creíste que yo te traicioné, si jamás me perdonarías por haber estado con Sarah y haberle dado un hijo mío. Caía en la desesperanza y deseaba morir para reunirme contigo en el mundo de los espíritus, prefería la muerte a perderte. Entonces miraba tu rostro sonriéndome desde el retrato que pintó Cailen y recuperaba la esperanza, me aferraba a los hilos del tiempo deseando arrastrarlos para que los años, los siglos se acortaran y nos reunieran de forma definitiva. Pero nunca olvidé el olor de tu piel, el sabor de tus labios y el tacto de tus manos sobre mi cuerpo. Nunca lo olvidé –susurró sin despegar ni un solo instante sus ojos de los míos.
Sentí que las lágrimas afloraban a mis ojos y no encontré las palabras necesarias para ofrecerle consuelo. No podía imaginar lo que supuso para él estar trescientos años separado de mí. Solo sabía una cosa con certeza, yo jamás lo hubiera soportado. Admiré su fortaleza y su fidelidad. Su entrega constante a una persona que no existía, que no existiría hasta dentro de muchos años.
–Creí… creí cuando me hiciste regresar que lo que realmente deseabas era quedarte con Sarah –confesé.
Él tomó aire e inspiró con lentitud, abrazándome con tanta fuerza que casi dejé de respirar.
–Siempre fuiste tú, amor mío, siempre fuiste tú, Alana, desde el comienzo de los tiempos –susurró y me besó con pasión haciendo que mi cuerpo despertara ante sus caricias.
Me hizo el amor de nuevo con un fervor reverencial. Recorrió mi cuerpo sin descanso con sus manos, con su boca, con su lengua que trazaba regueros ardientes que me hacían estremecer y quemarme por dentro. Me tomó con deliberada ternura y sus movimientos lentos y acompasados me llevaron hasta el límite y tuve la sensación de que podía desintegrarme entre sus brazos. Nada existía en el mundo más que nosotros dos. Todo había desaparecido a nuestro alrededor. Frente al amor recuperado nos esperaba un nuevo comienzo.
Tiempo después, me volví hacia su rostro y lo acaricié con inusitada ternura.
–¿Fuiste tú, verdad? Fuiste tú el hombre que me salvó de morir de frío cuando mi madre me abandonó aquella noche en la estación de servicio. Fuiste tú el hombre que me salvó cuando aquellos jóvenes me agredieron en la casa de acogida.
–Fui yo –afirmó con suavidad–, intenté estar junto a ti todo el tiempo posible sin levantar sospechas. Te conocí de niña, de joven y de adulta sin que tú repararas en mi existencia.
–Te amo, Kieran, quiero que lo sepas y que nunca lo olvides. Quizá no te lo diga a menudo, pero te amo y siempre te amaré.
Él no contestó, se limitó a sujetarme con más fuerza y al fin me dormí sintiendo su piel suave bajo mi rostro, su olor tan familiar y amado y su fortaleza que me daba la seguridad que siempre había buscado.
Desperté varias horas después sintiendo una extraña sensación de soledad. Como si el sueño no me abandonara y yo intentara salir a la superficie de la realidad sin conseguirlo. Palpé la cama y descubrí que Kieran no estaba. Abrí los ojos con temor y busqué alrededor. Percibí con claridad su ausencia e intenté encontrar su presencia cerca de mí. Había desaparecido, no lo sentí en ninguna parte de la casa. Me levanté con rapidez y me puse una bata de seda negra que descansaba en el butacón, atándomela mientras salía descalza al pasillo con gesto desesperado. Corrí hasta el salón donde encontré a Cailen sentado en una silla junto a la mesa tomando una taza de té, que dejó con un brusco golpe en el plato en cuanto me escuchó entrar a trompicones.
–¿Dónde está? –grité.
Él me miró con indecible tristeza y yo gemí con dolor.
–Se ha ido, Alana.
–¿Adónde?
–Ha regresado. Su tiempo expiró en cuanto cumplió su deseo, salvarte.
–¿Él lo sabía? –pregunté con incredulidad.
–Sí, siempre lo sospechó, como también fue el que descubrió lo que era Gareth o qué estaba haciendo. Fue el primero de los dos en averiguar que tu sangre me dio más vida de la que me correspondía y el que comprendió lo que sucedía.
Me acerqué a la mesa y me apoyé con ambas manos sintiendo que estaba a punto de desmayarme. Lo había perdido. De nuevo, y esta vez era algo definitivo. Cailen no se movió, comprendió mi angustia y me dejó unos instantes para que asimilara la pérdida.
–¿Qué voy a hacer ahora? –exclamé con un quejido que brotó de mi alma.
–Sígueme –instó levantándose. Me cogió de la mano y cojeando subimos al piso superior. Solo había una puerta blindada. Pulsó la clave de acceso y la puerta se abrió con un chasquido. Me arrastró dentro y dejó que examinara lo que me rodeaba.
Me encontraba en un museo. Un gran museo. Frente a mí tenía trescientos años de historia recogidos en todo tipo de objetos, vestidos de época que descansaban sobre cuerpos de serrín prensados, joyas, monedas de varios países, cuadros que reconocí al instante, armas, y en el centro de todo aquello una gran mesa donde reposaban varios álbumes de fotografías, una carpeta marrón y el reloj de arena que Kieran tenía en su despacho del castillo Dunakyn. Me giré hacia Cailen buscando una explicación.
–Kieran lo dejó todo preparado para que no te faltara de nada, a ti y a vuestro hijo. Lo que ves a tu alrededor lo ha ido recopilando todos estos años. –Se acercó a un pequeño expositor y cogió un esenciero de cristal lacado en hilo de oro y plata y lo giró entre sus manos–. Todo lo que él creía que podía gustarte lo compró para ti. Siempre dijo que no pudo regalarte nada cuando estuvisteis juntos y que te lo mereciste todo. En la carpeta están las copias de las escrituras y algún documento que creyó debías necesitar.
–Pero… ¿cómo? –acerté a preguntar sin comprender todavía el alcance de la situación.
–Era un hombre previsor, Alana, quiso dejarlo todo atado, era lo único que podía ofrecerte si él se veía obligado a regresar –suspiró con gesto cansado–. Te dejo sola, creo que te gustará revisar lo que te ha legado. Si me necesitas estaré abajo.
Giré mi vista y busqué una silla con la mirada, la encontré bajo una pesada capa de armiño y la arrastré hasta la mesa con lágrimas en los ojos. No quise tocar la carpeta marrón, me centré en los álbumes de fotos. Abrí uno a uno por fechas. Observé a Kieran desde que se inventó la fotografía, posando de forma hiératica con un traje negro y serio en daguerrotipos antiguos, hasta las actuales atrapadas por cámaras digitales. Descubrí que había luchado en las dos guerras mundiales, ya que había varios retratos de él con uniforme del ejército inglés. Sonreí cuando lo vi vestido al estilo de los años cincuenta y no pude reprimir una carcajada envuelta en lágrimas al verlo en imágenes de los años sesenta y setenta, con camisas floreadas y pantalones acampanados. Me detuve especialmente en las más recientes, a veces aparecía solo y otras acompañado de Cailen y de varios niños que conforme pasaba las hojas se iban convirtiendo en adultos. Supe que eran nuestros sobrinos y me pregunté cuántas veces había llegado a casarse Cailen formado una familia, reinventándose a sí mismo junto a su hermano a lo largo de trescientos años. No vi ninguna foto en la que estuviese acompañado por otra mujer, pero supuse que sí que tuvo que existir, aunque solo fueran momentos de debilidad producidos por el ansia de estar conmigo. Había tenido la prudencia de ocultármelo, y lo agradecí. No supe el tiempo que pasé estudiando su rostro, su apostura, su gesto, sus ojos dorados atrapados en imágenes estáticas. Deseé que también me hubiese dejado algún vídeo que poder repasar donde pudiese admirar su elegancia caminando, su magnetismo, su fortaleza enfrentándose a la vida y su amada mirada hipnótica. Lloré hasta que no me quedaron lágrimas y finalmente abrí la carpeta marrón.
La primera hoja era una carta escrita con pluma negra con el pulcro y estilizado trazo de Kieran. Iba dirigida a mí y la cogí con manos temblorosas.
Mo aingeal, si estás leyendo esto quiere decir que yo tenía razón al suponer que una vez te salvara de él tendría que regresar donde comenzó todo. He vivido trescientos años amparándome en tu recuerdo y luchando por convertirme en un hombre del que no te avergonzaras o juzgaras por la traición que cometí al ocultarte lo que Sarah y yo compartimos antes de que aparecieras en mi vida haciendo que esta cobrara sentido. No recuerdo haberla llamado a ghràidh como tú dijiste, pero no dudo de tus palabras, los recuerdos de después de la batalla de Sheriffmuir son confusos y envueltos en la bruma de la fiebre y el dolor. Debes creerme si te digo que no lo sentía, probablemente creí que eras tú, aunque siento en mi alma el dolor que debiste sufrir. No puedo imaginar que hubiera hecho yo si escucho que a otro hombre lo llamas mi amor.
Dejé de leer un instante y mi mente se quedó fija en una esquina de la habitación. Había estado vigilándome todos estos años y con bastante probabilidad me había visto con otros hombres, hombres que no significaron nada, pero que durante breves periodos de tiempo compartieron mi vida. No había hecho mención a ello, lo había perdonado, porque sabía que no podía culparme por ello, aunque sintiera el mismo dolor que yo cuando lo vi con Sarah. Suspirando bajé mi vista de nuevo hacia el papel.
Solo un recuerdo permanece intacto, y es el de tu rostro la última vez que te vi y en el que me he amparado todos estos años para poder sobrevivir a tu ausencia.
No soy un experto en arte, nunca lo he sido, solo he intentado reunir los objetos que me parecieron adecuados a tu exquisito gusto por lo bello. Quise dejarte tu propio museo. Todo lo que ves a tu alrededor, más las casas y tierras que poseo en diversos países son tuyos. Está todo a tu nombre. Espero que con ello, tú y nuestro hijo podáis vivir con comodidad el resto de vuestras vidas, es lo menos que podía hacer por vosotros.
Jamás te olvidaré, Alana, siempre has sido y siempre serás el amor de mi vida. Háblale a nuestro hijo de mí y dile quién fui, y sobre todo dile que todo lo hice por amor a su madre y a él.
Vive, mo aingeal, vive y se feliz. Nadie volverá a hacerte daño, porque yo velaré por ti allá donde Dios decida enviarme una vez que expíe mis pecados. No temas a la vida, porque es lo más preciado que tenemos. Lo sé porque llevo mucho tiempo disfrutando de lo que tú me ofreciste. Y aunque solo pueda tenerte un solo instante de nuevo entre mis brazos, ese será suficiente para saber que hice lo correcto. Que mi elección fue acertada. Y si Dios es misericordioso, quizás algún día las arenas del tiempo nos permitan estar juntos eternamente.
Tha thu mar m’anam dhomh. Eres mi alma, Alana. Nunca lo olvides.
Cerré la carpeta con un golpe seco y agaché la cabeza apoyándola en mis manos sobre la mesa de madera. Lloré lágrimas ardientes que arrasaron mi piel y desgarraron mi corazón. Creí que no podría soportarlo más. Otra vez no. Pero tenía que reponerme, tenía que luchar por nuestra hija, por él y por mí. Me levanté despacio sin saber el tiempo que había pasado en el ático lleno de tesoros, recorriendo en aquellos objetos pequeños retazos de los últimos trescientos años de la vida de Kieran. Salí y cerré la puerta con cuidado. Bajé las escaleras algo tambaleante, sujetándome a la barandilla, y me dirigí al salón donde estaba colgado mi propio retrato. Encontré a Cailen sentado en uno de los butacones frente a la pintura. Me senté en el que estaba más cercano a él y doblé mis piernas sobre la tela tapizada, como si me quisiera encoger ante la inmensidad de lo que había descubierto en apenas unas horas.
Cailen dejó el vaso de whisky en una mesita a su costado y se giró hacia mí. Noté sus ojos enrojecidos y supe que había estado llorando la pérdida definitiva de su hermano. Sin embargo desprendía fortaleza, la fortaleza que había caracterizado a los Mackinnon siempre.
–Necesito saber –dije rompiendo el silencio de la habitación.
–Alana, ¿crees que puedo resumir trescientos años en una simple conversación? –suspiró con frustración.
–Está bien. Yo preguntaré y espero que me contestes de forma sincera –concedí.
Él asintió con la cabeza y llamó a Rufus, que estaba oculto entre las sombras crepusculares que se filtraban por las ventanas.
–Trae algo de comer, unos sándwiches y fruta, de beber… –Me miró con gesto interrogante.
–Agua, pero de momento te aceptaré un poco de whisky –contesté.
–Estás embarazada –protestó él.
–¿Crees que no lo sé? No pienso emborracharme, pero necesito algo fuerte. Sé que va a ser duro. Solo un dedo o dos, eso servirá. De todas formas, mi hija es escocesa, así que creo que no le molestará demasiado, de hecho estoy segura de que le gustará –afirmé con rotundidad.
Él se mordió un labio, pero me sirvió un dedo de whisky en un vaso con el escudo Mackinnon grabado en él. Lo sujeté entre las manos y aspiré el olor a brezo, a tierra y a Escocia, buscando las preguntas adecuadas a lo que realmente quería saber y a lo realmente deseaba que no me contara.
El mayordomo entró poco tiempo después con una bandeja que depositó en la mesa y abandonó la estancia, sin que yo hubiese conseguido ordenar las ideas o pronunciar una sola palabra.
–¿Ha habido otras mujeres? –inquirí al fin. Sabía que habían existido, pero necesitaba saber si alguna de ellas fue importante para él.
–Sí –contestó de forma cautelosa Cailen ofreciéndome un pequeño sándwich de pepino.
–¿Y?
–Durante los primeros treinta años te estuvo esperando, siempre creyó que acabarías regresando a él. Cayó en la desesperanza, fueron tiempos difíciles, Escocia dejó de ser la que era y la pobreza y el desánimo nos invadieron a todos. Incluso a él. Una noche se emborrachó y acabó durmiendo con una de las doncellas. No creo que recuerde ni cómo se llamaba. Al despertar desapareció durante varias semanas. Lo primero que supe de él es que estaba en las colonias, se había enrolado en el ejército que los colonos formaron para independizarse del control inglés. Estuvo allí muchos años y poco llegué a saber de él. Regresó a comienzos del siglo XIX. Había cambiado, de forma sutil, su mirada era diferente y tenía una nueva identidad. Durante todos estos años tuvimos que cambiar muchas veces de nombre y de personalidad para ocultarnos. Los primeros avances tecnológicos se comenzaban a ver en Europa y él se interesó por todos y cada uno de ellos. ¿Has visto las fotografías?
Asentí con la cabeza.
–Era lo que más le gustaba, llegó a ser un magnífico fotógrafo. Casi todas las imágenes que ves aquí expuestas las hizo él. –Giró la vista a la pared de la derecha y yo hice lo mismo. Era cierto, las imágenes eran tan reales que parecía que alzando una mano pudieras internarte en la profundidad de los hechos que reflejaban.
–Estás dando un rodeo –protesté.
Cailen se pasó la mano por el pelo y suspiró audiblemente.
–Sí hubo mujeres, no muchas, pero cuando lo veía luchar contra sus demonios acababa claudicando, después de aquellos encuentros se pasaba días enteros desaparecido o borracho en su habitación sin querer salir. Se culpaba una y otra vez de no serte fiel.
–Ni siquiera había nacido. Nunca fue infiel –contesté algo incómoda sintiendo un ramalazo de celos que me cercenó el vientre.
–Fue infiel a tu recuerdo, Alana, y eso lo estaba matando. Para él fuiste su única esposa y juró ante Dios y ante los hombres que no habría más mujer que tú.
–Entiendo –dije girando el vaso con el licor ambarino brillando en su interior sin que hubiera llegado todavía a probarlo.
–No creo que puedas hacerte a la idea de lo larga que tuvo que hacérsele la espera –expresó mirándome. Yo me mantuve en silencio y él de repente sonrió–. Recuerdo el día que naciste, ambos estábamos en París, Kieran se coló en el hospital y llegó hasta el nido. Dijo que te había reconocido al instante y que tú le habías mirado fijamente. Durante unos instantes fue el hombre más feliz del mundo, hasta que comprendió que nunca podría tener a vuestro hijo en brazos.
Las lágrimas asomaron a mis ojos cansados de nuevo. No, nunca podría entender el sufrimiento de una espera tan larga.
–Los años pasaron y él procuró cuidarte lo mejor que pudo, manteniéndose al margen, pero estando siempre presente. Lo peor llegó hace tres años.
–¿Hace tres años? –pregunté sin entender.
–Hiciste un viaje a Nueva York con un amigo.
–No era un amigo –respondí tomando por primera vez un sorbo de whisky que ardió en mi garganta y quemó mi estómago.
–Kieran también lo sabía. Intenté impedirlo, pero él os siguió. Incluso reservó la habitación contigua a la vuestra en el hotel. Regresó destrozado, lo encontré al amanecer tirado en la puerta, estaba borracho y parecía que se hubiera peleado con todos los hombres de Escocia, tenía la cara llena de sangre y dos costillas rotas. Intenté que despertara y sus ojos brillaron con desesperación. «No me conoce, Cailen», dijo, «me he sentado junto a ella durante todo el viaje de vuelta y en ningún momento ha girado su vista hacia mí. La he perdido». –Cailen calló y se quedó esperando una respuesta, pero yo no podía ofrecérsela.
–Recuerdo el viaje, pero no recuerdo al hombre que se sentó a mi lado en el avión –murmuré sintiendo como su dolor me atravesaba como una lanza–, en realidad aquel… amigo no fue nadie importante, rompimos a las pocas semanas.
–Sí, pero Kieran no lo sabía. ¿Recuerdas cómo te sentiste cuando averiguaste que Sarah y él habían sido amantes?
Lo recordaba y perfectamente además.
–Pues él lo vivió contigo y no podía acercarse a ti. Fue muy duro. Al fin, cuando se recuperó días después, lo único que dijo fue: «quedan mil tres días» y apretó fuertemente la mandíbula. Nunca volvió a mencionar nada de todo aquello.
Por un momento nos quedamos ambos en silencio perdidos en nuestros mutuos pensamientos. Ese número, esa cantidad me parecía irreal, lejana y extremadamente difícil de sobrellevar. ¿Cómo habrían sido trescientos años?
–Cailen, ¿qué sucedió cuando yo desaparecí? ¿Qué consecuencias tuvo para el clan que los Mackinnon se enfrentaran a los Mackenzie para salvarme?
–Nos vimos acuciados por las deudas, teníamos que devolver un dinero que ya habíamos gastado y recurrimos a préstamos y clanes vecinos. Sobrevivimos –explicó con brevedad.
–Lo siento –expresé con sinceridad. Todo aquello lo había causado yo y me sentía culpable.
–Nadie te culpó, Alana–contestó él–. De hecho todos te añoraron durante bastante tiempo. Estábamos acostumbrados a vivir con poco y lo tuvimos que hacer todavía con menos. Solo eso.
–¿Qué hizo Kieran? ¿No pudo conseguir el dinero de otra forma? –pregunté sabiendo que era un hombre capaz de encontrar soluciones a los problemas más complicados.
–Poco después de que desaparecieras estuvimos acampados con el ejército durante un par de meses más. Jacobo Estuardo por fin llegó a Escocia, pero la guerra estaba perdida. Volvimos al norte y un contingente de ingleses nos sorprendió en un paso de montaña tendiéndonos una emboscada. –Yo lo miré extrañada, no tenía sentido, si la guerra estaba acabada, atacar a un clan en retirada suponía de nuevo desencadenar otra batalla–. Murieron pocos hombres, pero capturaron a Kieran. Estuvo preso en la Torre de Londres hasta 1727.
Ahogué un gemido comprendiendo la realidad.
–El traidor –susurré.
–¿Qué has dicho? –Cailen se inclinó hacia mí.
–Había un traidor entre las filas del clan. Tuvo que ser él.
Cailen se quedó un momento en silencio y se pasó el dedo por el puente de la nariz, pensando.
–¿Quién era? Y lo más importante: ¿qué sacaba él de todo aquello? –preguntó.
–Solo Kieran lo averiguó y yo ahora ya tengo la respuesta.
Me levanté deprisa antes de sufrir otro interrogatorio. Ya sabía lo que tenía que hacer y tenía muy poco tiempo.
–Alana –me llamó Cailen algo confundido.
–Cailen, voy a hacer unas cuantas llamadas. Tengo unos asuntos familiares que solucionar –expliqué.
Atravesé el corredor y me introduje en la habitación. Busqué el teléfono con la mirada y recordé que estaba en el bolsillo de mi pantalón. Habían adecentado y limpiado la estancia y mi ropa reposaba doblada sobre la cama. Cogí el pantalón y lo sacudí hasta que cayó el teléfono sobre la cama. Comprobé la hora e hice una llamada.
–¿Papá? –pregunté con voz algo trémula. No sabía cómo iba a recibirme.
–Alana. –Se escuchó un suspiro y yo lo imité.
–Solo quería ofrecerte una disculpa por mi comportamiento en el funeral de la abuela. No debí tratarte así.
–No importa, hija. Hace mucho tiempo que deberíamos haber solucionado nuestros problemas.
Lo intenté, intenté de veras no sentir el dolor de su rechazo nuevamente, y me quedé en silencio, soportando el nudo en la garganta.
–Tu abuela me dijo que debías volver, que París no era seguro para ti. Si hubiera sabido…
–¿El qué? –lo interrumpí–. ¿Lo que nunca fue mi madre? Una madre.
–Todo. Porque puede que ella, aun siendo tu madre no lo fuera nunca. Pero yo sí que quise ser tu padre.
–Dejémoslo –pedí–. Dejémoslo ahí y no nos hagamos más daño.
–Te estás despidiendo, ¿verdad?
Supe que él lo sabía. Sabía mucho más de lo que dejaba entrever, todavía seguía creyendo que era una niña que tuviera que proteger.
–Sí.
–¿No volveré a saber de ti?
–No. Pero quisiera que supieras que siempre te recordaré como mi verdadero padre.
Escuché su suspiro y un sollozo entrecortado, disimulado con un carraspeo. Lo imaginé pasándose la mano por el pelo, dilucidando qué sería más conveniente contestar a eso. Su respuesta fue rápida y directa al corazón:
–Alana, siempre fui tu verdadero padre.
No oí nada más. La comunicación había finalizado.
Me costó unos minutos recuperar la compostura, pero no tenía tiempo que perder. En la carpeta marrón de Kieran, donde me dejaba escrituras de propiedad y cuentas bancarias, había también la tarjeta de un despacho de abogados con sede en Edimburgo que gestionaba su patrimonio. Los llamé sin tardanza. Cuando me identifiqué como Alana Mackinnon, me pasaron inmediatamente con uno de los socios principales.
–Señora Mackinnon, ¿en que podemos ayudarla?
–Me gustaría comentarle un asunto privado. ¿Podría reunirme con usted mañana?
–No hay problema, llegaré a Skye a primera hora.
Hasta yo me sorprendí del repentino interés suscitado y de que supiera dónde me encontraba.
–El señor Mackinnon dejó instrucciones precisas –aclaró ante mi silencio.
No pude evitar sonreír, aún así tenía algo más que tratar con ellos.
–Verá, acabo de heredar una gran fortuna…
–Lo sé –me interrumpió él.
–No, no lo sabe. Me refiero a la fortuna de mi abuela. Ella falleció hace unos días y sé que mi madre quiere impugnar el testamento. ¿Puede encargarse de impedirlo?
–Deme los datos y mañana lo hablamos con tranquilidad –expuso él.
Directo y sin ambages. Me gustó su forma de actuar, sin los típicos rodeos que solían dar los abogados hasta para explicar el color del cielo. Le dicté los datos y me despedí.
A la mañana siguiente, como el abogado había prometido, se presentó en la entrada de la casa justo cuando Cailen y yo acabábamos de desayunar. Cailen me había comentado que lo conocía, y que era un jovencito muy capaz. El jovencito resultó ser un hombre que rozaba los setenta años, con una abundante mata de pelo blanco y los ojos de un azul exacto a Cailen. Supe al instante que ellos estaban relacionados. Cuando nos dejaron a solas, no pude evitar preguntarlo.
–¿Sabe las especiales circunstancias que rodean a esta familia?
–Los abogados somos más fieles a los secretos que los sacerdotes. Ellos se guían por el espíritu divino, nosotros por la realidad del dinero.
Pragmatismo duro y puro, no pude negar que hasta me divirtió su contestación. Por lo que me explicó, el despacho se había fundado en 1837 y siempre estuvo en manos de algún descendiente directo de Cailen. Me aseguró que impedirían por todos los medios que mi madre se hiciese con la herencia de mi abuela. Le creí, sus lazos, aunque presumía de ser monetarios, eran mucho más intrincados. Lazos de sangre.
–Y ahora, dígame. ¿Qué es ese asunto que quería comentarme? –preguntó bebiendo de su segunda taza de té.
–Quiero que se cree una fundación con el patrimonio de Kieran y mío.
–Eso puede ser algo complicado.
–Pero no imposible.
–¿De qué tipo de fundación se trataría?
–Una que ayude a los niños desamparados. Niños que son abandonados por sus padres o maltratados. No quiero que sean las típicas casas de acogida gubernamentales, quiero hogares. ¿Lo entiende?
–Lo entiendo. ¿Tiene en mente alguien para administrarla?
–Me gustaría que lo hicieran ustedes, es un legado familiar. ¿Lo comprende? Y también me gustaría recomendar a una persona, una funcionaria de la Comunidad de Madrid que se encargó de mí cuando tuve que residir en una casa de acogida. Le daré sus datos, es posible que esté interesada. Es la única persona que vi allí cuyo interés hacia los niños era legítimo.
–Me pondré a ello en cuanto regrese al despacho. ¿De cuánto tiempo disponemos?
–No mucho. Avíseme de los avances, tengo previsto realizar un viaje y…
–No regresará.
–Creo que eso nunca se sabe. –Sonreí–. Aunque casi con toda probabilidad, no.
–Muy bien, estaremos en contacto.
Me despedí y salí del salón, dejando paso a Cailen, que había estado esperando con su habitual prudencia a que yo terminara mi reunión.
Bajé al despacho y me conecté a Internet. La última actualización de mi madre en las redes sociales era una deliciosa y romántica luna de miel en Córcega, adornada con varias fotografías. Me pregunté cuánto le duraría este nuevo matrimonio, pero no le dediqué ningún otro pensamiento más. Yo no había tenido luna de miel y mi boda no había sido en una iglesia con doscientos invitados y la novia vestida de blanco. Había sido todo lo contrario, pero para mí, ahora que la recordaba con algo de perspectiva, resultó mucho más hermosa. Como luna de miel fuimos embarcados en una lucha sin resultado que finalizó en una batalla perdida, pero ambos estábamos vivos, con lo que eso ya era suficiente.
Comí con Cailen, en el cual se percibía cada día con más intensidad el cansancio. Después del ligero refrigerio le indiqué que se sentara en un de los butacones y le preparé una taza de té. Me senté a su lado exhalando un leve suspiro.
–¿Cómo ha ido todo? –preguntó con interés.
–Bien –le contesté con una sonrisa, y procedí a contarle la idea que tenía sobre crear una fundación.
–A Kieran le hubiera gustado –murmuró dando su tácita aprobación–. Aunque eso me dice que tienes intención de regresar al pasado. ¿Me equivoco?
–No, no te equivocas. Ya te dije que mi hogar está donde esté Kieran. Además, así conocerás a tu sobrina.
Su rostro amable se oscureció un instante, me imaginé que recordando aquellos lejanos días.
–¿Cuándo piensas irte?
–Estaré aquí contigo el tiempo necesario –le aclaré. Sabía que le quedaba poco tiempo de vida y no iba a abandonarlo–. Necesito esperar por lo menos unas semanas hasta que a Kieran lo encierren en la Torre de Londres.
–¿Qué te propones? –exclamó aliviado y a la vez mostrando un gesto de temor.
–Kieran me ha salvado una y otra vez. Ahora es mi turno. Dejaré que lo atrapen porque ello será necesario para el desarrollo de los acontecimientos, pero lo sacaré de allí –expliqué.
–¿Por qué es necesario para el desarrollo de los acontecimientos? –inquirió con curiosidad.
Suspiré hondo y me dispuse a contarle la parte más difícil de la historia.
–Gareth era el traidor –expuse con calma.
Cailen dejó caer la taza que se rompió en pedazos al chocar con la madera del suelo. No pude reprimir una mueca al imaginar el tremendo disgusto de su mayordomo al ver que se estropeaba el impoluto suelo pulido.
–¿Cómo puedes estar segura? ¿Viste algo que…?
–Kieran me confesó que estaba casi seguro de quién era, pero que sin tener las debidas pruebas no podría acusarlo. Por su gesto pude ver que era alguien importante, alguien que él nunca hubiera creído capaz de tal cosa.
–Pero ¿por qué lo hizo?
–Por dinero. Necesitaba dinero. Se vendió como Judas Iscariote, por mucho más que treinta monedas de plata.
–No lo entiendo, desapareció después de aquello. ¿Para qué necesitaba el dinero?
–Para venir al futuro. Necesitaba dinero para sobornar por una nueva identidad, un pasaporte del presente, una documentación que le hiciera pasar desapercibido. Me imagino que le pagarían con oro, es la mejor moneda de cambio. Estoy segura de que si investigo encontraré que se produjo un hallazgo de monedas de oro más o menos hace treinta años en Francia. Tiene que haber algún registro en algún sitio. Los numismáticos son gente precisa y competente.
–Te buscaba a ti, pero se equivocó de época –aseveró.
–No lo hizo, en realidad me encontró pero no de la forma que él pensaba. –Hice una mueca de disgusto.
–Tú no habías nacido –señaló con coherencia.
–Sí, es cierto, él hizo que ese hecho fuera posible. Gareth era mi padre –confesé por fin.
Cailen se giró y se sirvió una gran cantidad de whisky en un vaso y procedió a bebérselo de un solo trago. Lo miré entre sorprendida y divertida por el efecto que la noticia había tenido sobre él.
–¿Cuándo lo averiguaste? –preguntó sujetando fuertemente el vaso.
–Al día siguiente de regresar mi madre me dio la noticia. Y créeme si te digo que para mí fue un shock. Todo comenzó a tener sentido y a la vez dejó de tenerlo. Me encontré durante días al borde del abismo, sin atreverme a retroceder o a arrojarme por él.
Me cogió la mano con fuerza y la apretó.
–Alana –musitó.
–Lo sé –contesté yo.
Pasé las siguientes semanas clasificando los tesoros que me había dejado Kieran, decía que no entendía de arte, pero la mayoría eran obras de un valor incalculable. Me quedé con lo imprescindible, el resto lo destiné a la fundación.
Por las mañanas solía pasear por los jardines con Cailen hablando y recordando el pasado. Sentí que cada vez se aferraba con más intensidad a sus recuerdos, como si temiera perderlos.
–¿Qué sucedió con Elinor? –pregunté un día. Llevaba varias semanas evitando el tema, pero necesitaba saber qué ocurrió.
–Kieran la exilió.
–Lo sé.
–Ella huyó a Francia y se internó en un convento. Murió tres años más tarde –respondió con brevedad y supe que le causaba dolor pronunciar esas palabras.
–No fue una muerte natural –adiviné.
–Se ahorcó –contestó con un suspiro–, supongo que no pudo soportar la pena de su culpa.
Nos quedamos en silencio varios minutos. A pesar de que aquella mujer había intentado acabar con mi vida, en cierto modo llegaba a entenderla. Su mayor pecado había sido odiarse ella misma, culparse por amar a un hombre que no era su marido y, sobre todo, luchar por lo que a ella más le importaba, su clan y sus hijos.
–Alana, no intentes cambiar lo que sucedió –me advirtió Cailen–, ella enloqueció, ya no era la misma. Yo la vi poco tiempo antes de morir. Se había convertido en una mujer peligrosa y demente. Ya no era mi madre.
Asentí con la cabeza, no lo intentaría, pero no porque le tuviese temor, sino porque temía por la vida de mi hija.
–¿Y Sarah? –Hice por fin la pregunta que más ansiaba.
–Emigró a las Colonias. Le perdimos la pista, se casó con un Cameron y este dio su apellido al hijo de Kieran.
–¿Kieran no hizo nada?
–¿Qué querías que hiciera? Estoy seguro de que siempre supo cómo y dónde se encontraba su hijo, pero nunca hizo nada para destrozar la familia que Sarah había construido. Supongo que será algo que tendréis que hablar vosotros dos –explicó.
Asentí con la cabeza sumida en mis pensamientos.
–¿Cómo piensas sacarlo de la Torre de Londres? Aún ahora es una fortaleza –continuó mientras me indicaba con la mano que descansáramos un rato en un pequeño banco a la sombra de una buganvilla de flores lila que ofrecían un fragante olor.
–Con dinero –respondí con brevedad.
–¿Dinero?
–Sí, Gareth y el abogado me dieron la respuesta. Pocos hombres pueden resistirse al brillo de las monedas y las joyas. Espero no equivocarme.
–Yo también –asumió no muy convencido Cailen.
Llevaba días estudiando los planos de la Torre de Londres y buscando información de su funcionamiento en el siglo XVIII, pero tampoco había conseguido mucho.
En ese momento una gota de agua se deslizó de una hoja y cayó justo en mi frente. Sonreí y cogí a Cailen del brazo.
–Regresemos o pillaremos un resfriado.
Aquella noche se encontró demasiado cansado para cenar en el salón, así que le acompañé en su habitación. Conversamos como otras veces, de cosas banales y de recuerdos profundos. Cuando vi que estaba quedándose dormido, me quise levantar, pero él me sujetó la muñeca con inusitada fuerza.
–Alana, no te vayas, ya no me queda mucho tiempo –susurró.
Me senté en la cama, junto a él y me propuse ser fuerte.
–¿Quieres que avise a alguien? –inquirí sintiendo que una mano invisible me estrangulaba la garganta.
–No. Ya está todo establecido –indicó–. Solo quiero pedirte que te quedes conmigo y me cojas las manos, he vivido trescientos años y todavía le tengo miedo a la muerte.
Hice lo que me pedía y su rostro tenso se relajó.
–Debes regresar en el momento en que yo muera. Sería muy difícil explicar tu presencia aquí después, ¿lo tienes todo preparado?
Asentí con la cabeza porque las palabras no brotaban de mi boca repentinamente seca y áspera.
–Gracias.
–¿Por qué? –conseguí pronunciar yo.
–Por la luz que nos diste a todos con tu presencia, por otorgarme el don de la vida durante tanto tiempo… por tantas cosas…
Lo silencié con un casto beso en sus labios fríos.
Cailen Finnegal Mackinnon murió antes del amanecer, en silencio, tal y como había vivido todos estos años, se deslizó hacia su final con entereza. Cuando las primeras luces del alba comenzaban a filtrarse por las ventanas creando luces y sombras, sentí como su alma abandonaba su cuerpo y él soltó mis manos, que había tenido entrelazadas toda la noche. No hubo palabras, no hubo quejidos, lloros o lamentos, solo un tenue suspiro que me indicó que su vida por fin había terminado. Lo besé en la frente y acaricié su rostro una vez más. Después, salí en silencio y subí al ático. Me vestí con uno de los lujosos trajes de época que había, en terciopelo granate con flores de lis bordadas en oro en el corpiño. Me puse la capa de armiño y comprobé mi imagen en un espejo de la pared, descubriendo a la nueva y fortalecida Alana. Abrí uno de los álbumes de fotos de Kieran y elegí mi foto preferida. Estaba en Edimburgo y a lo lejos se percibía la silueta en piedra del castillo sobre la colina volcánica. Su rostro apuesto miraba con fijeza a la cámara y sus ojos dorados brillaban con determinación. La guardé en el corpiño y bajé en silencio hasta la que había sido nuestra habitación.
Tenía una última cosa por hacer. Una llamada.
–¿Inspector Wood? Soy Alana Deveroux, ¿me recuerda?
–Claro que la recuerdo, la joven que hablaba de lobos y hombres de ojos dorados con piel ardiente –expresó con sarcasmo.
No pude culparle por seguir pensando que estaba algo trastornada. Yo misma si lo miraba con otra perspectiva hubiera pensado exactamente lo mismo.
–Tengo una información que ofrecerle.
–¿Ha recordado algo más? –preguntó esta vez con interés.
–No. Solo puedo decirle que el caso está cerrado. No habrá más desapariciones. No habrá más muertes –afirmé con voz átona.
–¿Cómo sabe que aquellas mujeres están muertas?
–Lo sé, pero no puedo indicarle más datos. El hombre que las asesinó está muerto también –expliqué.
–¿Quién era y, sobre todo, por qué sabe que está muerto?
–Porque yo lo vi morir y lo conocía.
–No me ha contestado, ¿quién era?
–Esa información no es necesaria –repuse.
–¡Maldita sea, señorita Deveroux! Exijo que se persone de inmediato en esta comisaría para una declaración en condiciones –ordenó el oficial.
–Lo siento, eso no va a ser posible. Tengo intención de emprender un largo viaje sin retorno. Solo quería avisarle para que centraran sus esfuerzos en otros casos sin resolver –dije y sin esperar respuesta colgué el teléfono.
Estaba segura de que rastrearían la llamada y encontrarían la casa, pero nadie de los que habíamos vivido allí estaría para contestar sus numerosas preguntas. Eché una última mirada a la habitación y salí de la casa en silencio. Me alejé caminando en el brumoso amanecer hasta que la tuve a una distancia prudencial. Solo entonces me giré y la observé con detenimiento. Había deseado que aquel fuera mi hogar, pero aquello resultó imposible de cumplir, a veces la magia no tenía tanto poder. Mi hogar estaría donde se encontraba Kieran, ya fuera en Londres, Skye o cualquier otra parte del mundo. No importaba. Jamás me había sentido unida a ningún lugar en concreto, pero sí me sentía completamente unida a una única persona para toda la eternidad.
Caminé hasta llegar al cementerio de los Mackinnon. Todo estaba en silencio y jirones de niebla matutina envolvían el santuario creando un ambiente de misterio espectral. Me situé junto a la tumba de Kieran y me agaché, limpié con las manos la lápida de piedra y vi escrito su nombre, una palabra debajo: Siorghra y el dibujo de una mano extendida hacia la derecha. Fruncí el ceño y me di cuenta de que estaba arrodillada sobre otra lápida de piedra oculta por el musgo. Arranqué las hierbas y limpié la inscripción casi borrada por el paso del tiempo. Rezaba: Alana Mackinnon, mo aingeal, mo breatha, mo chuisle. Debajo una mano más finamente tallada extendida en la dirección de la lápida de Kieran. Una lágrima silenciosa se deslizó por mi mejilla y cayó en la fría piedra. Iba a regresar y el viaje tendría éxito. Aun así comprobar que estaba arrodillada sobre nuestros cuerpos fallecidos hacía cientos de años me hizo sentirme extraña y extemporánea.
–Todo cambia, todo permanece –susurré recordando a Heráclito.
Saqué con premura los objetos que había traído conmigo, una vela, cerillas y una siang dhu con el mango tallado en plata y festoneado de esmeraldas. Me senté con las piernas cruzadas y prendí la vela en el centro. Rodeé mi vientre cada vez más prominente susurrando una plegaria y me hice un corte en la muñeca dejando que la sangre fluyera en libertad y cayera en el centro del círculo. Lo último que hice fue dejar sobre el suelo la fotografía de Kieran. La miré con fijeza unos instantes, memorizándola, y cerré los ojos. Concentré mi poder y lo sentí brotar en mi interior con mucha más fuerza de la que recordaba, la bola de luz se agrandó y comencé a sentir como las arenas del tiempo tiraban de mí arrastrándome de nuevo. Me dejé llevar sin luchar, con una sola imagen en la mente, el rostro de Kieran. Perdí la consciencia y el vacío reapareció rodeándome como si flotara en la nada más absoluta. Después, solo hubo silencio.