Capítulo XI

 

Podrás ocultar las horas,

pero nunca podrás tapar el tiempo perdido.

 

 

«Estábamos a finales de septiembre, pero el calor era infernal, quemaba por el día y por la noche era imposible dormir con las ventanas cerradas, sin embargo, teníamos prohibido abrirlas. Normas de la casa de acogida. Circundé la habitación para asegurarme de que estaba sola y me asomé cuidadosamente bajo las tres líneas de literas metálicas apoyadas a las paredes pintadas en blanco. Nadie. Con una sonrisa cogí un pequeño banco y lo acerqué a la alta ventana. Hice presión y la abrí con un chasquido. La suave brisa del atardecer se filtró en la habitación y los sonidos del patio exterior me llegaron con claridad, niños jugando y gritándose los unos a los otros. Respiré con avidez el aire limpio y me aparté de la ventana para sentarme en una de las camas bajas. Dos mariposas blancas se colaron por el resquicio de la ventana y se persiguieron la una a la otra, danzando sobre mi cabeza.

La puerta se abrió de repente y yo abracé a mi oso de peluche temiendo que fuera algún cuidador que habría visto la ventana abierta. Eran tres niños mayores que entraron con rapidez, empujándose. Cerraron la puerta dejándola atrancada con una silla. Yo los miré con miedo.

–Así que es aquí donde te escondes –masculló el que parecía el jefe de la comandilla.

–No me escondo –acerté a decir sin entender qué hacían allí. Otra de las normas era que nunca se podía traspasar la zona de las niñas.

–Diego ¡date prisa que en cualquier momento puede venir alguien! –exclamó el más joven observando la puerta con temor.

–¡Bah! Están demasiado ocupados como para controlarnos a todos. –Sonrió Diego mirándome con burla.

Yo me abracé más fuerte a mi muñeco, sin llegar a comprender qué querían realmente.

El que se llamaba Diego se acercó a mí y de un fuerte tirón me obligó a levantarme y arrastró su mano que olía a comida reseca por mi rostro. Yo me retraje soportando a duras penas una arcada.

–¡Sujetadla! –ordenó con una dureza impropia de un joven de su edad.

Los otros dos niños me cogieron por los brazos y me los retorcieron a la espalda. Yo me agité e intenté deshacerme de la sujeción. Prorrumpí en un grito agudo de auxilio. Fui recompensada con un puñetazo que me dejó la nariz sangrante y la cabeza aturdida.

–¡Arrodilladla! –exigió el jefecillo.

Me empujaron al suelo y si no llega a ser porque me tenían sujeta casi beso el suelo. Observé como gotas de sangre caían mojando el terrazo, fundiéndose con los colores de las piedras rojizas escondidas en el granito. La zapatilla de deporte de mi agresor pisó una de las gotas carmesí y la arrastró hasta que solo fue una masa informe sobre el suelo. Levantó mi cara con una sola mano y me obligó a mirarlo.

–Vamos a espabilarte, niñata –masculló robándome mi peluche.

Me levanté y salté, intentando atraparlo mientras él se reía sujetándolo sobre mi cabeza. Le di una patada en la espinilla y recibí como respuesta un puñetazo en el pecho. Gemí y me faltó la respiración, cayendo sobre el suelo manchado con mi propia sangre. Mi cabeza rebotó en el frío granito y esperé con terror una nueva acometida. Me costaba respirar, el aire no llegaba a mis pulmones porque no era capaz de mover mi pecho para conseguirlo.

Un golpe en la puerta hizo que los tres miraran asustados hacia ella. La silla se quebró ante un segundo empuje y finalmente cedió. Entró un hombre alto y fuerte que les gritó con voz grave y ronca hasta que los sacó a empujones de la habitación. Me encogí sobre el suelo temiendo que lo peor estaba por llegar. Me castigarían, había dejado que los niños entraran en mi habitación y había abierto la ventana. Estaría encerrada durante semanas.

El hombre se arrodilló junto a mí y me acarició el rostro. Cerré los ojos y me retraje asustada. Se quedó en silencio un momento y me cogió en brazos. Dolía, dolía tanto que pensé que me dormiría para no despertar nunca más.

–Mi muñeco. –Alcé una mano en dirección al peluche manchado de sangre y tirado en el suelo.

Él se agachó conmigo en brazos para cogerlo con una sola mano y depositarlo sobre mí. La última visión que tuve de aquel suceso fueron las dos mariposas persiguiéndose la una a la otra en un vuelo sin final en el techo de la habitación, totalmente ajenas a mi sufrimiento. Me desvanecí en los brazos de aquel hombre. Nunca volví al centro de menores. «Una desafortunada caída por las escaleras», le dijeron a mi padre. La clavícula rota y dos costillas fracturadas. Esas fueron las consecuencias físicas. Las psicológicas nadie las supo nunca, porque lo oculté. Primero por miedo a las consecuencias y después porque sentí un profundo asco de mí misma, de mi cobardía y de mi impotencia.

¡Ah, sí! yo entendía perfectamente que Morag quisiese su muñeca cuando pensó que iba a morir.

Nunca volví a mirar a ninguna mariposa con algo que no fuera rencor».

 

 

–¡Despierta, Alana! Mo aingeal, despierta, es una pesadilla. Mírame –pronunció Kieran con voz serena y urgente.

Abrí los ojos desconcertada, golpeándole el pecho con los puños y, al darme cuenta de lo que estaba haciendo, los aparté escondiéndolos bajo las mantas. Sollocé. La intensidad de los días anteriores había removido mis recuerdos hasta que estos afloraron de las arenas movedizas a la superficie, llenándome nuevamente de dolor y amargura.

Kieran me abrazó y me besó en la coronilla mientras yo me acurrucaba contra su cálido cuerpo. Me estremecí y temblé de nuevo sin poder contenerme.

–Cuéntamelo. Deja que los demonios salgan a la luz, eso te ayudará –susurró.

Eran casi las mismas palabras que yo le había instado a decir cuando él mismo sufrió sus pesadillas. Pero yo no podía hablar, contarlo no servía de nada, para mí significaba invocar de nuevo aquel sentimiento de terror y soledad que me dejaba completamente vacía durante días.

–Háblame de ello, mo aingeal –pidió acariciándome la espalda–. Déjame que sea yo quien aleje tu dolor.

Me giré para mirar al techo esperando ver la danza de dos mariposas blancas, sin embargo no percibí más que una tenue claridad que precedía al amanecer de las Highlands.

–Odio las mariposas –dije por fin, y comencé a hablar. Se lo conté todo, lo que hicieron, lo que sentí, lo que oculté a todos. Y él me escuchó con atención sin pronunciar una sola palabra y sin dejar de acariciarme. Acabé llorando desconsolada abrazándome a su pecho con fuerza, como si temiera que fuera a desaparecer, y sin él a mi lado regresaran los demonios.

–No dejaré que ninguna mariposa vuelva a acercársete –murmuró cuando finalicé mi relato.

No dijo nada más. No hacía falta.

 

 

Desperté de nuevo cuando la luz fría de la mañana inundó por completo la habitación. Kieran se había levantado y estaba vestido, apoyado con el hombro en la jamba de la ventana mirando fijamente el exterior. Se giró hacia mí en cuanto percibió el movimiento y me regaló una de sus sonrisas que me llenaban de calidez.

–¿Qué hora es? –pregunté sabiendo que esa era una pregunta absurda dado que nadie en el castillo llevaba control del tiempo.

–Hace rato que ha amanecido, ¿cómo te encuentras?

–Bien –expresé con brevedad–. ¿Qué es ese ruido? ¿Han venido más visitantes?

–No, son mis hombres. Partimos hoy.

Me incorporé a la velocidad del rayo.

–¿Adónde? –exclamé asustada.

–A tierras de los Macdonald. Ellos también se han unido al Levantamiento, hay varios asuntos que tratar –explicó con una sonrisa–. Volveré dentro de tres o cuatro días a lo sumo.

–¿Cuatro días? –inquirí con fastidio.

–Intentaré que sean tres. –Sonrió acercándose.

Me besó en los labios con rapidez y se separó con un gruñido insatisfecho.

–Puede que dos –masculló y me acarició el rostro–. He ordenado a Cailen que cuide de ti. Procura, ya sabes, nadie debe verte practicando magia.

Asentí con la cabeza. No tenía ninguna intención de hacer nada de lo que había sugerido.

–Bien, y ahora despidámonos como es debido –susurró tendiéndome sobre el colchón.

 

 

Despedí a la pequeña partida en la puerta junto con otras mujeres, Caitlen incluida, y no pude por menos que reparar en su mohín de disgusto cuando Kieran me alzó para besarme antes de montar en su caballo de guerra y partir a galope. Le devolví la mirada con grata satisfacción y entré en el castillo. Al poco comenzó a llover torrencialmente y yo a aburrirme mortalmente. No encontraba nada útil qué hacer. Las mujeres se habían recluido en el salón y bordaban y tejían en previsión al largo invierno. Los hombres que quedaban en el castillo se dedicaban a las labores de abastecimiento, apilando grano y, sobre todo, escondiéndose en la destilería. Los observé desde la ventana del despacho de Kieran con algo muy parecido a la envidia. Añoraba a Sarah, sus largas conversaciones frente a varias botellas de cerveza en el pequeño salón de nuestro apartamento, y deseé con fuerza volver a verla. Mi anillo brilló tornándose de un color agranatado y supe que ya estaba cerca de conseguirlo. Me giré y curioseé en las estanterías buscando algún libro con el que entretenerme. Conseguí algo mejor.

Cogí un pesado reloj de madera y bronce finamente tallado y lo arrullé con amor. Curioseé su maquinaria oxidada y por fin encontré algo valioso que hacer. Lo envolví con cuidado en un paño y bajé a las cocinas. Era el único lugar del castillo que tenía una mesa tan amplia como para desmontarlo y extender las piezas con el fin de tenerlas todas a la vista mientras lo reparaba.

Aluinn me observó con curiosidad cuando entré en sus dominios.

–Me imagino que eso que traéis acunándolo junto a vuestro pecho no será un cervatillo para la cena ¿no? –preguntó enarcando una ceja con gesto divertido.

Yo lo miré horrorizada.

–No –exclamé pensando en los bellos animales que en ocasiones servían como alimento al clan–. Es algo mucho mejor. –Deposité el objeto sobre la mesa y destapé el paño–. Un reloj.

–¿Y qué pensáis hacer con ese instrumento? Ni siquiera funcionaba cuando lo trajo Kieran. –Me miró con franco escepticismo.

–Repararlo. Es necesario saber en la hora en la que estamos –señalé ignorando su ceja enarcada.

–Y eso, ¿para qué?

–Pues… –Me quedé sin palabras, yo jamás había vivido sin un reloj que guiara cada hora de mi existencia–. Porque sí.

–Bueno –replicó él rascándose la barbilla–, si pensáis que podéis revivirlo no os molestaré.

Me dejó sumida en la intrincada maquinaria del reloj, mientras me observaba de forma subrepticia sin entender del todo qué me proponía. Me centré en lo que tenía frente a mí. Jamás había arreglado un reloj antes, pero sí reparado alguna caja de música con mecanismos similares. Puede que lo consiguiera, en el peor de los casos, se quedaría como estaba y no habría más problema.

Pasé varias horas concentrada en el intrincado conjunto de tuercas y pequeñas poleas sujetas por un fino alambre, utilizando la siang dhu como destornillador, palanca y martillo, mientras me alimentaba de forma ausente con lo que Aluinn depositaba con cuidado y en silencio junto a mí. Finalmente cerré la tapa despacio, atornillándola, y giré el pesado reloj de pared. Era un diseño bávaro, con toda probabilidad de principios del siglo XIV, la esfera estaba decorada con una imagen de un bosque con pequeños relieves lacados en fuertes colores de gran realismo, incluso se podía percibir un pájaro de brillantes alas azules y amarillas en el fondo verde. La carcasa era de madera cubierta por un cristal que permitía su apertura para poner en hora las manecillas de latón y de ella pendía un péndulo en bronce.

–¡Voilá! –exclamé cuando escuché el añorado tic-tac rítmico que marcaba el paso del tiempo.

Aluinn se giró sorprendido y se acercó algo temeroso al reloj.

–Lo habéis conseguido –murmuró incrédulo.

–¡Ajá! –declamé triunfante cogiendo la jarra de cerveza que estaba sobre la mesa y apurándola hasta el fondo.

Aluinn seguía observando el reloj con algo muy parecido al respeto reverencial por algo que es desconocido.

–Omnes feriunt, ultima necat –susurró leyendo la inscripción que había limpiado y dejado visible en la base del reloj.

–¿Qué significa? –pregunté con curiosidad, solo entendí una palabra que no tenía sentido sin el resto.

–Todas las horas hieren, la última mata –pronunció con voz suave volviendo su mirada hacia mí.

Me estremecí y observé el reloj con más atención, pensando que quizá no había sido tan buena idea volverlo a poner en marcha.

–Pasa lo mismo cuando uno se emborracha, todas las copas sientan bien, excepto la última, que es en la que crees morir –dije en un intento de quitarle importancia.

–Sí, mo nighean, pero no llega a matar –musitó y volvió a sus quehaceres sin pronunciar nada más.

El fantasma de la próxima guerra sobrevoló sobre nosotros enturbiando el cálido ambiente de la cocina, aspirando el aire y contaminándolo con el miedo y la muerte. Cogí el reloj, lo envolví de nuevo en el paño y salí en silencio. Subí hasta el despacho de Kieran y en un acto rebelde abrí la puerta de la esfera y paré el reloj como sin con eso pudiera detener el tiempo. Después corrí hasta nuestra habitación y me acosté. Y recé por primera vez en mi vida, recordando los rostros de la gente que ahora era mi familia, que me rodeaba, que ya formaban parte de mí, suplicando por un destino incierto que se aproximaba con la rapidez de un depredador hambriento.

 

 

Desperté al amanecer del día siguiente con el rítmico sonido de la lluvia golpeando los cristales. Dejé que me arrullara acomodándome más en la cálida cama, sintiéndome afortunada por no estar en el exterior. Y descubrí con asombro que en verdad me sentía cómoda en aquella época austera y sin privilegios tecnológicos. Si bien era cierto que añoraba ciertas cosas como la música, los libros o una película, me sentía como si realmente encajara en ese siglo. La brutal sinceridad y ausencia de convencionalismos que me rodeaba hacía que mirara con desprecio el futuro en el que la sombra de la hipocresía era tan común. Nunca había tenido nada valioso o deseado, me conformaba con vivir el día a día trabajando y ahorrando lo imprescindible para poder llegar con algo de holgura a fin de mes. Aquí seguía sin tener nada, ni siquiera un penique, sin embargo, no lo necesitaba. Tenía un hogar, gente a la que apreciaba y sobre todo a Kieran. Cerré los ojos recordándolo y sonreí de forma perezosa. Y supe que la apacible y reconfortante calidez que me envolvió era algo muy parecido a la felicidad. Suspiré con placer y sentí que, por primera vez, mi vida tenía sentido.

Pasé el resto del día con una sonrisa algo estúpida instalada en mi rostro, ayudando a las mujeres a cuidar de sus hijos pequeños mientras ellas realizaban sus labores. Al atardecer, después de tomar un ligero refrigerio subí a la habitación con intención de leer un poco y acostarme temprano. Si había suerte, al día siguiente regresaría Kieran.

Un golpe en la puerta me sacó de mi ensimismamiento y giré el rostro asomándome por detrás del butacón junto al fuego con un gesto amable, que se quedó congelado a mitad de camino, convirtiéndose en una mueca. Era Caitlen.

Me levanté algo molesta. Hacía días que procuraba ignorarme y no la había visto intentar acercarse a Kieran. No tenía idea de lo que se proponía viniendo a nuestra habitación.

–¡¿Qué le habéis hecho?! –gritó agitando una mano sobre mi rostro mientras la otra permanecía escondida en su espalda.

–¿A quién? –pregunté con sorpresa.

–¡A Kieran! ¿Quién si no?

–No le he hecho nada. Supongo que conoceréis que está con los Macdonalds.

–No intentéis distraerme con vuestras palabras, sabéis perfectamente a lo que me refiero. Sois una bean sith –pronunció con los ojos entornados–. Una bruja, lo habéis hechizado para separarlo de mí.

–Yo no he hecho tal cosa –argüí con energía, aunque noté un súbito temblor en todo mi cuerpo, y el dedo en el que portaba el anillo comenzó a hormiguear en señal de peligro.

–Sí lo habéis hecho. Él me amaba, era mío y vos me lo habéis arrebatado. –Jadeaba y su pecho subía y bajaba al ritmo de una respiración furiosa y entrecortada. Me fijé con atención y vi sus ojos algo desenfocados. Me pregunté si habría bebido antes de enfrentarse a mí. No era una mujer estúpida, sabía que yo era la esposa del jefe del clan y que aquello tendría consecuencias.

–Os repito que yo no he hecho nada de lo que me acusáis. Ni soy bruja ni tengo conocimiento ni contacto con ninguna de ellas –afirmé con vehemencia–. Retirad ahora mismo esas acusaciones contra mí –exigí con voz firme.

–¡Sí lo sois! Pero yo no os tengo miedo. Cuando desaparezcáis volverá a ser mío, como lo ha sido siempre –barbotó, desafiándome.

La miré con estupor, pensando en arrastrarla fuera de la habitación de un puntapié. No sería difícil, le sacaba más de una cabeza y mi cuerpo bullía con furia apenas contenida.

–No voy a desaparecer –dije, sin embargo, ocultando mi furia pronunciándolo con deliberada suavidad, viendo el brillo de locura en sus ojos esmeralda.

–Lo haréis. –Bajó el tono de voz hasta que me costó escucharla con claridad–. Yo lo haré, lo haré y él volverá a mí.

–¿Y cómo pensáis hacerlo? –Lo pregunté por mera curiosidad, observándola con detenimiento y preguntándome si habría enloquecido. Era peligrosa, pero yo no alcanzaba a percibir todavía cuánto.

–Así –escupió con una sonrisa demente en el rostro. Mostró la mano escondida en su espalda y me apuntó con el cañón de una pistola, algo más pequeña que las que portaban los hombres, pero desde luego igual de mortífera que ellas.

Mi mente se bloqueó y pensé que estaba incursa de nuevo en la irrealidad. Sentí que un súbito ataque de histeria iba a brotar de mis labios en forma de rotundas carcajadas.

–¿Qué demonios…? –No pude acabar la frase. El repentino destello, junto con el estruendo del disparo y el chasquido de la pólvora al quemarse y prender, nos cegó a ambas. Ni siquiera sentí el impacto, solo noté un extraño aturdimiento producido por el humo, que me impedía respirar y ver con claridad. Caí al suelo de rodillas y pensé de forma absurda e ilógica que si mi última palabra en la Tierra iba a ser «demonios» iba camino del infierno sin hacer una mísera parada en el Purgatorio para expiar mis múltiples pecados.

No me dio tiempo a recuperarme antes de notar el empuje de su cuerpo sobre el mío. Caí de espaldas golpeándome el brazo y gimiendo de dolor ante el contacto con la dura piedra del suelo. Ella se debatía sobre mí con furia aprovechando mi desconcierto. Me golpeó la cara y me tiró del pelo mientras yo pensaba de forma incoherente qué hacer para quitármela de encima. Algo distrajo su atención un momento y sus ojos brillaron en la opaca oscuridad del humo picante de la pólvora. Alcanzó con una mano la daga que Kieran me había regalado y que descansaba en la mesilla, para enarbolarla sobre mi rostro de forma triunfante. Parpadeé confundida y la furia me invadió. Me incorporé sujetándome el brazo y la empujé dejándola tirada a un costado de mi cuerpo. El poder vibró en mi pecho creciendo y absorbiéndome. Me arrojé sobre ella sin ningún tipo de elegancia intentando desarmarla con una sola mano. Le sujeté la muñeca y la apreté contra la piedra golpeándola una y otra vez hasta que soltó la daga con un quejido. Era mucho más fuerte que ella, mi poder me daba vigor, mi poder me estaba consumiendo. Mis ojos se oscurecieron y vi el miedo reflejado en su rostro. Intentó levantarse y yo hice presión sobre su cuerpo dejándola de nuevo tumbada. Agitó sus manos y me arañó la cara. Me revolví y cogí su cuello con la única mano que todavía respondía a las órdenes de mi poder que creció hasta que se convirtió en una bola de fuego en mi interior. Apreté con fuerza y ella boqueó desesperada en busca de aire.

–Habéis intentado matarme. No una, sino dos veces. No habrá una tercera –susurré respirando de forma agitada junto a su rostro.

–Yo no fui la que… –farfulló sin aliento.

No la creí ni por un instante. Fijé mi vista en sus ojos verdes percibiendo el terror en su mirada. Flexioné mis dedos sobre su blanco y delgado cuello hasta que noté la tráquea aprisionada entre mi mano. Sus piernas se agitaron y sus manos intentaron levantarse de nuevo. Solo tuve que apretar un instante más. Sentí los músculos de su cuello tensarse bajo mi mano y la delgada capa de piel que protegía su garganta cubriéndose de sudor frío. Hice presión y su tráquea se partió con un simple golpe de mi mano. Se agitó una vez más abriendo la boca en un acto reflejo de supervivencia y murió con los bellos ojos verdes fijos en mi rostro enloquecido.

Aparté la mano temblando aterrorizada. El anillo refulgía en un negro azabache atrapando la débil luz de la chimenea. Mi poder se estaba apoderando de mi cuerpo aspirando los últimos retazos de cordura que me quedaban. Me obligué a respirar con normalidad. Dejé la mente en blanco y conté despacio hasta que sentí que el fuego que ardía dentro de mi pecho se apagaba. Miré de nuevo el rostro cubierto por la mueca burlona de la muerte de Caitlen y me levanté tambaleándome.

La puerta se abrió de improviso y Cailen entró junto con Elinor. Ambos se quedaron parados observando la tétrica escena con estupor.

Los miré como si fuera la primera vez que los veía y me froté la cara con la mano. Sangre. Había sangre. Volví de nuevo mi rostro al cadáver de Caitlen buscando alguna herida. Un dolor punzante hizo que me sujetara el hombro e intentara levantar mi mano izquierda. Era mi sangre. Goteaba deslizándose y empapando el tejido del camisón hasta resbalar por la piel de mi mano y terminar en el suelo de piedra, donde se quedó formando un pequeño charco carmesí oscuro.

–¡Estáis herida! –exclamó Elinor acercándose presurosa hacia mí.

–Ella está muerta –señalé con la cabeza hacia Caitlen.

–Es cierto, hija mía –dijo Elinor separando la tela de lino de mi piel–. Por ella ya no podemos hacer nada, pero por vos sí. Cailen, cógela –ordenó a su hijo, que me observaba con un gesto de terror en sus ojos azules–, ya sabes lo que tienes que hacer. Que no te vea nadie. Nadie debe conocer lo que ha sucedido.

Si de alguien había heredado Kieran sus dotes de mando y organización, en ese mismo momento tuve perfectamente claro que había sido de su madre. En pocos minutos me había sentado en la cama y limpiado la herida. Cailen había desaparecido amparado en la oscuridad de la noche escocesa con el cadáver de Caitlen en brazos. La posta de metal me había herido el hombro arrastrando la piel y se veía con total nitidez parte del músculo. Aparté la vista con asco.

–Tengo que coserte, dolerá bastante –me advirtió–. ¿Queréis tomar algo antes de que lo haga?

No supe a qué se refería, si a whisky o a algún tipo de adormidera como el opio. Negué con la cabeza. Me sentía aturdida y extrañamente alejada de mi cuerpo, viéndolo todo desde el exterior. Pero tenía razón. Dolía mucho. Dolía más de lo que pude soportar. Me desmayé antes de que terminara.

 

 

Desperté al alba del día siguiente en una habitación que no reconocí. Elinor estaba sentada en un butacón junto a una ventana. Me giré y al instante percibí el dolor sordo en mi brazo herido, el palpitar de la sangre y la piel tirante, como si este hubiera aumentado su tamaño. Gemí y Elinor se giró para observarme.

–¿Cómo os encontráis? –inquirió con suavidad, levantándose para posar una mano sobre mi frente.

–La he matado –fue lo único que dije cuando recordé con claridad los hechos acontecidos la noche anterior.

–Sí, pero ella había intentado lo mismo con vos sin conseguirlo. No debéis temer. Ahora estáis a salvo –expresó con dulzura.

Ya había perdido la cuenta de cuántas veces me habían dicho lo mismo en dos meses y ninguna había tenido sentido. Una y otra vez volvían a intentar acabar con mi vida, de una forma u otra. Temí que eso se convirtiera en una macabra costumbre.

Me ofreció un vaso de agua y bebí con avidez. Al poco tiempo sentí como me adormecía de nuevo y supe que había añadido algo para obligarme a descansar.

Abrí los ojos varias horas más tarde. Creí que estaba sola hasta que escuché carraspear a un hombre sentado en el suelo junto al fuego. Me asomé tímidamente al borde de la cama. Era Cailen. No hice ningún movimiento más. El brazo me ardía, pero era soportable, supuse que junto con la adormidera, Elinor había incluido algún tipo de calmante. Me puse de espaldas y miré el techo de piedra. Levanté mi mano y observé el anillo de bruja, había vuelto a su color azul cielo. El peligro había pasado. Pero eso no era ningún consuelo. Había matado a otro ser humano. Había acabado con la vida de otra persona. Y como me había explicado mi abuela, esta vez no sentí el profundo cansancio que me llevaba hasta el borde del abismo, sino que me sentía más viva que nunca. Y eso fue lo que más me asustó. Quise llorar, pero las lágrimas no acudieron a mis ojos. Me sentía completamente vacía y a la vez llena de fuerza y poder. La mezcla era estimulante y aterradora.

Sentí la presencia de otra persona en la habitación de forma palpable e intensa y busqué con la mirada. Mi abuela se aproximó a la cama y se inclinó sobre mí.

–¿Lo entiendes ahora? –susurró.

Asentí con la cabeza.

–No debes culparte. Has matado para preservar tu vida –dijo con voz cascada–, pero no debes volver a hacerlo.

–¿Por qué? –pregunté sin pronunciar palabra.

–Porque eso puede acabar con tu humanidad –sentenció desapareciendo entre las sombras.

 

 

Desperté de nuevo al atardecer. Esta vez estaba acompañada de Jeannie que bordaba a la débil luz de un candelabro de plata de tres brazos, mientras el pequeño gateador recorría la habitación de cabo a rabo, esbozando cada poco gruñidos de protesta ante algo que le incomodaba y de satisfacción cuando encontraba algo que llevarse a la boca.

–¿Me ayudáis a levantarme? –inquirí graznando roncamente.

Jeannie dio un respingo y me miró por primera vez.

–No creo que eso sea…

–Necesito salir de la cama.

Después de vacilar un instante, me ayudó a incorporarme. Tuvo que ayudarme también a vestirme, ya que mi brazo izquierdo estaba inservible. Con paso tambaleante me dejé arrastrar hasta la sala de costura. Solo estaban Elinor, Morag, que jugaba con su muñeca en el suelo, y Cailen con gesto concentrado en el fuego de la chimenea. Me senté en silencio en una silla junto a Elinor. Ella me observó preocupada pero no dijo nada, suspiró levemente e inclinó su rostro sobre el tapiz que bordaba. Cailen me miró con temor y yo le devolví una sonrisa tranquilizándolo, pero él no mudó el semblante. Morag me saludó con alegría y siguió concentrada en sus juegos infantiles. Cogí un libro, que reposaba en la pequeña mesa del centro, y bajé el rostro intentando seguir aunque fuera la primera estrofa.

Al poco rato desvié la vista hacia el fuego de turba que ardía en la pequeña chimenea de piedra y me estremecí. Me arropé más con el chal de lana, pero aun así seguía sintiendo frío, un frío helador que recorría todo mi cuerpo como si mi sangre se hubiera convertido en un río de escarcha. Elinor no hizo ningún movimiento, continuó tejiendo con total calma. La observé un momento, sentada junto a mí, en otro de los sillones festoneados en satén con dibujos de lirios. Busqué algo de tranquilidad en su apostura. No la encontré.

–Los hombres han regresado –exclamó de improviso sin levantar la vista del bordado.

–¿Cómo…? –No llegué a terminar la pregunta, y pensé si ella también tenía algún poder oculto. La puerta se abrió de pronto y Kieran emergió en el pequeño salón sacudiéndose el pelo húmedo y frotándose las manos.

Ambas lo miramos y él sonrió de forma ladeada acercándose al fuego para calentarse. Extendió ambas manos y se giró hacia nosotras. Su madre inclinó la cabeza con dulzura.

–¿Algún problema? –preguntó.

–Nada que destacar –señaló él mirándome a mí. Yo agaché otra vez la cabeza sobre el libro que intentaba leer y del que no había conseguido pasar ni una sola hoja. Intenté aparentar tranquilidad y simplemente lo ignoré. Escuché sus pasos acercándose y oculté todavía más el rostro tras el pequeño libro encuadernado en piel marrón.

–¿Qué ha sucedido? –inquirió con deliberada suavidad frente a mí.

–Nada –contesté sin mirarle. No podía enfrentarme a sus ojos. Si lo miraba, estallaría todo mi dolor y mi culpa. No podía permitirlo.

–¿Qué ha sucedido? –repitió con voz ronca.

No respondí y él se inclinó sobre mí y me sujetó por el brazo herido. Gemí en voz alta e intenté deshacerme de su sujeción. Apartó la mano y retrocedió un paso. Levanté el rostro y fruncí los labios con determinación. Kieran se pasó la mano por el pelo oscuro esparciendo gotas de agua que quedaron flotando en la penumbra de la habitación, se rascó la barbilla y entrecerró los ojos. Fue demasiado rápido. No lo vi venir. Se inclinó otra vez sobre mí y me apartó el chal que me cubría. Fijó su vista en el brazo doblado sobre mi regazo y de un golpe brusco rasgó la manga de la blusa desde el hombro dejando ver mi antebrazo vendado. Yo me erguí por la sorpresa y me aparté hundiéndome un poco más en el sofá.

–¿Quién te ha herido? –espetó con un tono de furia implícito en la suavidad de sus palabras.

–No ha sido nada de importancia –farfullé evitando su respuesta y recurriendo a su expresión anterior. Me mordí el labio ante su gesto de total escepticismo.

–Madre –bramó con la voz cada vez más ronca y grave.

–No diré nada –fue lo único que contestó ella.

Kieran masculló una maldición en gaélico y me cogió el rostro por la barbilla obligándome a mirarlo. Me mantuvo unos instantes así y yo tuve de nuevo la sensación de que podía ver mucho más de lo que yo intentaba ocultar. La culpa y el dolor me atenazaron con violencia. Comencé a temblar y me arrodillé frente a él sujetando su falda de lana con ambas manos llorando.

–¡Mátame! –supliqué–. ¡Debo morir! ¡Mátame! –Apoyé mi rostro en su pierna y gemí. Noté como su cuerpo se tensionaba como una cuerda y escuché el crujido de sus nudillos al contraerse a ambos lados de mi cabeza.

Antes de que él pudiera contestar o reaccionar, una sombra se deslizó desde el rincón y Cailen se arrodilló junto a mí y miró a su hermano. Sacó la siang dhu de la media y se la ofreció con el filo apuntando a su corazón.

Mo brathair, soy yo el que debe morir. Ese es mi castigo por no ser hombre como para proteger a tu esposa, cuando ese fue mi cometido. La dejaste a mi cuidado y si no es por ella, ahora estaría muerta –pronunció con voz firme.

Kieran gruñó y nos observó a uno y a otro de forma alternativa.

–¡No! –grité–. ¡Él no tuvo la culpa! ¡Fui yo! ¡Soy una asesina!

Me aferré con más fuerza a su falda intentando evitar que su atención se centrara en su hermano pequeño. Y levanté mi vista hacia él. Él me miró enarcando una ceja oscura sobre sus ojos dorados.

–Está bien –expresó con lentitud, aceptando la daga que le ofrecía su hermano. La volteó con una sola mano y la sujetó por el mango de marfil–, frente a mí tengo a mo brathair pequeño, sangre de mi sangre, mi heredero, mi familia, que ha incumplido mis órdenes sabiendo con ello el castigo al que se enfrentaba. Espero que la joven valiera la pena, Cailen –añadió.

Observé que Cailen enrojecía y sus ojos mostraban el dolor y el temor al castigo. Fui a hablar, pero la voz de Kieran me interrumpió.

–Y al otro lado se encuentra mi esposa, que calienta cada noche mi cama y con la que me comprometí frente a Dios y a los hombres. Difícil elección –señaló con calma.

Lo miré con furia y quise golpearle con un puño cierta parte de su anatomía que tenía justo frente a mi rostro. Él adivinó mis pensamientos y se apartó un poco con un brillo peligroso bailando en sus ojos.

–¿Qué debería hacer? –preguntó a nadie en particular–. No me siento Salomón, no puedo quedarme con la mitad de cada uno de vosotros. Así que tendré que elegir a uno como sacrificio.

Su hermano agachó el cabeza, resignado, y yo me levanté de un salto.

–Ni se te ocurra pensarlo –siseé con furia–, es solo un niño. Tu hermano pequeño. ¡Por Dios! Tu familia.

–Kieran –suplicó su hermano todavía de rodillas–, hazlo rápido. Déjame ser un hombre en mis últimos momentos sobre la Tierra.

Miré a Kieran sintiendo que la culpa se iba transformando poco a poco en una furia que se filtraba por cada poro de mi piel. Él me observó expectante y percibí la sombra de una sonrisa en sus ojos comprendiéndolo todo.

–Veo que ya habéis decidido por vosotros mismos –exclamó cogiendo con una sola mano a su hermano del hombro y levantándolo hasta que quedaron frente a frente. Su hermano elevó con valentía su rostro y apretó la mandíbula–. Cailen, al vallado norte. ¡Ahora! –ordenó con brusquedad.

–Pero yo… –comenzó a replicar su hermano. Kieran levantó una mano y ese simple gesto hizo que callara.

–No pensarías que iba a ajusticiar a mi propio hermano, ¿verdad? –le preguntó roncamente.

Suspiré hondo. Yo sí que lo había creído. Kieran me miró entornando los ojos y ladeando la cabeza.

–¡Jesús! –exclamó–, ¿lo creíste?

Asentí con la cabeza sin pronunciar una sola palabra. Sus ojos se entrecerraron todavía más hasta ser solo una línea luminosa en su rostro enfadado. Me sujetó del brazo que no tenía herido.

–Vendrás con nosotros –indicó.

–Yo… no –repliqué.

–Tú sí –contestó él sujetándome con más fuerza y arrastrándome hacia la puerta, donde nos esperaba su hermano. Se paró un momento y se giró hacia su madre–. ¿Dónde está? –inquirió con un tono que hubiera podido congelar el infierno.

–La arrojamos por el acantilado de los muertos –contestó Elinor con suavidad.

–Es el destino que se merecía –dijo Kieran saliendo por la puerta y llevándome junto a él.

Estaba anocheciendo, el cielo se había tornado de un gris plomizo acompañando nuestros mutuos sentimientos. Sin embargo, había dejado de llover, aunque la humedad se filtraba en la tela gruesa de mi vestido como un río helado. Caminamos en silencio hasta la parte posterior de la edificación en piedra y paramos frente a un vallado que contenía un puñado de vacas pastando totalmente ajenas a nosotros.

–Inclínate, Cailen –ordenó Kieran soltándome el brazo.

–Soy un hombre –contestó su hermano mirándolo con fijeza.

Kieran valoró la observación con gesto hosco y al fin asintió.

–¿Qué vas a hacer? –pregunté desconcertada.

–Castigarlo –respondió sin mirarme. Se acercó al vallado y desató una larga correa de piel. La agitó en el aire y golpeó en una piedra con un chasquido.

–¡Oh por Judas Iscariote! ¿No serás capaz de…?–exclamé con voz aguda. Él me miró con furia y yo me mordí la lengua.

–No quiero verlo –señalé girándome para volver a la calidez del castillo.

Un brazo de hierro me sujetó por la cintura y me obligó a retroceder.

–Lo verás. Tienes que verlo para entenderlo –siseó en mi oído.

–¿Entenderlo? –pregunté más sorprendida que asustada.

Él no contestó, toda su atención se había centrado en su hermano, que se había deshecho de la camisa de lino y dejado caer el plaid a un costado. Se apoyó sobre la valla de madera ofreciéndonos su espalda, sujetando en una de sus manos el broche de plata que lo identificaba como un Mackinnon.

–Veinticinco azotes serán suficientes –indicó Kieran y, sin esperar respuesta, chasqueó la cinta de cuero y lanzó el primer golpe sobre la espalda tensionada de su hermano pequeño.

Gemí en voz alta y me abracé percibiendo mi propia debilidad. Cailen ni siquiera suspiró, solo sus nudillos blancos sujetando la madera mostraban el dolor de su espalda. Quise concentrarme y enviarle algo de consuelo, pero estaba bloqueada con la mirada fija en el látigo que volaba una y otra vez sobre la espalda blanca que se estaba tornando de un color carmesí casi violáceo en los costados. Alargué mi mano y la posé sobre el hombro de Kieran. Noté la tensión de su cuerpo y la tela fría al contacto, pegada a su piel sudorosa. Él paró un momento respirando con agitación, pero no se giró. Y me di cuenta de que para él era más difícil aplicar el castigo que para su hermano sufrirlo. A la vez que percibí que no era la primera vez que lo hacía. Manejaba la tira de cuero con la precisión de un torturador experimentado, sin dañar completamente la piel, dejando que esta cayera sobre la carne de forma plana para no cortar.

Una eternidad. Fue una eternidad en la que el tiempo dejó de girar y todo se volvió estático. En un momento surrealista fijé mi vista en una de las vacas que se había acercado curiosa a observar el tétrico espectáculo y deseé tener la capacidad de olvidar con la facilidad que tenían esos animales.

Comprendí que él estaba recibiendo un castigo del que yo era merecedora. Yo era la que no había sabido predecir lo que sucedería con Caitlen una vez que esta viera la oportunidad de dañarme de nuevo sin la presencia de Kieran para protegerme. Yo era la que había terminado con su vida. Yo era la que merecía recibir los veinticinco latigazos. Me pregunté qué me hubiera sucedido de encontrarme en mi época, la detención y reclusión en una cárcel esperando al juicio y, si tenía suerte, alegar defensa propia y salir libre. En el peor de los casos una larga condena encerrada. Quedaría marcada de por vida.

Lo pensé con detenimiento, quizá no fuera tan mala idea el azotar a la gente. Al principio lo había mirado con asco, despreciando las costumbres bárbaras y primitivas, pero mi época también podía resultar muy cruel en determinados aspectos. El sistema de clanes era medieval, se delinquía, recibías el castigo y con él la redención. En cierta forma era una forma mucho más directa y sincera de acatar el problema. Los hombres juraban lealtad por sangre a su jefe y este les respondía protegiéndoles e impartiendo justicia. Las mujeres se limitaban a mantenerse al margen, dejando que los hombres decidieran por ellas y en muchos casos se castigaba al marido por los pecados de su esposa. Pero esta vez yo había llegado demasiado lejos. Había matado. Había asesinado y la realidad del hecho en sí mismo se hizo tan patente que comencé a temblar de forma desesperada. No, el recibir el castigo físico no supondría ningún consuelo, porque mi mente se encargaría de torturarme el resto de mi vida por ello.

Kieran se giró de improviso cuando finalizó. Se acercó a mí y no pareció reparar en mi mirada perdida en mis pensamientos sobre la justicia. Me cogió del brazo y me llevó hasta nuestra habitación en silencio. Su cuerpo tenso junto a mí me mostró el grado de enfado que su rostro ocultaba. Cerró la puerta en silencio y se enfrentó a mí. Pero yo no lo miraba, mi vista estaba fija en el suelo donde había visto por última vez el cadáver de Caitlen, como si me negara a que aquello hubiera sucedido en la realidad. Supe que estaba al borde de un ataque de pánico y comencé a respirar de forma agitada buscando aire y resollando sin llegar a encontrarlo.

–La he matado –pronuncié entre jadeos sintiendo que me mareaba, buscando su confirmación.

Me sujetó el rostro con las manos.

–¿Lo entiendes ahora?

Negué con la cabeza y el se pasó la mano por el pelo intentando calmarse.

–Alana, el castigo corporal es lo más leve que te puede suceder.

–La maté, no hay castigo para eso.

–Alana –insistió con voz perentoria–. No me refiero a eso, me refiero a que si alguien descubre qué eres o qué has provocado no sé si podré protegerte. No se conformarán con unos cuantos azotes.

Comencé a temblar sin poder controlarme.

–Dime qué sucedió –pidió con voz suave.

–La he matado –repetí como si él no me hubiera escuchado la primera vez.

–Alana, eso lo sé, pero quiero que tú me lo cuentes.

Me sujeté el brazo herido con una mano y me balanceé a punto de caer al suelo. Kieran me apoyó contra su pecho. Hablé con voz entrecortada y vacilante intentando explicar lo que recordaba de aquella noche, cómo había infravalorado su odio hacia mí y cómo no pude predecir lo que hizo Caitlen. Él me escuchó en silencio, chasqueando la lengua cada poco.

–Está claro que utilizaste tu poder. No hubieras podido partirle el cuello con un brazo inmovilizado –indicó roncamente.

Asentí con la cabeza y lo miré a los ojos.

–Lo hice y eso es lo más miedo me da. Fue… –mascullé una maldición–. Fue liberador. El poder creció haciéndome más fuerte, casi invencible. Sentí tanta furia que hubiera podido enfrentarme a un ejército completamente sola. Y eso es terrorífico, Kieran. ¿Qué soy en realidad? Maté a otra persona, no hay nada que justifique eso.

–Ella intentaba matarte a ti, yo veo una justificación real –señaló.

–No –negué enérgicamente con la cabeza–. Nada puede justificar la muerte de otro ser. Le arrebaté la vida solo con mi mano.

–Alana. –Me levantó el rostro para que lo mirara–. Si mi vida hubiera estado en peligro ¿habrías hecho lo mismo?

–Por supuesto –respondí sin vacilar. Y al instante me aparté de él y respiré sin llegar a respirar. Lo habría hecho sin dudarlo.

–Entonces, ¿por qué te culpas? ¿Crees que tu propia vida tiene menos valor que la mía? –expresó con voz profunda.

Las lágrimas se liberaron de mis ojos ofreciéndome el consuelo y el reconocimiento del hecho que estaba buscando.

–¿Sabes, Kieran?

–¿Qué?

–Tienes una mente maquiavélica –señalé.

–«Mas vale hacer y arrepentirse que no hacer y arrepentirse» contestó citando a Nicolás Maquiavelo y esbozando una sonrisa. Lo que hizo, que a mi pesar, yo se la devolviera–. Pero procura controlar tu poder de ahora en adelante.

–No lo volveré a utilizar –juré.

No supe que pronto me iba a retractar de mi propio juramento.

–Bien. Y ahora, ven –expresó deshaciendo la lazada de mi corpiño–, te he echado mucho de menos.

–¿Cómo cuánto? –pregunté sintiendo sus hábiles manos rozando mi carne expuesta a él.

–Te lo demostraré –dijo tendiéndome con sumo cuidado en la cama.

Y durante mucho tiempo no hubo más palabras. Me amó con deliberada lentitud y ternura, llevándose con él el dolor y la rabia que sentía contra mi propia persona. Finalmente me recostó acomodándome contra su pecho y suspiró con placer revolviendo mi pelo.

–¿Cómo lo consigues? –inquirí en un susurro.

Y él supo a lo que me refería.

–Nunca lo olvidas. Jamás olvidarás el rostro de Caitlen, su mirada atrapando tu furia y el reconocimiento de su muerte en sus ojos serán un reflejo de tu mirada toda tu vida. Pero aprenderás a vivir con ello. De cada persona a la que matas queda una parte de la esencia de su alma en ti, te acompañará siempre, y cuando menos te lo esperes lo recordarás de nuevo nítidamente, como si aquello acabara de suceder–. Suspiró como si recreara algo concreto en su mente. –Pero me tienes a mí, mo aingeal, me tienes a mí para arrancarte de las pesadillas.

Me dormí acunada entre sus brazos y creyendo con firmeza que sin él a mi lado habría enloquecido por la culpa.

 

 

Al día siguiente, el mar escupió el cuerpo de Caitlen henchido, desfigurado y cubierto de algas a la misma playa de piedras negras en la que yo había aparecido. Se celebró un rápido funeral y entierro al que asistimos todos los habitantes del castillo. Permanecí fuertemente sujeta por el brazo de Kieran durante todo el proceso, intentando imitar sin demasiada fortuna su gesto pétreo e indiferente ante las miradas de soslayo que me observaban sin disimulo alguno. Todos murmuraban la extraña desaparición y todavía más extraña muerte de la joven. Había vivido allí varios años y muchos la apreciaban y querían, sin llegar a comprender cómo había hecho para caer al mar y terminar ahogada. No había señales de lucha en su cuerpo. La marca ennegrecida en torno a su cuello había sido disimulada por los rigores del mar embravecido que la había castigado durante dos días.

El ambiente del castillo se enrareció y la sombra de la sospecha quedó prendida sobre mi cabeza como una estola que señalara quien había sido la culpable de tal infamia. Sin embargo, nadie se atrevió a pronunciar la palabra asesina en voz alta o en mi presencia. Tenían demasiado miedo o demasiado respeto a Kieran y yo fui plenamente consciente que de no ser por su firme protección y la de los que conocían lo que sucedió, me hubieran ajusticiado sin darme tiempo ni a decir amén.

Me recluí en la habitación el máximo tiempo posible, dejando que mi brazo se curara y que mi alma encontrara la calma necesaria para poder mirar a la gente sin que mis ojos brillaran de temor.

Kieran intentaba estar junto a mí durante los breves espacios que le dejaban sus quehaceres en el castillo y el entrenamiento al que estaba sometiendo a sus hombres de cara a la próxima campaña de guerra.

Sentí el golpe del aire frío del corredor cuando abrió la puerta y percibí su presencia antes de verlo. Se sentó en la silla de madera junto a mí, que me encontraba cerca del fuego, con un quejido y me miró esbozando una sonrisa ladeada. Yo dejé a un lado el objeto que tenía sobre mis piernas y lo miré.

–¿Estás cosiendo? –preguntó con un gesto muy parecido a la incredulidad más absoluta.

Sonreí algo molesta.

–Estoy intentando hacer una nueva muñeca a Morag. No sé bordar, pero algo recuerdo de cómo se debe enhebrar una aguja y pasar el hilo –señalé intentando esconder lo que de momento era un simple saquito de hilo relleno de pluma que iba a ser el torso de la muñeca.

–Bueno. –Se relajó tendiéndose sobre el respaldo y entrecerró los ojos en dirección al fuego–. Supongo que es más adecuado que dedicarte a reparar relojes.

Refunfuñé como una niña pillada en una travesura.

–Aluinn te lo ha contado –indiqué.

–Sí, ya sabes que aquí no hay secretos. –Giró el rostro y me miró–. Aunque también sabemos ocultar lo que no debe ser conocido –añadió para mi tranquilidad.

–¿Has escuchado algo que me comprometa? –inquirí con temor.

–No, aunque sé que está en la mente de todos. No saben lo que sucedió, pero sí que tú tuviste algo que ver, aunque reconocen que Caitlen se estaba buscando problemas y últimamente se había vuelto demasiado imprudente. Muchos no se atreven a decir nada porque en el fondo comprenden que tuviste demasiada paciencia con ella, aunque nunca lo reconozcan –explicó de forma serena y tranquila.

Suspiré con fuerza y observé su cuerpo tenso. Algo le preocupaba. Si no era el asunto de Caitlen, había otra cosa.

–¿Qué sucede?

Él permaneció en silencio unos instantes y finalmente tendió su mano abierta en mi dirección. Yo deposité la mía en ella y sentí como se cerraba apretándola con cariño.

–Mi madre quiere que lleve a Cailen con nosotros –soltó con brusquedad.

Me incliné hacia delante y lo miré con estupor sin soltar su mano.

–Pero ¡es su madre! –exclamé–. ¿Cómo es posible que lo quiera enviar a la guerra? No lo entiendo. Debería obligarte a dejarlo aquí.

–Eso he intentado explicarle yo. No quiero que nos acompañe. Tiene diecisiete años y aunque sabe luchar es todavía demasiado joven para enfrentarse a una batalla. Es demasiado joven para morir –expresó con voz cansada.

–Tú tenías diecisiete años cuando luchaste por primera vez, Kieran –señalé con cautela.

–Sí, pero yo soy diferente. Me criaron y educaron para guiar al clan, para ser su jefe. Me he ejercitado con las armas desde que pude sostenerme sobre las piernas.

–Y Cailen no –aventuré.

–Conoce el manejo del arco y la espada. Dispara bastante bien con mosquete y pistola. No, no es eso. Cailen nunca será un soldado ¿lo entiendes? No está en su carácter.

–No temes la batalla, temes las consecuencias a ella. Te da miedo que eso lo cambie y deje de ser la persona que conoces.

–Sí.

–Pero tu madre quiere que lo lleves para que él no se sienta apartado, para que lo conviertas definitivamente en un hombre, para que no lo humilles y los hombres no lo vean como un sucesor a ti si tú no sobrevives –indiqué con tristeza.

–Exacto. ¿Puedes ver lo que pienso?

–No, pero puedo leer tu rostro y ver el interior de tus ojos. Se llama empatía –contesté con suavidad.

–Empatía. Bonita palabra –susurró perdiéndose de nuevo en sus pensamientos.

Lo dejé un momento tranquilo meditando la decisión que debía tomar y la que ya había tomado Elinor ofreciendo a su hijo menor como sacrificio en aras de un futuro para su clan. Pegué un respingo cuando volvió a hablar.

–Mira –dijo girando mi alianza para que el fuego iluminara las bellas ramificaciones con el cardo escocés entrelazadas grabadas en plata–, las hizo él. Es muy bueno trabajando con las manos. Tiene talento para la música y me consta, aunque a nadie se lo ha confesado, que se dedica a escribir en sus ratos libres. Es un erudito, un poeta, un hombre de arte, no es un soldado. La guerra lo destrozará y jamás volverá a ser el mismo. Sin embargo, si no lo llevo nadie confiará en él, no creerán que pueda dirigir el clan y, si yo no regreso, todo se perderá en una lucha de poder sin sentido.

Fijé mi vista en la alianza y descubrí unas palabras grabadas. «Siorghra».

–¿Qué significa? ¿Es gaélico? –pregunté distrayéndolo.

–Es irlandés. Lo aprendió de un marinero que encalló en la isla hace unos años. Significa amor eterno –susurró con la mirada fija en mi rostro.

–Yo ni siquiera me había fijado –murmuré dándome cuenta del significado oculto de las palabras.

–Al principio no estaba grabada, le ordené que la transcribiera cuando tú me la arrojaste –explicó sin apartar la mirada.

Siorghra, bonita palabra –susurré.

–Y sincera –apostilló él con una sonrisa.

–Te amo –murmuré con la vista fija en la alianza.

–¿Sabes que es la primera vez que me lo dices?

Lo miré parpadeando como si saliera de un profundo sueño.

–Ahora solo me queda conseguir que lo pronuncies mirándome a mí y no a otro objeto –indicó sonriendo con amplitud.

Me ruboricé y aparté la mirada. Kieran me acarició la mano trazando pequeños círculos mientras permanecía atento a mi reacción.

–Lo llevaré –pronunció finalmente–, que Dios me ayude, pero no tengo más remedio que llevarlo conmigo. Lucharé a su lado e intentaré protegerlo.

Lo miré en silencio sabiendo lo que le había costado tomar esa decisión.

–¿Qué sabes del Levantamiento, Alana? –inquirió en un brusco cambio de tema.

Cerré los ojos un instante y suspiré.

–No demasiado, en realidad apenas tuvo importancia –murmuré–, tendrá –me corregí–. Habrá una sola batalla en Sheriffmuir.

–Y perderemos. –Era una afirmación.

–En realidad no, aunque tampoco resultareis vencedores –expliqué.

Él me miró sin entender.

–Creo –añadí–, que los jefes escoceses no supieron aprovechar la oportunidad y se replegaron sin llegar a conseguir otra cosa que la pérdida de miles de vidas.

Había estado los últimos días intentando recordar lo que sabía de esa época en concreto, pero había sido inútil, apenas la conocía y solo recordaba el nombre de la batalla, y no precisamente por su importancia histórica sino por una canción de The Corries, en la que no dejaban muy bien parado al conde de Mar, el comandante en jefe del ejército jacobita, tildándolo de variable y falto de carácter.

–¿Será una lucha inútil? –preguntó para cerciorarse, como si en realidad no terminara de creérselo.

–Sí.

–Entiendo –murmuró con la vista fija en el fuego, se giró hacia mí un momento después y me sonrió con tristeza–. Partiremos dentro de dos semanas, el ejército se está reuniendo en torno al Loch Linnhe. Bajaremos hacia el sur y nos uniremos al contingente de los Stuart.

–¿Cuántos hombres, Kieran?

–Cien, llevaré a cien hombres. Elinor vendrá también, es muy buena curando heridas y no puedo prescindir de su habilidad. Las demás mujeres se quedarán.

–Yo no –exclamé removiéndome en el butacón.

–Tú no –suspiró–. Debería dejarte aquí, pero no puedo separarme de ti. Solo estuve fuera tres días y casi te matan de nuevo. Necesitas mi protección.

Bufé audiblemente y él me miró enarcando una ceja.

–No hagas que me arrepienta –amenazó.

–¿Qué vas a hacer cuando te reúnas con los Mackenzie de Seafort? ¿Cómo vas a explicar mi presencia? –inquirí sabiendo que ese podía ser un peligro aún mayor que la batalla.

–Intentaré negociar con él, le ofreceré parte de mis tierras a cambio de la dote como pago anticipado y después de la guerra…, bueno ya veré de dónde demonios saco todo ese dinero –explicó cogiendo de nuevo mi mano que había comenzado a temblar.

–Sí, pero yo soy Alana y todo el mundo piensa que tu esposa es Magdalen Mackenzie.

–Diré que ya lo sabía, que me desposé contigo conociendo tu verdadera identidad, pero que como estaba prometido a otra mujer tuve que ocultarla para no perder la dote.

–Te acusarán de robo, o de traición o… ni siquiera sé de qué te pueden acusar –expresé con temor.

Mo aingeal, olvídalo, ya pensaremos en ello cuando el problema se presente ante nosotros –dijo con calma. Pero yo sabía que él llevaba dándole vueltas al problema desde que supo la verdad. Y yo no me estaba poniendo la tirita antes de tener la herida, porque la herida era tan cierta que una simple tirita no serviría para ocultar nuestro delito, para los Mackenzie y también para los Mackinnon.

Lo observé un momento y por primera vez me pareció mayor de lo que era. La vida había sido dura con él y su rostro no ocultaba ante mí la preocupación ante nuestro futuro. Me miró con gesto cansado.

–Solo sé una cosa Alana, una vez que te he encontrado no te perderé. Confía en mí –murmuró inclinándose para besarme. Y yo le ofrecí el único consuelo que tenía, mi amor por él.

 

 

Los siguientes días el ritmo del castillo se alteró de tal forma que se volvió frenético. Los hombres fueron llegando en pequeños grupos desde sus hogares para ser albergados en el salón y en los establos, mientras se desempolvaban las viejas claymore y espadones. Se pulieron los targue, los pequeños escudos con puntas de latón y se pertrecharon los caballos de que disponíamos. Unos veinte, el resto de los hombres iría a pie. Las mujeres se afanaron por suplir el trabajo de los hombres, encomendándose a otras tareas más arduas, mostrando una fortaleza asombrosa. Las veía trajinar y organizar la vida del castillo con entereza y sin dejar entrever el miedo que la guerra les producía. Las admiraba en silencio y me retorcía las manos a escondidas sabiendo lo que nos esperaba. Ellas habían vivido siempre con la amenaza de una muerte prematura, una enfermedad, una caída, una refriega entre clanes, cualquier pequeña cosa podía acarrear un desenlace no deseado. Para mí la esperanza de vida se medía de otra forma muy diferente, y el temor a la lucha me desesperaba y me aterraba.

La tarde anterior a nuestra partida me encontraba en la salita de costura con Elinor, ayudándola a clasificar los ungüentos y medicinas que iba a trasportar con ella al campo de batalla. Las dos permanecíamos en silencio perdidas en nuestros pensamientos. Unos gritos hicieron que ambas nos acercáramos a la ventana. En el patio interior, Kieran discutía con Roderick. Durante los últimos días los enfrentamientos y peleas habían sido corrientes entre los hombres, que nerviosos y preocupados, lo expresaban de forma diferente y mucho más relajante que dedicarse a bordar o a recolectar grano. A mí también me hubiera gustado desatar mi miedo dando golpes, aunque fuera a un saco de boxeo.

Los dos hombres estaban uno frente a otro en idéntica posición de lucha, con los brazos fuertemente apretados contra su cuerpo y las cabezas apenas separadas por un palmo. Los observé con atención esperando el siguiente movimiento. No veía a Kieran en todo el día. Apenas dormía, se levantaba al alba y regresaba por la noche con gesto furioso y cansado, que cambiaba en cuanto me tenía entre los brazos. Me amaba de forma desesperada, como si temiese desperdiciar un solo instante de vida, y yo le respondía de la misma forma.

En ese instante, Roderick declamó algo en gaélico a lo que Kieran respondió mascullando en el mismo idioma y gesticulando con los brazos. Ambos entrecerraron los ojos desafiándose. Y mi cerebro vibró con el reconocimiento de un hecho. Gemí levemente llevándome una mano a los labios. Elinor giró su rostro hacia mí y me observó con curiosidad.

–Kieran tiene los ojos de su abuelo, esos extraños ojos dorados, nadie más en mi familia los posee –pronunció con extremada suavidad.

Me giré para enfrentar su mirada.

–Sí, pero la costumbre de entrecerrarlos ciertamente la ha heredado de su padre –señalé con la misma suavidad que ella.

Vi el peligro reflejado en sus bellos ojos azules, pero no hizo ningún otro gesto.

–No debe saberlo nadie, el futuro del clan está basado en ese secreto –expresó con cautela.

–No hablaré. No debéis temer nada de mí –indiqué tranquilizándola.

–No sabéis lo que ocurrió. Tal vez deba…

La interrumpí.

–No voy a juzgaros –aseguré levantando la mano.

Pero ella necesitaba contarlo, lo vi en su mirada y lo sentí al percibir como todo su cuerpo se tensó.

–Yo no amaba a Finnegal, me habían obligado a casarme muy joven y él tampoco me amaba, aunque intenté ser una buena esposa. Quería creer que teniendo un hijo todo cambiaría, pero por mucho que lo intentáramos no lo conseguimos. Roderick era un buen amigo de mi marido, el mejor. Me apoyó cuando Finnegal comenzó a volverse violento. Era tan diferente a mi marido que yo…

No pudo concluir la frase, sentí su vergüenza y le apreté un brazo en señal de complicidad.

–Lo amáis ¿verdad? Lo que en principio fue una aventura se convirtió en una relación clandestina y duradera. No solo es Kieran su hijo, sino que Cailen y Morag también lo son.

–Es cierto. Siempre nos hemos amado –afirmó.

Recordé el rostro de Roderick oscureciéndose recordando su pasado y entendí como un hombre de su condición y atractivo se había mantenido soltero hasta casi su senectud. Me sentí bastante tonta por no haberlo visto antes.

De improviso me sujetó con fuerza por los brazos y me zarandeó.

–Nadie debe saberlo. Nadie –apostilló.

Me solté algo molesta y la miré con fastidio.

–Ya os he dicho que no os juzgo. No diré nada –le increpé.

–Es mi familia. Haré todo lo necesario para protegerla –añadió mirándome con una extraña frialdad en sus ojos azules.

–Creo recordar que vos misma me indicasteis una vez que esta era mi familia también –me defendí.

–Solo espero que lo recordéis, ya que a veces tengo la sensación de que no sois quien afirmáis –espetó de forma sibilina.

Sentí un nudo en el estómago y mis manos temblaron de indignación.

–¿Me estáis amenazando? –pregunté furiosa.

–Creed lo que os plazca, solo os recuerdo el temor con el que miráis las escaleras de caracol que enlazan con vuestras habitaciones. Una caída sería una triste tragedia –señaló con indiferencia.

Sentí que la furia bullía en mi interior y no lo oculté.

–Kieran no os lo perdonaría jamás –añadí hiriéndola de forma certera. Dio un respingo y me miró recobrando la compostura.

–Él no se enteraría nunca –afirmó algo vacilante.

–En eso os equivocáis, a Kieran es imposible ocultarle nada, estoy segura de que es perfectamente conocedor de cuáles son sus orígenes –aseveré alejándome hacia la puerta de la habitación que se había tornado ominosa.

Me sujetó de un brazo y me hizo volverme antes de alcanzar la manilla de bronce.

–¿Creéis eso de veras? –preguntó con temor.

–Sí, pero él tampoco os juzga. Sois vos quien lo hacéis –dije con gesto triste antes de cerrar la puerta tras de mí.

Corrí hasta la salida del castillo. Necesitaba respirar aire que limpiara la sensación de peligro que había percibido en la habitación de costura. Elinor no me había amenazado, me había avisado. Haría cualquier cosa por proteger a su familia. Pero no se había dado cuenta de que su peor enemigo era ella misma. Amaba a Roderick, pero su educación católica la inducía a pensar que ella era la culpable de una situación que se resolvió del mejor modo posible para todos. Jamás se perdonaría el amar a otro que no fuera su marido por muchos años que viviese.

Me dirigí a paso firme hasta las ruinas de Dun Rigell con intención de refugiarme en la cueva, pensando que intriga y escocés eran claramente sinónimos.

Kieran me alcanzó sorprendiéndome justo cuando estaba bajando las escaleras.

–¿Cómo sabías que venía aquí? –le pregunté con una sonrisa.

–Mañana partiremos y estaremos bastante tiempo alejados de este sitio, lo lógico era venir a pasar nuestras últimas horas aquí –señaló encogiéndose de hombros–. También te he visto salir del castillo con gesto de enfado y me he preocupado. ¿Sucede algo?

–No –contesté con brevedad.

Él me miró un momento, pero no preguntó nada más. Me cogió la mano y me guio al interior de la tierra. Prendió fuego a la antorcha y la magia del lugar nos envolvió una vez más. Me puso frente a él y me desnudó despacio mientras yo hacía lo mismo uniendo nuestras bocas en un beso desesperado.

–Déjame amarte –susurró besando la vena que latía en mi cuello mientras me sujetaba el pelo a la espalda.

–Nunca te lo he impedido –murmuré gimiendo.

–Sí lo has hecho, Alana, solo que nunca lo has conseguido –contradijo con una sonrisa sesgada.

Me cogió por la cintura y nos metimos en el agua cálida y reconfortante.

–¡Oh, sí! –gemí de placer–. Lo echaré mucho de menos.

Él rio y me alzó para que le rodeara con las piernas. Me circundó el rostro como si quisiera memorizar cada rasgo de él.

Mo aingeal, ríndete a mí –pidió.

–Soy tuya –le contesté.

–Sí, lo eres –afirmó en un gruñido que se perdió en las profundidades de la cueva–, en esta batalla puedo decir que he resultado vencedor.

Parpadeé recobrando algo de cordura y lo miré a los turbios ojos entrecerrados.

–No –repliqué–, en esta batalla los dos hemos salido ganadores.

Sonrió y me sujetó con ternura entre sus brazos.

Poco después nos vestimos y nos dirigimos al castillo. El salón estaba en plena ebullición, todos se habían reunido para despedir la última noche. Aunque nosotros no deseábamos compañía. Subimos escondiéndonos de la gente hasta nuestra habitación.

Desperté poco antes del amanecer sintiendo la presión del cuerpo de Kieran sobre el mío. Sus ojos estaban oscurecidos y febriles. Sus manos abarcaban todo mi cuerpo con rapidez y urgencia. Me tomó con fiereza y gemí al sentir en mi carne todavía trémula el golpe contra la suya. Sin embargo no se retiró, sino que su presión se hizo más intensa.

–Alana, ámame. Ámame como yo lo hago –susurró sujetando mis manos sobre la cabeza.

Gemí y me arqueé para recibirle sin ambages, sin resistencia, dándole lo que me pedía.

–¡Oh, sí! –exclamó–. Siempre recordaré tu rostro enfervorecido por la pasión, tu entrega a mí, la forma que tienes de suspirar en mis brazos como si tu alma se escabullera entre tus labios. Siempre lo recordaré, aunque viva mil años.

Alcé mis piernas y lo sujeté con fuerza mientras lo hacía mío, mientras él me hacía suya hasta que mi sangre ardió ante su contacto y estalló en una explosión de placer que reverberó en cada fibra de mi ser. Él se dejó caer junto a mí y me arrastró hasta apoyarme sobre su pecho, donde escuché el rápido y fuerte bombear de su corazón.

–Nunca me olvides, mo aingeal. Nunca olvides el hombre que fui y lo que compartimos –murmuró un instante antes de que yo me quedara dormida acunada por la calidez de sus brazos.

Desperté de nuevo cuando la luz se filtraba por la ventana en suaves destellos. Comprobé que estaba sola en la cama. Me incorporé de un salto y lo vi justo en la puerta, completamente vestido. Portaba sujetas al cinturón a cada lado de su cuerpo dos pistolas, en el lado izquierdo también llevaba la espada e incluso ya se había puesto la chaqueta marrón de cuero repujado sobre la camisa. El kilt le cruzaba el torso y el broche emitía suaves reflejos de luz. Lo vi ponerse la boina azul, decorada con tres plumas de águila que lo identificaban como jefe del clan, junto con una pequeña rama de pino flagrante y olorosa, sujetas por una imagen más pequeña del broche Mackinnon que llevaba junto al corazón. La escarapela blanca que lo distinguía como partidario del ejército del Pretendiente destacaba sobre la lana oscura. Su apostura de guerrero me producía estremecimientos de placer y peligro a partes iguales. Nunca lo había visto tan sereno y tan condenadamente sensual. Volvió su vista hacia mí y sus ojos brillaron intensamente en su rostro apuesto y fuerte. Le sonreí con dulzura.

–Lo siento, Alana –murmuró con suavidad.

–¿El qué? –pregunté claramente desconcertada.

–No puedo llevarte conmigo. No puedo exponerte a lo que está por venir, y menos ahora que… –Se quedó en silencio y me miró como si fuera la última vez que lo haría.

–¿Es por Magdalen?

No contestó.

–¿Es por ella? ¿Has recibido noticias? Es eso, ¿no?

Se volvió con un gesto de dolor y cerró la puerta tras de sí.

Me giré de improviso, alcanzando lo que más cerca tenía de la mano, y lancé una gruesa vela de sebo que se rompió en pedazos en cuanto chocó con la superficie de madera.

–¡Maldito seas! –grité.