Fjällbacka, 1975
La situación se había vuelto insostenible. Las preguntas de los vecinos y las autoridades empezaban a ser demasiadas y comprendieron que no podrían seguir viviendo allí. Después de que Agneta se mudara a España, la madre de Laila empezó a llamarlos cada vez con más frecuencia. Se sentía sola y, cuando les habló de una casa que vendían a muy buen precio a las afueras de Fjällbacka, fue fácil tomar la decisión. Se mudarían allí otra vez.
Laila sabía que era una locura, que era peligroso estar demasiado cerca de su madre. Aun así, la llama de la esperanza prendió en su interior y creyó que tal vez ella les ayudaría y todo sería más sencillo si en la nueva casa, que estaba algo aislada y alejada de vecinos curiosos, los dejaban en paz.
Pero la llama de la esperanza no tardó en apagarse. La paciencia de Vladek disminuía y las discusiones se sucedían sin cesar. De lo que los unió en su día no quedaba ni rastro.
Ayer su madre se presentó de pronto en su casa. Se le veía la preocupación en la cara y, en un primer momento, Laila quiso arrojarse en sus brazos, ser pequeña otra vez y llorar como una niña. Luego notó la mano de Vladek en el hombro, percibió la fuerza cruel que poseía y se le pasó enseguida. Con toda la calma del mundo, Vladek le dijo lo que había que decir, a pesar de que a su madre le dolería oírlo.
La mujer se dio por vencida y cuando Laila la vio alejarse hacia el coche con los hombros hundidos, sintió deseos de llamarla a gritos, de decirle que la quería, que la necesitaba. Pero las palabras se le helaron en la garganta.
A veces se preguntaba cómo había podido ser tan tonta y creer que la mudanza cambiaría algo. El problema era suyo y nadie podía ayudarles. Estaban solos. Y no podía dejar que su madre entrara en el infierno en el que vivían.
A veces se acurrucaba junto a Vladek por las noches y recordaba los primeros años, cuando dormían así. Todas las noches dormían abrazados, aunque en realidad pasaban calor con el edredón. Ahora, ella ya no dormía. Se pasaba las noches despierta al lado de Vladek, escuchando sus leves ronquidos y su respiración. Y viendo cómo se estremecía en sueños y los ojos se le movían inquietos bajo los párpados.