Uddevalla, 1972
La niña la seguía con la mirada adonde quiera que iba, y Laila se sentía prisionera en su propia casa. Vladek estaba tan desconcertado como Laila, pero, a diferencia de ella, él sí se desahogaba.
Le dolía el dedo. Había empezado a curarse, pero le picaba cuando se iba soldando el hueso. En los últimos seis meses, había visitado la consulta del médico bastantes veces. Habían empezado a sospechar y a hacer preguntas. Para sus adentros gritó las ganas de apoyar la frente en la mesa del médico, dejar correr las lágrimas y contarlo todo. Pero solo pensar en Vladek la hacía detenerse. Los problemas había que resolverlos en el seno familiar, según él. Y si no mantenía la boca cerrada, él jamás se lo perdonaría.
Se había apartado de su familia. Sabía que a su hermana le extrañaba, igual que a su madre. Al principio iban a verlos a Uddevalla, pero luego lo fueron dejando. Ya hacía tiempo que se limitaban a llamar de vez en cuando y a preguntar discretamente cómo iban las cosas. Se habían dado por vencidas, y Laila deseaba poder hacer como ellas, pero era imposible, así que las mantenía apartadas, respondía sin extenderse a sus preguntas y trataba de mantener un tono desenfadado y utilizar palabras corrientes. No podía contarles nada.
La familia de Vladek llamaba con menos frecuencia todavía, pero así había sido desde el principio. Viajaban mucho y no tenían dirección fija, entonces, ¿cómo iban a mantener el contacto? Y mejor así. Habría sido igual de imposible contárselo a ellos como a los suyos. Vladek y ella apenas podían explicárselo a sí mismos.
Aquella era una carga que tendrían que llevar solos.