Capítulo 6

El cobertizo era grande y estaba silencioso y frío. El viento había arrastrado algo de nieve hacia el interior a través de las grietas de la pared, y la había mezclado con el polvo y la suciedad. El pajar estaba vacío desde hacía mucho, y la escalera que subía hasta él llevaba rota desde que a Molly le alcanzaba la memoria. Aparte de los remolques para los caballos, allí solo había vehículos viejos ya olvidados. Una cosechadora oxidada, un tractor Grålle inservible y, sobre todo, un montón de coches.

Molly oía a lo lejos el ruido de voces procedentes de las caballerizas, que estaban un trecho más allá, pero hoy no tenía ganas de montar. Le parecía absurdo, si no iba poder competir mañana… Seguramente, alguna de las otras chicas estaría encantada montando a Scirocco.

Muy despacio, fue caminando por entre aquellos coches viejos. Los restos de la antigua empresa del abuelo. Se pasó la infancia oyéndolo hablar de ella. Siempre andaba presumiendo de todos los hallazgos que había hecho recorriendo el país, coches que, en principio, eran chatarra, que compró por cuatro cuartos y que luego restauró y vendió por mucho más. Pero desde que enfermó, el cobertizo se había convertido en un cementerio de coches, lleno de vehículos a medio montar, que nadie se había molestado en desechar.

Pasó la mano por un viejo Volkswagen Escarabajo que se marchitaba oxidado en un rincón. No faltaba tanto para que ella pudiera empezar a practicar. Quizá podría convencer a Jonas de que le arreglara aquel coche.

Tiró un poco de la manivela y la puerta se abrió. También el interior exigiría mucho trabajo. Estaba oxidado y sucio y tenía rota la tapicería, pero Molly veía que el coche tenía muchas posibilidades de quedar precioso. Se sentó al volante, colocó las manos alrededor, muy despacio. Sin duda, aquel Escarabajo le pegaba muchísimo; las demás chicas se morirían de envidia.

Ya se veía conduciendo por Fjällbacka y llevando generosamente a las amigas. Todavía faltaban unos años para que pudiera conducir sola, pero decidió que hablaría con Jonas cuanto antes. Tenía que arreglarle ese coche, quisiera o no. Molly sabía que él podría hacerlo. El abuelo le había contado cuánto le ayudaba Jonas a restaurar los coches antiguos, y le había dicho lo bien que se le daba. Fue la única vez que le oyó decir al abuelo algo bueno de Jonas. Por lo general, siempre andaba quejándose de él.

—Así que aquí es donde te metes, ¿eh?

Se sobresaltó al oír la voz de Jonas.

—¿Te gusta? —le preguntó con una sonrisa mientras ella abría avergonzada la puerta del coche. Era un poco ridículo que te pillaran sentada haciendo como que conducías.

—Es muy bonito —respondió—. Estaba pensando que podría ser mío, cuando me saque el carné de conducir.

—No está en condiciones…

—Ya, pero…

—Pero se te ha ocurrido que yo podría arreglarlo, ¿verdad? Bueno, por qué no, todavía tenemos tiempo. Si le dedico algún rato de vez en cuando, estará listo para cuando llegue el momento.

—¿En serio? —dijo Molly radiante de alegría, y abrazándosele al cuello.

—En serio. —Jonas la abrazó también. Hasta que la apartó un poco, con las manos en los hombros, y añadió—: Eso sí, se acabó el estar enfurruñada. Sé que la competición era importante para ti, ya hemos hablado del tema, pero no falta mucho para la siguiente.

—Ya, eso es verdad.

Molly empezó a estar de mejor humor. Se paseó por entre los coches. Había alguno que otro que también podía quedar chulísimo, pero el que más le gustaba era el Escarabajo.

—¿Por qué no los arreglas? O te deshaces de ellos. —Se había detenido delante de un coche negro enorme en el que se leía «Buick».

—El abuelo no quiere. Así que se quedarán aquí hasta que se descompongan del todo. O hasta que se muera el abuelo.

—Pues a mí me parece una pena. —Se dirigió a una furgoneta de color verde, que parecía el coche misterioso de Scooby Doo. Jonas la apartó de allí.

—Vamos, no termina de gustarme que estés aquí dentro. Está lleno de cristales y de trastos oxidados. Y no hace mucho que vi hasta ratas.

—¡Ratas! —dijo Molly, y dio un paso atrás rápidamente, mirando alrededor.

Jonas se echó a reír.

—Anda, vamos a tomarnos un café. Hace frío. Y te garantizo que dentro de la casa no hay ratas.

Le echó el brazo por el hombro y se dirigieron a la puerta. Molly se estremeció. Jonas tenía razón. Fuera hacía muchísimo frío; y, si hubiera aparecido una rata se habría muerto del susto. Pero la felicidad por lo del coche lo compensaba. Se moría de ganas de contárselo a las demás chicas.

Tyra estaba secretamente satisfecha de que a Liv la hubieran puesto en su sitio. Era una consentida, más si cabe que Molly, y la cara que puso al ver que Ida montaría a Scirocco fue impagable. El resto de la clase se lo pasó protestando, y Blackie lo notaba, porque el animal estuvo bastante rebelde, con lo que Liv se enfadó todavía más.

Tyra iba sudando con la ropa de abrigo. Le costaba tanto trabajo caminar con toda aquella nieve que le dolían las piernas. Estaba deseando que llegara la primavera para poder ir a las caballerizas en bicicleta. La vida era mucho más sencilla en primavera.

La pista de trineo Siete Saltos estaba llena de niños. Ella se había tirado por allí muchas veces cuando era pequeña, y recordaba la sensación de vértigo cuando iba volando en el trineo por la empinada pendiente. Claro que ya no le parecía ni tan larga ni tan empinada como entonces, pero era más emocionante que la del Doctor, que se encontraba cerca de la farmacia. Por esa solo se tiraban los niños muy pequeños. Recordaba que allí había hecho incluso esquí de fondo, lo cual le causó problemas en sus primeras y únicas vacaciones de invierno en una escuela de esquí. En efecto, le explicó a un monitor perplejo que ella ya sabía esquiar, porque había aprendido en la pista del Doctor. Acto seguido, se dejó caer por la pista más larga y empinada. La cosa terminó bien, y su madre siempre contaba aquella historia llena de admiración y muy orgullosa del desparpajo de su hija.

Dónde habría quedado aquel desparpajo era un misterio para Tyra. Bueno, salía a relucir con los caballos, pero por lo demás, se sentía más bien como una liebre. Desde aquel accidente de tráfico en el que falleció su padre siempre pensó que la tragedia acechaba a la vuelta de la esquina. Ya había comprobado que las cosas podían ir como de costumbre para, en un segundo, cambiar por completo para siempre.

Con Victoria se sentía valiente, eso era verdad. Era como si, estando juntas, ella se volviera otra persona, una persona mejor. Siempre iban a casa de Victoria, nunca a la suya. Lo achacaba a que sus hermanos pequeños armaban demasiado jaleo, pero la verdad era que se avergonzaba de Lasse; primero, de sus borracheras, y luego de su delirio religioso. También se avergonzaba de su madre, porque se dejaba subyugar y se paseaba por la casa como un ratón asustado. No como los padres de Victoria, que eran encantadores y de lo más normal del mundo.

Tyra dio una patada a la nieve. Le corría el sudor por la espalda. Había que andar un trecho, pero aquella mañana ya había decidido que no pensaba echarse atrás ahora. Había cosas por las que debería haberle preguntado a Victoria, respuestas que debería haber exigido. La atormentaba pensar que nunca llegaría a saber lo que le ocurrió. Pero ella habría hecho cualquier cosa por Victoria, y eso era lo que pensaba hacer.

El pasillo del Departamento de Sociología de la Universidad de Gotemburgo tenía el aspecto de un pasillo cualquiera y estaba casi desierto. Habían preguntado por los criminólogos, y allí se encontraban ahora, delante de una puerta cerrada, con el nombre de Gerhard Struwer en la placa. Patrik llamó discretamente.

—¡Adelante! —Se oyó una voz al otro lado; y entraron.

Patrik no sabía exactamente qué esperaba encontrarse, pero, desde luego, no a un hombre que parecía recién salido de un anuncio de moda masculina.

—Bienvenidos. —Gerhard se levantó y les estrechó la mano. En último lugar saludó a Erica, que se había mantenido un poco al margen—. Hombre, qué honor conocer a Erica Falck.

Gerhard parecía más entusiasmado de lo recomendable y Patrik no se sintió muy cómodo que digamos. Sin embargo, tal y como se iba desarrollando el día, no le extrañaba que Struwer resultara ser un conquistador. Suerte que su mujer no era receptiva a ese tipo de caballeros.

—El honor es solo mío. He visto en la televisión los análisis tan sesudos que haces —dijo Erica.

Patrik la miró perplejo. ¿A qué venía aquel tonito arrullador?

—Gerhard tiene una intervención fija en el programa Se busca —explicó Erica sonriéndole al sociólogo—. Me encantó el retrato que hiciste de Juha Valjakkala. Pusiste el dedo en una llaga que nadie había detectado, y creo que…

Patrik carraspeó un poco. Aquello no marchaba como él había previsto. Observó a Gerhard y tomó nota de que no solo tenía una dentadura perfecta, sino además, un tono gris ideal en las sienes. Y los zapatos recién lustrados. ¿Quién puñetas llevaba los zapatos relucientes en pleno invierno? Patrik echó una rápida ojeada a sus botas, que más bien necesitaban pasar por un túnel de lavado para quedar limpias.

—Bueno, tenemos varias preguntas que hacerte —dijo, y se sentó en una de las sillas libres. Se esforzaba por mantener una expresión neutra. Erica no debía llevarse la satisfacción de sospechar siquiera que estuviera celoso. Porque, además, no lo estaba. Simplemente, le parecía innecesario perder un tiempo precioso en toda aquella charla sobre un montón de cosas que no tenían nada que ver con el motivo de su visita.

—Sí, claro. He leído atentamente el material que me enviasteis. —Gerhard se sentó ante su escritorio—. Tanto el relativo a Victoria como el del resto de las desapariciones. Naturalmente no puedo hacer un análisis como es debido con tan poco tiempo y con tan poca información, pero hay varios detalles que me llaman la atención… —Cruzó las piernas y unió las yemas de los dedos en un gesto que a Patrik le resultó de lo más irritante.

—¿Tomamos nota? —preguntó Martin, dándole un codazo a Patrik en el costado. Este se sobresaltó y asintió enseguida.

—Sí, claro, ve tomando nota —dijo. Martin sacó el cuaderno y el bolígrafo y esperó a que Gerhard continuara.

—Creo que se trata de una persona organizada y racional. Él o ella, en aras de la sencillez, vamos a decir «él», se las ha arreglado para no dejar señales de ser una persona psicótica o perturbada, por ejemplo.

—¿Cómo puede considerarse racional a alguien que secuestra a otra persona? ¿O que le causa las lesiones que tuvo que sufrir Victoria, por ejemplo? —Patrik oyó que sonaba un tanto cortante.

—Con racional me refiero a que se trata de una persona capaz de planear con antelación, de prever las consecuencias de sus actos y de reaccionar según esas previsiones. Una persona capaz de modificar rápidamente sus planes si se produce un cambio en las condiciones.

—A mí me parece que está clarísimo —dijo Erica.

Patrik se mordió la lengua y dejó que Struwer continuara con su exposición.

—Con toda probabilidad, este sujeto es, además, relativamente maduro. Un adolescente, un veinteañero sería incapaz de tal autocontrol y tal capacidad de planificación. Pero, teniendo en cuenta la fuerza física necesaria para controlar a las víctimas, debería tratarse de alguien que aún sea lo bastante fuerte y que se encuentre en buena forma.

—O quizá sean varios sujetos —intervino Martin.

Gerhard asintió.

—Sí, claro, no podemos descartar que sean varios. Incluso existen casos en los que el autor del delito era un grupo de personas. Por lo general, en esos casos, existía una especie de móvil religioso, como en el caso de Charles Manson y su secta.

—¿Qué opinas de los intervalos temporales? Las tres primeras desaparecieron de forma regular, cada seis meses. Pero luego transcurrieron solo cinco meses hasta la desaparición de Minna. Y unos tres meses después secuestraron a Victoria —intervino Erica, y Patrik tuvo que reconocer que era una buena pregunta.

—Si pensamos en los asesinos en serie más conocidos de Estados Unidos como Ted Bundy, John Wayne Gracy o Jeffrey Dahmer, seguro que habéis oído esos nombres muchísimas veces, suelen seguir un patrón en el que su necesidad se acrecienta como por una especie de presión interior. Los sujetos empiezan con fantasías en torno al secuestro, luego persiguen a la víctima que eligen, la observan durante un tiempo y, finalmente, atacan. O bien se trata de casualidades. Que el asesino se recree en una situación imaginaria con cierto tipo de víctima y luego ataque a alguien que encaje con la situación imaginada.

—Puede que sea una pregunta tonta, pero ¿hay también asesinas en serie? —preguntó Martin—. La verdad, solo he oído hablar de hombres.

—Es más frecuente que sean hombres, pero también hay algún caso femenino. Aileen Wuornos es un ejemplo, pero tenemos más.

Struwer volvió a juntar las yemas de los dedos.

—Pero, volviendo a la cuestión temporal, puede ser que el secuestrador retenga prisionera a la víctima por un período más largo. Cuando la víctima, por así decirlo, ya ha cumplido su función o muere a causa de las heridas y la extenuación, el sujeto necesitará tarde o temprano otra víctima que pueda satisfacer su necesidad. La presión aumenta más y más, hasta que el sujeto tiene que darle salida. Y entonces, actúa de nuevo. Muchos asesinos en serie entrevistados lo describen no como un acto de voluntad o de libre albedrío, sino como un imperativo.

—¿Tú crees que estamos ante algo así? —preguntó Patrik. Muy a su pesar, lo que Struwer les estaba contando lo tenía cada vez más fascinado.

—Eso parece indicar la línea temporal. Y es posible que esa necesidad se haya convertido en algo cada vez más acuciante. El sujeto ya no puede esperar tanto entre una víctima y otra. Eso, si lo que estáis buscando es un asesino en serie. Por lo que tengo entendido, no habéis encontrado los cadáveres, y Victoria Hallberg estaba viva cuando apareció.

—Sí, es verdad. Aunque lo más verosímil es que el agresor no pensara dejarla con vida, sino que la chica logró escapar de algún modo, me parece.

—Ya, es lo más probable, sin duda. Pero aunque solo se tratara de secuestro, este delito también puede seguir el mismo patrón de comportamiento. Por otro lado, puede tratarse de un asesino que mata por placer simplemente; un psicópata que asesina por puro disfrute. Y por la satisfacción sexual. La autopsia de Victoria demostró que no había sufrido abusos sexuales, pero este tipo de casos suelen tener un móvil sexual. Por el momento, sabemos demasiado poco para asegurar si es así en este.

—¿Sabéis que hay estudios que demuestran que un cero coma cinco por ciento de la población puede definirse como psicópata? —preguntó Erica emocionada.

—Sí —dijo Martin—. Me parece que lo leí en Café. No sé qué de los jefes…

—Bueno, no sé si debemos confiar en las investigaciones científicas de una revista como Café, pero en principio tienes razón, Erica. —Gerhard le sonreía mostrándole una blanquísima hilera de dientes—. Un porcentaje de la población normal encaja a la perfección en los criterios de las psicopatías. Y aunque, por lo general, asociamos la palabra psicópata a un asesino o, al menos, a un delincuente, esa creencia está lejos de ajustarse a la verdad. La mayoría lleva una vida normal de cara a la galería. Aprenden a comportarse para adaptarse a la norma social y pueden incluso ser miembros destacados de la sociedad. No sienten empatía y son incapaces de comprender los sentimientos de los demás. Todo su mundo y su pensamiento gira en torno a su persona, y lo bien que sea capaz de interactuar con el entorno depende de lo bien que aprenda a imitar los sentimientos que se esperan en diversas situaciones. Pero, de todos modos, nunca lo consiguen por completo. Siempre hay un toque falso en ellos, y les cuesta entablar relaciones íntimas duraderas con otras personas. Con frecuencia, utilizan para sus propios fines a las personas de su entorno, y cuando deja de funcionar, pasan a la siguiente víctima sin sentir el menor arrepentimiento, la menor culpa o el más mínimo remordimiento. Y, en respuesta a tu pregunta, Martin: hay estudios que respaldan la idea de que el porcentaje de psicópatas es muy superior en las altas esferas empresariales que entre el resto de la población. Muchas de las características que acabo de exponer pueden resultar ventajosas en las posiciones de poder, donde la falta de consideración y de empatía cumple una función.

—En otras palabras, es posible que uno sea psicópata y no se note, ¿no? —preguntó Martin.

—Sí, al principio. Los psicópatas pueden ser encantadores. Pero quien mantenga con ellos una relación más o menos prolongada notará tarde o temprano que algo falla.

Patrik se retorcía en la silla. No era muy cómoda, y empezaba a notar el dolor de espalda. Lanzó una mirada a Martin, que tomaba notas sin descanso. Luego se volvió hacia Struwer.

—En tu opinión, ¿por qué habrá elegido precisamente a estas chicas?

—Es muy posible que sea cuestión de preferencias sexuales. Jóvenes, intactas, sin experiencia sexual previa. Una chica jovencita es, además, más fácil de controlar y de asustar que una mujer adulta. Creo que es una combinación de esos dos factores.

—¿Puede ser relevante el hecho de que se parezcan físicamente? Todas tienen, o tenían, el pelo castaño y los ojos azules. ¿Crees que es el tipo que busca el sujeto?

—Podría ser. O, en realidad, creo que lo más probable es que sea relevante. Las víctimas podrían recordarle a alguien, y lo que les hace es algo que sufrió esa persona. Ted Bundy es un ejemplo de esto último. La mayoría de sus víctimas también se parecían entre sí, y recordaban a una antigua novia que lo había rechazado. Así que se vengaba de ella a través de las víctimas.

Martin no había dejado de escuchar con suma atención, y se adelantó en la silla.

—Antes has dicho que la víctima cumple una función. ¿Cuál podría ser el objetivo de las lesiones que presentaba Victoria? ¿Por qué hará algo así?

—Como decía, lo más probable es que las víctimas guarden parecido con alguna persona importante para el sujeto. Y si atendemos a las lesiones, creo que lo que perseguía era una sensación de control. Al arrebatarle esos sentidos, controla a la víctima por completo.

—¿Y no habría bastado con mantenerla prisionera? —preguntó Martin.

—Para la mayoría de los asesinos que quieren controlar a las víctimas suele bastar. Pero en este caso, ha ido un paso más allá. Pensad que a Victoria la privó de la vista, el oído y el gusto; la dejó como encerrada en un cuarto oscuro y silencioso, sin posibilidad de comunicarse. En principio, lo que hizo fue crear una muñeca viviente.

Patrik sintió un escalofrío. Lo que aquel hombre acababa de describir era tan extravagante y tan atroz que parecía que lo hubiera sacado de una película de terror; pero era realidad. Reflexionó unos segundos. Aunque todo era muy interesante, le costaba ver de qué forma concreta les permitiría avanzar en la investigación.

—Teniendo en cuenta lo que acabamos de decir —continuó—, ¿tienes idea de lo que podemos hacer para encontrar a alguien así?

Struwer se quedó en silencio unos segundos, como si estuviera reflexionando sobre cómo formular lo que pensaba decir.

—Puede que esté arriesgándome demasiado, pero yo diría que la víctima de Gotemburgo, Minna Wahlberg, tiene un interés especial. Presenta unas características distintas de las demás chicas, y también es la única con la que el secuestrador se relajó lo bastante como para que lo vieran con ella.

—Bueno, no sabemos si el que estaba en el coche blanco era el secuestrador —señaló Patrik.

—No, claro, eso es verdad. Pero si nos imaginamos que sí, es interesante que Minna se subiera al coche por propia voluntad. Claro que no sabemos cómo captaron a las otras chicas, pero el hecho de que Minna subiera al coche indica o bien que el conductor no daba la impresión de ser peligroso, o bien que ella no le tenía miedo.

—¿Quieres decir que es posible que Minna conociera al secuestrador? ¿Que puede tener alguna relación con ella o con la zona?

Lo que Struwer estaba diciendo corroboraba en cierto modo las sospechas de Patrik, él también pensaba que Minna era distinta.

—Él no tenía por qué conocerla, pero sí puede ser que ella supiera quién era. El hecho de que lo vieran recoger a Minna pero no a las demás puede indicar que estaba en su territorio y se sentía más seguro de la cuenta.

—¿Y no debería haberse mostrado más cauto precisamente por eso? El riesgo de que lo reconocieran era mucho mayor —objetó Erica, y Patrik la miró orgulloso.

—Sí, claro, sería lo lógico —dijo Struwer—. Pero los seres humanos no siempre somos del todo lógicos, y es difícil renunciar a los hábitos y costumbres. Seguro que se sentía más relajado en su entorno, y así aumenta el riesgo de cometer algún error. Y eso fue lo que le pasó, que cometió un error.

—Sí, yo también tengo la sensación de que Minna es diferente en cierto sentido —dijo Patrik—. Hemos hablado con su madre hace un rato, pero no hemos sacado nada en claro. —Con el rabillo del ojo vio que Erica asentía.

—Bueno, pues si yo estuviera en vuestro lugar, seguiría indagando por ahí. Me centraría en las diferencias, es una recomendación general a la hora de hacer perfiles. ¿Por qué se ha roto la pauta? ¿Por qué esa víctima es tan especial como para que el agresor cambie su conducta?

—Es decir, tenemos que pensar en las anomalías, no en el denominador común, ¿verdad? —Patrik comprendió que tenía razón.

—Sí, ese es mi consejo. Aunque, en primera instancia, estéis investigando la desaparición de Victoria, el caso de Minna puede seros útil. —Gerhard se detuvo—. Por cierto, ¿os habéis coordinado?

—¿A qué te refieres? —preguntó Patrik.

—A todos los distritos. ¿Habéis revisado juntos toda la información que tenéis?

—Estamos en contacto y compartimos el material de que disponemos.

—Está bien, pero yo creo que ganaríais mucho si os vierais. A veces puede ser una sensación, algo que no esté por escrito, algo que solo se lea entre líneas en el material de investigación. Seguro que tienes experiencia en dejarte llevar por el sexto sentido. En muchos casos de investigación es precisamente eso, lo indefinible, lo que al final nos lleva a atrapar al asesino. Y no tiene nada de raro. El subconsciente desempeña un papel más importante de lo que muchos creen. Dicen que solo utilizamos un porcentaje ridículo de nuestra capacidad cerebral, y puede que sea verdad. Procura que podáis reuniros todos, y escuchad lo que tengan que decir los demás.

Patrik asintió.

—Tienes razón, deberíamos haberlo hecho. Pero no hemos conseguido ponernos todos de acuerdo.

—Pues yo creo que valdría la pena —insistió Gerhard.

Se hizo el silencio. A nadie se le ocurrían más preguntas, pero seguían pensando en lo que les había dicho Struwer. Patrik tenía sus dudas de si les ayudaría a avanzar, pero estaba dispuesto a considerarlo todo. Prefería eso a darse cuenta tarde de que Struwer tenía razón y de que ellos no lo habían tomado en serio.

—Gracias por dedicarnos tu precioso tiempo —dijo Patrik, y se levantó.

—Ha sido un verdadero placer. —Gerhard clavó sus ojos azules en Erica, y Patrik respiró hondo. No le faltaban ganas de hacerle el perfil a Struwer. No sería nada difícil. En el mundo había demasiados tipos como él.

A Terese siempre le resultaba un tanto extraño ir a las caballerizas. La granja le era tan conocida… Jonas y ella estuvieron juntos dos años. Eran muy jóvenes o, al menos, eso le parecía ahora, y desde entonces habían ocurrido muchas cosas. Pero un tanto extraño sí que era, máxime cuando fue Marta la causa de que ellos rompieran.

Un buen día, Jonas llegó y le dijo tranquilamente que había conocido a otra mujer y que era su alma gemela. Lo dijo así, literalmente, y a Terese le pareció una forma demasiado seria y más que insólita de expresarlo. Más tarde, cuando conoció a su alma gemela, comprendió a qué se refería Jonas. Porque eso fue lo que sintió cuando Henrik, el padre de Tyra, se adelantó y la invitó a bailar en el muelle, cerca de la plaza de Ingrid Bergman. Era tan obvio que acabarían juntos… Pero luego, en un abrir y cerrar de ojos, todo cambió. Los planes, los sueños. Un patinazo con el coche en un oscuro atardecer y Tyra y ella se quedaron solas.

Con Lasse nunca fue lo mismo. La relación con él solo fue un modo de salir de la soledad, de tener otra vez con quién compartir la vida cotidiana. Y había sido todo un desastre. Ahora no sabía qué fue peor, si todos los años que él se pasó bebiendo y ellas preocupadas por cuál sería su próxima ocurrencia, o la sobriedad de ahora, que ella agradecía, pero que había traído consigo problemas de otra índole.

Ni por un momento se había creído Terese la nueva santidad de Lasse. Sin embargo, comprendía perfectamente lo que le había interesado de aquella congregación. Le había brindado la ocasión de eludir la responsabilidad de todas las malas decisiones y las deudas de antaño. Tan pronto como se unió a ellos y, con una rapidez a su entender desproporcionada, obtuvo el perdón de Dios, Lasse se dividió en dos personas. Todo lo que Terese y los niños habían sufrido hasta entonces se lo adscribía al antiguo Lasse y a su forma de vida pecadora y egoísta. El nuevo Lasse, en cambio, era un ser puro y bueno al que no se le podían recriminar las acciones del antiguo Lasse. Si Terese mencionaba en alguna ocasión todas las veces que les había hecho daño, él reaccionaba con ira contenida ante lo que llamaba su «rollo cansino», y le decía lo decepcionado que se sentía al ver que ella se centraba en lo negativo en lugar de hacer como él, aceptar a Dios y convertirse en una persona que repartía «luz y amor».

Terese resopló para sus adentros. Lasse no tenía ni idea de lo que eran la luz y el amor. Ni siquiera había pedido perdón por cómo había tratado a la familia. Según su lógica, ella era un ser mezquino porque no era capaz de perdonar igual que Dios y seguía dándole la espalda en la cama por las noches.

Presa de la más honda frustración, Terese apretó el volante cuando giró hacia la granja y las caballerizas. La situación empezaba a ser insostenible. Ya apenas soportaba verlo, no soportaba oírlo salmodiando versículos a todas horas como si fuera la música de fondo de su hogar. Pero tenía que resolver en primer lugar los aspectos prácticos. Tenía dos hijos con Lasse, y se sentía tan destrozada que no estaba segura de si sería capaz de separarse.

—Chicos, ¿os quedáis aquí sin pelearos mientras entro a buscar a Tyra? —Se volvió y miró muy seria a los dos pequeños que iban en el asiento trasero. Los niños soltaron una risita y Terese supo que la guerra estallaría en cuanto ella saliera del coche—. No tardo nada —añadió con tono de advertencia. Más risitas: Terese dejó escapar un suspiro, pero no pudo por menos de sonreír cuando cerró la puerta del coche.

Entró tiritando en las caballerizas. Cuando ella iba por allí no existían, las construyeron después Jonas y Marta.

—¿Hola? —Miró alrededor buscando a Tyra, pero solo vio a algunas de las otras chicas.

—¿No está Tyra por aquí?

Marta salió de uno de los establos.

—No, se fue hará una hora más o menos.

—Ah, vaya. —Terese frunció el entrecejo. Por una vez le había prometido a Tyra que iría a buscarla en coche. Se puso muy contenta de no tener que volver a casa andando con tanta nieve, así que era raro que se le hubiera olvidado.

—Tyra es muy buena montando —dijo Marta, al tiempo que se le acercaba.

Como siempre que la veía, también hoy se sorprendió de lo guapa que era. Desde el primer día, Terese supo que jamás podría competir con ella. Además, siempre fue menuda y delicada, y Terese se sintió de golpe gigantona y torpe.

—Qué bien —dijo, y bajó la vista al suelo.

—Tiene una habilidad natural para los caballos. Debería competir. Yo creo que quedaría en buen lugar. ¿No lo habéis pensado?

—Ya, bueno… —Terese balbucía y se sintió más nula si cabe. No se lo podía permitir, pero ¿cómo iba a decírselo?—. Hemos tenido tanto lío con los niños y todo eso. Y Lasse está en paro… Pero lo tendré presente. Me alegra saber que la consideras buena. Tyra es… En fin, yo estoy muy orgullosa de ella.

—Lo comprendo —dijo Marta, y la observó un instante—. Está muy triste por lo que le ha pasado a Victoria, ya me he dado cuenta. Bueno, todos lo estamos.

—Sí, para ella está siendo muy duro. Le llevará un tiempo recuperarse.

Terese buscaba un modo de concluir la conversación. No le apetecía nada quedarse allí de charla. Empezaba a sentirse inquieta. ¿Dónde se habría metido Tyra?

—Bueno, los niños esperan en el coche, así que más vale que me vaya antes de que empiecen a pelearse.

—Claro. Y no te preocupes por Tyra. Seguro que se le ha olvidado que hoy venías a buscarla, ya sabes cómo son las adolescentes.

Marta volvió al establo y Terese se apresuró a cruzar la explanada en dirección al coche. Quería llegar a casa cuanto antes. Con un poco de suerte, Tyra ya estaría allí.

Anna estaba sentada a la mesa de la cocina, hablando con la espalda de Dan. A través de la camiseta veía cómo se le tensaban los músculos, pero no decía nada, sino que seguía fregando los platos.

—¿Qué vamos a hacer? Así no podemos seguir.

Aunque la sola idea de una separación le daba pánico, tenían que hablar del futuro. Ya antes de lo que ocurrió en verano, las cosas no iban del todo bien. Ella se había animado un poco, pero por las razones equivocadas, y ahora su vida en común era un verdadero caos, lleno de esperanzas frustradas. Y todo por su culpa. De ninguna manera podía compartir la culpa con Dan, ni cargarle a él la responsabilidad.

—Ya sabes lo arrepentida que estoy de lo que pasó, y me gustaría muchísimo poder deshacer lo hecho, pero no puedo. Así que si quieres que me vaya, lo haré. Emma, Adrian y yo encontraremos un apartamento, seguro que en los bloques de aquí al lado hay alguno que esté libre y que nos puedan alquilar enseguida. Porque así no podemos vivir, es imposible. Nos estamos destrozando. Nosotros dos y los niños también. ¿Es que no lo ves? Ni siquiera se atreven a discutir, apenas se atreven a hablar por el miedo que tienen a decir alguna inconveniencia y empeorar la situación. No lo soporto, prefiero irme de casa. Por favor, ¡di algo! —Los sollozos le quebraron las últimas palabras. Era como oír hablar a otra persona, como si fuera otra quien llorase. Se sentía como si flotara por encima de sí misma, como si observara los despojos de lo que fue su vida, como si observara al hombre que había sido su gran amor y al que tanto daño hizo.

Muy despacio, Dan se giró. Se apoyó en el borde de la encimera y se miró los pies. Anna sintió una punzada en el corazón al ver la mala cara que tenía, el tono gris de la desesperanza. Lo había cambiado por completo, y eso era lo que más le costaba perdonarse. Él, que pensaba bien de todo el mundo, que a todos consideraba tan honrados como él mismo. Ella le demostró que no era verdad, le arrebató la confianza que tenía en ella y en el mundo.

—No lo sé, Anna. No sé lo que quiero. Pasan los meses y lo único que hacemos es ocuparnos de las cosas prácticas, nos movemos en círculos uno al lado del otro.

—Pero tenemos que tratar de resolver el problema. La otra opción es romper. No soporto seguir viviendo en un limbo como este. Y los niños también se merecen que nos decidamos.

Anna notó que empezaba a aflorar el llanto y se secó con la manga. No tenía fuerzas para levantarse en busca de una servilleta de papel. Además, el rollo estaba detrás de Dan, y necesitaba mantener la distancia de seguridad para poder lidiar con aquella conversación. Sentir su olor de cerca, notar el calor de su cuerpo la haría flaquear. Ni siquiera habían dormido juntos desde el verano. Dan dormía en un colchón, en el despacho, y ella en la cama de matrimonio. Le había ofrecido a él la cama, pensaba que ella debería dormir en aquel colchón tan delgado e incómodo, y despertarse por la mañana con dolor de espalda. Pero él no quiso, y todas las noches se iba a dormir al colchón.

—Quiero intentarlo —dijo Anna, ahora con un susurro—. Pero solo si tú quieres, y si crees que existe la menor posibilidad. Si no, más vale que los niños y yo nos mudemos. Puedo llamar a la inmobiliaria municipal de Tanum esta misma tarde y ver qué tienen. Para empezar no necesitamos demasiado espacio, solo para los niños y para mí. Ya hemos vivido en un piso pequeño, así que nos arreglaremos.

Dan hizo una mueca. Se tapó la cara con las manos y empezó a temblar. Llevaba desde el verano con una máscara de decepción y de rabia, pero ahora empezó a llorar, y las lágrimas le rodaban por la barbilla y le caían en la camiseta gris. Anna no pudo resistirse, se le acercó y lo abrazó. Dan se quedó de piedra, pero no se apartó. Anna notaba el calor, pero también los temblores que le provocaba un llanto que iba en aumento, así que lo abrazó cada vez más fuerte, como tratando de impedir que se rompiera en pedazos. Cuando por fin se calmó, se quedaron así, y Dan también respondió con un abrazo.

Lasse notaba la rabia ardiéndole por dentro cuando giró a la izquierda en dirección a Kville. Que Terese no pudiera ir con él ni una sola vez… ¿Era mucho pedir que compartieran la vida cotidiana, que ella mostrara interés por algo que había cambiado su vida por completo y lo había convertido en una persona nueva? Él y la congregación tenían tanto que enseñarle… Pero ella prefería vivir en la oscuridad en lugar de dejar que el amor de Dios la iluminara, exactamente igual que lo iluminaba a él.

Pisó más a fondo el acelerador. Había perdido tanto tiempo rogándole que lo acompañara que ahora llegaría tarde a la reunión de liderazgo. Además, tuvo que explicarle por qué no quería que estuviera en la granja, cerca de Jonas. Ella había pecado con Jonas, se había acostado con él sin estar casada, y no importaba que hubiese ocurrido muchos años atrás. Dios quería que el hombre fuera limpio y sincero, sin un montón de actos sucios del pasado pesándole en el alma. Él, por su parte, lo había reconocido todo, se había purificado.

No siempre era fácil. El pecado lo rodeaba por doquier. Mujeres desvergonzadas que se ofrecían sin respetar la voluntad y los mandatos de Dios, que trataban de seducir a todos los hombres. Esas pecadoras merecían un castigo, y él estaba convencido de que esa era su misión. Dios le había hablado, y nadie podía dudar de que se había convertido en un hombre nuevo.

En la congregación todos lo veían, se habían dado cuenta. Lo colmaban de amor como prueba de que Dios lo había perdonado y de que ahora era una página en blanco. Pensó en lo cerca que había estado de recaer en su comportamiento de antaño. Pero Dios lo salvó milagrosamente de la debilidad de la carne y lo convirtió en un discípulo fuerte y valeroso. Aun así, Terese se negaba a ver lo mucho que había cambiado.

Siguió irritado hasta que llegó, pero, como siempre, lo inundó la paz tan pronto como cruzó las puertas del moderno edificio de la congregación, financiado gracias a la generosidad de algunos fieles. Para encontrarse tan apartada era una congregación grande, en buena medida gracias al líder, Jan-Fred, que se hizo cargo de ella diez años atrás, después de duras luchas internas. Entonces se llamaba Iglesia de Pentecostés de Kville, pero él le cambió enseguida el nombre por el de Christian Faith; o simplemente Faith, como solían llamarla.

—Hola, Lasse, qué alegría que hayas venido. —Leonora, la mujer de Jan-Fred, se acercaba a recibirlo. Era una rubia encantadora que rondaba los cuarenta y que, junto con su marido, llevaba el grupo de liderazgo.

—Bueno, venir aquí siempre es una maravilla —dijo, y le dio un beso en la mejilla. Notó el olor a champú y, con él, una brisa pecaminosa. Pero solo duró un instante. Lasse sabía que, con la ayuda de Dios, llegaría a combatir a los viejos demonios. La debilidad por el alcohol había conseguido vencerla, eso sí, pero la debilidad por las mujeres había resultado ser más dura.

—Jan-Fred y yo hemos estado hablando de ti esta mañana. —Leonora lo llevó del brazo hacia la sala de reuniones donde celebraban el curso de liderazgo.

—No me digas —respondió, y esperó ansioso a que continuara.

—Sí, hablábamos del fantástico trabajo que has hecho. Estamos muy orgullosos de ti. Eres un discípulo auténtico y digno, y vemos que tienes un gran potencial.

—Solo hago lo que Dios me encomienda. Todo es obra suya. Él fue quien me dio la fuerza y el valor necesarios para reconocer mis pecados y limpiarme de ellos.

Leonora le dio una palmadita en el brazo.

—Sí, Dios es bueno con nosotros, hombres débiles y pecadores. Su paciencia y su amor son infinitos.

Ya habían llegado a la sala y vieron que los demás participantes del curso ya estaban en sus puestos.

—¿Y la familia? ¿Hoy tampoco han podido venir? —Leonora lo miró apenada. Lasse se mordió la lengua y negó con un gesto.

—Para Dios es importante la familia. Lo que Dios ha unido no puede separarlo el hombre. Y una mujer debe compartir la vida de su marido, y la vida de este con Dios. Pero ya verás, tarde o temprano, ella también descubrirá lo hermosa que es el alma que Dios ha descubierto en tu interior. Que Él te ha sanado.

—Seguro que sí, pero necesita algo de tiempo —murmuró Lasse. Notó en la boca el olor metálico de la ira, pero se esforzó por ahuyentar aquellos pensamientos tan negativos. Lo que hizo fue repetir en silencio su mantra: luz y amor. Eso era él, luz y amor. Tenía que conseguir que Terese lo comprendiera.

¿De verdad tenemos que ir? —Marta se estaba vistiendo después de quitarse el olor a caballo bajo la ducha—. ¿Y no podemos quedarnos en casa y hacer lo que quiera que haga la gente los viernes por la noche? Comer tacos, qué sé yo.

—No tenemos otra opción, y lo sabes.

—Pero ¿por qué tenemos que ir a cenar con ellos precisamente los viernes? ¿No lo has pensado? ¿Por qué no podemos cenar con ellos los domingos, que es cuando la gente cena con sus suegros? —Se abrochó la blusa y se peinó delante del espejo de cuerpo entero que tenía en el dormitorio.

—¿Cuántas veces lo hemos hablado, eh? Como los fines de semana casi siempre nos vamos de competición, solo nos quedan los viernes. ¿Por qué preguntas cosas cuya respuesta ya conoces?

Marta oyó que Jonas terminaba la pregunta con voz chillona, como siempre que empezaba a irritarse. Claro que ella ya conocía la respuesta a aquella pregunta. Solo que no se explicaba por qué Helga y Einar tenían que organizarles la vida.

—Es que, además, a ninguno de nosotros le parece agradable. Yo creo que todo el mundo sentiría un gran alivio si nos ahorráramos las cenas de los viernes. Lo que pasa es que nadie se atreve a decirlo —insistió, y se puso un par de medias extra encima del que llevaba. En casa de los padres de Jonas hacía tantísimo frío… Einar era muy tacaño y quería ahorrar en electricidad. Tendría que ponerse también una rebeca encima de la blusa. De lo contrario, se habría quedado congelada para el postre.

—Molly tampoco quiere ir. ¿Cuánto tiempo crees que podremos seguir obligándola hasta que se rebele?

—No conozco a ningún adolescente al que le gusten las cenas familiares, pero no le queda otro remedio que venir con nosotros. Tampoco es para tanto, ¿no?

Marta se quedó un momento observándolo en el espejo. Estaba más guapo aún que cuando se conocieron. Entonces era tímido y desgarbado y tenía marcas rojas de acné en las mejillas. Pero ella supo ver que debajo de aquella capa de inseguridad había algo; algo que ella reconoció. Y, con el tiempo y con su ayuda, la inseguridad desapareció. Ahora era esbelto, fuerte y musculoso y, después de tantos años, aún conseguía que le temblara todo el cuerpo.

Aquello que compartían mantenía vivo el deseo, y en ese momento notó cómo despertaba, igual que siempre. Se quitó las medias y las bragas a toda prisa, pero no la blusa. Se le acercó y le desabotonó los vaqueros, que acababa de ponerse. Sin decir una palabra, Jonas dejó que ella se los bajara y comprobara que él ya había reaccionado. Lo tumbó en la cama con un empujón decidido y se le sentó encima a horcajadas, lo cabalgó con la espalda arqueada hasta que notó cómo se le derramaba dentro con fuerza. Marta le enjugó de la frente unas gotas de sudor y se apartó. Sus miradas se cruzaron en el espejo mientras ella volvía a ponerse las bragas y las medias de espaldas a él.

Un cuarto de hora después entraban en casa de Helga y Einar. Molly iba rezongando detrás. Efectivamente, su hija protestó airadamente al oír que tenían que pasar otro viernes con los abuelos. Al parecer, sus amigas tenían miles de cosas divertidas que hacer esa noche, y a ella le arruinarían la vida si no la dejaban ir. Pero Jonas fue implacable, y Marta dejó que él se encargara del tema.

—Buenas noches —dijo Helga.

Venía un olor riquísimo de la cocina y Marta notó que el estómago le rugía de hambre. Era el único atenuante de pasar la noche de los viernes con sus suegros: la cocina de Helga.

—He preparado solomillo de cerdo al horno. —Se empinó para besar a su hijo en la mejilla. A Marta le dio un abrazo frío—. ¿Quieres bajar a papá? —Helga señaló hacia arriba con la cabeza.

—Claro —dijo Jonas, y subió escaleras arriba.

Marta oyó el rumor de unas voces y luego el ruido de algo pesado hacia la escalera. Habían recibido una subvención para instalar una rampa por la que bajar la silla de ruedas; aun así, hacía falta bastante fuerza física para bajar a Einar. El sonido de la silla de ruedas al deslizarse por las guías de la escalera le era muy familiar a aquellas alturas. Marta apenas recordaba a Einar antes de que le amputaran las piernas. Antes siempre pensaba en él como en un toro enorme e iracundo. Ahora lo veía más bien como un sapo gordo mientras se deslizaba escaleras abajo.

—Vaya, la visita de compromiso, como siempre —dijo mirando maliciosamente—. Ven aquí y dale un beso a tu abuelo.

Molly se le acercó a regañadientes y le dio un beso en la mejilla.

—Vamos, vamos, que se enfría la comida —dijo Helga, y los animó con la mano a que la siguieran a la cocina, donde ya estaba todo listo.

Jonas ayudó a su padre a instalarse frente a la mesa, y todos se sentaron en silencio.

—Así que mañana no hay competición, ¿no? —preguntó Einar al cabo de un rato.

Marta le vio un destello malicioso en los ojos y supo que había sacado el tema solo por chinchar. Molly soltó un suspiro, y Jonas le hizo a su padre una advertencia con la mirada.

—Después de todo lo ocurrido, pensamos que no era buen momento —dijo, y alargó el brazo en busca del cuenco de las patatas chafadas.

—Ya, claro, lo comprendo. —Einar le lanzó una mirada intimidatoria, y Jonas le sirvió las patatas antes de ponerse él mismo.

—¿Y cómo va ese tema? ¿Ha averiguado algo la Policía? —preguntó Helga, que sirvió los filetes de solomillo de una bandeja grande antes de sentarse.

—Gösta ha estado hoy en la consulta y me ha preguntado por el robo —respondió Jonas.

Marta se lo quedó mirando perpleja.

—¿Por qué no me lo has dicho?

Jonas se encogió de hombros.

—No tenía importancia. Al parecer, al hacer la autopsia, encontraron restos de ketamina en el cadáver de Victoria, y Gösta me ha preguntado qué fue lo que me robaron de la consulta.

—Menos mal que lo denunciaste. —Marta bajó la mirada. Detestaba no tener control absoluto sobre lo que ocurría, y que Jonas no le hubiera hablado de la visita de Gösta la llenaba de rabia. Ya hablarían de ello luego, cuando estuvieran solos.

—Pobre niña —dijo Einar, y se metió en la boca un buen bocado. Un hilillo de salsa oscura le rodaba por la comisura de los labios—. Era guapa, por lo poco que la vi. Como me tenéis aquí prisionero, no tengo nada con lo que entretener la vista. Lo único que veo últimamente es a este vejestorio. —Se echó a reír señalando a Helga.

—¿Tenemos que hablar de Victoria? —Molly daba vueltas a la comida en el plato y Marta se preguntó cuándo fue la última vez que la vio comer en condiciones. En fin, sería la típica obsesión adolescente por los kilos. Ya se le pasaría.

—Molly ha descubierto el viejo Escarabajo que hay en el cobertizo y dice que le gustaría que fuera suyo. Así que he pensado empezar a arreglarlo para que esté listo cuando se saque el carné —dijo Jonas, cambiando así de tema. Le lanzó un guiño a Molly, que removía con desinterés las judías verdes.

—¿Y tú crees que está bien que vaya al cobertizo? Puede hacerse daño —dijo Einar, y se llevó a la boca otra carga de comida. El rastro de la salsa aún se advertía en la barbilla.

—Sí, la verdad, deberías hacer un poco de limpieza allí dentro. —Helga se levantó para poner más carne en la bandeja—. Y quitar de en medio toda esa chatarra y la basura.

—A mí me gusta como está —dijo Einar—. Son mis recuerdos. Y son buenos recuerdos. Además, ya lo estás oyendo, Helga. Esos recuerdos seguirán vivos con Jonas.

—No sé para qué querrá Molly ese trasto. —Helga volvió a poner la bandeja en el centro de la mesa y se sentó.

—Va a quedar precioso. ¡Y chulísimo! Nadie va a tener uno igual. —A Molly le brillaban los ojos.

—Sí, puede quedar precioso —dijo Jonas, y se sirvió por tercera vez. Marta sabía que le encantaba cómo cocinaba su madre, y quizá fuera esa la razón por la que tenían que ir a su casa todos los viernes.

—¿Te acordarás de cómo se hacía? —preguntó Einar.

Marta casi podía ver el remolino de recuerdos dándole vueltas en la cabeza. Recuerdos de un tiempo en el que él era un toro y no un sapo.

—Me lo sé de memoria, diría yo. Te ayudé a arreglar tantos coches que creo que me acordaré perfectamente. —Jonas intercambió una mirada con su padre.

—Sí, no es ninguna tontería que un padre deje en herencia a su hijo conocimientos y aficiones. —Einar alzó la copa—. ¡Un brindis por los Persson, padre e hijo, y por las aficiones compartidas! Y felicidades a la jovencita, que tendrá un coche nuevo.

Molly alzó el vaso de coca-cola y brindó con él. Aún le brillaban los ojos de la felicidad que sentía al pensar en el coche.

—Bueno, pero que tenga cuidado —dijo Helga—. Cuando menos lo piensas se produce un accidente. Hay que dar las gracias por la suerte que hemos tenido hasta ahora, y no hay que tentar a la suerte.

—Que siempre tengas que ser tan agorera… —A Einar se le empezaba a subir el color del vino, y se volvió hacia los demás—. Así ha sido siempre. Yo he sido el intelectual, el visionario, y mi querida esposa se ha dedicado a gruñir y a ver problemas por todas partes. Creo que no te has atrevido a vivir la vida plenamente un solo instante. ¿Qué me dices, Helga? ¿Es o no es? ¿Has vivido de verdad? ¿O has estado siempre tan asustada que te has limitado a aguantar y a tratar de que los demás sucumbiéramos contigo al miedo?

Hablaba con la voz pastosa y Marta sospechaba que habría caído algún que otro trago antes de que ellos llegaran. Pero hasta eso era como todos los viernes por la noche en casa de sus suegros.

—Bueno, he hecho lo que he podido. Y no ha sido fácil —dijo Helga. Acto seguido se levantó y empezó a quitar la mesa. Marta vio que le temblaban las manos. Helga siempre había tenido los nervios a flor de piel.

—Con la suerte que tuviste, que te llevaste un marido mejor de lo que merecías. Y deberían darme una medalla por todos los años que he tenido que aguantar. No sé en qué estaba pensando, la verdad, con la de muchachas que tenía correteándome detrás, pero claro, supongo que pensé que tú tenías buenas caderas para traer hijos al mundo. Y luego resultó que casi no sirves ni para eso. ¡Venga, salud! —Einar volvió a levantar la copa.

Marta se examinaba las uñas. Aquello ni siquiera la violentaba. Había presenciado el mismo espectáculo demasiadas veces. Tampoco Helga solía molestarse con las monsergas de borracho de Einar, pero esa noche algo era distinto. De pronto, Helga agarró un cazo, lo arrojó con todas sus fuerzas en el fregadero y lo salpicó todo de agua. Luego se volvió despacio. Habló en voz baja, apenas audible. Pero en el silencio y la perplejidad reinantes, se oyeron perfectamente sus palabras:

—No. Aguanto. Más.

¿Hola? —Patrik entró en el vestíbulo. Todavía estaba de mal humor después del viaje a Gotemburgo y, en el trayecto de vuelta, nada lo había distraído de sus pensamientos. Pensar, además, que Erica le había dicho que creía que su madre había llevado allí a otro hombre no mejoraba las cosas.

—¡Hola! —gorjeó la madre desde la cocina, y Patrik miró suspicaz alrededor. Por un instante se preguntó si no se habría equivocado de casa, de tan ordenado y limpio como estaba todo.

—¡Hala! —dijo Erica con los ojos como platos cuando entró por la puerta. No parecía del todo complacida con el cambio.

—¿Es que ha venido alguna empresa de limpieza? —Patrik no sabía que el suelo de la entrada pudiera verse tan limpio y libre de grava. Estaba reluciente, y los zapatos ordenados en la zapatera, un mueble que, por lo demás, rara vez usaban en casa, puesto que la mayoría de las veces dejaban los zapatos amontonados en el suelo.

—La empresa Hedström y Zetterlund —dijo su madre al salir de la cocina con la misma voz cantarina de antes.

—¿Zetterlund? —repitió Patrik, aunque ya intuía la explicación.

—¡Hola! Soy Gunnar. —Un hombre se le acercaba desde el salón ofreciéndole la mano. Patrik lo escrutó y, con el rabillo del ojo, vio cómo Erica lo observaba a él muerta de risa. Patrik le estrechó la mano al hombre, que empezó a agitarla arriba y abajo con cierto exceso de entusiasmo.

—¡Qué casa más acogedora tenéis! ¡Y qué niños más graciosos! Y bueno, a esta señorita no es fácil engañarla a la primera, es más lista que el hambre, desde luego. Y con este par de trastos comprendo que no paréis, pero son tan adorables que se lo aguantaréis todo, ¿no? —El hombre seguía agitando la mano de Patrik, que se obligó a esbozar una sonrisa.

—Sí, son fantásticos los tres —dijo, e hizo amago de retirar la mano. Al cabo de unos segundos, Gunnar lo soltó por fin.

—He supuesto que vendríais con hambre, así que he preparado la cena —dijo Kristina, y volvió a los fogones—. También he puesto un par de lavadoras. Y, como veníamos para acá, le he dicho a Gunnar que se traiga la caja de herramientas y ha arreglado un par de cosas que tú no habías tenido tiempo de hacer, Patrik.

En ese momento, Patrik se dio cuenta de que la puerta del aseo, que llevaba suelta un tiempo, quizá unos años, estaba ahora bien atornillada. Se preguntó qué otras cosas habría arreglado Bob el Chapuzas y, muy a su pesar, se puso de mal humor. Él pensaba arreglar esa puerta. La tenía en la lista. Solo que no había encontrado el momento.

—Bueno, no me ha supuesto ninguna molestia. Tuve una empresa de reformas durante años, así que esto ha sido pan comido. El truco está en hacer las cosas en el acto, así no se acumulan —dijo Gunnar.

Patrik le sonrió horrorizado.

—Ya… Gracias. Muchas gracias, de verdad.

—Hombre, yo comprendo que para vosotros los jóvenes no es fácil sacarlo todo adelante, el trabajo, los niños, las tareas domésticas y, encima, los arreglos. A las casas que, como esta, tienen sus años, siempre les salen goteras. Pero es una casa muy bonita, bien hecha. Antes sí que sabían cómo levantar una casa, y no ahora, que las tienen listas en unas semanas y claro, luego la gente se pregunta por qué tienen humedades y moho y esas cosas. La artesanía de antaño, eso se ha olvidado por completo… —Gunnar empezó a menear la cabeza y Patrik aprovechó para batirse en retirada en dirección a la cocina, donde su madre hablaba sin parar con Erica, delante de la encimera. Con una alegría un tanto ruin, notó que su querida esposa también exhibía una sonrisa más bien forzada.

—Ya, si ya sé yo que Patrik y tú tenéis muchas cosas en la cabeza y que no es fácil combinar los hijos y la profesión y los de vuestra generación os habéis creído que podéis hacerlo todo al mismo tiempo, pero lo más importante para una mujer, y no quiero que te lo tomes a mal, Erica, te lo digo con la mejor intención, lo más importante son los niños y la casa, y que se ría quien quiera de las que fuimos amas de casa, pero era muy satisfactorio poder cuidar a los niños en casa y no tener que llevarlos a ninguna institución de esas. Y, además, se criaron rodeados de orden y concierto, eso de que es sano que haya un poco de mugre en los rincones no me lo creo yo ni mucho ni poco, seguro que por eso los niños de hoy sufren tantas alergias y enfermedades, porque la gente ya no es capaz de mantener la casa en condiciones, y luego es que nunca se insistirá bastante en la importancia de que los niños coman comida casera, y cuando el marido llega a casa, y desde luego, Patrik tiene un trabajo de mucha responsabilidad, no es ni más ni menos que justo que todo esté limpio y agradable y que le sirvan una comida decente, no esos platos preparados asquerosos con montones de aditivos raros con los que llenáis el congelador, y debo decir que…

Patrik escuchaba fascinado y se preguntaba si su madre habría respirado siquiera en algún punto de aquella alocución. Vio que Erica apretaba los dientes y la alegría ruin dio paso a un leve sentimiento de compasión.

—Mamá, es solo que nuestra forma de hacer las cosas es un poco diferente —la interrumpió—. Lo que no significa que sea peor. Tú lo hiciste maravillosamente con nosotros, pero Erica y yo hemos decidido compartir la responsabilidad de los niños y la casa, y su profesión es igual de importante que la mía. Claro que tengo que reconocer que a veces me relajo y dejo que cargue con un peso mayor, pero trato de mejorar en ese punto. Así que, si a alguien tienes que criticar es a mí, porque Erica trabaja como una mula para que todo funcione. Y estamos estupendamente juntos. Puede que haya un poco de mugre en los rincones y es verdad que aquí comemos palitos de merluza y budín de sangre y albóndigas congeladas, pero no parece que nadie se haya muerto por ahora. —Dio un paso y besó a Erica en la mejilla—. Dicho lo cual, te agradecemos muchísimo todo lo que haces para que podamos disfrutar de tu exquisita comida casera de vez en cuando. Después de los palitos y las albóndigas congeladas, la apreciamos más todavía.

Le dio también a su madre un beso en la mejilla. Lo último que quería era ofenderla. No podrían arreglárselas sin su ayuda, y Patrik quería muchísimo a su madre. Pero aquella era su casa, la suya y la de Erica, y Kristina tenía que entenderlo.

—Ya, bueno, no era mi intención hacer ninguna crítica. Solo quería daros unos consejos que pueden seros de utilidad —dijo, y no parecía muy ofendida.

—Bueno, háblame de tu novio. —Patrik vio encantado cómo su madre se ruborizaba. Al mismo tiempo, le parecía un tanto extraño o, a decir verdad, muy extraño.

—Pues sí, verás —comenzó Kristina, y Patrik respiró hondo y se armó de valor. Su madre tenía novio. Miró a Erica, que le mandó un beso silencioso.

Terese apenas podía quedarse quieta en la silla. Los niños gritaban tan alto que estuvo a punto de levantarse y chillarles para que se callaran, pero al final se contuvo. No era culpa suya que a ella la estuviera devorando la preocupación.

¿Dónde demonios estaría? Como de costumbre, la preocupación se convirtió en rabia, y el miedo se le clavaba como un puñal en el pecho. ¿Cómo podía Tyra hacer algo así, después de lo que le había pasado a Victoria? Todos los padres de Fjällbacka tenían los nervios a flor de piel desde la desaparición de Victoria. ¿Y si el secuestrador seguía en la zona, y si sus hijas estaban en peligro?

El sentimiento de culpa reforzaba la preocupación y la rabia. Quizá no fuera tan extraño que a Tyra se le hubiese olvidado que iba a recogerla. Por lo general, tenía que volver a casa a pie, y varias veces, después de prometerle que iba a buscarla, se le habían complicado las cosas y al final no había podido ir.

¿No debería llamar ya a la policía? Cuando llegó a casa y vio que Tyra no estaba, trató de convencerse de que estaría al llegar, que se habría entretenido con alguna amiga. Incluso se preparó para los comentarios de malestar que Tyra le dejaría caer cuando llegara sudorosa y muerta de frío. Se imaginó mimándola un poco más, con un chocolate caliente y un bocadillo de queso gouda con mucha mantequilla.

Pero Tyra no apareció. Nadie abrió la puerta, se sacudió la nieve a patadas y se quitó el chaquetón tiritando. Y allí, sentada en la cocina, Terese intuía cómo debieron de sentirse los padres de Victoria el día que no volvió a casa. Solo los había visto en un par de ocasiones, lo cual era bastante extraño a decir verdad. Las niñas habían sido inseparables desde la infancia, pero si hacía memoria, tampoco había visto a Victoria con mucha frecuencia, en realidad. Siempre iban a su casa. Por primera vez se preguntó por qué, pero ya sabía cuál era la dolorosa respuesta. No había sabido crear para sus hijos el hogar que había soñado, ese lugar seguro que necesitaban. Las lágrimas empezaron a arderle detrás de los párpados. Si Tyra volvía a casa, haría cuanto estuviera en su mano para cambiar todo eso.

Miró el móvil, como si pudiera aparecer un mensaje de Tyra como por arte de magia. Terese la había llamado desde las caballerizas, pero cuando lo intentó otra vez al llegar a casa, lo oyó sonar en su cuarto. Como tantas otras veces, se lo había dejado en casa. Qué descuidada era.

De repente se oyó un ruido en la entrada. Dio un respingo. Podían ser figuraciones suyas, de tantas ganas como tenía, porque era casi imposible oír nada con el jaleo que estaban armando los chicos. Pero sí, el ruido de una llave en la cerradura. Se levantó y fue al vestíbulo a toda prisa, giró el pomo y abrió la puerta. Un segundo después estaba abrazando a su hija, y pudo dejar correr las lágrimas que llevaba varias horas conteniendo.

—Hija mía de mi alma —le susurró con la cara entre la melena. Ya le preguntaría después. Lo único importante en aquellos momentos era que Tyra había vuelto a casa.