Capítulo XII
El tiempo solo entierra lo que el corazón
ha dado por muerto.
Me levanté de un salto de la cama y cogí mi ropa, vistiéndome deprisa y mascullando todo tipo de insultos que venían a mi cabeza de forma sonora y en voz alta. Estaba tan enfadada que me hubiera puesto a gritar tan fuerte que hasta podrían escucharme en la corte del rey Jorge I. Y esta vez no me escondí, no retrocedí hasta la esquina de la habitación dejando que la vida transcurriera a mi lado sin que yo hiciera nada. Esta vez no. Yo había cambiado, él me había cambiado. Nada me separaría de él para arrojarlo a una batalla. Mucho menos una simple puerta de madera.
Me acerqué a la puerta y golpeé fuertemente con los puños cerrados.
–¡Abridme! –grité.
Solo hubo silencio. Apoyé mi rostro y escuché. Nada. El corredor estaba vacío.
Me aparté lo justo para propinar una fuerte patada a la superficie de madera que solo crujió, pero no se movió ni un milímetro. Retrocedí saltando a la pata coja, sujetándome la rodilla mientras mi pie emitía látigos de dolor que me atravesaban la pierna hasta la cintura. Mascullé de nuevo en varios idiomas.
–¡Joder! –bramé como punto final.
–¿Qué es lo que habéis dicho, mi señora?
Era la voz amortiguada de Jeannie. Me acerqué de nuevo a la puerta y hablé en voz alta e imperativa.
–Algo que no os hubiera gustado entender –mascullé furiosa–. Abridme la puerta, Jeannie–exigí apretando la mandíbula.
–Lo siento, mi señora, tengo órdenes precisas de Kieran de no hacerlo hasta el anochecer, cuando ellos ya hayan embarcado –se disculpó.
–Y yo soy vuestra señora, ¿es que no podéis acatar mis órdenes? –pregunté cada vez más furiosa.
–No si contradicen a las de mi señor –susurró de forma tan leve que me costó escucharla–, os veré esta noche –dijo como despedida.
Me alejé de la puerta y la miré con odio. Sentí mi poder creciendo dentro de mí con inusitada intensidad.
–¡Ábrete! –ordené.
Y una silla de madera se levantó en el aire dando una voltereta y cayó al suelo rompiéndose en pedazos.
–¡Merde! –mascullé apretando los dientes. Seguía siendo una bruja espantosa. Ni siquiera conseguía algo tan simple como abrir una puerta. Pensé que quizá debía invocar alguna palabra mágica que yo desconociera. Estaba a punto de decir «ábrete Sésamo» cuando la lógica se impuso a la locura.
Circundé la habitación buscando algo que me ayudara a forzar la cerradura. Había reparado un reloj del siglo XIV, una cerradura del siglo XVIII no podía ser mucho más complicada. Cogí la siang dhu y me agaché hasta tener el agujero de bronce frente a mis ojos. La introduje con cuidado y tanteé en silencio escuchando cualquier leve chasquido que me indicara que estaba haciéndolo de forma correcta. Al fin tuve que reconocer que era bastante más complicado que el mecanismo de un maldito reloj medieval. Tenía que encontrar otro apoyo para levantar la presilla de cierre. Mi vista se dirigió a la silla resquebrajada y me levanté con rapidez. Cogí una de sus patas y arranqué una astilla lo suficientemente fuerte y a la vez delgada que hiciera el contrapeso necesario. Hurgué de nuevo en la cerradura e introduje el pequeño pedazo de madera para impulsarme. Escuché un chasquido y la cerradura crujió con un lamento. Con la mano libre giré la manilla y abrí la puerta. Me quedé un momento de rodillas dando gracias a quien fuera el artífice de la proeza y salí corriendo de la habitación.
Sorprendí a Jeannie en la cocina. Me miró como si fuera un fantasma y le sonreí con clara satisfacción.
–¿Cómo habéis…? –preguntó mirándome con estupor.
–Forzando la cerradura. ¿En qué dirección han ido?
–Hacia el Este. No hay pérdida, solo tenéis que seguir la línea de la costa –señaló recuperándose de la impresión.
–De acuerdo –dije y cogí un par de manzanas para el camino. Estaba saliendo cuando la voz de Jeannie me detuvo y me giré para mirarla.
–Tened cuidado, mi señora.
–Lo tendré –afirmé.
–Si… –se silenció retorciéndose las manos en el delantal de lino blanco– si hieren a Aluinn…, si él…, ya sabéis…, ¿le ofreceréis el consuelo de vuestras manos? Yo no quisiera que él sufriera.
–Claro que sí, Jeannie, descuidad que lo haré –contesté con una sonrisa, sin darme cuenta de que estaba confesando mi poder de forma totalmente explícita.
Ella sonrió con candidez e hizo un gesto con la mano.
–Vamos, id, que os llevan horas de ventaja.
Salí corriendo del castillo y me dirigí hacia la costa a paso firme, esperando que el frío aire del mes de octubre proveniente del mar del Norte calmara lo suficiente mi enfado para cuando me encontrara cara a cara con Kieran. Caminé por el borde de los acantilados, asombrándome de la agreste belleza de la isla indómita, escuchando el rumor de las olas chocando con las rocas y el graznido de las gaviotas sobrevolando sobre mi cabeza.
Pero mi enfado no remitió ni un ápice. Al cabo de una hora más o menos, vislumbré a lo lejos dos goletas a poca distancia de la costa y me asusté. Comencé a correr más deprisa hasta que tras unas rocas pude ver una playa de piedras canteadas escondida en una preciosa cala. Había otra goleta más meciéndose con la marea, sujeta precariamente por una escalera de embarque de madera a un pequeño muelle construido en piedra. Solo quedaban unos pocos hombres, pero sobre la cubierta acerté a percibir la cabeza cubierta por la boina azul y el pelo suelto negro oteando al viento de Kieran. Bajé por un camino de tierra sujetándome a los zarzales para no resbalar y aterricé con muy poca elegancia en las piedras de la orilla. Me acerqué ignorando las miradas de sorpresa de los hombres que habían soltado lo que tenían en las manos para observarme, y ascendí los escasos escalones con objeto de encaramarme al pequeño muelle. Me erguí todo lo alta que era y puse los brazos en jarras sintiéndome el mismísimo Neptuno. Solo me faltaba el tridente, que obviamente lo hubiera utilizado para clavárselo a cierto escocés en sus partes nobles.
–¡Kieran Finnegal Adair Mackinnon, déjate ver, cobarde! –grité asustando a una pequeña cría de gaviota que daba saltos junto a mis pies buscando comida.
Kieran se quedó estático y después se giró con lentitud para quedarse con los brazos cruzados sobre su pecho en actitud de guerra, mirándome fijamente.
–¿Cómo te has atrevido a dejarme encerrada? –inquirí totalmente iracunda.
–¿Cómo has conseguido salir de la habitación? –preguntó él a su vez con gesto enfadado y la voz ronca y profunda.
–¡Ja! –Hice un gesto con la mano restándole importancia–. ¿Crees que no sería capaz de forzar una simple cerradura?
–Tiene razón, Kieran, supongo que es bastante más sencillo que reparar un reloj –adujo Aluinn que se había situado a mi derecha.
Kieran masculló algo en gaélico que se perdió en el viento y que agradecí no comprender.
–Ningún hombre y menos ninguna mujer ha osado desobedecerme –bramó–. ¡Nunca! –añadió para mayor claridad.
–Yo no soy como las demás mujeres, deberías saberlo –señalé sin amedrentarme por su enfado.
–Tiene razón, Kieran, todos lo hemos visto –indicó Roderick situándose a mi izquierda junto con Cailen, observándonos con gesto divertido.
Kieran bajó atravesando con rapidez la escalera de embarque y se paró frente a mí con la mirada entornada y brillante.
–Ni en la guerra podré tener paz, ¿verdad? –murmuró de forma audible para los que nos rodeaban.
–Ahí, Kieran, sí que te tengo que dar la razón –dije mostrándole mi sonrisa más beatífica.
Cailen rio a carcajadas y Roderick le dio un pequeño codazo en las costillas que hizo que se callara en un instante.
–Caballeros. –Aluinn se inclinó haciendo una reverencia y extendiendo la mano derecha–. Mis ganancias si sois tan amables.
Lo miré enfadada y sorprendida.
–¿Es que habíais apostado por mi llegada? ¡No lo puedo creer! –protesté.
Los hombres buscaron en sus sporran y depositaron con un tintineo varios peniques en la mano abierta de Aluinn ante mi gesto adusto.
–Deberías sentiros honrada, Magdalen, siempre apuesto por vos. Y soy un hombre que nunca pierde –indicó con una extraña sonrisa que le iluminó su primitivo rostro.
Bufé audiblemente y sentí el brazo de Kieran sobre mis hombros.
–Vamos, mo aingeal. –Tiró de mí hasta la escalera de madera y me ayudó a subir viendo mi temor ante la tambaleante estructura de tablones de madera sujetos por cuerdas.
Me giré una vez que estuve en cubierta y le di una pequeña patada en la espinilla que él esquivó saltando a un lado con la habilidad de un gato montés. Sonrió y me besó con fuerza.
–En el fondo sabía que no conseguiría frenarte –murmuró con su cálido aliento sobre mis labios.
Se separó y me dejó para encargarse de subir los escasos suministros que quedaban por cargar en la goleta. Me asomé a la borda y fijé mi vista en los tres hombres que hablaban en el muelle.
–No lo entiendo –estaba diciendo Cailen–, Kieran no parece enfadado.
Aluinn suspiró hondo.
–Nunca te fíes de una mujer que te sonría dulcemente –le contestó.
Roderick le pasó una mano por los hombros, sacudiéndolo y Cailen lo miró sin entender.
–Nunca te fíes de una mujer que agite sus pestañas ante ti y te acaricie el rostro con suavidad –añadió.
Cailen se separó de él y los miró a uno y a otro.
–Y entonces, ¿cuándo debo fiarme de una mujer? –preguntó.
Roderick y Aluinn se miraron fijamente.
–¡Nunca! –exclamaron los dos hombres al unísono, riendo y haciendo que el joven hermano de Kieran enrojeciera hasta la raíz del cabello.
Y yo acudí en su ayuda recordando que todavía llevaba una manzana en el bolsillo. La cogí enfadada y se la lancé a Roderick a la cabeza, con tan mala puntería que alcancé de lleno a Cailen, que se giró iracundo a mirarme.
Roderick y Aluinn rieron todavía más fuerte y yo hice el gesto de perdón con las manos.
–¡Era para él! –grité señalando a Roderick. El aludido, sin ofenderse lo más mínimo, buscó la manzana en el suelo, le limpió la tierra en la falda y le dio un mordisco.
–Gracias, mi señora –dijo haciendo una reverencia y siguió recogiendo cajas de madera.
Sentí el abrazo en la cintura de Kieran y su voz susurrante junto a mi rostro.
–Alana, ingleses, debemos luchar con los ingleses, no atacar a los escoceses. Los distinguirás porque van con pantalones –explicó y escuché su profunda carcajada reverberando en su pecho.
A los pocos minutos y tras la insistencia de apresurarse del capitán del navío, terminaron de cargar y subieron los hombres que quedaban en la cala. Soltaron amarras y comenzamos a navegar. Me sujeté al cabo de la proa junto a la barandilla mientras observaba como se desplegaban las enormes velas de tela blanca resinosa haciendo que la goleta se agitara furiosa por el empuje del viento. Y yo me agité de igual manera y mi estómago rebotó molesto en mi interior. Gemí fuertemente y me incliné de forma precaria por el borde, estuve a punto de caer, y solo la sujeción por la cintura de Kieran lo impidió.
–¿Qué demonios estás haciendo? ¿Es que quieres matarte? –masculló sin soltarme.
–Voy… voy… voy a vomitar –murmuré entre profundas arcadas.
–¡A Dhia cuidich mi! Es la primera vez que navegas, ¿verdad? –preguntó recogiéndome el pelo en la nuca.
Me giré respirando el aire como si me faltara.
–No. Pero este engendro del demonio se bambolea demasiado fuerte. Nunca…, yo nunca… me había mareado… ¡Oh, por Catalina La Grande! –exclamé inclinándome de nuevo sobre la borda.
Me tendió un pañuelo blanco de lino empapado en agua y yo lo puse sobre mi rostro perlado de sudor frío. Me creía morir. Me estaba muriendo.
–Vamos dentro. Te encontrarás mejor –afirmó cogiéndome por la cintura.
–¡No! ¡Dentro no! –Me negué imaginándome el espacio reducido repleto de hombres sudorosos. Mi estómago se rebeló de nuevo y vomité sobre el suelo de cubierta.
–Está bien –concedió Kieran.
Me acercó hasta el palo mayor y me dejó allí abrazada, mientras él buscaba algo con la mirada. Finalmente se acercó al timón y encontró detrás del mismo un cubo de madera. Lo cogió y se acercó a mí. Me llevó al centro de la proa, donde el aire cargado de salitre era más fuerte y se sentó con las piernas abiertas, después me tendió la mano para que me sentara entre ellas y puso el cubo delante de mí.
–Va a ser una larga travesía –señaló con voz profunda.
Me giré hacia él.
–¿Hay mucha distancia? –pregunté con temor.
–No me refería a eso, mo aingeal –masculló entre dientes.
La goleta enfiló una ola y se elevó unos metros para dejarse caer al instante escupiendo espuma de mar. Y mi estómago hizo lo propio. Me incliné sobre el cubo vomitando bilis amarga y temblando como una hoja mientras Kieran me acariciaba la cabeza.
–¿Por qué no lo has impedido? ¿Por qué no me has dejado en el castillo? –inquirí casi sin voz.
–Lo he hecho. Te encerré en nuestra habitación –indicó con una sonrisa.
–Deberías haberlo intentado con más insistencia –protesté gimiendo.
–De acuerdo. La próxima vez le pediré opio a mi madre –contestó apartando mi pelo húmedo de la frente.
–¿Por qué lo hiciste? ¿Es Magdalen?
–No, no es ella.
–¿Entonces?
–Eres tú –musitó con dulzura.
De improviso me giré y metí la cabeza de nuevo en el cubo, ya sin pudor ni vergüenza alguna. No podía sentirlo porque me estaba muriendo. Olvidé sus anteriores palabras a la misma velocidad que el viento.
–¿Cuánto queda? –balbuceé al poco rato en una perfecta imitación al asno de Shreck.
–Una milla menos que desde que lo preguntaste la última vez –me aclaró Kieran con voz serena, sin dejar de abrazarme.
–No llegaré viva –le avisé.
–¡Oh, sí! Lo harás. –Rio él y me reclinó sobre su pecho –. Intenta descansar, mo aingeal.
Abrí los ojos para observarlo un momento perdiéndome en la profundidad de sus ojos dorados y me desvanecí en sus brazos.
Finalmente Kieran tuvo razón. Llegué viva a la costa escocesa, pero en un estado lamentable. Desperté en una carreta rodeada de sacos de avena y tubérculos sintiéndome todavía mareada. La cabeza de mi marido se asomó por el borde y me sonrió.
–¿Cómo te encuentras?
–Mal. Muy mal. Rematadamente mal –enfaticé.
–Se te pasará a las horas, es bastante normal –me tranquilizó él. Lo que no fue ningún consuelo. Lo observé montar a caballo y golpear el anca para que el mismo se dirigiera a la cabeza del regimiento.
Emprendimos camino y el traqueteo de la carreta guiada por dos ponys de las Shetlands fue mucho más llevadero que la agitada goleta. Me adormecí y abrí los ojos de nuevo al anochecer. Habíamos parado y los hombres se disponían a levantar el campamento junto a un bosque de álamos que nos observaban con las hojas meciéndose al frío viento del otoño. Me incorporé y bajé tambaleándome de la carreta buscando con la mirada a Kieran. Él vino a mi encuentro y me guio hasta una pequeña tienda de lona que habían levantado bajo la sombra de un aliso.
–¿Quieres cenar algo? –preguntó con gesto indeciso.
Negué con la cabeza.
–Espérame dentro, cogeré algo de comida y vendré en poco rato –me indicó.
Entré agachando la cabeza y me dirigí directamente al cúmulo de mantas que habían extendido en un lateral. Me tendí y me quedé dormida al instante. Apenas sentí cuando Kieran se tumbó a mi lado y me abrazó dándome calor con su cuerpo.
Desperté al amanecer y me giré. Kieran estaba despierto pero no se había movido. La precaria tienda nos protegía del viento, pero del frío del amanecer escocés no. Me estremecí y me abracé más a él.
–¿Estás mejor? –susurró con voz ronca.
–Creo que sí. Todavía me siento algo mareada pero es soportable.
–Tienes que comer algo. Por el olor deduzco que los hombres han pescado algunas truchas. ¿Te sientes con fuerzas para acudir o prefieres que te acerque algo? –inquirió observándome con detenimiento.
Yo husmeé sin llegar a percibir ningún olor y asentí con la cabeza.
–Me levantaré –afirmé. Pero decirlo era mucho más fácil que hacerlo y Kieran me tuvo que ayudar a ponerme en pie. Me tambaleé e intenté mantener el equilibrio.
–Unas horas, ¿eh? –Lo miré con suspicacia.
–Bueno. –Él se encogió de hombros–. No dije cuántas.
Cuando nos dirigíamos a la fogata principal, donde se habían reunido los hombres de confianza de Kieran, lo llamaron y se excusó conmigo. Por lo visto un caballo estaba herido y querían que comprobara cuál era el daño. Le hice un gesto con la mano de que se fuera tranquilo y me acerqué al fuego donde se asaban sobre varias piedras las truchas pescadas al amanecer. Me senté junto a Aluinn y este me acercó una de ellas ensartada en una pequeña rama. Aspiré su fuerte olor y casi tuve que contener una arcada, sin embargo estaba hambrienta, así que imitando a los hombres que me rodeaban utilicé mis manos como cubiertos y comí pequeños trozos de carne blanca y sabrosa.
Gareth llegó en ese momento y se situó frente a mí con gesto cansado.
–¿Se sabe algo? –preguntó Roderick, bebiendo de una botella lo que parecía cerveza.
–El duque de Argyll. –Hizo una mueca de asco–. John Campbell el rojo, generalísimo de Jorge I de Hannover, ha levantado estandarte en Stirling.
–Mal asunto –expresó Aluinn–. ¿Dónde está el general Gordon?
–Gordon ha levantado el campamento a un kilómetro al nordeste de Inverary –contestó Gareth inclinándose para coger una trucha y ensartarla en su daga.
–¿Y el conde de Mar? –inquirió de nuevo Roderick.
–Ha establecido su base en Perth a la espera de que llegue el Pretendiente, lo que por cierto no se sabe cuándo sucederá –respondió dando a entender que lo menos importante era que el rey por el que iban a luchar estuviera o no en Escocia.
–Pero Inverary es un feudo de los Campbell, está gobernado por el conde de Islay, Archibald, el hermano pequeño del duque, ¿atacaremos allí? –preguntó con voz algo temblorosa Cailen.
–No, nosotros tenemos órdenes de reunirnos con el grueso del ejército más al sur. De todas formas, los Campbell están atrincherados dentro de la ciudad y desconocemos cuántos partidarios de Hannover puede haber allí, es probable que esté la mitad del ejército inglés entre sus murallas. Dudo mucho que el general Gordon se arriesgue a enfrentarse sin conocer realmente cuál es el número de las tropas recluidas –explicó con paciencia Gareth.
Observé su rostro sin afeitar y las profundas ojeras que circundaban sus ojos y supuse que se había pasado la noche reuniendo esa información.
Yo los escuchaba con atención pero sin preocuparme demasiado, sabía que no habría ningún enfrentamiento importante hasta la batalla decisiva en el páramo de Sheriffmuir dentro de varias semanas. Finalmente los hombres se fueron levantando para recoger y proseguir camino, yo hice lo mismo y el soldado que tenía a mi lado al coger el targue me empujó desestabilizándome. Caí de rodillas al suelo y el brazo de Aluinn me ayudó a ponerme en pie de nuevo. Me sacudí con fuerza la tierra de mi vestido de lana azul añil mientras escuchaba una disculpa del hombre.
–No tiene importancia –le dije sonriéndole.
–Duncan, ten más cuidado –le reprendió Aluinn–. ¿Es que no sabéis que vuestra señora está encinta?
Pegué un respingo y fijé la mirada en Aluinn sintiendo que un puño estrangulaba mi garganta.
–¿Qué estoy qué? –pregunté con voz extraordinariamente aguda.
Aluinn me observó rascándose la barbilla con gesto pensativo.
–¿Es que no lo sabéis?
–Yo… ¡no! –exclamé con brusquedad.
–Me lo contó Jeannie antes de partir –aclaró él.
Paseé mi vista por el resto de los hombres. Gareth se había levantado de un salto y me observaba con un extraño gesto en el rostro.
–¿Estás embarazada? –inquirió con un hilo de voz.
No me molesté en contestar. Fijé la vista en Roderick, que se encogió de hombros.
–Me lo comentó Elinor hace algunos días –señaló.
Gemí en voz alta y me abracé el cuerpo.
–¿Es eso cierto? –Cailen se acercó a mí–. ¿Puedo felicitaros?
Sin esperar mi respuesta se inclinó sobre mí y me dio un beso en los labios con exagerado entusiasmo. Se le veía claramente eufórico y yo estaba claramente horrorizada.
Fijé mi vista en Gareth y vi el mismo estupor que reflejaba la mía. En ese momento escuché la voz de Kieran a mi espalda.
–Es cierto, Magdalen lleva a mi hijo en su vientre, ¿algo que objetar, Gareth? –pronunció con voz fría y grave.
Gareth le sostuvo la mirada un momento y se giró en silencio, alejándose.
Me volví hacia Kieran y lo miré con furia.
–¿Tú lo sabías? –exclamé.
–Sí.
Le golpeé el pecho con los puños sin que él se moviera un solo centímetro.
–¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo has podido hacerme esto? ¡Te odio! ¡Maldito seas! –grité para salir un momento después corriendo a esconderme en el bosque de álamos.
Paré en un pequeño claro y me apoyé en un tronco áspero y curtido. Me incliné y vomité todo el desayuno. Gemí y me abracé con fuerza temblando. ¿Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta? Ni siquiera se me había pasado por la cabeza que podría suceder. Era cierto que cuando insistió en tener un hijo hubo un momento en que lo temí, pero al ver pasar el tiempo me relajé creyendo que no sucedería. ¿Cómo había podido ser tan estúpida? Hice un rápido cálculo mental y no pude averiguar en qué momento me había quedado embarazada. Había estado tan preocupada por la proximidad de la guerra, por el asesinato de Caitlen, por sobrevivir… que no me había parado a pensar que un embarazo podía resultar algo muy probable.
Sentí la presencia de Kieran fuerte y serena junto a mí. No me giré a mirarlo. No podía enfocar sus ojos dorados.
–Creo que sucedió la noche que me confesaste que me amabas diciéndome que en realidad no me querías –dijo con suavidad–, en la cueva –añadió.
–¿Me lees el pensamiento? –pregunté sintiéndome ajena a todo.
–No, es empatía, tú me lo enseñaste –aclaró en el mismo tono de voz–. ¿Cómo es que tú no te habías dado cuenta?
Me sentí torpe y tonta.
–Yo… no pensé que… –balbuceé sin sentido.
–En la última luna no sangraste –señaló él entregándome una petaca de piel llena de agua fresca, que bebí con ansia. Se la devolví girándome para mirarlo con fiereza.
–¿Cómo es que te interesas por ese tipo de asuntos? –exclamé indignada.
–Tú eres mi asunto –afirmó él–, y ahora nuestro hijo también.
–Lo sabías y por eso me dejaste encerrada. No querías que viniera porque estaba embarazada –murmuré sintiéndome demasiado cansada.
–Sí –contestó él alargando la mano. Yo me separé alejándome unos metros. Él no se movió, solo me vigiló.
–Llevo más de dos meses aquí. En ese tiempo me han envenenado, golpeado, disparado, acuchillado y nada se puede comparar con lo herida que me siento, ¿por qué lo has hecho, Kieran? –pregunté sin darme cuenta de que yo había participado activamente y de forma entusiasta en la creación de la vida que llevaba en mi interior.
Él suspiró y se quitó la boina azul para pasarse la mano por el pelo.
–Me lo prometiste, Alana, me dijiste que me amabas, aceptaste tener un hijo conmigo –exclamó con dolor–, pero nunca fuiste sincera, ¿verdad? Deseabas venir para encontrar a Sarah y regresar con ella, ¿no es cierto? Tu intención era abandonarme en cuanto cumplieras tu destino.
Y en ese mismo momento me di cuenta de que llevaba razón. Al menos en parte. Tenía que volver a mi tiempo y una vez que encontrara al asesino y pusiera a Sarah a salvo, regresar junto a él.
–Yo… ¡no!, ¡sí!, ¡no lo sé! ¡Maldita sea! –exclamé echándome a llorar, después respiré hondo y proseguí–: Sabías que tenía que ayudar a Sarah a regresar, te dije que yo tenía que volver pero que regresaría a tu lado. Y ahora… ahora… ¿qué voy a hacer? Soy bruja, no sé cómo puede afectar esto a mi poder, ni siquiera sé si puedo regresar con mi hijo dentro de mí. ¿Y si le hago daño? –Suspiré sintiendo que ese era el temor que me atenazaba las entrañas estrangulándome–. No lo soportaría…, no soportaría ser como mi madre –respiré de forma entrecortada y sentí que estaba a punto de desvanecerme.
Los brazos de Kieran me sujetaron antes de que cayera al suelo y me abrazó con fuerza acunándome y susurrándome palabras tranquilizadoras en su idioma ancestral, que no llegué a entender pero que me consolaron como una nana maternal.
–Tengo miedo –pronuncié en un susurro junto a su pecho.
–Lo sé, mo aingeal, puedo leer tu alma, pero ahora estás conmigo, estás protegida. Nadie te hará daño, ni a ti, ni a nuestro hijo. Juro ante Dios que te cuidaré hasta que solo me quede un hálito de vida –murmuró.
Gemí más fuerte y me aferré desesperada a su cuerpo.
–Alana, no he conocido nunca una mujer más valerosa, sincera y dulce que tú. Serás una madre excelente, nuestro hijo te adorará y yo lo envidiaré porque veré tu amor brillando en sus ojos. Estoy completamente seguro –afirmó con incalculable ternura.
Levanté mi rostro hacia él.
–Mírame –le dije y él fijó su vista en mí–, veo mi amor brillando en tus ojos.
Él se inclinó y me besó con suavidad emitiendo un leve gemido.
–No me abandones, Alana, sin ti no soy nada –suplicó.
Kieran no suplicaba nunca. Kieran no pedía nunca. Kieran cogía lo que creía que era suyo sin preguntar a nadie. Kieran era el hombre más fuerte que yo había conocido nunca.
Por primera vez posó sus grandes manos en mi vientre y una punzada de reconocimiento me atravesó junto la ardiente calidez de su piel. Iba a ser madre. Llevaba una vida en mi interior. Las lágrimas se deslizaron como un torrente por mi rostro quemándome con su fuerza.
–¿Por qué lloras, mo aingeal? –preguntó Kieran observándome con gesto preocupado.
–Porque… ahora sé lo que es la felicidad –murmuré hipando contra su pecho.
Los siguientes días, el contingente Mackinnon junto con el Stuart, continuaron el descenso hacia el sur para reunirse con el grueso de las tropas acantonadas en Perth. Atravesamos el río Arran con dificultad, ya que la fuerza y el empuje de las aguas obligó a los hombres más altos y fuertes a ayudar a las pocas mujeres que viajábamos con ellos y a los hombres más débiles, creando una cadena de paso. Ascendimos por los montes Grampianos mientras yo caminaba junto a Elinor maravillándome de la belleza del paisaje que se tornaba cada día más misterioso, cubriéndose de humedad y jirones de neblina que en ocasiones hacían que tuviéramos que hacer paradas para no perder a ningún hombre por el camino. Los colores ocres otoñales salpicaban las colinas mezclándose con el color lila oscuro de los campos de cardos, símbolo de Escocia. Me hubiera gustado tener una cámara de fotos para captar la hermosura salvaje de los lugares por los que pasábamos, pero me conformé con guardarlo todo en mi memoria como un grato recuerdo previo al horror que nos esperaba.
Mi ánimo fue mejorando al pasar los días, aunque alternaba periodos de profunda tristeza en los que lloraba por cualquier nimiedad con otros de alegría en los que reía por cualquier motivo. Kieran se acercaba varias veces al día a comprobar cómo me encontraba, hasta tal punto que en ocasiones le increpaba molesta y disgustada por tanta atención. Además, me había percatado de que tenía una escolta permanente, tanto Aluinn, como Roderick, Cailen y Gareth se turnaban para acompañarme y no dejarme sola en ningún momento.
–No necesito escolta. No pienso escaparme a ningún sitio –amonesté a Kieran una tarde cuando acampamos en un pequeño valle cerca del Ben Nevis.
–No te he puesto escolta –me aseguró él–. Ellos mismos se han organizado para cuidar de ti.
Me quedé tan sorprendida que no supe qué contestar. Él percibió mi incomodidad y tiró de mí para acercarme a la fogata principal, donde Aluinn había puesto una enorme cacerola que hervía al fuego desprendiendo un olor delicioso de carne asada con verduras. Se me hizo la boca agua y apresuré el paso con Kieran, que estaba riéndose tras de mí. Me había acostumbrado a alternar la ausencia de hambre producida por las náuseas tan propias del embarazo, con el despertar voraz de mi estómago reclamando comida, la que fuera y como fuera, pero sin mediar un instante. Kieran había tomado la prudente costumbre de llevar siempre con él escondido entre los pliegues de su kilt alguna manzana o galleta de avena para calmar mis ansias. Elinor sonreía y agitaba la cabeza ante mi gesto interrogativo.
–Es perfectamente normal, Magdalen –me tranquilizaba.
Me senté alargando las manos hacia la hoguera buscando su calor mientras Kieran se posicionaba a mi espalda y me atraía hasta su pecho. Aluinn nos acercó dos platos de hierro llenos a rebosar del jugoso guiso. Comí con avidez y me relajé cuando finalicé, apoyando la cabeza en el hombro de Kieran mientras los hombres se pasaban una botella de whisky para calentarse, por dentro y por fuera.
–Vamos, Kieran, cuéntanos una historia –exclamó de improviso Cailen con las mejillas enrojecidas. Noté como él se removía tras de mí y se inclinó un poco hacia la hoguera.
–Magdalen, ¿sabes cuál es la historia del lema de nuestro clan? –preguntó con suavidad.
–No –contesté–, pero seguro que todos la conocen.
Roderick chasqueó la lengua.
–Ninguna buena historia se gasta por muchas veces que se cuente –apostilló.
Varios sonrieron y Kieran comenzó a hablar.
–La leyenda explica que en los tiempos en que los pictos vivían en nuestras tierras, donde éramos siervos de San Columba…
–Algunos pictos todavía viven en nuestras tierras –lo interrumpí mirando fijamente a Aluinn. Este rio a carcajadas y algunos asintieron con la cabeza. Kieran me dio un pequeño pellizco en el trasero y yo no volví a hablar.
–El jefe Mackinnon había organizado una gran partida de caza, tuvo la desgracia de separarse del resto y la fortuna de cazar un gran ciervo. Con prudencia se recluyó en una cueva para refugiarse del frío y la fuerte nevada que le sorprendió aquella tarde en la que estaba perdido. Hizo fuego y descuartizó al animal. Se disponía a disfrutar de una suculenta cena cuando un jabalí de tamaño tan enorme que le llegaba a la cintura y que apenas cabía en la cueva, se acercó al oler la carne cruda bloqueando la salida. Mackinnon, viéndose atrapado y discurriendo con total rapidez, acercó la pierna del venado que estaba asando y la introdujo en las fauces del animal, obstruyendo su boca y haciendo que este muriera al ser atravesado por el hueso del venado intentando cerrarla. Así que al día siguiente lo encontraron, con un gran venado y un enorme jabalí que alimentaría a los miembros del clan durante días. De ahí nuestro lema: «Audentes fortuna juvat» y nuestra insignia con la imagen de un jabalí. –Kieran silenció su voz grave y profunda y los hombres lo miraron con respeto. Manejaba el ritmo de las palabras y las pausas de la historia de tal forma que influyó confianza en sus hombres, viéndolo como un ejemplo a seguir, como un líder en la batalla.
Durante unos minutos, el hechizo de la historia les atrapó y siguieron pasándose la botella de whisky en silencio, hasta que con el rostro enrojecido, aquellos soldados desviaron la conversación hacia temas militares.
–¿Has tenido noticias de Perth? –preguntó Roderick. Kieran me había informado de que el conde de Mar seguía esperando la llegada del pretendiente, el cual había sido declarado Rey de Escocia el pasado quince de septiembre, aunque yo recordaba que no llegaría hasta pasada la batalla, cuando replegados ya no hubiera nada que hacer. Su visita sería rápida e inútil. Apenas pisaría el país del que era rey.
–Sí –contestó Kieran dando un largo trago a la botella casi vacía–, nos esperan allí al término de la semana para unirnos al grueso del ejército y esperar órdenes, aunque creo entrever que nos dirigiremos hacia Dunblane, cerca de Stirling, que es donde continúa el duque de Argyll.
–Los hombres están nerviosos y no aciertan a comprender del todo que llevemos casi un mes de marcha sin que se haya producido ningún enfrentamiento –destacó Aluinn.
–Descuida, mo charaid, que habrá una batalla y allí podrán desahogarse con los ingleses –apostilló Kieran.
Los reunidos en torno a la hoguera nos quedamos de nuevo en silencio, rumiando la información. De improviso Cailen habló y los demás le siguieron después de las dos primeras palabras:
–Porque mientras queden al menos cien de nosotros, nunca seremos reducidos bajo el dominio inglés. No es en verdad que por gloria, ni por riqueza, ni por honores por lo que luchamos, sino por la libertad y solo por ella, que ningún hombre honesto entrega si no con la vida misma.
La Declaración de Arbroath. Pero de aquello había pasado ya mucho tiempo, fue escrita en 1320 y enviada como una declaración de intenciones y no como un documento oficial al Papa Juan XXII. Carecía de sentido, un sentido formal, no moral.
Los miré uno a uno preguntándome cuántos morirían en aras de la independencia de Escocia sin llegar a conseguirla. No quise imaginarlo y mi ánimo descendió varios grados hasta que sentí unas profundas ganas de llorar y gritarles que debían retirarse, que todo estaba perdido. Kieran percibió mi angustia y me giró el rostro hacia él.
–Vamos, estás agotada –dijo levantándome con facilidad.
Varios hombres también se retiraron a descansar y vi como Roderick seguía a unos metros de distancia a Elinor y ambos se internaban en la espesura de la noche.
Entré con gesto cansado en la tienda y me rasqué la cabeza sin disimulo. Me sentía sucia por la larga travesía en la que apenas había podido lavarme más que con un pequeño paño a la orilla de algún riachuelo helado.
–Kieran ¿podrías conseguirme al menos un cubo con agua caliente? –pedí.
–Veré lo que puedo hacer –murmuró con una sonrisa, saliendo de nuevo a la oscura y fría noche.
Volvió a los pocos minutos cargando un cubo lleno de agua caliente. Sonreí gratamente y metí las manos comprobando su temperatura. Me incliné sobre el cubo y sumergí mi pelo frotándolo con el pequeño trozo de jabón de miel que me había prestado Elinor. Suspiré de placer y me lo aclaré. Me desnudé por completo y tiritando empapé una toalla de lino con jabón y me lavé, ante la atenta mirada de Kieran que se había reclinado sobre las mantas, apoyado en un codo. Puse ambas manos en mi vientre y percibí que estaba levemente hinchado, tirante, aunque vestida nadie podría adivinar que escondía un embarazo.
–Alana, mo maisea –suspiró Kieran y yo lo miré con gesto interrogante.
–Preciosa –aclaró él.
–No dirás lo mismo cuando no pueda cruzar las puertas –le indiqué.
–Lo seguiré diciendo –afirmó con rotundidad.
Cogí las enaguas, la camisa limpia y me las puse. Me senté y comencé la ardua tarea de desenredar mi pelo. Kieran se levantó y se puso tras de mí con una rodilla hincada en el suelo.
–Déjame a mí –exigió alargando la mano para que le pasara el peine de madera.
Al poco rato me relajé por completo, dejando que me peinara con suavidad y sin tirones, sin embargo lo noté husmeando con curiosidad.
–Hueles a miel, pero ese no es tu olor natural, normalmente sueles emitir un suave olor a rosas que se ha acentuado desde que estás encinta –murmuró entornando los ojos y volvió a inclinarse sobre mi cabeza.
–¿Qué estás buscando, Kieran? ¿Enanitos del bosque? –pregunté algo azorada.
–Piojos –respondió él con brevedad.
Me aparté de un salto.
–¡¿Qué?! –exclamé sujetándome el pelo con ambas manos.
–¿No sabes lo que son? –inquirió con gesto sorprendido–. Te he visto rascándote la cabeza y me han alertado de que tenemos una plaga.
–Yo… yo… no tengo ¡eso! –protesté con indignación.
Me miró extrañado.
–¿No es algo común en tu época?
–No lo sé –contesté y recordé los anuncios de la televisión que aparecían cada poco mostrando champús y lociones para eliminar los piojos.
–Déjame ver –exigió tirando de mí otra vez–, de todas formas no es tan malo, los Stuart tienen una plaga de ladillas –añadió como al descuido.
Me tensé sin poder moverme, ya que tenía un mechón cogido con fuerza entre sus grandes manos.
–Pero… pero ¿dónde han metido sus…? –Ni siquiera pude terminar la pregunta.
–Yo solo en ti, pero desconozco donde lo han hecho los demás hombres. –Rio él a mi espalda.
Y descubrí que podía ruborizarme intensamente con muchísima facilidad.
Su cabeza voló sobre la mía y me miró en sentido inverso sonriendo.
–Tus mejillas se han teñido como en una pincelada carmesí –señaló.
–¿Eso es tuyo? –pregunté con incredulidad.
–De mi hermano, le he confiscado esta mañana una carta dirigida a Betty.
Betty, así que esa era la joven de la que se había enamorado Cailen y con la que estaba la noche que Caitlen intentó asesinarme. Recordé que era una doncella del castillo.
–¿Se casarán? –pregunté–, ya sabes, ella es solo una doncella.
–Y tú una bruja.
Lo miré con furia.
–Pero él es el hermano del jefe del clan, supongo que se esperará que realice un matrimonio más conveniente a su condición –afirmé.
–Y yo soy el laird Mackinnon y me he desposado con una mujer desconocida que no tiene ni pasado –indicó él con voz serena.
Mascullé algo muy desagradable en francés olvidando que él entendía mi idioma y que le provocó una carcajada.
–Alana, es cierto que debo procurar un futuro mejor para mi hermano. Si se desposa por obligación con otra a la que no ame, siempre podrá tener el consuelo de Betty.
–¿Me estás diciendo que aprobarías una infidelidad?
–Mo aingeal, es muy duro pasar toda tu vida en la misma cama junto a una mujer a la que no amas, mientras la que deseas no está contigo. Yo he sido afortunado, la que amo comparte mi lecho, pero si me hubiese llegado a desposar con la verdadera Magdalen Mackenzie… no puedo asegurar qué hubiese hecho realmente –explicó con cautela.
–Volver con Caitlen –dije sabiendo que probablemente fuera cierto–. ¿Por qué no te casaste con ella?
–Porque soy el laird Mackinnon y ella era una doncella. Solo mi madre tenía interés en nuestro matrimonio porque es también una Cameron, hasta que apareció John Mackenzie de Seafort y el futuro cambió.
–Sí, cambió, pero no en la dirección deseada.
–No me arrepiento de nada. No desharía nuestro matrimonio –aseguró girando mi cabeza para que lo mirara. En sus ojos solo vi sinceridad y suspiré levemente.
Siguió unos minutos más escarbando en mi pelo hasta que respiró hondo.
–Ya está. No hay inquilinos molestos –afirmó para mi tranquilidad.
Me levanté y me dirigí al montículo de mantas que servían como cama a esperar que él se tendiera a mi lado. Pero él se desnudó, se lavó y se vistió con premura para sentarse frente a mí.
–Tu turno –exclamó tendiéndome el peine.
Me levanté y me situé tras de él peinándolo con lentitud. Tenía el pelo grueso, suave y ligeramente ondulado.
–No sé qué debo buscar –murmuré con algo de vergüenza.
–Cuando los veas lo sabrás –contestó él doblando una rodilla.
Peiné con cuidado separando mechones de pelo donde me indicaba y descubrí otra nueva cicatriz. Pasé un dedo delineándola.
–¿Quién intentó matarte esta vez? –pregunté con un suspiro de resignación.
–Ulises –respondió él sonriendo.
–¿Ah, sí? ¿Y qué le hiciste? ¿Le robaste a su amada?
–No. No le gustaba cómo lo montaba.
–¡Qué tú…, ¿qué?!
Sentí su risa vibrar contenida en su garganta.
–Fue mi primer caballo de guerra, Alana. ¿Qué demonios habías pensado?
Y las pinceladas carmesí aparecieron de nuevo en mis mejillas.
–Me tiró cuando apenas tenía quince años y caí sobre una piedra canteada. Estuve casi dos días inconsciente. No se puede razonar con los caballos, son animales nobles, pero tremendamente obcecados y testarudos, guiarlos requiere de gran habilidad y maestría –explicó.
–Vaya –contesté yo–, te acabas de describir a ti mismo, ¿lo sabes?
Kieran rio a carcajadas.
–¿Así es como me ves?
–La mayoría de las veces, sí.
El volvió a reír y yo a mi tarea. Cuando terminé respiré con satisfacción.
–No he encontrado nada.
Kieran sonrió, se tendió de espaldas y se levantó la falda hasta la cintura, poniéndose ambas manos bajo la nuca. Me guiñó un ojo ante mi gesto de sorpresa.
–Prometo que estaré completamente quieto –murmuró.
Lo miré un momento antes de investigar y rocé sin pretenderlo su miembro que se irguió levemente. Saqué la lengua y la paseé por mi labio superior con una sonrisa.
–Permíteme dudarlo –afirmé con un brillo divertido en mis ojos.
Dos días después, demasiado cansada tras un largo día de caminata a través de los valles y bajo una intensa lluvia que me calaba pese a ir cubierta por una capa de gruesa lana escocesa forrada en piel, agradecí con intensidad el precario refugio de nuestra tienda. Me deshice de la capa y me tendí arropándome con las mantas, quedándome dormida al instante. Me despertó la presencia de Kieran, que había desplegado la pequeña mesa de madera sobre la que solía estudiar mapas y escribir misivas al resto de los oficiales. Tenía un pliego arrugado en la mano y mascullaba en gaélico con voz baja.
–¿Qué ha sucedido? –pregunté incorporándome.
Él me miró como si se hubiera olvidado que estaba allí, y su rostro se dulcificó.
–No es nada que deba incomodarte.
–No estoy incómoda, dímelo –exigí.
Dudó un momento, pero claudicó.
–Hay un traidor entre nosotros –pronunció con voz ronca y contenida.
–¿En el ejército jacobita o en nuestro clan?
–Tiene que ser claramente un Mackinnon –afirmó él y me tendió la carta.
Leí con atención, era una relación de las tropas que formaban el contingente rebelde, incluyendo nombres de oficiales, armas e incluso los caballos de que disponían. Los datos más exactos eran los del clan Mackinnon, incluyendo una pequeña estrofa que señalaba que el jefe viajaba con su esposa, una mujer y leí textualmente: podía resultar altamente peligrosa para todos los que osaran acercarse a ella. Gemí y el papiro crujió entre mis manos.
–Kieran, este hombre nos conoce muy bien. Me conoce, sabe lo que soy. No lo ha escrito con todas las letras, pero queda claro –expuse con temor.
–Lo sé. Llevo días sospechando, buscando y observando, pero no logro averiguar quién puede ser –barbotó dando un fuerte puñetazo a la mesa de madera que se tambaleó precariamente–. Esta carta la he interceptado, pero quién sabe el tiempo que lleva vendiéndose a los ingleses.
Lo miré con preocupación. Uno de sus hombres lo había traicionado, si lo descubría no había vuelta atrás. Lo pasaría por el filo de la espada sin juicio previo.
–Pero sospechas de alguien, ¿verdad?
–No, ¡por todos los demonios! ¡Sí!, pero no quiero pensar que él sea capaz de hacer algo así –explotó.
–¿Quién es?
–Es demasiado pronto como para acusar a alguien sin pruebas –murmuró apretando la mandíbula.
–Debo saberlo. También me menciona –señalé.
–No, todavía no. Yo me encargaré de solucionarlo –aseveró levantándose y saliendo al exterior.
No regresó hasta la mañana siguiente y su rostro no mostraba otra cosa que cansancio acumulado. Negó con la cabeza ante mi gesto interrogante y nos separamos para continuar camino. Durante todo el trayecto pensé en quién podría ser aquel hombre. No era uno de los soldados venidos de las aldeas colindantes al castillo, tenía que ser uno de los hombres que lo rodeaban, uno de su confianza, los datos eran precisos y pocos hombres conocían la escritura para redactar algo así. Así como también tenía la seguridad de que Kieran sabía quién era, pero que su sentido de la lealtad le impedía acusarlo directamente sin encontrar pruebas tangibles. En ese momento me di cuenta de que la frase dirigida a mí podía interpretarse de dos formas contrapuestas: un aviso a los ingleses y también una protección hacia mi persona. Varios nombres bailaron en mi mente, pero me negué a pensar que fuera uno de ellos. Sentí un profundo temor y durante aquel día no pude apartar los pensamientos funestos de mi mente.
Al atardecer llegamos al campamento situado en las inmediaciones de Perth. Nuestros problemas se acumulaban. Allí se encontraban acantonados los Mackenzie de Seafort. Cenamos en silencio en nuestra tienda y Kieran salió para reunirse con John Mackenzie de Seafort. Antes de irse le cogí una mano y me la llevé a los labios.
–Kieran –dije mostrando una serenidad que no sentía–, haz lo que debas hacer. Aceptaré tu decisión.
Él me besó con fuerza en la boca antes de partir y me cogió el rostro entre las manos.
–Mo aingeal, ¿cuándo lo comprenderás?
Se perdió en la noche sin estrellas, iluminada por las numerosas hogueras prendidas a lo largo y ancho del campamento donde se desplegaban más de seis mil hombres.
Paseé de un lado a otro de la tienda atando y desatando las lazadas de mi vestido de lana sin encontrar la calma necesaria para realizar otra acción, cuando sentí que la lona se abría de nuevo. Me giré con una sonrisa trémula que se quedó congelada en el rostro.
–Gareth –murmuré.
–Alana –pronunció él acercándose.
Me retraje asustada.
–¿Por qué me has llamado así?
–Porque ese es tu nombre. Te dije que te había visto junto a mí infinidad de veces, pequeñas escenas sin conexión en las que estamos juntos, cenando, compartiendo una bebida, riendo…
No lo dejé terminar.
–Gareth, no es lo que te imaginas, tú y yo no estaremos juntos nunca. Ni siquiera eres tú el que ves, es el novio de Sarah, tu descendiente –expliqué sintiéndome cansada de tener que razonar algo que no llegaba a entender.
Él me miró con intensidad y no reconocí los familiares y cariñosos ojos oscuros del Gareth del futuro en la persona que estaba frente a mí.
–¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo puedes llevar un hijo suyo? –barbotó con ira.
–Porque él es mi marido –aseveré con frialdad, sintiendo que mi temperamento comenzaba a alterarse y el anillo a oscurecerse.
Alargó una mano y cogió la mía. Sentí la corriente de electricidad que estalló en mi vientre en un dolor insoportable. Me incliné y caí de rodillas, soltándome.
–No me toques. Me haces daño –musité recurriendo a toda mi fuerza para posar mis manos en mi abdomen, protegiéndolo.
–Kieran puede morir en la batalla, ¿no lo habías pensado? –susurró inclinándose hasta quedar junto a mí.
Lo miré a los ojos que brillaban atrapando la luz de la vela con destellos de locura y me asusté.
–¿Qué estás intentando decirme?
–Lucharé a su derecha y junto a él. Siempre lo hemos hecho, protegiéndonos el uno al otro. Pero después solo veo oscuridad, ¿qué ves tú? –preguntó haciendo que yo pegara un respingo.
–No veo nada, yo no tengo ese poder –balbucí.
–No te perderé, Alana, sé que terminarás recurriendo a mí, finalmente todo se sabrá y solo te quedaré yo –aseguró levantándose de pronto, como si hubiese oído algo que no era perceptible para los humanos.
Kieran entró en ese momento en la tienda y nos miró a uno y a otro con gesto furioso.
–¿Qué está sucediendo aquí?
–Nada, ya me iba. Solo he venido a ver cómo se encontraba Magdalen –murmuró Gareth saliendo por la lona entreabierta.
Kieran lo cogió del brazo y lo hizo girarse.
–Ella es mi esposa, ¿lo has entendido? Mía.
Gareth no contestó. Esbozó una sonrisa de depredador y se perdió en la oscuridad de la noche.
Kieran se arrodilló junto a mí.
– ¿Te ha hecho daño?
Negué con la cabeza.
–No me fio de él, es como si confluyeran en su persona varias personalidades. Sé que para ti es como un hermano, pero yo solo consigo ver al antepasado psicópata del hombre que conocí una vez –murmuré expresando mi miedo en voz alta.
Kieran me cogió el rostro entre las manos y me miró con intensidad, aunque supe que no había entendido ni la mitad de las palabras que pronuncié.
–Todo saldrá bien, Alana, no dejaré que te haga daño.
A mi rostro asomó una triste sonrisa, y oculté mis sentimientos para formular la pregunta que de verdad me inquietaba:
–¿Cómo ha ido la reunión con John Mackenzie de Seafort?
Él chasqueó la lengua y torció el gesto.
–He intentado explicarle que no puedo casarme con su hija y que devolveré la dote. Le he ofrecido tierras y la devolución del dinero a un alto tipo de interés. Se ha negado. Está furioso y reclama una compensación. Va a llevar el caso al conde de Mar –explicó con brevedad.
Gemí en voz alta. Eso significaba que lo podían juzgar por traición y a mí también.
–Estás a salvo, Alana, me he encargado de aclarar que tú no sabías nada, que al principio creíste que eras otra persona porque provenías del naufragio del paquebote y no recordabas tu pasado. Eres inocente. No presentarán cargos contra ti, me lo han asegurado. En realidad te creen una pobre víctima de mis instintos –dijo con gesto contrito.
–Me gustaría saber qué diablos les has contado –murmuré esbozando una sonrisa torcida.
–Bueno –contestó él imitándome–, es mejor una mentira que me favorezca a una verdad que me perjudique.
Lo besé con ternura y me apoyé en su pecho aspirando su olor a salitre y humo.
–Te quiero, ¿sabes? Te quiero más de lo que te imaginas.
–Lo sé, mo aingeal, lo sé. Nunca lo olvides.
–¿Por qué habría de olvidarlo?
Carraspeó fuertemente y yo lo miré con curiosidad.
–También traigo noticias –musitó como si hubiera recibido un puñetazo.
–¿Cuáles?
–Los Cameron están aquí y Sarah los acompaña.
–¿De verdad? –grité con entusiasmo. Sarah estaba allí, solo a unos metros de distancia–. Tengo que ir a buscarla.
–No –determinó con firmeza–, es noche cerrada y el campamento puede ser peligroso, incluso pueden confundirte con una meretriz y desatar consecuencias indeseadas. Los hombres están nerviosos previendo la próxima batalla y las escaramuzas y reyertas son corrientes, sobre todo al caer la noche cuando sus cuerpos se han llenado de whisky y cerveza. Mañana yo mismo te acompañaré.
–¿La has visto? –Mi ánimo se desinfló como un globo.
–No.
–¿Sabes si está bien? –continué sabiendo que esa noche no dormiría mucho.
–Sí, imagino que sí.
–Kieran, ¿no puedes acompañarme ahora que…?
–No. Por una vez hazme caso, Alana. Solo serán unas horas.
–Muy largas.
Su gesto pasó de la preocupación a la seducción en un segundo.
–Puedo conseguir hacerlas muy cortas –aseveró.
–Fantasma –dije dándole un pequeño empujón.
–Bruja –apostilló él besándome.
Al fin y al cabo, como dijo Kieran, solo serían unas horas… cortas, y podría volver a ver a Sarah, aunque con lo que no había contado es que igual ella no estaba tan contenta por reencontrarse conmigo.