Uddevalla, 1973
Laila nunca había creído en el mal, pero ahora sí que creía en él. Podía mirarlo a los ojos a diario, y el mal le devolvía la mirada. Estaba asustada y cansada hasta lo indecible. ¿Cómo podía dormir con el mal en su propia casa? ¿Cómo descansar un segundo siquiera? Impregnaba las paredes, habitaba cada rincón, cada escondrijo, por diminuto que fuera.
Ella misma lo había dejado entrar, incluso lo había creado. Lo había nutrido, lo había alimentado, lo había dejado crecer hasta que se volvió incontrolable.
Se observó las manos. Las cicatrices cruzaban el dorso de la mano como rayos de color rojo, y el meñique derecho tenía un ángulo extraño. Tendría que ir otra vez al médico y, una vez más, enfrentarse a aquellas miradas suspicaces, a aquellas preguntas que no podría contestar. Porque ¿cómo iba a contarles la verdad? ¿Cómo iba a compartir el terror que la embargaba? No habría palabras para describirlo. No serviría de nada.
Tendría que seguir callando y mintiendo, aunque se les notaba en la cara que no la creían.
El dolor le latía en el dedo. Le costaría cuidar de Peter y hacer las tareas, pero había aprendido mucho de su capacidad. De lo mucho que era capaz de soportar, con cuánto miedo y cuánto horror podía convivir, lo cerca que podía estar del mal sin retroceder un palmo. De alguna forma, funcionaría.