Capítulo 3
—¿Cómo está papá hoy? —Jonas le dio un beso a su madre en la mejilla, se sentó a la mesa de la cocina e intentó sonreír.
Helga no pareció oír la pregunta.
—Qué espanto lo que le ha ocurrido a la chica esa de la escuela de equitación —dijo, y le puso delante a Jonas un plato de rebanadas de bizcocho recién hecho—. Tiene que ser horrible para todos vosotros.
Jonas le dio un mordisco a la primera rebanada.
—Mamá, me mimas demasiado. O incluso podría decir que me cebas, directamente.
—Anda, anda. De pequeño estabas tan delgado… Se te veían las costillas.
—Lo sé. Me has contado miles de veces lo pequeño que era al nacer. Pero ahora mido uno noventa y tengo un apetito inmejorable.
—Claro, pero está bien que comas, con lo mucho que te mueves. Todo el día corriendo de aquí para allá. Eso no puede ser bueno.
—No, claro, todo el mundo sabe que el ejercicio es un riesgo para la salud. ¿Tú nunca has hecho ejercicio, mamá? ¿Ni siquiera de joven? —Jonas alargó el brazo en busca de otro trozo de bizcocho.
—¿De joven? Hijo, dicho así, parece que fuera una anciana decrépita. —Helga sonaba muy seria, pero no pudo aguantarse la risa que le afloraba a los labios. Jonas siempre la hacía reír.
—No, una anciana decrépita no. Yo creo que la palabra exacta es una antigualla.
—Oye —dijo, y le dio una palmada en el hombro—. Si no te comportas, no te haré más bizcocho ni más comida. Tendrás que conformarte con lo que prepara Marta.
—Madre mía, entonces Molly y yo nos moriríamos de hambre. —Jonas se sirvió la última rebanada de bizcocho.
—Para las chicas de la escuela de equitación debe de ser muy duro pensar en lo que le ha ocurrido a una de sus compañeras —repitió Helga, y retiró de la encimera unas migajas inexistentes.
Aquella cocina siempre estaba de un limpio reluciente. Jonas no podía recordar una sola vez en que la hubiera visto sucia o desordenada, y su madre siempre estaba allí haciendo algo: limpiando, recogiendo, preparando bizcochos, haciendo la comida, ocupándose de su padre… Jonas miró a su alrededor. Sus padres no eran muy partidarios de modernizar las cosas y la casa llevaba años igual: el papel pintado, las puertas de los armarios, el suelo de linóleo, los muebles, todo estaba tal y como él lo recordaba desde la niñez. Lo único que, en contra de su voluntad, habían cambiado era el frigorífico y la hornilla. Pero a él le gustaba que todo estuviera como siempre. Le daba estabilidad a su existencia.
—Pues sí, claro, figúrate qué situación. Marta y yo vamos a hablar con las chicas esta tarde —dijo—. Pero mamá, no te preocupes por eso.
—No, claro, no me preocupo. —Retiró el plato, donde ya solo quedaban unas migas de bizcocho—. ¿Y cómo le fue ayer a la vaca?
—Bien. Tuvo su complicación, porque…
—¡JOOONAS! —La voz de su padre retumbó desde el piso de arriba—. ¿Estás aquí?
La irritación retumbaba entre las paredes, y Jonas observó la tensión en la cara de su madre.
—Más vale que subas —dijo Helga, que empezó a limpiar la mesa con un paño mojado—. Está enfadado porque no viniste ayer.
Jonas asintió. Y subió la escalera notando en la espalda la mirada de su madre.
Erica todavía estaba temblando cuando llegó a la guardería. No eran más que las dos de la tarde, y no solía ir a recoger a los niños antes de las cuatro, pero después de la visita a aquel sótano tenía tantas ganas de verlos que decidió ir a buscarlos directamente. Necesitaba verlos, abrazarlos, oír esas voces burbujeantes que dominaban toda su existencia.
—¡Mamá! —Anton se le acercaba corriendo con los brazos extendidos. Iba sucio de pies a cabeza, le asomaba una oreja por fuera del gorro y estaba tan gracioso que Erica creyó que iba a estallarle el corazón. Se acuclilló y extendió los brazos para abrazarlo. Claro que la mancharía entera, pero le daba exactamente igual.
—¡Mamá! —Se oyó otra vocecilla en el patio de la guardería y enseguida apareció Noel, también corriendo, con el mono rojo, en lugar de azul, que era el color de Anton, pero con el gorro torcido, igual que su hermano. Eran tan iguales y, al mismo tiempo, tan distintos…
Erica se sentó a Anton en la rodilla derecha y atrapó en plena carrera al otro gemelo, igual de sucio que el primero, que hundió la cara en el cuello de su madre. Noel tenía la naricilla helada, y Erica sintió un escalofrío y se echó a reír.
—Oye, cubito de hielo, ¿es que has pensado descongelarte la nariz pegándola al cuello de mamá?
Le pellizcó la naricilla y el pequeño también se echó a reír. Luego levantó el jersey de su madre y le puso en la barriga las manos enguantadas, frías y llenas de arena: Erica soltó un grito, mientras los gemelos chillaban de risa.
—¡Vaya par de elementos estáis hechos! Habrá que meteros en la bañera en cuanto lleguemos a casa. —Los dejó en el suelo, se levantó y se bajó el jersey—. Venga, granujillas, vamos a buscar a vuestra hermana —dijo señalando la parte del edificio donde se encontraba Maja. A los gemelos les encantaba ir con ella a buscar a Maja y jugar un poco con los niños mayores. Y a Maja también le encantaba que sus hermanos fueran a verla. Teniendo en cuenta la cruz que sus dos hermanos podían llegar a ser y aunque no lo merecieran, los quería muchísimo.
Cuando llegaron a casa comenzaron con el proyecto de reorganización. Por lo general lo detestaba, pero hoy no le importaba lo más mínimo que la entrada se llenara de arena y le daba igual que Noel se hubiera tumbado en el suelo a llorar sin consuelo por algo, aunque fuera imposible saber por qué. Nada de aquello importaba en absoluto, después de haber visitado el sótano de la familia Kowalski y de haberse imaginado el horror que Louise debió de sentir cuando la encadenaban allí abajo completamente a oscuras.
Sus hijos vivían en la luz. Sus hijos eran la luz. Los gritos de Noel, que, por lo general, la sacaban de quicio, no surtían hoy ningún efecto; Erica le acarició la cabeza y el pequeño dejó de llorar de puro asombro.
—Venga, vamos a meteros en la bañera. Luego descongelamos un montón de bollos de la abuela y nos los comemos viendo la tele, con un chocolate caliente. ¿Os parece buena idea? —Erica sonrió mirando a los niños, que estaban sentados en el suelo mojado y lleno de arena—. Y hoy vamos a pasar de la cena. Nos comemos todos los restos de helado que haya en el congelador. Y además, podéis quedaros despiertos hasta la hora que queráis.
Se hizo un silencio absoluto. Maja la miró muy seria, se le acercó y le puso la mano en la frente.
—Mamá, ¿estás enferma?
Erica no pudo aguantarse y estalló en una carcajada.
—No, preciosos míos —dijo abrazándose a los tres—. Ni estoy enferma ni se me ha ido la cabeza. Es solo que os quiero con locura.
Los abrazó fuerte para sentirlos muy cerca. Pero, ante sí, veía a otra niña. Una niña pequeña que estaba sola en la oscuridad.
Ricky había guardado el secreto en lo más hondo de su ser. Llevaba dándole vueltas desde que Victoria desapareció, examinándolo desde todos los puntos de vista, tratando de comprender si estaría relacionado con su desaparición. Él no lo creía, pero seguía dudando. ¿Y si…? Esas dos palabras le zumbaban en la cabeza, sobre todo por las noches, cuando se quedaba tumbado mirando al techo. ¿Y si…? La cuestión era si no lo habría hecho mal, si callar no habría sido un error tremendo. Pero era tan fácil dejar que el secreto siguiera enterrado en su interior para siempre, como Victoria, a la que ahora iban a enterrar.
—¿Ricky?
La voz de Gösta lo sobresaltó en el sofá. Casi se había olvidado del policía y sus preguntas.
—¿No has recordado nada más que pueda ser de interés para la investigación? Ahora que ya sabemos que a Victoria seguramente la retuvieron en algún lugar de la comarca…
Gösta hablaba con un tono dulce y apenado, y Ricky se dio cuenta de lo cansado que estaba. Había terminado por tomarle cariño a aquel hombre que había sido su contacto en la Policía durante aquellos meses, y sabía que Gösta también lo apreciaba a él. Ricky siempre se había llevado bien con los mayores y, desde pequeño, siempre le habían dicho que era viejo de espíritu. Quién sabe, puede que fuera verdad. En cualquier caso, él se sentía como si hubiera envejecido mil años desde ayer. Toda la alegría y las expectativas de la vida que tenía por delante se esfumaron en el momento en que murió Victoria.
Meneó la cabeza.
—No, ya he contado todo lo que sé. Victoria era una chica normal y corriente, con amigos normales y aficiones normales. Y nosotros somos una familia normal; bueno, más o menos normal, por lo menos… —Sonrió y miró a su madre, pero ella no le devolvió la sonrisa. El sentido del humor que siempre había mantenido unida a la familia también se había esfumado con Victoria.
—Me ha dicho el vecino que habéis pedido voluntarios para peinar los bosques de la zona. ¿Crees que encontraréis algo? —Markus miraba a Gösta esperanzado, con la cara estragada de cansancio.
—Esperemos que sí. La gente se ha echado a la calle a ayudar; con un poco de suerte, puede que encontremos alguna pista. En algún sitio debieron de tenerla encerrada.
—¿Y las otras muchachas de las que hablan los periódicos? —Helena alargó el brazo en busca de la taza de café. Le temblaba la mano y Ricky sintió una punzada de dolor al ver lo escuálida que se había quedado su madre. Siempre había sido menuda y delgada, pero ahora era tan poca cosa que se le adivinaba el esqueleto debajo de la piel.
—Seguimos colaborando con los demás distritos policiales. Todos tienen muchísimo interés en resolver esto, así que nos echamos una mano e intercambiamos información. Emplearemos todas nuestras fuerzas en encontrar al que se llevó a Victoria y, seguramente, también a las otras niñas.
—Quería decir… —Helena parecía dudar—. ¿Creéis que a ellas también…? —No fue capaz de concluir la pregunta, pero Gösta comprendió lo que quería decir.
—No lo sabemos. Pero sí, bueno, es bastante verosímil que… —Él tampoco acabó la frase.
Ricky tragó saliva. No quería ni pensar en lo que habría tenido que pasar Victoria. Pero las fotos acudían quisiera o no y le provocaban náuseas. Los preciosos ojos azules de su hermana, que siempre miraban con tanta calidez… Así era como quería recordarlos. Lo otro, aquella visión tan espantosa, en eso no quería ni pensar.
—Esta tarde vamos a dar una rueda de prensa —dijo Gösta al cabo de unos instantes de silencio—. Y, por desgracia, los periodistas os llamarán también a vosotros. La desaparición de las niñas lleva tiempo siendo noticia en la prensa nacional, y esto… en fin, no estará de más que estéis preparados.
—Ya han venido un par de veces, y nos han llamado por teléfono. Hemos dejado de responder —dijo Markus.
—No me explico por qué no nos dejan tranquilos. —Helena negó con la cabeza y la melena corta y oscura se movió sin brillo alrededor de la cara—. No me lo explico…
—No, por desgracia, no lo comprenden —dijo Gösta, y se puso de pie—. He de volver a la comisaría. Pero no dudéis en llamarme, tengo el teléfono operativo las veinticuatro horas. Y os prometo que os mantendré informados.
Se giró hacia Ricky y le puso la mano en el brazo.
—Cuida de tus padres, anda.
—Haré lo que esté en mi mano. —Sintió sobre sus hombros el peso de la responsabilidad, pero Gösta tenía razón. En aquellos momentos, él era más fuerte que sus padres. Si alguien tenía que mantener aquello en pie era él.
Molly notaba cómo las lágrimas le quemaban los párpados. Se sentía colmada por la decepción y levantaba nubes de polvo al patalear el suelo del establo.
—¡Joder, eres idiota total!
—Oye, esa lengua, haz el favor. —Marta se dirigió a ella con un tono de voz tan frío que Molly notó cómo se encogía. Pero era tal la rabia que sentía que no pudo contenerse.
—¡Pero es que sí quiero! Y pienso decírselo a Jonas.
—Ya sé que tú sí quieres —Marta se cruzó de brazos—, pero, dadas las circunstancias, no es posible. Y Jonas piensa igual que yo.
—¿Cómo que las circunstancias? Yo no tengo la culpa de lo que le ha pasado a Victoria. ¿Por qué tengo que pagar las consecuencias?
Las lágrimas empezaron a correr y Molly se las secó desesperada con la manga del chaquetón. Miró a Marta por entre el flequillo, para ver si las lágrimas la habían ablandado, pero en realidad ya sabía la respuesta. Marta no se inmutó. La observaba con esa expresión altiva que Molly tanto detestaba. A veces pensaba que le gustaría que Marta se enfadara, que le gritara y que soltara palabrotas y desvelara sus sentimientos. Pero siempre mostraba la misma tranquilidad. Y nunca cedía ni escuchaba a nadie.
Las lágrimas eran ya un torrente, le chorreaba la nariz y la manga del chaquetón se le había puesto pegajosa.
—¡Es la primera competición de la temporada! No comprendo por qué no puedo participar, solo por lo que le ha pasado a Victoria. ¡Yo no fui quien la mató!
¡Zas! La bofetada le quemó la piel antes de que ella sospechara siquiera que se le venía encima. Molly se llevó incrédula la mano a la mejilla. Era la primera vez que Marta le pegaba. Era la primera vez que alguien le pegaba. Las lágrimas cesaron enseguida y Molly se la quedó mirando fijamente. Su madre volvía a ser la calma personificada y tenía los brazos cruzados sobre el chaleco acolchado.
—Ya vale —dijo—. Deja de comportarte como una niña mimada y empieza a actuar como una persona normal. —Aquellas palabras le escocían tanto como la bofetada. Nunca la habían llamado niña mimada. Sí, bueno, quizá a sus espaldas, pero solo era por envidia.
Con la mano en la mejilla, Molly no apartaba la vista de Marta. Luego se dio media vuelta y salió a todo correr de las caballerizas. Las otras chicas murmuraban entre sí cuando la vieron cruzar llorando la explanada, pero a ella no le importó. Seguramente, creerían que lloraba por Victoria, igual que hacían todas desde ayer.
Se fue corriendo a casa, rodeó el edificio y tiró del picaporte, pero la puerta de la consulta estaba cerrada con llave. No había luz dentro. Jonas no estaba allí. Molly se quedó un rato fuera, en la nieve, dando zapatazos en el suelo para mantener el calor, y preguntándose dónde estaría. Luego, siguió corriendo.
Abrió la puerta de la casa de los abuelos.
—¡Abuela!
—¡Madre mía! ¿Qué ha pasado? —Helga llegó a la entrada secándose las manos en un paño de cocina.
—¿Está Jonas? Tengo que hablar con él.
—Tranquila, deja de llorar, que casi no entiendo lo que dices. ¿Es por la chica que Marta encontró ayer?
Molly negó con la cabeza. Helga la llevó a la cocina y la animó a que se sentara en una silla.
—Es que… Es que… —Se le entrecortaba la voz, y respiró hondo varias veces. El ambiente de la cocina le ayudó a recobrar la calma. En casa de la abuela, era como si el tiempo se detuviera, como si el mundo continuase bullendo fuera mientras allí dentro todo permanecía como siempre.
—Tengo que hablar con Jonas. Mi madre piensa prohibirme que participe en la carrera este fin de semana. —Asintió con vehemencia y guardó silencio un instante, para que la abuela comprendiera y sopesara lo injusto que era todo.
Helga se sentó.
—Sí, bueno, a Marta le encanta mandar. Habla con tu padre, a ver qué te dice. ¿Es una competición importante?
—¡Pues claro que sí! Pero ella dice que no está bien correr ahora, después de lo de Victoria. Y sí, claro, es una tragedia, pero no entiendo por qué tengo que perderme una competición por eso. Así seguro que gana la imbécil de Linda Bergvall, y luego no habrá quien la aguante, aunque sabe que, si participo, gano yo. ¡Me da algo si no puedo participar! —Con un gesto dramático, apoyó la cabeza en los brazos que tenía sobre la mesa y se echó a llorar.
Helga le dio una palmadita en el hombro.
—Vamos, vamos, que no es para tanto. Y, de todos modos, eso lo deciden tus padres. Siempre te apoyan, y por ti recorren el país de cabo a rabo. Si ahora creen que debes abstenerte de participar… En fin, no creo que puedas hacer nada.
—Pero Jonas lo comprenderá, ¿verdad? —dijo Molly, y miró a Helga con expresión suplicante.
—Mira, conozco a tu padre desde que era así de pequeño —dijo Helga, señalando un centímetro entre el pulgar y el índice—, y a tu madre también, desde hace bastante tiempo. Créeme, a ninguno de los dos se los puede convencer de nada que no quieran. Así que, si yo estuviera en tu lugar, dejaría de dar la lata y me concentraría en la siguiente competición.
Molly se secó las lágrimas con la servilleta que le daba Helga.
Se sonó bien la nariz y se levantó para tirar la servilleta a la basura. Lo peor de todo era que la abuela tenía razón. Era inútil tratar de razonar con sus padres una vez que habían tomado una decisión. Pero, de todos modos, pensaba intentarlo. Quién sabe si Jonas no se pondría de su parte, a pesar de todo.
A Patrik le llevó una hora derretirse del todo, y a Mellberg le llevaría más tiempo aún. Andar por el bosque a diecisiete grados bajo cero con unos zapatos de vestir y una cazadora debía considerarse una locura, y allí estaba ahora Mellberg, en un rincón de la sala de reuniones, con los labios morados.
—¿Cómo estás, Bertil? ¿Tienes frío? —preguntó Patrik.
—Joder —dijo Mellberg, mientras se golpeaba los costados para entrar en calor—. Un whisky me vendría de perlas, a ver si me descongelo por dentro.
Patrik se echó a temblar ante la idea de que un personaje como Bertil Mellberg estuviera ebrio durante la rueda de prensa. Aunque la cuestión era si la variante de Mellberg sobrio era preferible.
—¿Y cómo habías pensado organizarlo? —preguntó.
—Pues había pensado que yo llevo las riendas y tú me cubres. A los medios les gusta contar con una figura central, un líder al que dirigirse en estas situaciones. —Mellberg trataba de hablar con toda la autoridad posible al mismo tiempo que le castañeteaban los dientes.
—Claro —dijo Patrik, y soltó para sus adentros un suspiro tan sentido que creyó que Mellberg pudo haberlo oído. Era siempre la misma canción. Tan difícil era conseguir que Mellberg fuera de utilidad en una investigación como cazar moscas con unos palillos chinos. Pero cuando se trataba de estar en el foco de atención o de llevarse los honores del trabajo realizado, era imposible mantenerlo lejos del escenario.
—Anda, abre ya, que pasen las hienas, ¿quieres? —Mellberg le hizo una seña a Annika, que se levantó y se encaminó a la puerta. Lo había preparado todo mientras ellos estaban en el bosque, y le había facilitado al jefe un repaso breve de los puntos más importantes, así como unas notas de apoyo. Y ya no podían hacer nada más que cruzar los dedos y esperar que no los pusiera demasiado en evidencia.
Los periodistas empezaron a entrar y Patrik saludó a algunos a los que reconocía, tanto de medios de comunicación locales como de periódicos nacionales con los que había estado en contacto en alguna ocasión. Como de costumbre, descubrió también un par de caras nuevas. Los periódicos parecían tener un alto índice de renovación de personal.
Se sentaron murmurando entre sí mientras los fotógrafos competían amistosamente por quedarse con los mejores sitios. Patrik abrigaba la esperanza de que los labios de Mellberg se vieran algo menos morados en las fotos, pero temía que, de todos modos, pareciera que donde debería estar en realidad era en el depósito.
—¿Ha llegado ya todo el mundo? —preguntó Mellberg, a la vez que se estremecía como si tuviera escalofríos. Los periodistas ya habían empezado a levantar la mano, pero él los acalló con un gesto—. Las preguntas, dentro de un momento, primero dejaré la palabra a Patrik Hedström, que nos hará un resumen de lo sucedido.
Patrik lo miró sorprendido. Cabía la posibilidad de que Mellberg comprendiera después de todo que quizá él no tuviera la visión de conjunto necesaria para enfrentarse a la prensa.
—Claro, gracias… —Patrik carraspeó y se puso al lado de Mellberg. Ordenó las ideas un instante, pensó en lo que podía revelar y en lo que debía omitir. Un comentario irreflexivo ante los medios de comunicación podría causar estragos; al mismo tiempo, ellos eran el vínculo con uno de los principales recursos de toda investigación policial: la opinión pública. Se trataba de darles información adecuada y suficiente, capaz de originar la onda expansiva que eran los soplos de la gente de la calle. Era algo que había aprendido a lo largo de los años en la Policía: siempre había alguien que había visto u oído algo que podía ser relevante sin que ese alguien fuera consciente de ello. En cambio, facilitar demasiada información o algún dato que no debieran revelar podía darle ventaja al autor de los hechos. Si estaba sobre aviso de las pistas de las que disponía la policía, podía borrarlas o, sencillamente, no cometer los mismos errores la próxima vez. Porque, a aquellas alturas, eso era lo que más miedo les daba: que volviera a ocurrir. Los asesinos en serie no paraban espontáneamente. O por lo menos, Patrik tenía la desagradable sensación de que este no lo haría.
—Ayer encontramos a Victoria Hallberg cerca del bosque al este de Fjällbacka. La atropelló un coche en lo que, con toda seguridad, fue un accidente. La trasladaron al hospital de Uddevalla, donde hicieron todo lo posible por salvarle la vida. Por desgracia, las lesiones que había sufrido eran tan graves que en el hospital certificaron su muerte a las 11.14 horas. —Hizo una pausa y alargó el brazo en busca de un vaso de agua que Annika había puesto en la mesa—. Hemos peinado la zona donde apareció; por cierto, quiero aprovechar para dar las gracias a todos los habitantes de Fjällbacka que se prestaron a ayudar a la policía. Por lo demás, no tengo mucho más que añadir. Como es lógico, estamos colaborando con los distritos policiales en los que se han producido casos similares, a fin de que también ellos encuentren a las chicas y para que podamos encerrar al secuestrador. —Patrik tomó otro trago de agua—. ¿Preguntas?
Todos levantaron la mano al mismo tiempo y algunos empezaron a hablar antes de que se les hubiera dado la palabra. Las cámaras, que estaban en primera fila, llevaban zumbando durante toda la intervención de Patrik, que tuvo que hacer un esfuerzo para no atusarse el pelo. Ver tu cara impresa a toda página en los periódicos de la tarde causaba una sensación un tanto extraña.
—¿Kjell? —Señaló a Kjell Ringholm, del Bohusläningen, el principal periódico de la región. Kjell había prestado su ayuda a la policía en investigaciones anteriores, y Patrik tenía tendencia a prestarle más atención que a los otros periodistas.
—Decías que la chica había sufrido lesiones. ¿De qué tipo? ¿Fueron consecuencia del accidente de tráfico o se las habían causado antes de que la atropellaran?
—Sobre eso no puedo pronunciarme —respondió Patrik—. Solo puedo decir que la atropelló un coche y que murió a causa de las lesiones.
—Parece que la sometieron a algún tipo de tortura —continuó Kjell.
Patrik tragó saliva, recordó las cuencas vacías de Victoria, y la boca sin lengua. Pero esa era una información que debían reservarse. Maldijo para sus adentros a la gente que no era capaz de mantener la boca cerrada. ¿De verdad era necesario difundir ese tipo de detalles?
—Por el buen desarrollo de la investigación, no podemos pronunciarnos sobre esos detalles ni sobre el alcance de las lesiones de la víctima.
Kjell empezó a hablar otra vez, pero Patrik levantó la mano y le dio la palabra a Sven Niklasson, el reportero del Expressen. También con él había colaborado en una investigación, y sabía que Niklasson era agudo, siempre bien informado, y que nunca escribiría nada que perjudicase una investigación en curso.
—¿Había indicios de abusos sexuales? ¿Y se ha descubierto algún tipo de conexión con las otras chicas desaparecidas?
—Todavía no lo sabemos. Harán la autopsia mañana. Y, por lo que a las demás chicas se refiere, hoy por hoy no puedo desvelar lo que pudiéramos saber acerca de un posible denominador común. Pero, como decía, trabajamos con los demás distritos y estoy convencido de que entre todos encontraremos al autor de los hechos.
—¿Estáis seguros de que se trata de un autor de los hechos? —El enviado del Aftonbladet tomó la palabra sin que se la concedieran—. ¿No podrían ser varios, incluso una banda? Por ejemplo, ¿habéis investigado si no tendrá algo que ver con un caso de tráfico de personas?
—En el estado actual, no podemos limitarnos a una línea de investigación, y eso afecta también a si hay un autor o varios. Sin duda, hemos pensado en el asunto del tráfico de personas, pero el caso de Victoria contradice esa teoría.
—¿Por qué? —insistió el reportero del Aftonbladet.
—Porque las lesiones que presentaba eran de tal naturaleza que no cabía pensar que pudiera ser útil para la venta. —Kjell miró a Patrik, que apretó los dientes.
Era una conclusión correcta, y desvelaba más de lo que habría querido decir, pero mientras no confirmase ningún detalle, los periódicos no podrían escribir otra cosa que especulaciones.
—Ya digo que investigamos todas las pistas posibles, verosímiles o no. No descartamos nada.
Les concedió a los periodistas otro cuarto de hora, pero la mayoría de sus preguntas eran imposibles de responder, bien porque no conocían la respuesta, bien porque esta era secreta. Por desgracia, había demasiadas de la primera categoría. Cuantas más preguntas le lanzaban, más claro quedaba lo poco que sabía la policía. Habían transcurrido cuatro meses desde la desaparición de Victoria y, en el caso de los demás distritos, más tiempo todavía. Aun así, no tenían nada. Presa de una frustración repentina, decidió dar por terminada la ronda de preguntas.
—Bertil, ¿hay algo con lo que quieras terminar? —Patrik se hizo a un lado, para que Mellberg tuviera la sensación de que él había controlado la rueda de prensa.
—Sí, querría aprovechar la ocasión para señalar que, a pesar del desenlace, la primera de las muchachas secuestradas ha aparecido precisamente en nuestro distrito, como clara muestra de la competencia extraordinaria que poseemos en esta comisaría. De hecho, bajo mi dirección hemos resuelto una serie de destacados casos de asesinato y mi lista de méritos hasta la fecha es…
Patrik lo interrumpió poniéndole la mano en el hombro.
—No puedo estar más de acuerdo. Muchas gracias, doy por hecho que seguiremos en contacto.
Mellberg lo atravesó con la mirada.
—No me has dejado terminar —masculló—. Quería subrayar mis años en la Policía de Gotemburgo, y mi larga experiencia de trabajo policial de alto nivel. Es importante que dispongan de toda la información cuando vayan a hacer mi retrato en la prensa.
—Desde luego que sí —dijo Patrik, y condujo a Mellberg despacio pero resuelto fuera de la sala, mientras los periodistas y los fotógrafos recogían sus cosas—. Pero si no hubiéramos terminado habrían llegado tarde al cierre de la edición. Y, teniendo en cuenta el magnífico repaso que has hecho, creo que era importante que la información de la rueda de prensa saliera en los diarios de mañana para poder contar con el impulso de los medios, que tanto necesitamos.
Patrik se sentía avergonzado de la chorrada que acababa de decir, pero con su jefe pareció funcionar, porque se le iluminó la cara.
—Claro, totalmente cierto. Muy atinado, Hedström. A veces tienes tus momentos de lucidez.
—Gracias —dijo Patrik con voz cansina. Capear a Mellberg le exigía tanta energía como la investigación en sí. Si no más.
—¿Por qué sigues sin querer hablar de lo que ocurrió? Con la de años que han pasado… —Ulla, la terapeuta de la institución, la miraba por encima de la montura roja de las gafas.
—¿Por qué sigues preguntando, después de tantos años? —respondió Laila.
Los primeros años se sintió presionada, todos le exigían que contara lo ocurrido, que se abriera de par en par y desvelara todos los detalles de aquel día, de los días anteriores. Pero ya no le importaba. Ya nadie esperaba que respondiera a las preguntas y se limitaban a jugar a un juego que se basaba en la comprensión mutua. Laila comprendía que Ulla tenía que seguir preguntando, y Ulla comprendía que Laila no pensaba responder. Ulla llevaba diez años trabajando allí como terapeuta. Hubo otros antes que ella, que se quedaron más o menos tiempo, según sus ambiciones. Trabajar por la salud psíquica de los internos no entrañaba ninguna recompensa digna de tal nombre, ni económica ni profesional, ni tampoco la satisfacción de obtener buenos resultados. Para la mayoría de los internos no había ya cura posible, como habían comprendido todos a aquellas alturas. Pero era necesario hacer el trabajo, en cualquier caso, y, de todos los terapeutas, Ulla parecía la más satisfecha con su papel allí. Y, por esa razón, Laila se sentía más a gusto estando con ella, por mucho que supiera que jamás avanzarían.
—Parece que las visitas de Erica Falck despiertan tu interés —dijo Ulla, y Laila dio un respingo. Era un tema de conversación nuevo. No uno de los de siempre, los que ya se sabía y podía capear perfectamente. Notó que empezaban a temblarle las manos en el regazo. No le gustaban las preguntas nuevas. Ulla, que era muy consciente de ello, esperaba en silencio su respuesta.
Laila luchaba consigo misma. De repente, tenía que tomar una decisión. Callar o responder. Ya no valía ninguna de las respuestas automáticas que era capaz de soltar hasta en sueños.
—Es otra cosa —dijo al fin, con la esperanza de que fuera suficiente. Pero Ulla parecía estar hoy de lo más en forma. Como un perro que se negara a soltar el trozo de carne que, por fin, había logrado atrapar.
—¿En qué sentido? ¿Quieres decir que es un cambio en la rutina de este lugar o te refieres a otra cosa?
Laila entrecruzó los dedos para que no le temblaran las manos. Aquella pregunta la había desconcertado. Y es que no sabía exactamente lo que quería conseguir viendo a Erica. Podría haber seguido respondiendo que no a la persistencia de aquella mujer y a sus solicitudes de ir a visitarla. Podría haber seguido viviendo en su mundo mientras los años iban pasando despacio y lo único que cambiaba era su imagen en el espejo. Pero ¿cómo iba a hacer algo así ahora que el mal empezaba a aflorar? ¿Ahora que había comprendido que no solo cosechaba nuevas víctimas, sino que, además, lo hacía allí mismo, muy cerca de donde ella se encontraba?
—Me gusta Erica —dijo Laila—. Y claro, sí, una interrupción en esta penuria sí que es.
—Yo creo que es más que eso —afirmó Ulla, y la examinó sin levantar la barbilla—. Tú sabes lo que ella quiere. Quiere que le cuentes aquello de lo que hemos tratado de hablar tantas veces. Y que tú no quieres contar.
—Ese es su problema. Nadie la obliga a venir aquí.
—Es verdad —dijo Ulla—. Pero no puedo por menos de preguntarme si, en el fondo, no querrás contárselo a Erica y así aligerar el peso que llevas dentro. Si ella no te habrá tocado la fibra allí donde los demás hemos fracasado, a pesar de nuestros intentos.
Laila no respondió. Sí, desde luego, vaya si lo habían intentado. Pero no estaba segura de que hubiera podido contarlo ni aunque hubiera querido. Era tan tremendo… ¿Y por dónde iba a empezar? ¿Por la primera vez que se vieron, por la maldad creciente, por el último día o por lo que estaba pasando ahora? ¿Qué punto de partida debía elegir para conseguir que alguien comprendiera algo que era incomprensible incluso para ella?
—¿No será que con nosotros te has acomodado a un comportamiento? ¿Que llevas tanto tiempo ocultándolo todo que ya no puedes dejarlo salir? —Ulla ladeó la cabeza. Laila se preguntaba si les enseñarían el gesto en la carrera de psicología. Todos los terapeutas que la habían tratado hacían lo mismo.
—¿Y eso qué importa? Hace tanto tiempo…
—Ya, sí, pero sigues aquí. Y yo creo que, en cierto modo, sigues aquí porque así lo has decidido. No parece que tengas ningún deseo de vivir una vida normal y corriente fuera de los muros de esta institución.
Si Ulla supiera hasta qué punto tenía razón… Laila no quería vivir fuera de allí, no tenía ni idea de cómo se hacía. Pero esa no era toda la verdad. Lo cierto es que tampoco se atrevería. No se atrevía a vivir en el mismo mundo que aquella maldad que tan de cerca había visto en su momento. Aquel centro era el único lugar donde podía sentirse segura. Quizá no fuera una vida muy digna, pero al menos estaba viva, y era la única forma de vivir que conocía.
—No quiero hablar más —dijo Laila, y se levantó.
Ulla se la quedó mirando. Le dio la sensación de que la estuviera viendo por dentro. Laila esperaba que no fuera así. Había cosas que esperaba que nadie viera nunca.
Normalmente era Dan quien se encargaba de llevar a las niñas a la escuela de equitación, pero hoy se le habían complicado las cosas en el trabajo, así que las llevó Anna. Sintió una alegría infantil cuando Dan le pidió que le echara una mano, cuando vio que le pedía algo, lo que fuera. Aunque habría preferido que no fuera ir a la escuela. Detestaba los caballos con toda el alma. Aquellos animales tan grandes le daban miedo desde la infancia, cuando tenía que montar obligada. Elsy, su madre, se empeñó en que Erica y ella tenían que aprender a montar a caballo, lo que implicó dos años de tortura para ella y para su hermana. Anna no se explicaba cómo las demás chicas se volvían como locas con los caballos. A ella no le parecían nada de fiar y todavía se le aceleraba el corazón al recordar cómo era agarrarse a un caballo encabritado. Seguramente, los animales notaban el miedo a kilómetros de distancia, pero ahora eso daba igual, porque pensaba dejar a Emma y a Lisen y luego mantenerse a la debida distancia de seguridad.
—¡Tyra! —Emma salió del coche de un salto y echó a correr hacia la chica que se acercaba cruzando la explanada. Se le tiró a los brazos, y Tyra la levantó por los aires.
—¡Vaya, cómo has crecido desde la última vez que nos vimos! Dentro de nada estarás más alta que yo —dijo Tyra con una sonrisa, y a Emma se le iluminó la cara de felicidad. Tyra era su favorita entre las chicas que siempre estaban en la escuela de equitación, y la adoraba.
Anna se les acercó. Lisen se había ido directa al establo en cuanto se apeó del coche, así que ya no le verían el pelo hasta la hora de volver a casa.
—¿Cómo te encuentras hoy? —preguntó, dándole a Tyra una palmadita en el hombro.
—Fatal —dijo Tyra. Tenía los ojos rojos e hinchados, como si no hubiera dormido en toda la noche.
Algo más allá venía alguien caminando por la explanada hacia las caballerizas a la luz penumbrosa de la tarde, y Anna no tardó en comprobar que era Marta Persson.
—Hola —dijo cuando se le acercó—. ¿Qué tal estáis por aquí?
A Anna, Marta siempre le pareció guapísima, con esas facciones tan definidas, los pómulos marcados y la melena oscura, pero hoy se la veía cansada y con mala cara.
—Bueno, tenemos un poco de jaleo —respondió Marta con voz calmada—. ¿Dónde está Dan? Tú no sueles venir por aquí voluntariamente, ¿no?
—Ha tenido que hacer horas extra en el trabajo. Esta semana están de autoevaluaciones.
Dan era pescador de vocación y de nacimiento, pero dado que ya era imposible ganarse la vida con la pesca en Fjällbacka, trabajaba también, desde hacía unos años, de maestro en la escuela de Tanumshede. La pesca se había convertido en una actividad secundaria, pero él hacía lo que podía por conservar el barco, por lo menos.
—¿No tendría que ir empezando ya la clase? —preguntó Anna mirando el reloj. Eran casi las cinco.
—Hoy durará algo menos. Jonas y yo hemos pensado que debíamos hablar con las chicas de lo de Victoria. Puedes quedarte si quieres, ya que estás aquí. A Emma le vendrá bien.
Marta echó a andar, y ellas la siguieron a la sala de reuniones y se sentaron con las demás niñas. Lisen ya estaba instalada, y miró a Anna muy seria.
Marta y Jonas se sentaron juntos y esperaron hasta que el murmullo se hubo extinguido por completo.
—Seguro que ya os habéis enterado de lo que ha ocurrido —dijo Marta, y todas asintieron.
—Victoria ha muerto —dijo Tyra en voz baja. Le caían los lagrimones por la cara, y se limpió la nariz en la manga del jersey.
Marta no estaba muy segura de cómo continuar, pero al final respiró hondo y se armó de valor.
—Sí, eso es. Victoria falleció ayer en el hospital. Sabemos que todas estabais preocupadas, que la echabais de menos, y la verdad, que la espera haya terminado así es… espantoso.
Anna se dio cuenta de que Marta buscaba el apoyo de su marido, y Jonas le indicó con un gesto que lo había captado.
—Sí, es impensable que pueda ocurrir algo así. Propongo que guardemos un minuto de silencio por Victoria y por su familia. Ahora mismo lo están pasando peor que nadie, y me gustaría que supieran que pensamos en ellos. —Guardó silencio y agachó la cabeza.
Todos siguieron su ejemplo. Se oía el tictac del reloj y, transcurrido el minuto, Anna levantó la vista. Allí estaban las niñas sentadas con la preocupación y la tristeza en la cara.
Marta volvió a tomar la palabra.
—No sabemos más que vosotras sobre lo que le ha pasado a Victoria, pero estoy segura de que la policía vendrá otra vez a hablar con nosotros. Entonces nos darán más información, y quiero que todas estéis disponibles para responder a sus preguntas.
—Pero es que no sabemos nada. Ya hemos hablado con la policía varias veces, y nadie sabe nada —dijo Tindra, una chica alta y rubia con la que Anna había hablado en alguna ocasión.
—Comprendo que tengáis esa sensación, pero puede que haya algo de cuya utilidad para la investigación no seáis conscientes. Así que responded a las preguntas de los policías, cualesquiera que sean. —Jonas miró a las chicas una a una.
—De acuerdo —murmuraron a coro.
—Muy bien, entonces, quedamos en que haremos todo lo posible por colaborar —dijo Marta—. Y ahora, a clase. Todas estamos muy afectadas, pero precisamente por eso quizá nos venga bien pensar un rato en otra cosa. Ya sabéis lo que hay, así que vamos, en marcha.
Anna fue a las caballerizas con Emma y Lisen de la mano. Las chicas estaban tranquilísimas. Con un nudo en la garganta, Anna observó cómo preparaban los caballos, los llevaban a la pista y se montaban. Ella, en cambio, no podía decirse que estuviera tan serena. Aunque su niño no vivió más de una semana, sabía en carne propia cuánto dolor y cuánta desesperación causaba la pérdida de un hijo.
Fue a sentarse en las gradas. De pronto oyó que, detrás de ella, alguien trataba de contener el llanto. Se volvió y vio a Tyra, que se había sentado con Tindra, un poco más arriba.
—¿Tú qué crees que le pasó? —preguntó Tyra entre sollozos.
—Yo he oído que le habían arrancado los ojos —susurró Tindra.
—¿Qué? —dijo Tyra casi a gritos—. ¿Y cómo lo sabes? Yo he estado hablando antes con un policía y no me ha dicho nada de eso.
—Mi tío era uno de los enfermeros de la ambulancia que fue a buscarla ayer. Le faltaban los dos ojos, eso me dijo.
—Por Dios. —Tyra se inclinó hacia delante, como si fuera a vomitar.
—¿Será alguien a quien conocemos? —preguntó Tindra, sin poder ocultar el nerviosismo.
—¿Estás mal de la cabeza? —dijo Tyra, y Anna pensó que debía poner fin a la conversación.
—Ya vale, chicas. —Subió hasta donde se encontraban y rodeó a Tyra con el brazo para consolarla—. No tiene ningún sentido andarse con especulaciones. ¿No ves que estás asustando a Tyra?
Tindra se levantó.
—Pues, de todos modos, yo creo que es el mismo chiflado que ha matado a las otras chicas.
—Si ni siquiera sabemos si están muertas… —dijo Anna.
—Pues claro que sí —dijo Tindra sin asomo de duda—. Y, seguramente, también les habrán sacado los ojos.
Anna se tragó una arcada agria que le subió por la garganta y abrazó un poco más fuerte a Tyra, que estaba temblando.
Patrik entró en el ambiente cálido del vestíbulo. Estaba muerto de cansancio. Había sido un día muy largo, pero el cansancio se debía más bien al peso de la investigación. A veces le gustaría ser un currante normal, trabajar en una oficina o en una fábrica, y no en un trabajo donde el destino de la gente dependía de lo bien que uno lo hiciera. Se sentía responsable de tantas personas… En primer lugar, de los familiares, que depositaban todas sus esperanzas en la policía, que necesitaban respuestas para, en la medida de lo posible, reconciliarse con lo ocurrido. Luego estaban las víctimas, que era como si le suplicaran que encontrase a aquel que había puesto fin a sus vidas prematuramente. Pero sobre todo se sentía responsable de las chicas desaparecidas que tal vez estuvieran aún con vida, y de las que aún no habían secuestrado. Mientras el secuestrador siguiera suelto y sin identificar, podría haber más víctimas. Chicas que estaban vivas, respiraban y reían, sin saber que sus días estaban contados por culpa de la maldad de un posible asesino.
—¡Papá! —Un proyectil humano diminuto salió disparado hacia él, y poco después, llegaron dos más, de modo que todos cayeron al suelo unos encima de otros. Notó que la nieve de la alfombra le mojaba el trasero, pero no le importó. Tener a los niños tan cerca lo curaba todo. Por unos segundos, todo era perfecto, pero luego, empezaban:
—¡Ay! —chilló Anton—. ¡Noel me ha dado un pellizco!
—¡No es verdad! —gritó Noel. Y, como para demostrar que no lo había hecho antes, le dio un pellizco a su hermano. Anton empezó a aullar y a manotear como un loco.
—Escuchad… —Patrik los separó y trató de ponerse serio. Maja se colocó a su lado y lo imitó.
—¡No se dan pellizcos! —ordenó muy seria y amenazando con el dedo—. Si os peleáis os vais a daim out. —Patrik se aguantó la risa. Maja había entendido mal lo de time out desde muy pequeña y no había forma de que lo dijera bien.
—Gracias, cariño, yo me encargo —dijo, y se levantó con un gemelo en cada brazo.
—¡Mamá, los gemelos se están peleando! —Maja salió corriendo en busca de Erica, que estaba en la cocina, y Patrik la siguió con los niños.
—No me digas… —dijo Erica con los ojos muy abiertos—. ¿Se están peleando? No me lo puedo creer. —Sonrió y le dio un beso a Patrik en la mejilla—. La comida ya mismo está, así que deja instalados a esos dos alborotadores, a ver si se ponen de mejor humor con unas tortitas.
El truco funcionó y, después de plantificar a los niños, ya cenados, delante del programa infantil Bolibompa, Erica y Patrik pudieron sentarse tranquilamente a hablar en la cocina.
—¿Qué tal van las cosas? —preguntó Erica, y tomó un sorbito de té.
—Estamos empezando. —Patrik alargó el brazo en busca del azúcar y se echó cinco cucharadas en el té. En aquellos momentos, no era capaz de pensar en normas dietéticas. Erica le vigilaba la alimentación como un halcón desde que tuvo problemas de corazón cuando nacieron los gemelos; pero esta vez lo dejó pasar. Patrik cerró los ojos y disfrutó del primer sorbo de té dulce y caliente.
—La mitad del pueblo ha estado ayudando hoy a peinar la zona del bosque, pero no hemos encontrado nada. Y luego, por la tarde, hemos tenido la rueda de prensa. No sé si habrás visto ya los periódicos en internet.
Erica asintió. Dudó un instante, luego se levantó y sacó del congelador los últimos bollos que les había llevado Kristina, los puso en un plato y los metió en el microondas. Unos minutos después, un delicioso aroma a mantequilla y canela inundó la cocina.
—¿No existe el riesgo de que se destruyan pruebas si la mitad de Fjällbacka anda pisoteando el bosque?
—Sí, claro, pero no tenemos ni idea de hasta dónde llegó Victoria ni de dónde vino, y esta misma mañana no quedaba una sola huella, las había borrado la nieve. Así que pensé que valía la pena arriesgarse.
—Y la rueda de prensa ¿cómo ha ido? —Erica sacó el plato del micro y lo puso en la mesa.
—No tenemos mucho que contar, así que lo que pasó fue más bien que los periodistas preguntaban y nosotros no sabíamos qué responder. —Patrik echó mano de un bollo, pero soltó un taco y lo dejó enseguida en el plato.
—Hombre, deja que se enfríen.
—Ya, gracias, qué buen consejo. —Se sopló los dedos.
—¿Por qué no podíais contestar? ¿Por no entorpecer la investigación?
—Bueno, la verdad, me habría gustado que fuera por eso, pero era más bien porque, por ahora, no sabemos nada de nada. Cuando Victoria desapareció, fue como si se hubiera esfumado. Ni un solo rastro, nadie había visto nada, nadie había oído nada, ningún vínculo con las demás chicas desaparecidas… Y de repente, aparece como de la nada.
Guardaron silencio unos instantes; Patrik tanteó el bollo otra vez y constató que ya se había enfriado.
—He oído no sé qué sobre unas lesiones —dejó caer Erica con discreción.
Patrik dudaba… En realidad, no debería hablar de las lesiones con ninguna persona ajena a la investigación, pero era obvio que ya se había difundido y, desde luego, necesitaba desahogarse con alguien. Erica no solo era su mujer, también era su mejor amiga. Además, era las más lista de los dos.
—Sí, es verdad. Bueno, no sé lo que habrás oído decir. —Ganó algo de tiempo dando un mordisco al bollo, pero notó enseguida cierto dolor de estómago y el bollo no le supo ni la mitad de bien de lo que esperaba.
—Que le habían arrancado los ojos.
—Pues sí, los ojos… no los tenía. Todavía no sabemos cómo lo hicieron. Pedersen le hará la autopsia mañana temprano. —Dudó otra vez—. Y le habrían cortado la lengua.
—Madre mía —dijo Erica. También ella pareció perder el apetito de golpe, y dejó en el plato lo que le quedaba del bollo.
—¿Hace mucho que se lo hicieron?
—¿Qué quieres decir?
—Que si eran lesiones recientes o si habían cicatrizado ya.
—Buena pregunta. Pues no lo sé. Espero que Pedersen nos dé los detalles mañana.
—¿Y no será alguna historia religiosa? Ojo por ojo, diente por diente. O, peor aún, alguna manifestación odiosa de algún misógino. No quería que ella lo mirara y debía tener la boca cerrada, o algo así.
Erica hablaba gesticulando y, como de costumbre, Patrik estaba impresionado ante la sagacidad de su mujer. Él no había llegado ni la mitad de lejos en sus especulaciones sobre el móvil.
—¿Y las orejas? —continuó Erica.
—Las orejas, ¿qué? —Patrik se inclinó apoyándose en la mesa y se le llenaron las manos de migajas.
—Pues…, es que estaba pensando una cosa. Imagínate que quien le hizo eso, el que la privó de la vista y el habla, le dañó también el oído. De ser así, la habría dejado en una burbuja, sin capacidad de comunicarse. Figúrate cuánto poder no le daría esa situación al autor de los hechos.
Patrik se la quedó mirando perplejo. Trataba de imaginar lo que acababa de describir Erica y la sola idea le dio escalofríos. Qué destino más espantoso. En ese caso, fue una bendición que Victoria no hubiera sobrevivido, aunque pareciera una crueldad pensar así.
—Mamá, se están peleando otra vez. —Maja apareció resignada en la puerta de la cocina. Patrik miró el reloj de la pared.
—Huy, pero si ya es hora de acostarse. —Se levantó—. ¿Lo echamos a piedra, papel y tijera?
Erica meneó la cabeza, se acercó y le dio un beso en la mejilla.
—Anda, vete y acuesta tú a Maja, esta noche me encargo yo de los gemelos.
—Gracias —dijo Patrik, y le dio la mano a la niña. Subieron la escalera al piso de arriba mientras la pequeña parloteaba sobre los sucesos del día. Pero él no la escuchaba. Tenía la cabeza en lo que le habría ocurrido a una muchacha encerrada en una burbuja.
Jonas cerró de un portazo y Marta no tardó mucho en aparecer en la puerta de la cocina. Se apoyó en el marco con los brazos cruzados. Jonas sabía que llevaba tiempo esperando aquella conversación, y verla tan tranquila lo irritó más todavía.
—He estado hablando con Molly. ¡Qué demonios! Ese tipo de cosas las decidimos los dos, ¿no?
—Sí, eso creía yo. Pero a veces da la impresión de que no sabes lo que hay que hacer.
Jonas se contuvo y respiró hondo. Ella sabía que Molly era lo único que lo hacía saltar.
Bajó la voz.
—Tenía tantas ganas de participar en esa competición… Es la primera de la temporada.
Marta le dio la espalda y entró en la cocina.
—Estoy preparando la cena. Si quieres echarme la bronca, vente conmigo.
Él colgó el chaquetón, se quitó las botas y soltó un taco cuando se le mojaron los calcetines al quedarse descalzo encima de la nieve que llevaba en las suelas de los zapatos. Que Marta se pusiera a cocinar no presagiaba nada bueno, como confirmaba el olor que venía de la cocina.
—Siento haberme enfadado. —Se colocó detrás de ella y le puso las manos en los hombros. Marta estaba removiendo el contenido de una cacerola, y él miró lo que había. No estaba muy claro qué era lo que se cocía allí dentro, pero, fuera lo que fuera, no resultaba nada apetitoso.
—Salchichas Stroganoff —respondió ella a la pregunta que flotaba en el aire.
—¿Puedes explicarme por qué? —dijo Jonas con tono suave, a la vez que le daba un masaje en los hombros. La conocía demasiado bien, sabía que no servía de nada gritar y discutir. Así que probó otra táctica. Le había prometido a Molly que, por lo menos, lo intentaría. Acababan de hablar, estaba inconsolable y lloraba tanto que le había empapado la camisa.
—No estaría bien que nos fuéramos de competición en estos momentos. Molly tiene que aprender que no todo gira en torno a ella.
—Pues yo no creo que nadie dijera nada… —protestó Jonas.
Marta se dio la vuelta y lo miró a los ojos. A él siempre le atrajo lo pequeña que era en comparación con él. Así sentía que era el fuerte, el encargado de proteger. Aunque en el fondo, sabía que no era así. Ella era más fuerte que él, siempre lo había sido.
—Pero Jonas, ¿no lo entiendes? Ya sabes cómo habla la gente. Es obvio que no podemos dejar que Molly vaya a competir después de lo que pasó ayer. La escuela de equitación se sostiene a duras penas, y nuestro principal recurso es nuestra reputación. No podemos arriesgarnos a perderla. Molly puede lloriquear todo lo que quiera. Y tendrías que haber oído cómo me hablaba. Es inaceptable. Eres demasiado blando con ella.
Era verdad. Aun a su pesar, tenía que reconocerlo. Pero no era toda la verdad, y ella lo sabía. Jonas la abrazó más fuerte. Sintió su cuerpo, la atracción que había entre los dos, una atracción que siempre había existido y que existiría siempre. Nada era más fuerte, ni siquiera lo mucho que quería a Molly.
—Hablaré con ella —dijo, con la boca pegada al pelo de Marta. Aspiró ese olor que le resultaba tan familiar, pero tan exótico todavía. Notó su reacción, y Marta también la notó. Llevó la mano a la entrepierna y empezó a acariciarlo. Él dejó escapar un gemido y la besó.
Las salchichas se estaban quemando. Ninguno de los dos se inmutó.