Capítulo 17
Todavía no tenían ni idea de adónde irían, pero no estaba preocupada. La gente como ella y Jonas siempre salía airosa. Para ellos no había fronteras, no había obstáculos.
Ya había empezado su vida dos veces. La última, en la casa abandonada, donde conoció a Jonas. Estaba durmiendo y, cuando abrió los ojos, había un chico desconocido observándola. En cuanto se miraron, supieron que eran iguales. Los dos vieron las tinieblas que había en el alma del otro.
La llevó a Fjällbacka una especie de fuerza irresistible. Cuando viajaba con el circo, toda Europa era su hogar, pero sabía que tenía que volver. Jamás había sentido nada tan intenso, y cuando por fin volvió, allí estaba Jonas, esperándola.
Era su destino, y en la penumbra de la casa, él se lo contó todo. Le habló de la habitación que había debajo del cobertizo, de lo que su padre hacía allí con las chicas, chicas a las que nadie echaba de menos, que no faltaban en ninguna parte. Chicas que no tenían ningún valor.
Una vez que decidieron continuar con la herencia de Einar, quisieron, a diferencia de él, llevarse a chicas a las que sí echaran en falta, a las que quisieran. Decidieron crear una marioneta, una muñeca indefensa, de alguien que fuera importante para otros; hacía que el placer fuera mayor. Quizá eso se convirtió en su ruina, pero no habrían podido hacerlo de otro modo.
A ella no le daba miedo lo desconocido. Simplemente, implicaba que tendrían que crear nuevos mundos en otro lugar. Mientras se tuvieran el uno al otro, no importaba. Cuando conoció a Jonas, se convirtió en Marta. Su igual, su alma gemela.
Jonas colmaba sus sentidos y toda su existencia. Aun así, no pudo resistirse a Victoria. Extraño. Ella, que siempre fue consciente de la importancia del autocontrol, y que nunca se dejó llevar por sus pasiones… Pero no era tonta. Comprendió que el poder de atracción que ejercía Victoria nacía de su parecido con una persona que, en su día, fue parte de ella, que aún lo era. De un modo inconsciente, Victoria había despertado viejos recuerdos, y no pudo prescindir de ella. Quería tenerlos a los dos, a Victoria y a Jonas.
Fue un error ceder a la tentación de volver a tocar la piel de una muchacha, porque le recordó un amor que había perdido. Al cabo de un tiempo, tomó conciencia de que aquello era insostenible y, además, había empezado a aburrirse. Después de todo, las diferencias eran más que las similitudes. Así que se la dio a Jonas. Él la perdonó, y fue como si su amor por ella creciera más fuerte gracias a lo que pudieron compartir después.
Fue imperdonable no cerrar bien la trampilla aquella noche. Estaban siendo algo descuidados, la dejaban moverse libremente allí abajo, pero claro, nunca se imaginaron que lograría subir la escalera, salir del cobertizo y luego cruzar el bosque a pie. Habían infravalorado a Victoria, y asumieron un gran riesgo permitiendo que la muerte se les acercara tanto. Les costó caro, pero ninguno de los dos lo vio como el final de nada. Al contrario, implicaba un principio. Una nueva vida. Para ella, la tercera.
La primera vez fue uno de esos días de verano en que uno tiene la sensación de que le hierve la sangre por el calor. Louise y ella decidieron ir a bañarse, y fue ella quien propuso apartarse un poco de la playa y saltar al agua desde las rocas.
Contaron hasta tres y saltaron juntas, de la mano. Les cosquilleaba el estómago con la velocidad de la caída y sintieron un frescor delicioso al entrar en contacto con el agua. Pero un instante después, fue como si un par de brazos robustos y fuertes la agarraran y la arrastraran hacia el fondo. El agua le cubrió la cabeza mientras ella luchaba contra las corrientes con todas sus fuerzas.
Cuando logró sacar la cabeza otra vez por encima de la superficie, empezó a nadar hacia la orilla, pero era como nadar en alquitrán. Fue avanzando muy despacio, y trató de girar la cabeza, pero no veía a Louise. Sentía los pulmones destrozados y no podía gritar, y en el cerebro tenía un solo pensamiento: sobrevivir, llegar a tierra.
De repente, la corriente cedió y pudo avanzar con cada brazada. Al cabo de unos minutos, alcanzó la orilla. Se quedó allí tumbada, boca abajo, con los pies en el agua y la cara en la arena. Cuando recobró el resuello, se incorporó como pudo y miró alrededor. Llamó a Louise, gritó en dirección al mar, pero no respondió. Haciéndose sombra con la mano, paseó la mirada por la superficie del agua. Luego subió corriendo a la roca desde la que habían saltado. Corría de un lado a otro buscando y llamándola a gritos, cada vez más desesperada. Al final, se desplomó en la roca y se sentó allí a esperar durante horas. Quizá debería ir a pedir a ayuda, pero entonces se les arruinarían los planes. Louise no estaba, y era mejor que ella se fuera sola que tener que quedarse allí.
Lo dejó todo en la roca. La ropa y las pertenencias de las dos. Le había prestado a Louise su bañador favorito, uno azul, y en cierto modo se alegraba de que se lo hubiera llevado consigo a las profundidades. Como un regalo.
Con el mar a su espalda, se alejó de allí. Robó algo de ropa que había en el tendedero de una casa y se encaminó con paso firme hacia el lugar donde sabía que existía su futuro. Por si acaso, fue bosque a través, de modo que no llegó a Fjällbacka hasta la noche. Cuando vio el circo a lo lejos, cuando vio los alegres colores y oyó la algarabía, el murmullo de la gente y la música, le resultó todo extrañamente familiar. Había llegado a casa.
Aquel día, se convirtió en Louise. En la persona que había hecho aquello que ella tanto deseaba, que había visto la sangre salir a borbotones del cuerpo de otra persona, que había visto apagarse la llama de la vida. Escuchó con envidia las historias del circo, de la vida de Vladek como domador de leones. Le resultaba tan exótico en comparación con su triste y sucio pasado… Ella quería ser Louise, quería tener sus orígenes.
Sintió el odio de Louise por Peter y Laila. Ella se lo había contado todo. Que su madre asumió la culpa del asesinato, que la abuela quiso quedarse con el hijo, al que tanto querían, pero no quiso saber nada de Louise. Y aunque ella no se lo pidió, la vengaría. El odio creció como una llama fría, y ella hizo lo que tenía que hacer.
Así se dirigió al hogar de Louise, a su hogar, y allí conoció a Jonas. Era Tess. Era Louise. Era Marta. Era la otra mitad de Jonas. Y todavía no había terminado. El futuro diría quién sería a partir de ahora.
Le sonrió a Jonas, que iba conduciendo aquel coche robado. Eran libres y valientes, eran fuertes. Eran leones imposibles de domar.