Uddevalla, 1971

Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada otra vez, la invadieron no pocos sentimientos encontrados. Y si no era una persona adecuada para ser madre, y si era incapaz de sentir por un niño el amor que se esperaba…

Pero se preocupaba sin necesidad. Todo fue distinto por completo con Peter. Maravilloso y distinto. No se cansaba de mirar a su hijo, no podía dejar de aspirar su olor, de acariciarle aquella piel suave con las yemas de los dedos. Cuando, como ahora, lo tenía en brazos, él la miraba a los ojos con tal confianza que le caldeaba enseguida el corazón. Es decir, aquello era querer a un hijo. Jamás imaginó que era posible sentir tanto amor por una persona. Incluso su amor por Vladek palidecía en comparación con el que sentía ante la sola contemplación del hijo recién nacido.

En cambio, en cuanto veía a su hija se le hacía un nudo en el estómago. Aquellas miradas, la negra sombra que le recorría el pensamiento… Los celos del hermano se transformaban en pellizcos y golpes constantes, y el miedo hacía que Laila pasara las noches en vela. A veces se sentaba a vigilar al lado de la cuna de Peter, sin atreverse a apartar la vista ni un segundo.

Vladek se alejaba cada vez más de ella. Y ella de él. Los separaban fuerzas que jamás habrían podido prever. En sueños, ella corría a veces tras él, cada vez más rápido, pero cuanto más corría, tanto mayor era la distancia. Al final solo lo atisbaba de espaldas a lo lejos.

También desaparecieron las palabras. Las conversaciones nocturnas después de la cena, las pequeñas muestras de amor que antes iluminaban su vida cotidiana. Todo lo había engullido un silencio interrumpido solo por el llanto de los niños.

Ella no dejaba de contemplar a Peter, y la inundaba un instinto protector que anulaba todo lo demás. Vladek no podía serlo todo para ella. Sobre todo ahora que tenía a Peter.