Capítulo XIII
La guerra te arrebata el tiempo,
te roba el alma y destruye cuerpos.
A la mañana siguiente me encontraba tras la espalda de Kieran, golpeándolo con fuertes sacudidas en el plaid para quitarle el polvo prendido del largo camino e intentando frenar sus protestas, cuando escuché que se abría la lona dejando paso al sonido de una voz cantarina y claramente familiar.
–¡Kieran!
Kieran se tensó perceptiblemente y no contestó. Yo me asomé tras su espalda y esbocé una grata sonrisa.
–¡Sarah!
–¿Alana? –preguntó quedándose mortalmente pálida.
–¡Sí!
–¿Qué… qué haces tú aquí? –balbuceó.
Kieran nos observó a la una y a la otra y se acercó a la puerta de forma sigilosa.
–Os dejaré solas. Tenéis mucho de qué hablar –musitó saliendo al frío amanecer.
Sarah se había quedado petrificada mirándome. Me acerqué a ella algo temerosa, sin saber qué reacción esperarme. Con toda probabilidad estaría enfadada y furiosa conmigo, culpándome de su destino. Y tenía toda la razón. No obstante, se recuperó con prontitud y abrió los brazos. Caí sobre ellos con tanta fuerza que casi la tiro al suelo. Reímos de forma algo histérica y después sollozamos cada una en el hombro de la otra durante largo rato. Finalmente nos quedamos mirándonos con lágrimas en los ojos e hipando como dos niñas.
–¿Qué haces aquí? –repitió más serena.
–He venido a buscarte.
–¿A mí?
–Claro que a ti. No podía dejar de culparme por lo que te hice.
–¿Tú? ¿Fuiste tú la que me…?
Se silenció y me miró sin comprenderlo.
–Pero, ¿cómo pudiste…? –continuó sin terminar la pregunta.
–Kieran tiene razón en una cosa: tenemos mucho de qué hablar –contesté cogiéndola del brazo para sacarla al exterior–. Busquemos un sitio en el que hacerlo con tranquilidad.
Caminamos unos cientos de metros alejándonos de la tumultuosa actividad del campamento hasta subir una pequeña colina, y nos sentamos al refugio de una formación rocosa que impedía al viento alcanzarnos. A ambas nos invadió una extraña timidez, como si fuésemos desconocidas. Ninguna sabía por dónde empezar.
–¿Sabes que Roderick nos está siguiendo? –preguntó con cautela Sarah.
–Sí –suspiré con resignación–, es mi escolta.
–¿Por qué necesitas escolta? ¿Es que te has convertido en una celebridad?
Pese a su tono jocoso, seguía habiendo algo diferente en ella, quizás una sombra de desconfianza en sus profundos ojos azules.
–No, es que me han intentado asesinar varias veces, por lo visto es algo inherente a mi persona. Hasta empiezo a acostumbrarme.
–¿A ti? ¿Qué has hecho?
–No es por lo que haya hecho, es por lo que soy, aunque en esta época importa muy poco lo que hagas, primero disparan y después preguntan. Soy una bruja, Sarah –concluí imprimiendo seriedad a esa loca afirmación.
–Las brujas no existen –replicó ella con la misma seriedad.
–Al parecer sí, aunque no conozco a ninguna personalmente. –Me detuve un instante pensando que sí conocía a una, a uno, en realidad, pero no iba a dejar que Gareth empañara el reencuentro con Sarah–. ¿Cómo crees que has llegado aquí?
–No lo sé, he intentado pensar en alguna posibilidad científica y la única que parece plausible es que corriendo por Dean Village cayera en un agujero temporal.
–Yo te mandé aquí, ¿recuerdas que te ordené que te pusieras a salvo?
–¿Y no podías haberme enviado a mi casa en Inverness, por ejemplo? –inquirió con bastante sarcasmo.
–Lo siento, Sarah –musité cogiéndole la mano. Estaba fría e inerte al contacto–. En aquel momento no tenía ni idea de lo que era, solo intentaba ayudarte.
–Pues eres una bruja espantosa.
–Lo sé, lo he descubierto metiendo la pata una y otra vez. Cuando llegué aquí lo hice con tan buena puntería que aterricé en medio del océano y casi me ahogo.
Esbozó una sonrisa y suspiró.
–¿Sabes ya por qué me enviaste aquí?
–¿Recuerdas las mujeres desaparecidas en Edimburgo?
–¿Qué tienen que ver ellas en todo esto?
–Cuando desapareciste, la policía me mostró sus fotografías. Todas poseían un gran parecido conmigo. Ellos tenían la opinión de que yo era el objetivo y solo sé que el origen está aquí, aunque desconozco el por qué. De lo que sí estoy segura es de que las consecuencias de lo que aquí suceda se desarrollarán en el pasado. Tengo que impedirlo, hacerte regresar y encontrar a ese individuo. Por ese orden.
–Así que yo fui una especie de daños colaterales, ¿no?
–Sí. Lo siento, Sarah, créeme. A la única persona en el mundo a la que menos querría hacer daño era a ti. Tú eras toda mi familia.
Sus ojos azules se oscurecieron.
–Fue horrible –reconoció finalmente–, no sabía dónde me encontraba, no lograba recordar cómo había llegado y solo persistía en mí la sensación de estar rompiéndome en mil pedazos –suspiró y se abrazó buscando calor, soltando mi mano.
–También me dijeron que te acusaron de brujería y estuviste a punto de morir –dije con suavidad.
Ella bajó la cabeza y su gesto se tornó triste.
–No, no quiero recordar aquello –musitó a un paso de las lágrimas.
Le pasé un brazo por el hombro acercándola a mí.
–Sarah, todo eso ya terminó. Puedo hacerte volver –murmuré, rezando para que esta vez lo consiguiera. Le cogí su mano de nuevo para afianzar esa realidad. Ella fijó la vista en mi mano y la soltó para señalar con un dedo mi alianza.
–¿Te has casado? –preguntó con incredulidad, olvidando por un momento sus cuitas.
–No tuve más opción. Cuando llegué me confundieron con la prometida de Kieran y bueno…, sucedió.
–¿Con Kieran? ¿Estás casada con Kieran? –exclamó con una expresión en el rostro que no pude descifrar.
–Sí, con él.
–Vaya –murmuró entornando los ojos–, esto sí que es una sorpresa. Ahora la que lo siente soy yo. Alana, sé lo mucho que odiabas esa palabra y ese sacramento.
–Es cierto, al principio fue… –Busqué la palabra apropiada sin llegar a encontrarla–. Intenté por todos los medios evitarlo, pero Kieran se volvió persistente, y por mucho que yo intentara odiarle no llegué a conseguirlo.
–¿Estás diciendo que lo amas? –espetó con perplejidad.
–Sí, no lo voy a negar. De hecho vamos a tener un hijo –susurré mirándola con dulzura–, estoy embarazada, Sarah, y por primera vez siento que mi vida tiene sentido, aunque esté rodeada por hombres belicosos, asesinos y brujos. Y en medio de una guerra inminente –añadí.
Ella se quedó muda, no supe si de la impresión que le causó mi cambio de carácter o de la sorpresa. De pronto su rostro se tornó violentamente serio, como si yo le molestara.
–Supongo que conociendo a Kieran no le gustó averiguar quién eras en realidad y como lo habías engañado –señaló con frialdad.
–Creo… creo que siempre lo supo, aunque jamás lo confesará –contesté mirando al campamento que se extendía bajo nuestros pies al pie de la colina como si lo fuera a ver aparecer en cualquier momento.
Me extrañaba sobremanera la actitud de Sarah, pero en esos años su carácter se había curtido a base de golpes. Para ella probablemente yo solo era un recuerdo doloroso. Comprendí que nos costaría un tiempo recobrar la confianza que habíamos compartido en el pasado.
–¿Y tú con Gareth? –pregunté después de un largo silencio, casi atragantándome con el nombre.
–No pasó nada con Gareth –contestó con brusquedad–, él no es el hombre que conocí en Edimburgo.
–Al principio pensé que él constituiría un apoyo para ti.
–Alana, creo que lo de pensar además de practicar la magia no son ninguna de tus cualidades –expresó algo enfadada.
Hice un gesto de dolor, pero no me rendí.
–Sarah, podemos regresar, ya te lo he dicho. He venido para eso –aseveré, buscando con la mirada a la Sarah que recordaba, la cual se había difuminado para convertirse en la mujer herida que tenía frente a mí.
–¿Regresarías conmigo?
–Claro ¿crees acaso que te dejaría sola de nuevo? –inquirí sorprendida.
–Pero yo… habías dicho que Kieran y tú…
–Él también sabe que tengo asuntos que solucionar en el futuro, encontrar a un asesino y restablecer el orden normal del tiempo. Cuando todo acabe, intentaré regresar –aclaré.
–¿Y si te asesinan en el futuro? ¿Y si no puedes regresar? Tú misma has dicho que apenas controlas tu magia y que la mayoría de las veces no sabes cómo funciona –espetó mirándome fijamente a los ojos.
No había pensado que era muy probable que no consiguiera regresar. Intenté ocultar el daño que me hacía imaginarlo.
–Lo haré de todos modos. Mi abuela me obligó a prometerle una sola cosa en su lecho de muerte, que te salvaría. «Ponla a salvo», fueron sus palabras y lo pienso cumplir. Sarah, no ha habido un solo instante desde aquel día en el que no me culpara de lo que te hice. –Suspiré hondo.
–No quiero regresar, Alana –soltó con brusquedad ella.
–¡¿Qué?! –barboté yo. Me había imaginado una y mil veces la conversación que estaba manteniendo con Sarah y, como todo lo que se prevé, resultó exactamente lo contrario.
–La batalla tendrá lugar dentro de pocos días, no me iré ahora que sé que puedo ser de utilidad. No abandonaré a la gente que me acogió –indicó y miró mi rostro descompuesto–, puede que cuando todo pase… ya lo hablaremos de nuevo.
–Pero… –repliqué.
–Alana, llevo aquí más de dos años, hay gente a mi alrededor que se ha convertido en mi familia y empiezo a sentirme más útil aquí que en el futuro.
Seguí mirándola con total estupor.
–Pero, toda tu familia está a trescientos años de distancia.
–Hay muchas cosas que han cambiado, Alana. No lo entenderías.
–Prueba a intentarlo.
–Sigues siendo igual de cínica.
–Pues tú has cambiado. ¿Ni siquiera te acuerdas de Gareth? Tiene que estar enfermo de preocupación.
–Por favor, Alana, cuando todo termine hablaremos –determinó dando por conclusa la conversación.
–Esperaré, Sarah –mascullé sin llegar a comprender qué estaba ocultando–, pero no sé de cuánto tiempo disponemos. Prométeme que lo pensarás con calma.
Ella entornó los párpados y dejó la mirada fija en un punto en el horizonte.
–¿Sabes? Creo que aquí he descubierto que el amor es mucho más que una cena a la luz de las velas en el mejor restaurante de Edimburgo, una película en el cine compartiendo palomitas, unas vacaciones al Caribe de una semana una vez al año o un anillo de diamantes en la mano izquierda.
–¿Me estás intentando decir que ya no amas a Gareth?
–Te estoy intentando decir que creo que nunca amé a Gareth –contestó ella con la mirada oscurecida.
No quise seguir discutiendo. Sarah había cambiado como lo había hecho yo. Al obligarnos a sobrevivir en un mundo hostil, primitivo y en ocasiones peligroso, nuestro carácter se había fortalecido de forma muy diferente. Ella se había vuelto más exigente y exudaba frialdad, yo, sin embargo, había aprendido a no esconderme y a rendirme al amor sin poner condiciones. Sí, las dos habíamos cambiado. Mucho. Pero no lo supe con certeza hasta algún tiempo después.
Bajamos la colina cogidas del brazo bajo la atenta mirada de Roderick, que había permanecido prudentemente alejado de nosotras mientras observaba el campamento y el perímetro que nos rodeaba. En el valle, donde se levantaban las tiendas y los soldados se ejercitaban con espadas y dagas, salió a buscarnos Kieran, venía con un pequeño corte en la ceja y los nudillos ensangrentados. Lo miré enfadada.
Él se encogió de hombros, pero parecía bastante más relajado que por la mañana.
–¿Qué ha sucedido? –le increpé.
Kieran nos miró a una y otra con intensidad, pero mostrando un rostro que no dejaba entrever ninguna emoción.
–Ha sido entrenando, nada de importancia –masculló.
Sarah dio un paso y le puso la mano en el brazo con confianza.
–Alana me ha contado lo de vuestro enlace. Debo felicitarte ¿no? –preguntó como si todavía no se creyera mi historia.
–Sí –respondió con brusquedad Kieran, apartándose para situarse junto a mí–. Sarah, te buscan los Cameron. Vamos a partir, el conde de Mar ha abandonado Perth con intención de tomar Stirling descendiendo hacia Dunblane. Nos ordenan levantar el campamento y desplazarnos.
Sarah dio un respingo, disgustada, y reaccionó con prontitud dejando caer un beso en mi mejilla, alejándose presurosa con la promesa en sus ojos de volver a reencontrarnos antes de la batalla.
–¿Me he perdido algo? –musité viéndola marchar.
Kieran, sin ofrecerme una respuesta, me cogió de la mano y me guio hasta nuestra tienda. Una vez dentro me giró para observarme con detenimiento.
–¿Todo bien? –murmuró.
–En realidad, no lo sé. No quiere regresar, al menos hasta que no se celebre la batalla. Quiere ayudar, es comprensible, pero sé que algo ha cambiado y no acierto a averiguar qué es –le expliqué empezando a recoger nuestras pocas pertenencias.
–Supongo que para ella ha sido impactante saber que habías venido a buscarla. Nunca me comentó que supiera que tú eres…, en fin, lo que eres.
–Ya, pero hay más. ¿Tuvo alguna disputa con Gareth?
–No que yo sepa.
–Bueno –dije doblando las mantas que constituían nuestro lecho–, en pocos días lo sabremos. Por cierto, ¿adónde vamos?
–Tenemos órdenes de dirigirnos hacia la aldea de Auchterarden. El conde de Mar va a intentar una maniobra disuasoria con el tercer regimiento como distracción, mientras el grueso del ejército ataca Stirling –explicó.
–No servirá de nada, el duque de Argyll se dará cuenta de la triquiñuela.
–Eso hemos aducido todos los oficiales en su presencia.
–¿Y cuándo no estabais junto a él?
–Que el duque de Argyll es un soldado acostumbrado a batallar y el conde de Mar a parlamentar. Nunca sabrá dirigir un ejército.
–La Historia se hará cargo de juzgarlo –afirmé. Lo que no era ningún consuelo.
–De todas formas, nosotros tenemos órdenes de esperar en Auchterarden la llegada de las tropas del general Gordon –adujo él plegando la mesa de madera para cargarla en la pequeña carreta, dándome a entender que de momento no habría lucha para el clan Mackinnon.
–Kieran, ¿qué día es hoy? –pregunté recordando de pronto una conversación que había escuchado cuando trabajaba en la librería.
–Once de noviembre.
Gemí en voz alta y me llevé la mano a la boca. Todo se iba a precipitar de forma rápida e imprevista.
–La batalla será dentro de dos días.
–Es imposible. El trece de noviembre es domingo. No podemos luchar un domingo, es el día del Señor –señaló con énfasis, dudando de mis palabras.
–Lo haréis.
Kieran se persignó y terminó en silencio de recoger nuestras cosas.
Llegamos al día siguiente a las cercanías de la pequeña aldea medieval de Auchterarden. En el campamento se percibía el nerviosismo y la tensión previa a los combates. Los hombres se mostraban iracundos y dispuestos a entrar en batalla, la mayoría de las veces les daba lo mismo que fuera con su vecino de al lado. La excitación se notaba palpable como una corriente eléctrica que los enlazaba los unos a los otros. Muchos de aquellos hombres eran simples granjeros o ganaderos que no habían entrado en batalla antes, pero parecían dispuestos a ensartar cualquier asomo de uniforme escarlata que sus ojos vieran. Los observé mientras montaban nuestra tienda sintiendo verdaderamente miedo. Un día, quedaba solo un día y todo terminaría por fin.
Sabía por Kieran que había tropas más al sur, las del brigadier Mackintosh, que se habían reunido con las fuerzas de Foster cerca de Kelso, y también que los oficiales pensaban que era un error, que las tropas debían haberse agrupado para formar el grueso del ataque. El conde de Mar nunca lo vio, porque nunca fue un estratega ni escuchó a los oficiales. Quizá, si hubieran contado con el apoyo de aquellos regimientos, el resultado de la batalla fuera otro completamente diferente.
Pasamos nuestra última noche en Kinbuck, junto a las heladas orillas del río Allen. Esa noche no se encendieron fogatas, no se cantaron canciones y no se declamaron historias. Los hombres silenciosos y preocupados, se tendieron en el frío y húmedo suelo cubierto por una capa de nieve a intentar descansar al menos unas horas antes de que tuviera lugar la batalla. Se arrebujaron en sus plaids y rezaron el acto de contrición. Muchos de ellos no volverían con vida. Los observé, amparada en la oscuridad de la noche, junto a la tienda. Vi a Kieran caminar desde la tienda principal del comandante donde habían discutido el orden y situación de la batalla. Llegaba con gesto cansado pero determinante. Me cogió de un brazo y me obligó a pasar dentro.
–Mo aingeal, estás helada –exclamó abrazándome.
–Es que hace mucho frío –contesté tiritando.
Me frotó fuertemente con las manos hasta que entré en calor y nos tendimos en el cúmulo de mantas. Comenzó a desnudarme despacio y yo le sujeté las manos.
–Nos congelaremos –aduje.
–Te daré calor, Alana, pero déjame desnudarte, necesito sentir tu piel junto a la mía –pidió. No me negué, era nuestra última noche juntos y el temor al nuevo día persistía enlazándonos en una oscura nube.
Nos quedamos desnudos y abrazados, disfrutando de la piel del otro. Me besó con ternura y deslizó sus manos a lo largo de mi cuerpo. Me amó en silencio, acariciando con devoción mi cuerpo, evitando la ferocidad que lo caracterizaba para la batalla que tendría lugar al día siguiente. Al terminar, me miró con infinita calidez durante unos instantes eternos. Se recostó, atrayéndome a sus brazos y susurró en mi oído, con la intimidad que solo comparten los que son más que amantes.
–Alana, si ves que no regreso, busca a Sarah y regresad a vuestra época.
Me estremecí y lo abracé con fuerza.
–No digas eso, Kieran, parece que invoques algo que no deseo que suceda.
–Mo aingeal, mañana lucharé y tú misma dijiste que habría casi mil muertos en el bando jacobita. Eso constituye una octava parte de todo el ejército. Tienes que ser realista, salvaos vosotras. Promételo –repitió.
–Lo prometo.
–En serio –apostilló él.
–Lo prometo por nuestro hijo –dije con lágrimas en los ojos.
Él, mostrando una serenidad que a mí me era esquiva, bajó su cabeza para posarla sobre mi vientre levemente hinchado. Lo acarició y susurró un largo discurso en gaélico del que yo no entendí ni una sola palabra. No iba dirigido a mí, se estaba despidiendo de su hijo nonato. Las lágrimas mordieron mi rostro y le acaricié el pelo, sintiendo que lo amaba como nunca antes.
Al poco rato levantó el rostro y besó mis lágrimas frotando su rostro contra el mío. Gemí de dolor y de pena.
–Te amo, Kieran.
–Te amo, Alana –contestó él.
Y ya no hubo más palabras.
Entreabrí los ojos cuando lo noté levantarse. No quise mostrarle que estaba despierta para no alargar una despedida que me negaba a aceptar. Lo escuché suspirar, agacharse a mi lado y susurrar algo en gaélico mientras me acariciaba el pelo con ternura. Me dio un suave beso en la mejilla y desapareció en la noche.
Me incorporé rato después con gesto cansado para vestirme con premura, maldiciendo el frío y el miedo que comenzaba a sentir. Me até a la cintura el plaid que me identificaba como miembro del clan Mackinnon y que llevaba prendido formando una cruz sobre mi pecho. Antes de que saliera al exterior, Elinor entró veloz, parecía bastante disgustada, aunque me imaginé que la preocupación mostraba diferentes caras.
–Magdalen, ¿o debería llamaros Alana? Ya no sé cuál es vuestro verdadero nombre –señaló con frialdad.
Suspiré, por lo visto el encuentro con los Mckenzie de Sheafort ya había llegado a sus oídos.
–Soy Alana Mackinnon –afirmé sin ningún género de dudas.
–¿Tenéis acaso idea de lo que le habéis hecho a mi hijo? Cuando todo esto acabe será juzgado y probablemente condenado por traición –exclamó encarándome.
–Si eso sucede, no tengáis la menor duda de que estaré junto a él y aceptaré mi parte de culpa –contesté–. ¿Quién más lo sabe?
–Roderick, Aluinn y Cailen. Nadie más. Kieran se ha ocupado de ocultárselo al resto de los hombres. Ya habrá tiempo de explicaciones.
–O quizá no –murmuré.
Ella me miró cambiando el gesto al de profundo temor. Apretó las manos y después se las frotó contra la falda del vestido, haciendo crujir la tela. Lamenté haber hablado, mis escasas habilidades sociales resurgían de nuevo.
–Debéis venir con el resto de las mujeres. Se ha acondicionado una pequeña cabaña para atender a los heridos, cualquier mano nos será de utilidad –exigió finalmente cogiéndome del brazo.
La seguí sin protestar, atravesando el campamento extrañamente vacío y con una sensación de irrealidad tan patente que en cualquier momento esperaba escuchar a alguien gritar.
–¡Corten! ¡Terminado!
Lo que obviamente no sucedió.
Entré en la pequeña cabaña de madera cubierta por un techamen de paja y vigas carcomidas, donde ardía un fuego fuerte bajo un caldero humeante en el que se hervían paños blancos que servirían como vendas. Pude ver a Sarah dando instrucciones, pero ella apenas reparó en mi presencia, con el afán de organizarlo todo como si fuese un general de guerra, ante la reticencia de las mujeres que había reclutado para ello. Sin nada más útil que hacer, me centré en dar vueltas al caldero mientras sudaba con profusión por el calor, para ir posteriormente colgando los trapos humeantes sobre unas cuerdas tendidas de lado a lado de la cabaña. Aunque era una labor prosaica y mecánica, no pude dejar mi mente en blanco, volaba una y otra vez al campo de batalla. No podía evitarlo. Me sentía inútil esperando. Miré a las mujeres que se entretenían extendiendo mantas en el suelo como camillas improvisadas y preparando paños ya secos y jarras de agua y licor. En esas simples tareas encontraban consuelo. Yo no. Una mujer pecosa y regordeta se acercó a echarme una mano cogiendo otra espátula y removiendo conmigo. Le sonreí por inercia.
–La guerra convierte a los asesinos en soldados –exclamó de pronto con el rostro enrojecido y sin dejar de agitar el mango de madera–, si Dios es misericordioso rezaremos para que mueran el máximo número de sasenachs.
–Es obvio que en este mismo momento habrá también muchas mujeres rezando para que mueran los escoceses.
–¿Es que acaso estáis insinuando que Dios no está de nuestra parte? Dios es justo y nuestro ejército enarbola la justicia como bandera –espetó con acritud.
–Lo único que afirmo, no insinúo, es que invocar a Dios y su justicia no nos hará ganar la guerra. –Ahí estaba de nuevo, hablando de más sin prever las consecuencias.
–¿Decís que deberíamos invocar al maligno porque él es el causante de la guerra?
–Digo que los hombres son los causantes de la guerra y que invocar a Dios o al Diablo es irrelevante para el transcurso de la batalla.
–¡Dios mediante! –Se santiguó con rapidez–. Habláis del enemigo de Dios en la Tierra con demasiada soltura.
–No hablo ni de uno ni de otro, ambos me son indiferentes –expresé sin la debida cautela. En mi defensa, varios días después, diría que el saber que miles de hombres, entre los que se encontraban algunos de los que más quería, crispaba mis nervios provocándome una furia contra la raza humana y su estupidez de proporciones épicas.
Aquella joven pegó tal respingo que pensé que se iba a romper en dos, después se volvió a santiguar y se apartó de mi lado como si temiera que a mí me fueran a salir cuernos y rabo. Respiré con hastío y me concentré en la labor sin darle más importancia.
Me encontraba con la mirada fija en las llamas cuando una imagen se formó en ellas, escuché el rumor de la lucha y los gritos de los hombres envueltos en una extraña niebla. La percibía con total claridad. Había un hombre moreno y alto de espaldas a mí, cayó al suelo herido por el filo de una espada que brilló entre las llamas. ¿Era Kieran? Me tambaleé aturdida un instante y emití un grito que fue disimulado por el primer cañonazo que provocó que las mujeres presentes dejaran caer lo que tenían en las manos y respiraran jadeantes. Nos miramos las unas a las otras viendo el miedo reflejado en los ojos de cada una de nosotras. De improviso sentí una mano helada posada sobre mi espalda. Me giré y no conseguí ver a nadie. La sensación de terror fue tan patente que me tambaleé. Era Kieran, ya no tuve duda. Lo habían herido y estaba en peligro. Me puse de nuevo la capa y me dirigí a la puerta.
Elinor me sujetó del brazo.
–¿Adónde creéis que vais? –espetó.
–Al campo de batalla –contesté con naturalidad olvidándome de la promesa pronunciada la noche anterior.
–Pero cómo osáis…
–Kieran está en peligro.
–¿Vos lo habéis visto?
Asentí con la cabeza.
Ella se retorció las manos en el delantal de hilo blanco que cubría su vestido de lana azul.
–Son mis hijos –pronunció finalmente.
–Lo sé –respondí y salí al exterior sin despedirme de nadie.
Miré alrededor sin saber qué camino seguir. Cerré los ojos intentando concentrarme y escuché el rumor de las gaitas y disparos a mi izquierda. Corrí hacia allí sin pensármelo dos veces. No sabía qué iba a hacer cuando llegara, solo que tenía que estar allí.
Llegué a la cima de la colina sobre la que se extendía el páramo de Sheriffmuir, el cual daría nombre a la batalla. Frente a mí observé el despliegue de ambos ejércitos. Un manto blanco de escarcha cubría la llanura donde destacaban con nitidez los colores ocres, azules, verdes, blancos y rojos de los kilt escoceses, en contraste con la barrera carmesí de los soldados ingleses en formación de cuadrícula. Abrí los ojos desmesuradamente ante la imagen. Y en ese momento la recordé, había visto un cuadro expuesto en la Galería de Arte Pictórico de Edimburgo poco tiempo antes, pero no paré en analizar la importancia del cuadro. No destacaba por su trazado ni por sus líneas elegantes, era otro cuadro de guerra. Solo que el cuadro, esta vez se había convertido en una dolorosa realidad.
Me quedé en la retaguardia, observando al lejano duque de Argyll que permanecía erguido sobre su caballo en la cima de Stone Hill frente a nosotros. Abajo, en el páramo, John Erskine, sexto conde de Mar había hecho el que él consideraría el discurso de su vida, que finalizó con vítores y boinas azules lanzadas al cielo turbio y expectante. Ciertamente era lo que mejor sabía hacer, hablar. Las gaitas prorrumpieron sus lamentos declamando el pioh rah de cada clan instándolos a la batalla y las líneas jacobitas se movieron de forma imperceptible como si una corriente eléctrica las hubiera atravesado de lado a lado. Tenían como frontera natural el río Arran en la parte oriental y profundos pantanos en el lado contrario. La única dirección posible era enfrentarse al enemigo, no había escapatoria. Intenté recordar en que lado luchaba el contingente Mackinnon y me acerqué más, mezclándome con la retaguardia del duque de Perth, que controlaba su caballo a duras penas ante el nerviosismo que presentía en su dueño y a su alrededor. Nadie se percató de mi presencia. Observé con más atención y los vi, distinguiendo sus colores. En primera línea en el extremo occidental se encontraba el regimiento Mackinnon junto con el Macgregor y Macpherson, a su derecha los leales Stuart de Appin.
Luchaban bajo el mando del general Hamilton y junto a los Cameron, McDougal y McRae. Frente a ellos se erguía el flanco más peligroso de los ingleses, el propio duque de Argyll al mando de sus Dragones montados a caballo y de los scots grey.
A una orden de sus oficiales, los escoceses echaron a correr en la fría tierra rodeada de neblina que esperaba atrapar las almas de los caídos. Creí escuchar un grito de guerra «Cuimhnich bas Alpein», recuerda la muerte de Alpin, o quizá fuera mi imaginación.
Era el grito de guerra de los Mackinnon.
La batalla había dado comienzo.