Capítulo 5
Ir en coche con Patrik resultó tan horrible como siempre. Martin se agarraba fuerte al asidero de encima de la puerta del copiloto y rezaba una y otra vez, aunque no era creyente.
—Menos mal que el firme está estupendo hoy —dijo Patrik.
Dejaron atrás la iglesia de Kville y, mientras cruzaban el pueblo, aminoró un poco la marcha. Pero no tardó en acelerar otra vez y, un par de kilómetros más adelante, al llegar a esa curva tan cerrada que había a la derecha, a Martin se le quedó la cara pegada al cristal helado de la ventanilla.
—¡Patrik! ¡Tienes que dejar de acelerar al salir de las curvas! Olvida lo que te dijo un día el profesor de la autoescuela, te digo que no es la técnica más adecuada.
—Yo conduzco de maravilla —masculló Patrik, aunque soltó un poco el acelerador. No era la primera vez que mantenían aquella discusión, y seguramente, no sería la última.
—¿Qué tal está Tuva? —preguntó al cabo de unos minutos, y Martin vio con el rabillo del ojo que él también lo miraba de soslayo. Le encantaría que la gente no anduviera con tanto cuidado. No pasaba nada porque le preguntaran, al contrario, eso quería decir que él y Tuva les importaban. Las preguntas no empeoraban las cosas, lo peor ya había ocurrido. Y tampoco abrían nuevas heridas, eran siempre las mismas, cada noche, cuando acostaba a su hija y ella le preguntaba por su madre. O cuando él se iba a la cama y se acostaba en su lado, junto al lado vacío de Pia. O cada vez que llamaba a casa para preguntar si compraba algo en el supermercado y caía en la cuenta de que ella no iba a responder nunca más.
—Bien, diría yo. Pregunta por Pia, claro, pero sobre todo para que le cuente cosas de ella. Creo que ya ha aceptado que no está. Los niños son más listos que nosotros en ese aspecto, me parece a mí. —Martin calló de pronto.
—Yo no puedo ni imaginarme lo que habría hecho si Erica hubiera muerto —dijo Patrik en voz baja.
Martin comprendió que estaba pensando en lo que les pasó dos años atrás, cuando no solo Erica, sino también los gemelos de los que estaba embarazada estuvieron a punto de morir en un accidente de coche.
—No sé si habría podido seguir viviendo. —A Patrik le temblaba la voz ante el mero recuerdo del día en que casi perdió a su mujer.
—Habrías podido —dijo Martin, y dirigió la vista al paisaje nevado que recorrían—. Es así. Y siempre hay alguien por quien vivir. Habrías tenido a Maja. Tuva lo es todo para mí en estos momentos, y Pia sigue viva en ella.
—¿Tú crees que algún día conocerás a otra mujer?
Martin se dio cuenta de que a Patrik le costaba preguntar, como si le pareciera inadecuado.
—En estos momentos me parece impensable; casi tan impensable como la idea de vivir solo el resto de mi vida. Ya llegará el momento. Ahora mismo tengo más que de sobra con la tarea de encontrar el equilibrio para Tuva y para mí. Estamos aprendiendo a llenar como podemos los huecos que ha dejado Pia. Y no solo tengo que estar listo yo, Tuva también tendrá que estar dispuesta a permitir que entre otra persona en la familia.
—Me parece sensato. —Patrik sonrió—. Además, tampoco quedan tantas chicas en Tanum, ¿no? Ya las tanteaste a casi todas antes de conocer a Pia, así que tendrás que ampliar la zona de búsqueda si no quieres repetir.
—Ja, ja, muy gracioso. —Martin notó que se ponía colorado. Patrik estaba exagerando, pero algo de razón sí tenía. Nunca había sido un tipo muy convencional, pero, con la combinación de ese encanto suyo de niño adorable y el pelo pelirrojo y las pecas, siempre había conseguido que las chicas tuvieran debilidad por él. En todo caso, cuando conoció a Pia se terminaron esos jueguecitos y, mientras estuvieron juntos, nunca miró a otra chica. La quería tanto que, ahora, la echaba de menos cada segundo.
De repente sintió que no tenía fuerzas para seguir hablando de ella. El dolor lo sacudió con toda su fuerza y su crueldad, y decidió cambiar de tema. Patrik se dio cuenta, y se pasaron el resto del viaje a Gotemburgo hablando de deporte.
Erica dudó un momento antes de llamar al timbre. Siempre resultaba una delicada cuestión de equilibrio cómo abordar la conversación con los familiares de la víctima, pero la madre de Minna le pareció amable y tranquila por teléfono. Ni rastro de ese tono agrio y escéptico tan habitual cuando se ponía en contacto con los familiares para recabar documentación para sus libros. En esta ocasión, además, no se trataba de un caso cerrado hacía tiempo, sino de una investigación en curso.
Llamó al timbre. Pronto se oyeron pasos al otro lado de la puerta, que alguien entreabrió enseguida.
—Hola —dijo Erica un tanto insegura—. ¿Anette?
—Todos me llaman Nettan —dijo la mujer, que se hizo a un lado y la invitó a pasar.
Triste. Ese fue el primer pensamiento de Erica cuando entró en el recibidor. Tanto la mujer como el apartamento le parecieron tristes, lo cual, seguramente, no solo se debía a la desaparición de Minna. La mujer que tenía delante parecía haber perdido la esperanza hacía mucho tiempo, humillada por las decepciones que la vida le había acarreado.
—Pasa —dijo Nettan, y se adelantó hacia el salón.
Por todas partes se veían objetos que, simplemente, habían ido a parar allí, y allí se habían quedado. Nettan miró nerviosa un montón de ropa que había en el sofá, y lo dejó en el suelo.
—Es que… quería ordenar un poco… —Comenzó, pero dejó la frase inacabada.
Erica miró a hurtadillas a la madre de Minna, y se sentó en el borde del sofá. Nettan tenía casi diez años menos que ella, pero parecía tener la misma edad, como mínimo. Tenía la piel ajada, de tanto fumar, seguramente, y el pelo quebradizo y sin brillo.
—Estaba pensando… —Nettan se cruzó más aún la rebeca llena de bolillas que llevaba, como armándose de valor para preguntar algo—. Perdona, estoy un poco nerviosa. Aquí no suelen venir famosos. Bueno, nunca ha venido ninguno, para ser exactos.
Soltó una risa seca y, por un instante, Erica vio cuál debió de ser su aspecto cuando era más joven, cuando aún tenía ganas de vivir.
—Uf, qué raro me suena oírte decir eso —respondió, e hizo una mueca. No le gustaba ni pizca que la gente se refiriera a ella como a un famoso. Era una condición con la que, desde luego, no se identificaba.
—Ya, bueno, pero eres famosa. Yo te he visto en la tele. Aunque ibas más maquillada. —Nettan observó con discreción la cara de Erica, sin rastro de maquillaje.
—Sí, te ponen un montón de potingues cuando vas a salir en la tele. Pero es muy necesario, esos focos le dan a uno un aspecto horrible. Por lo general, yo casi nunca me maquillo. —Sonrió y se dio cuenta de que Nettan empezaba a relajarse.
—No, yo tampoco —comentó Nettan, y Erica encontró conmovedor que señalara algo tan evidente—. Lo que quería preguntarte es… ¿para qué querías hablar conmigo? La policía ya me ha interrogado varias veces.
Erica reflexionó unos segundos. En honor a la verdad, no tenía ninguna explicación razonable. La curiosidad era el motivo que más se acercaba a la verdad, pero claro, eso no lo podía decir abiertamente.
—He colaborado con la Policía local en ocasiones anteriores, y ahora que andan faltos de recursos, cuentan conmigo. Después de lo ocurrido con la chica que desapareció en Fjällbacka, necesitan un poco más de ayuda.
—Ajá, qué raro, porque… —Nettan dejó otra vez la frase inacabada, y Erica no le dio importancia. Quería empezar a plantear sus preguntas sobre Minna cuanto antes.
—Háblame del día que desapareció tu hija.
Nettan se cerró la rebeca un poco más. Se miró la rodilla y, cuando empezó a hablar, sonaba tan bajito que Erica apenas la oía.
—Al principio no comprendía que había desaparecido. O sea, no de verdad. Minna entraba y salía a su antojo. Nunca pude controlarla. Siempre tuvo mucho carácter y yo no… —Nettan levantó la vista y miró hacia la ventana—. A veces se quedaba un par de días en casa de alguna amiga. O de algún chico.
—¿Alguno en particular? ¿Salía con alguien? —intervino Erica.
Nettan negó con la cabeza.
—No que yo sepa, desde luego. Había varios, pero no, no creo que saliera con ninguno en particular. Es cierto que las últimas semanas parecía más contenta y me dio que pensar. Pero pregunté a varias de sus amigas y ninguna había oído hablar de ningún novio. En esa pandilla estaban muy unidos, seguro que lo habrían sabido.
—Entonces, ¿por qué crees que estaba más contenta?
Nettan se encogió de hombros.
—No lo sé. Pero yo me acuerdo de cómo era de adolescente. Los cambios de humor tan repentinos. También pudo deberse a que Johan se fue.
—¿Johan?
—Sí, mi novio. Estuvo viviendo en casa un tiempo, pero Minna y él no se llevaban bien.
—¿Cuándo se mudó Johan?
—No lo sé. Unos seis meses antes de que Minna desapareciera.
—¿La policía habló con él?
Nettan volvió a encogerse de hombros.
—Yo creo que hablaron con varios de mis antiguos novios. A veces he tenido un poco de lío…
—¿Alguno tuvo con Minna una actitud amenazante o violenta? —Erica se tragó la ira que empezaba a bullirle por dentro. Estaba al tanto de cómo podían reaccionar las víctimas de la violencia de género. Y después de lo que Lucas le había hecho a Anna, sabía perfectamente cómo el miedo se apoderaba de la voluntad. Pero ¿cómo podía nadie permitir que sus hijos sufrieran algo así? ¿Cómo podía debilitarse el instinto materno hasta el punto de permitir que otra persona hiciera daño psíquico o físico a tu propio hijo? No se lo explicaba. Por un instante pensó en Louise, sola y encadenada en el sótano de la familia Kowalski. Era lo mismo, o mucho peor.
—Sí, bueno, alguna vez. Pero Johan nunca le pegó, era solo que discutían a gritos por cualquier cosa. Así que creo que, cuando él se mudó, ella se sintió aliviada. Un día, Johan hizo la maleta y se fue sin más. Y nunca volvimos a saber de él.
—¿Cuándo te diste cuenta de que no estaba en casa de una amiga?
—Nunca había estado fuera de casa más de un día o dos, a lo sumo. Así que cuando pasaron más de dos días y al ver que no respondía al móvil, empecé a llamar a sus amigos. Ninguno sabía nada de ella desde hacía tres días, y entonces…
Erica se mordió la lengua. ¿Cómo había tardado tres días en reaccionar sin tener noticias de una niña de catorce años? Desde luego, ella pensaba ejercer un control férreo sobre sus hijos cuando llegaran a la adolescencia. Jamás los dejaría salir sin saber adónde iban y con quién.
—Al principio la policía no me tomó en serio —continuó Nettan—. Conocían a Minna, había tenido… algún problemilla, así que no querían ni admitir la denuncia de desaparición.
—¿Cuándo se dieron cuenta de que tenía que haberle pasado algo?
—Al cabo de otras veinticuatro horas. Luego encontraron a esa señora que decía que había visto a Minna subirse a un coche. Con el precedente de las otras chicas desaparecidas, deberían haberlo relacionado antes. Mi hermano dice que debería denunciarlos. Dice que, si hubiera sido una niña rica como las demás, habrían dado la alarma enseguida. Pero que a la gente como nosotros no la escuchan. No me parece justo. —Nettan bajó la vista y empezó a quitarle bolillas a la rebeca.
Erica se tragó sus opiniones. Resultaba interesante oír que Nettan llamaba ricas a las otras muchachas. En realidad, pertenecían más bien a la clase media, pero las diferencias de clase eran algo relativo. Ella, por su parte, se había presentado allí con un puñado de prejuicios, que se acentuaron nada más entrar en el apartamento. ¿Qué derecho tenía a censurar a Nettan? No tenía ni idea de las circunstancias que habían rodeado su vida.
—Deberían haberte escuchado, sí —dijo Erica y, en un impulso, le dio la mano a Nettan.
Ella se sobresaltó como si se hubiera quemado, pero no retiró la mano. Y las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas.
—He hecho tantas barbaridades… He… he… y ahora puede que sea demasiado tarde. —La voz empezó a sonar entrecortada y las lágrimas acudían cada vez más abundantes a sus ojos.
Era como si hubieran abierto un grifo, y Erica intuyó que Nettan llevaba mucho tiempo conteniendo el llanto. En aquellos momentos lloraba no solo por su hija, que había desaparecido y que, con toda probabilidad, no volvería nunca, sino también por todas las decisiones equivocadas que había tomado y que le habían procurado a Minna una vida muy distinta de la que, seguramente, había soñado para ella.
—Yo solo quería que fuéramos una familia completa. Que Minna y yo tuviéramos alguien que se ocupara de nosotras. Nadie se ha ocupado nunca de nosotras. —Nettan temblaba entre sollozos y Erica se le acercó un poco más, la abrazó y dejó que le llorase en el hombro. Le acarició el pelo y la calmó igual que solía hacer con Maja y los gemelos cuando necesitaban consuelo. Se preguntó si alguien habría consolado así a Nettan con anterioridad. Quizá ella tampoco consoló así a Minna en su vida. Una triste cadena de decepciones en una vida que no resultó como uno esperaba.
—¿Quieres ver fotos? —dijo Nettan de pronto, liberándose del abrazo de Erica. Se secó las lágrimas con la manga de la rebeca y miró expectante a Erica.
—Pues claro que sí.
Nettan se levantó y volvió con unos álbumes que había en una estantería de Ikea desvencijada.
El primer álbum, de cuando Minna era pequeña, contenía fotos de una Nettan joven y sonriente con su hija en brazos.
—¡Qué contenta se te ve! —dijo Erica sin poder contenerse.
—Sí, fue una época maravillosa. La mejor. Yo solo tenía diecisiete años cuando la tuve, pero era inmensamente feliz. —Nettan pasó el dedo por una de las fotos—. Aunque, madre mía, qué pintas llevaba… —Se rio, y Erica asintió con una sonrisa. La moda de los años ochenta era horrible, pero la de los noventa no fue mucho mejor.
Siguieron hojeando álbumes mientras los años pasaban por sus manos. Minna era una niña preciosa, pero a medida que iba creciendo, más huraño se le iba volviendo el semblante, y más se le iba apagando el brillo de los ojos. Erica comprobó que Nettan también se había dado cuenta.
—Yo pensaba que hacía todo lo que estaba en mi mano —dijo en voz baja—. Pero no era verdad. No debería haber… —Clavó la vista en uno de los hombres que aparecía en los álbumes. Eran bastantes, constató Erica para sus adentros. Hombres que entraban en sus vidas, causaban una decepción más y se marchaban otra vez.
—Este es Johan, por cierto. Nuestro último verano juntos. —Señaló otra foto en la que reinaba un ambiente de pleno verano. Un hombre alto con el pelo rubio le rodeaba los hombros con el brazo en un cenador. Detrás de ellos había una cabaña roja con las ventanas pintadas de blanco y rodeada de verde follaje. Lo único que estropeaba el idilio era Minna, a todas luces enfadada, que, sentada a su lado, los miraba furiosa.
Nettan cerró el álbum de golpe.
—Lo único que quiero es que vuelva a casa. Lo haría todo de forma muy diferente. Todo.
Erica guardó silencio. Se quedaron así un rato, sin saber qué decir. Pero no era un silencio incómodo, sino apacible y seguro. De repente, llamaron a la puerta y se llevaron un sobresalto. Nettan se levantó para ir a abrir.
Al ver quién entraba en el recibidor, Erica se levantó atónita.
—Hola, Patrik —dijo con una sonrisa bobalicona.
Paula entró en la cocina de la comisaría y, tal y como se había imaginado, allí estaba Gösta. Al verla, se le iluminó la cara.
—¡Hombre, Paula! ¡Hola!
Ella le sonrió encantada. También Annika se había alegrado muchísimo al verla y salió a toda prisa de la recepción para darle un abrazo y hacerle mil preguntas sobre la pequeña Lisa.
Se le acercó Gösta, la abrazó, con más comedimiento que Annika, y luego la alejó un poco. La escrutó con la mirada.
—Estás blanca como la cera y parece que llevaras semanas sin dormir.
—Gracias, Gösta, desde luego, eres un hacha de los cumplidos —bromeó Paula, hasta que vio lo serio que estaba—. Sí, han sido unos meses muy duros. Ser madre no es solo una maravilla —añadió.
—Ya, me han dicho que esa niña te está poniendo a prueba, así que espero que esto solo sea una visita de cortesía, que no vengas pensando en el trabajo.
La llevó con tanta suavidad como firmeza hasta la silla que había al lado de la ventana.
—Siéntate. Un café, ahora mismo. —Llenó una taza y la plantó encima de la mesa. Luego se sirvió una y se sentó enfrente de Paula.
—Bueno, las dos cosas, podríamos decir —respondió Paula, y dio un sorbito de café. Le resultaba raro verse en la calle ella sola, sin los niños, pero también era muy agradable sentirse otra vez la de siempre.
Gösta frunció el entrecejo.
—Hacemos lo que podemos.
—Ya lo sé. Pero Bertil ha dicho antes una cosa que me ha recordado algo. O más bien, me ha hecho sentir que hay algo que debería recordar.
—¿Qué quieres decir?
—Pues sí, verás, me ha hablado de los resultados de la autopsia. Y eso de la lengua me resultaba familiar. No sé dónde lo he visto, así que había pensado hurgar un poco en los archivos y ver si se me activa la memoria. Ya no tengo la misma cabeza que antes, por desgracia. Eso de que se te llena el cerebro de serrín cuando das el pecho no es ningún mito, según parece. Ya casi no puedo ni controlar el mando a distancia.
—Sí, por Dios, sé perfectamente cómo va eso de las hormonas. Recuerdo cuando Maj-Britt… —Gösta guardó silencio, volvió la cara y se puso a mirar por la ventana. Paula sabía que estaba pensando en el hijo que él y su mujer tuvieron y perdieron casi enseguida, y Gösta sabía que ella lo sabía, y que por eso lo dejaría en paz un rato para que recordara en silencio.
—¿Y no tienes ni idea de qué puede ser? —dijo Gösta al fin, volviendo la vista a Paula.
—Pues no, lo siento —suspiró ella—. Sería un poco más fácil si al menos supiera por dónde empezar. El archivo no es pequeño que digamos.
—No, la verdad, revisarlo sin un plan es muchísimo trabajo —dijo Gösta.
Paula hizo una mueca.
—Lo sé. Así que más vale que empiece cuanto antes.
—¿Seguro que no deberías estar en casa descansando y cuidando de Lisa? —Gösta tenía aún una expresión preocupada.
—Lo creas o no, esto es más descansado que estar en casa. Y es estupendo poder quitarse el pijama un día. ¡Gracias por el café!
Paula se levantó. Hoy por hoy, casi todo se archivaba digitalizado, pero todo el material de las investigaciones antiguas se conservaba en papel. Si hubieran tenido recursos para ello, habrían podido escanearlo todo para que cupiera en un único disco duro, en lugar de que ocupara una habitación del sótano entera. Pero no disponían de esos recursos y la cuestión era si alguna vez los tendrían.
Bajó la escalera, abrió la puerta y se quedó un instante en el umbral. Madre mía, ¡qué cantidad de documentos! Había incluso más de lo que recordaba. Las investigaciones se archivaban por años, y, a fin de seguir algo así como una estrategia, decidió empezar por los más antiguos. Bajó resuelta la primera caja y se sentó con ella en el suelo.
Una hora después solo había llegado a la mitad de la caja y comprendió que el proyecto podía resultar tan lento como infructuoso. No solo no estaba segura de lo que buscaba, ni siquiera sabía si estaría en aquella habitación. Pero desde que empezó a trabajar en la comisaría, había dedicado bastante tiempo a revisar material antiguo y documentación de archivo. En parte porque le interesaba, en parte para conocer la historia de la delincuencia en la zona. Así que lo más lógico era que lo que trataba de recordar estuviese allí.
Unos toquecitos en la puerta la sacaron de su ensimismamiento. Mellberg asomó la cabeza.
—¿Cómo vas? Rita acaba de llamar, quería que viera cómo estás y que te dijera que Lisa se encuentra perfectamente.
—Estupendo, yo también estoy fenomenal. Pero supongo que, en realidad, no era eso lo que tú querías saber…
—Pues, bueno…
—Lo siento, no he avanzado mucho, y todavía no he caído en la cuenta de qué es lo que tengo que buscar. Puede que no sea más que este pobre cerebro mío que está agotado y me juega malas pasadas. —Presa de la frustración, se hizo rápidamente una cola de caballo con una goma que llevaba en la muñeca.
—No, no, no empieces a dudar ahora —dijo Mellberg—. Tienes mucha intuición y hay que confiar en el pálpito del primer momento.
Paula lo miró perpleja. Bertil manifestando su apoyo y alentando con frases positivas. Ya podía salir corriendo a comprar lotería.
—Sí, seguramente tienes razón —dijo, a la vez que ordenaba los documentos del archivador que tenía delante—. Algo tiene que ser, seguiré intentándolo un poco más.
—Toda sugerencia será bienvenida. En estos momentos no tenemos nada. Patrik y Martin han ido a Gotemburgo a hablar con un tipo que va a adivinar quién es el secuestrador pero mirando algo así como una bola de cristal mental. —Mellberg adoptó una expresión de superioridad y continuó con afectación—: En mi opinión, el asesino tiene entre veinte y setenta años, puede ser hombre o mujer y vive en un piso o, por qué no, en un chalé. Ha realizado uno o varios viajes al extranjero a lo largo de su vida, suele hacer la compra en el ICA o en el Konsum, come tacos los viernes y no se pierde un programa de Let’s dance. Ni el Allsång, el canto colectivo de verano en el Skansen de Estocolmo.
Paula no pudo contener una carcajada al oír la retahíla.
—Bertil, eres un modelo de hombre sin prejuicios. Pues no estoy de acuerdo contigo. Yo sí que creo que puede aportarnos algo, sobre todo, teniendo en cuenta lo particulares que son las circunstancias en este caso.
—Bueno, bueno, ya veremos quién tiene razón. Sigue buscando, anda. Pero no te agotes, que Rita me mata si se entera.
—Te lo prometo —dijo Paula con una sonrisa. Y volvió a la tarea de rebuscar y leer.
Patrik echaba humo de indignación. La sorpresa que se había llevado al ver a su mujer en el salón de la madre de Minna se transformó en ira en un abrir y cerrar de ojos. Erica tenía la molesta tendencia de meterse en asuntos que no le concernían, y en algunas ocasiones había estado a punto de estropearlo todo. Pero no podía descubrirse ante Nettan, así que tuvo que poner buena cara durante la conversación, mientras Erica escuchaba al lado, con los ojos como platos y una sonrisa de Mona Lisa.
En cuanto salieron del bloque y Nettan no podía oírlos, Patrik explotó.
—¿Qué demonios te crees que estás haciendo? —No era nada frecuente que Patrik perdiera la calma, y notó que empezaba a dolerle la cabeza nada más pronunciar la primera sílaba.
—Pensaba que… —Comenzó Erica, tratando de seguir los pasos de Patrik y de Martin hacia el aparcamiento. Martin iba muy callado y con cara de querer encontrarse en cualquier otro sitio.
—¡No, desde luego que no! ¡No me puedo creer que estuvieras pensando! —Patrik tosió un poco. Se había acelerado tanto y respiraba tan rápido que el aire helado le llenó los pulmones.
—No os da tiempo de hacerlo todo solos, con la falta de recursos que tenéis, así que pensé que… —dijo Erica, haciendo otro intento.
—¿No podrías habérmelo dicho por lo menos? Claro que jamás habría permitido que vinieras a hablar con los familiares implicados en una investigación, y me figuro que no me preguntaste precisamente por eso.
Erica asintió.
—Sí, más o menos. También ha sido porque necesitaba alejarme del libro. Estoy atascada y se me ocurrió que si me concentraba en otra cosa, quizá…
—¡Como si este caso fuera una especie de terapia laboral! —Patrik gritaba de tal modo que los pájaros que había posados en un poste de teléfono echaron a volar aterrados—. Si te has atascado con la novela, búscate otra forma de resolverlo mejor que meter las narices en una investigación en curso. ¿Es que no estás en tu sano juicio, criatura?
—Vaya, así que hablando como tu abuelo, ¿eh? —Erica trató de ser chistosa, pero lo único que consiguió fue que Patrik se enfadara aún más.
—Es ridículo, vamos. Como una novela policíaca inglesa de las malas, en la que una anciana curiosa se dedica a correr de un sitio a otro interrogando a todo el mundo.
—Ya, pero al escribir yo hago lo mismo que vosotros. Hablo con la gente, compruebo hechos, cubro las lagunas que hay en las investigaciones, leo declaraciones de testigos…
—Sí, claro, y como escritora se te da muy bien, pero esto es una investigación policial que, como su nombre indica, deben llevar a cabo policías.
Habían llegado al coche. Martin estaba en el lado del copiloto, indeciso y sin saber cómo actuar al verse sin querer en plena línea de fuego.
—Pero tienes que reconocer que yo os he ayudado en otras ocasiones —dijo Erica.
—Sí, claro —reconoció Patrik, a su pesar. Y no solo había sido de ayuda, sino que había contribuido activamente a resolver varios de los casos de asesinato de la comisaría, pero él no tenía intención de reconocerlo.
—¿Ya os vais a casa? Es mucho viaje solo para hablar un rato con Nettan, ¿no?
—Bueno, es lo que has hecho tú, ¿verdad?, venir hasta aquí solo para hablar con ella.
—Touché. —Erica sonrió y Patrik notó que empezaba a pasársele el enfado. No era capaz de estar enfadado con su mujer mucho rato y, por desgracia, ella lo sabía perfectamente.
—Pero yo no tengo que andar ahorrando recursos —continuó—. ¿Qué otra cosa os ha traído por aquí?
Patrik soltó un taco para sus adentros. Erica era a veces más lista de lo que le convenía. Miró a Martin en busca de apoyo, pero su colega meneó la cabeza sin más. Menudo cobarde, pensó Patrik.
—Vamos a hablar con una persona.
—¿Una persona? ¿Qué persona? —dijo Erica, y Patrik apretó los labios. Tenía plena conciencia de lo tozuda que era Erica, y de hasta qué extremos llegaba su curiosidad. Y la combinación podía resultar increíblemente insoportable.
—Vamos a hablar con un experto —dijo—. Por cierto, ¿quién va a recoger a los niños? ¿Mi madre? —preguntó en un intento por desviar la conversación.
—Sí, Kristina y su novio —respondió Erica, y puso la misma cara que un gato que acabara de tragarse un canario.
—¿Mi madre y su qué? —Patrik notaba como si fuera a darle la migraña. Este día iba de mal en peor.
—Seguro que es un tipo encantador. Bueno, pero dime, ¿con qué clase de experto habéis quedado?
Patrik se apoyó en el coche, hecho polvo. Y se rindió.
—Vamos a ver a un experto en perfiles de delincuentes.
—¿Un experto en conducta criminal? —A Erica le brillaban los ojos.
Patrik dejó escapar un suspiro.
—Bueno, no sé, no creo que sea eso exactamente.
—Muy bien, pues os sigo —dijo Erica, dirigiéndose al coche.
—¡Que no, vamos a ver…! —gritó Patrik, hablándole a la espalda de Erica, que no le hacía ni caso; pero Martin lo interrumpió.
—Más te vale abandonar, no tienes la menor oportunidad. Deja que venga con nosotros. Es verdad que nos ha sido de gran ayuda en otras ocasiones, y esta vez, estamos nosotros delante y podemos controlar el asunto. Tres pares de ojos ven más que dos.
—Ya, sí, bueno, pero de todos modos… —masculló Patrik.
Entró en el coche y se sentó al volante.
—Y encima, tampoco hemos sacado nada en limpio de la madre de Minna.
—No, pero puede que tengamos suerte y que Erica sí haya sacado información —dijo Martin.
Patrik le lanzó una mirada matadora. Luego arrancó el coche y salió derrapando.
—¿Con qué ropa la vamos a enterrar? —La pregunta de su madre le partió el alma a Ricky. No creía que pudiera sentir más dolor, pero la idea de sumir a Victoria en una oscuridad eterna le resultaba tan dolorosa que le entraban ganas de gritar.
—Sí, es verdad, algo bonito habrá que podamos ponerle, ¿no? —dijo Markus—. Tal vez ese vestido rojo que tanto le gustaba.
—Ese vestido es de cuando tenía diez años —dijo Ricky. A pesar del dolor, no pudo por menos de sonreír ante el proverbial despiste de su padre.
—¿No me digas? ¿Tanto? —Markus se levantó y empezó a recoger los platos, pero se paró de pronto y volvió a sentarse a la mesa. Así estaban todos, trataban de hacer las tareas cotidianas, pero enseguida se daban cuenta de que les faltaba energía. Carecían de fuerzas. Y ahora tendrían que tomar un montón de decisiones acerca del homenaje y el entierro, aunque no eran capaces ni de pensar en lo que iban a desayunar por las mañanas.
—El negro. El de Filippa K —dijo Ricky.
—¿Ese cuál es? —preguntó Helena.
—Ese que a papá y a ti siempre os parecía demasiado corto. A Victoria le encantaba. Y no le daba un aspecto vulgar en absoluto. Le quedaba muy bien. Divinamente.
—¿De verdad? —dijo Markus—. Negro… ¿No es un poco deprimente?
—No, que sea ese —insistió Ricky—. Se veía guapísima con él. ¿No os acordáis? Se pasó seis meses ahorrando para poder comprárselo.
—Tienes razón. Sí, ese es el vestido que tiene que llevar. —Helena lo miró suplicante—. ¿Y la música? ¿Qué música elegimos? Ni siquiera sé lo que le gustaba… —Helena rompió a llorar y Markus le acarició el brazo torpemente.
—Pondremos a Laleh, con Some Die Young, y también Beneath your Beautiful, de Labrinth. Eran dos de sus canciones favoritas. Y van muy bien.
Lo consumía tener que ocuparse de todo aquello, y el llanto le hacía un nudo en la garganta. El dichoso llanto, siempre amenazando con aflorar.
—¿Y la invitación? —Otra pregunta lanzada al aire de pronto. Su madre movía con nerviosismo las manos por encima de la mesa. Tenía los dedos finos y pálidos.
—Pastel salado de pan de molde. Le gustaban los platos tradicionales. ¿No os acordáis de que era su plato favorito?
Se le quebró la voz, y sabía que había sido injusto: por supuesto que se acordaban. Ellos recordaban mucho, muchísimo más que él. Y sus recuerdos se retrotraían mucho más lejos en el tiempo. Seguro que tenían tantos que no eran capaces ni de clasificarlos. Él tendría que ayudarles, sin más.
—Y refresco de Navidad. Era capaz de beber litros y litros. No pueden haber dejado de venderlo ya, ¿no? ¿Verdad que no? —Trató de recordar si lo había visto recientemente en los estantes del supermercado y casi le da un ataque al ver que no le venía a la memoria la imagen del refresco navideño. De repente le parecía lo más importante del mundo: encontrar refresco navideño para el entierro.
—Estoy seguro de que todavía lo venden. —Su padre lo tranquilizó poniéndole la mano en el hombro—. Es una idea estupenda. Todo lo que has propuesto es estupendo. Le pondremos el vestido negro. Mamá seguro que sabe dónde está, y puede plancharlo antes. Y le pediremos a la tía Anneli que haga unos pasteles salados. A ella le salen muy bien, y a Victoria le encantaban. Si hasta habíamos pensado encargárselos a Anneli para la fiesta de fin de curso este verano… —Ahí pareció perder el hilo un instante—. En fin, que sí, que en la tienda venden todavía refresco navideño. Haremos eso, saldrá estupendamente. Todo saldrá estupendamente.
No, nada saldrá bien, quería gritar Ricky. Estaban hablando de que a su hermana iban a meterla en un ataúd para luego enterrarla. Nada volvería a salir bien nunca.
En lo más recóndito, aquel secreto seguía atormentándolo. Tenía la sensación de que seguramente se le notaría que estaba ocultando algo, pero sus padres no parecían darse cuenta. Se pasaban el tiempo sentados en aquella cocina con las típicas cortinas estampadas de arándanos que tanto gustaban a su madre y que Victoria y él querían que cambiara.
¿Cambiarían las cosas cuando despertaran del sopor? ¿Lo comprenderían todo entonces? Ricky era consciente de que, tarde o temprano, tendría que hablar con la policía. Pero ¿soportarían sus padres la verdad?
A veces, Marta se sentía como la institutriz de Annie. Niñas, niñas, niñas por todas partes.
—¡Liv ha montado a Blackie tres veces seguidas! —Ida se le acercaba por la explanada con las mejillas encendidas—. Ahora debería tocarme a mí.
Marta soltó un suspiro. Siempre las mismas disputas. La jerarquía en las caballerizas era muy rígida, y ella veía, oía e intuía las peleas mucho más de lo que las chicas creían. Por lo general, le gustaban los juegos de poder entre ellas, y los encontraba interesantes, pero hoy no tenía fuerzas para aguantarlo.
—Vosotras sabréis. A mí no me vengáis con esas tonterías.
Vio que Ida retrocedía horrorizada. Las chicas sabían que era estricta, pero no solía estallar de aquel modo.
—Perdona —dijo enseguida, aunque no lo sentía. Ida era una protestona y una consentida, y debería aprender a comportarse, pero Marta tenía que ser práctica. Dependían de los ingresos de la escuela de equitación, nunca podrían vivir solo de lo que Jonas ganaba como veterinario, y las chicas, más bien sus padres, eran sus clientes. Así que no tenía más remedio que darles coba.
—Perdona, Ida —repitió—. Estoy conmocionada con lo de Victoria, espero que me comprendas. —Hizo de tripas corazón y sonrió a Ida, que se relajó enseguida.
—Claro que sí. Es horrible. Que esté muerta y todo eso.
—Bueno, pues yo creo que hablamos con Liv y que hoy montas tú a Blackie. A menos que prefieras montar a Scirocco, claro.
A Ida se le encendió la mirada de alegría.
—¿De verdad? ¿No va a montarlo Molly?
—Hoy no —dijo Marta, y puso cara de amargura solo de pensar en su hija, que estaba en casa llorando por una competición a la que no podría ir.
—Pues entonces, prefiero a Scirocco, así Liv puede quedarse con Blackie hoy también —dijo Ida, en un rapto de generosidad.
—Estupendo, pues resuelto. —Marta le pasó el brazo por los hombros y entraron juntas en el establo. El olor a caballo le dio en la cara. Era uno de los pocos lugares del mundo donde se sentía en casa, donde se sentía plena como persona. Solo a Victoria le gustaba aquel olor tanto como a ella. Cada vez que entraba en las caballerizas le afloraba a los ojos la misma expresión de felicidad que Marta sabía que ahora se apreciaba en los suyos. Se sorprendió al comprobar que la echaba de menos. Y esa nostalgia la abatió con una fuerza inesperada que la dejó aturdida. Se quedó en el pasillo y oyó como en la lejanía la voz de Ida que le decía triunfal a Liv que estaba cepillando a Blackie en la cuadra:
—Puedes montarlo hoy también. Marta me ha dicho que yo montaré a Scirocco. —Era obvio lo mucho que se alegraba de poder chincharle así.
Marta cerró los ojos y recordó a Victoria. El pelo negro que le revoloteaba por la cara cuando cruzaba la pista a toda velocidad. Cómo conseguía, con una firmeza suave, que todos los caballos obedecieran el menor de sus movimientos. Marta poseía el mismo poder inexplicable sobre aquellos animales, pero existía una gran diferencia. Los caballos obedecían a Marta porque la respetaban, pero también porque la temían. A Victoria la obedecían por la suavidad de su trato y por la fortaleza de su voluntad. Y ese contraste siempre fascinó a Marta.
—¿Por qué ella sí puede montar a Scirocco y yo no?
Marta miró a Liv, que, de repente, se le plantó delante con los brazos cruzados.
—Porque tú no pareces muy dispuesta a dejar que otras monten a Blackie. Así que lo montarás hoy también. Tal como querías. ¡Todas contentas!
Notó que estaba a punto de perder los estribos otra vez. Su trabajo habría sido mucho más sencillo si solo hubiera tenido que ocuparse de los caballos.
Además, para discutir, ya tenía a su mocosa. Jonas detestaba que llamara así a Molly incluso cuando fingía que se lo decía de broma. No se explicaba cómo podía estar tan ciego. Molly empezaba a convertirse en un ser insoportable, pero Jonas se negaba a escucharla, y ella no podía hacer nada.
Desde que se vieron por primera vez, Marta supo que él era la pieza que faltaba en el rompecabezas de su vida. Después de intercambiar tan solo una mirada, supieron que eran el uno para el otro. Cada uno se había visto a sí mismo en el otro, y aún se veían reflejados y así sería siempre. Lo único que se interponía entre los dos era Molly.
Jonas la amenazó con dejarla si no aceptaba tener hijos, así que ella cedió. En realidad, no creyó que lo dijera en serio. Él sabía tan bien como ella que si se separaban, no encontrarían a nadie que los comprendiera igual. Pero no se atrevió a correr el riesgo. Había encontrado a su alma gemela y, por primera vez en la vida, cedió a la voluntad ajena.
Cuando Molly nació, todo fue tal y como ella se temía. Tuvo que compartir a Jonas con otra persona. Alguien que, al principio, ni siquiera tenía voluntad o identidad propias y le arrebataba una gran parte de él. No se lo explicaba.
Jonas quiso a Molly desde el primer momento, de un modo tan automático e incondicional que Marta casi no lo reconocía. Y, a partir de entonces, se abrió una brecha entre los dos.
Fue a ayudar a Ida con Scirocco. Sabía de antemano que Molly se volvería loca de rabia cuando supiera que había dejado que lo montara otra chica, pero después de la escenita de su hija, Marta experimentaba cierta satisfacción ante la idea. Seguro que también Jonas le soltaría una regañina, pero ya sabía ella cómo hacer que pensara en otra cosa. La siguiente competición era dentro de una semana; para entonces, Jonas sería como cera entre sus dedos.
No era nada fácil la tarea que había emprendido Paula. Y Gösta no podía evitar preocuparse por ella. Tenía muy mala cara.
Revolvía los documentos que tenía encima de la mesa un poco sin ton ni son. Era frustrante no saber con exactitud cómo seguir adelante con la investigación. Todo el trabajo que habían realizado desde que desapareció Victoria había sido en vano, y ahora no les quedaban muchas pistas. El interrogatorio a Jonas tampoco les había facilitado ninguna información nueva. Gösta le pidió que le refiriera otra vez la historia con toda la intención, solo para comprobar si variaba algún detalle con respecto a la denuncia; pero el relato de los acontecimientos fue el mismo que el descrito la primera vez, sin desviaciones. Y al saber que habían usado ketamina con Victoria tuvo una reacción natural y totalmente lógica. Gösta dejó escapar un suspiro. La verdad, podía dedicar un rato a examinar las otras denuncias, que llevaban un tiempo acumulando polvo encima de la mesa.
La mayoría eran cosas de poca monta: el robo de una bicicleta, hurtos, disputas vecinales con las tonterías de siempre y acusaciones ficticias de por medio. Pero algunas de ellas llevaban demasiado tiempo sin ser atendidas, y se sintió un poco avergonzado.
Decidió examinar la que estaba debajo del montón y que, en consecuencia, era la más antigua. Una sospecha de asalto con allanamiento. Pero ¿se podía considerar un allanamiento? Una mujer, Katarina Mattsson, había descubierto unas huellas sospechosas en su jardín, leyó Gösta, y una noche vio a alguien observando fijamente desde su parcela en la oscuridad. Fue Annika quien tomó nota de la denuncia y, por lo que él sabía, la mujer no había vuelto a llamar, con lo que se deducía que no había tenido más problemas. De todos modos, deberían hacer un seguimiento, así que Gösta decidió que la llamaría un poco más tarde.
Estaba a punto de dejar la denuncia otra vez encima de la mesa cuando se fijó en la dirección de la denunciante, y empezó a darle vueltas a la cabeza. Podía tratarse de una coincidencia, pero quién sabía. Leyó otra vez la denuncia con suma atención durante unos minutos, y tomó una decisión.
Poco después iba en el coche camino de Fjällbacka. La dirección que buscaba se encontraba en un barrio que se llamaba el Vivero, nadie sabía por qué. Giró hacia la tranquilidad de la calle de casas muy próximas y con parcelas minúsculas. No había comprobado antes que estuviera en casa, probó suerte sin más; pero al llegar al sitio vio que había luz en las ventanas. Lleno de expectación, llamó al timbre. Si no estaba equivocado, podía ser que hubiera descubierto algo decisivo. Gösta miró de reojo la casa de la izquierda. No se veía a nadie de la familia, y esperaba que ningún miembro se asomara justo en ese momento.
Oyó pasos que se acercaban, y finalmente abrió la puerta una mujer que lo miraba sorprendida. Gösta se presentó en el acto y le explicó el motivo de su visita.
—Ah, sí, hace tanto que llamé para denunciarlo que casi lo había olvidado. Adelante, adelante.
Se hizo a un lado para dejarlo pasar. Dos niños de unos cinco años de edad asomaron la cabeza desde una habitación de la planta baja, y Katarina los señaló antes de presentarlos.
—Mi hijo Adam y su amigo Julius.
A los niños se les iluminó la cara al verlo vestido de policía, Gösta les hizo una seña discreta y los pequeños se le acercaron corriendo y empezaron a examinarlo de arriba abajo.
—¿Eres un policía de verdad? ¿Llevas pistola? ¿Le has disparado a alguien? ¿Tienes aquí las esposas? ¿Y la radio para hablar con los demás policías?
Gösta se echó a reír y levantó las dos manos para que pararan.
—Tranquilos, chicos. Sí, soy un policía de verdad. Y sí, tengo una pistola, aunque no la llevo encima, y no, nunca le he disparado a nadie. ¿Y qué más? Ah, sí, claro que tengo una radio para llamar y pedir refuerzos si sois demasiado traviesos. Y las esposas las llevo aquí. Si me dejáis hablar primero con la mamá de Adam, os las enseño luego.
—¿De verdad? ¡Bieeeen! —Los niños se pusieron a bailar de alegría y Katarina meneó encantada la cabeza.
—Les has alegrado el día. E incluso el año entero, diría yo. Pero a ver, ya habéis oído a Gösta. Solo os dejará ver las esposas y la radio si os portáis bien mientras hablamos, así que seguid viendo la película y ya os llamaremos cuando hayamos terminado.
—Vale… —dijeron los pequeños, que se alejaron por el pasillo no sin antes lanzar a Gösta una mirada de admiración.
—Siento el asalto —dijo la mujer, y se adelantó en dirección a la cocina.
—No importa, es más, me encanta —dijo Gösta siguiéndola—. Hay que disfrutarlo mientras dura. Dentro de diez años puede que me griten poli de mierda si me ven por la calle.
—Madre mía, no digas eso. Ya sufro de pensar en las maravillas que traerá consigo la adolescencia.
—No creo que tengáis ningún problema. Tú y tu marido conseguiréis que sea un buen chico. Por cierto, ¿tenéis más niños? —Gösta se sentó a la mesa de una cocina muy usada y desgastada, pero luminosa y agradable.
—No, solo tenemos a Adam. Pero estamos… Bueno, nos separamos cuando Adam tenía un año, y a su padre no le interesa mucho involucrarse en sus cosas. Tiene otra mujer, tiene hijos y parece que el amor no da para tantos. Las pocas veces que invitan a Adam, se siente un estorbo.
Katarina le hablaba de espaldas, mientras echaba cucharadas de café de un tarro en la cafetera. Luego se volvió y se encogió de hombros como disculpándose.
—Perdona que me haya desahogado así, sin más. A veces se me desborda la amargura. Pero Adam y yo nos las arreglamos muy bien, y si su padre no quiere enterarse de lo maravilloso que es su hijo, él se lo pierde.
—No tienes por qué disculparte —dijo Gösta—. Me parece que tienes motivos de sobra para sentirte decepcionada.
Desde luego, hay cada mentecato…, pensó Gösta. ¿Cómo podían dejar de lado a un niño para dedicarse por entero a la nueva camada? Observó a Katarina mientras llevaba las tazas a la mesa. Irradiaba una especie de serenidad agradable y calculó que tendría unos treinta y cinco años. Recordaba de la denuncia que era profesora de primaria, y pensó que, seguramente, sería buena y muy querida por sus alumnos.
—Ya no esperaba que os pusierais en contacto conmigo —dijo, y se sentó después de haber servido el café y de abrir una lata de galletas—. Y no es una queja, que conste. Cuando Victoria desapareció, comprendí que, obviamente, teníais que concentraros en ese caso.
Le ofreció a Gösta la lata invitándolo a probar las galletas, y Gösta se decidió por tres. Obleas de avena. Después de las galletas Ballerina, sus favoritas.
—Pues sí, lógicamente, ha ocupado la mayor parte de nuestro tiempo, pero, de todos modos, yo debería haberme ocupado de tu denuncia un poco antes, así que siento mucho que hayas tenido que esperar.
—Bueno, ya estás aquí —dijo Katarina, y se llevó una galleta a la boca.
Gösta le sonrió agradecido.
—¿Podrías contarme lo que recuerdes del suceso, y por qué decidiste denunciarlo?
—Pues… —Katarina hacía memoria, y frunció el entrecejo—. Lo primero que me llamó la atención fueron unas huellas en el jardín. Esto se convierte en un lodazal cuando llueve, y a primeros de otoño llovió muchísimo. Vi aquellas pisadas varias mañanas seguidas. Eran grandes, así que supuse que serían de un hombre.
—Y luego viste a alguien ahí fuera, ¿no?
Katarina arrugó la frente otra vez.
—Sí, yo creo que fue un par de semanas después de haber visto las pisadas. Primero pensé si no sería Mathias, el padre de Adam, pero no me pareció muy verosímil, la verdad. ¿Por qué iba a espiarnos así, cuando no quiere tener ningún contacto con su hijo? Además, quienquiera que fuese fumaba, y Mathias no fuma. No sé si lo dije en su momento, pero también encontré colillas en el jardín.
—Ya, y no guardarías ninguna, ¿verdad? —preguntó Gösta, aunque consciente de que no era nada probable.
Katarina puso cara de asco.
—Qué va. Creo que conseguí quitarlas todas. No quería que Adam las encontrara. Claro que se me pudo pasar alguna, pero… —Katarina señaló hacia el jardín, y Gösta comprendió a qué se refería. Una gruesa capa de nieve cubría la parcela.
Gösta dejó escapar un suspiro.
—¿Pudiste ver cómo era aquella persona?
—No, lo siento. En realidad lo que vi fue más bien el ascua del cigarrillo. Ya nos habíamos ido a la cama, pero Adam se despertó y quería agua, así que bajé a la cocina a oscuras. Y entonces vi el ascua del cigarrillo en el jardín. Alguien estaba ahí fuera fumando, pero no vi más que una silueta.
—De todos modos, crees que era un hombre, ¿no?
—Sí, si es que fue la misma persona que dejó las pisadas. Y, ahora que lo pienso, parecía alguien muy alto.
—¿Y tú, hiciste algo? ¿Le diste a entender de alguna forma que lo habías visto, por ejemplo?
—No, lo único que hice fue llamar y denunciarlo. Fue un poco desagradable, la verdad, aunque no puedo decir que me sintiera amenazada. Pero luego se produjo la desaparición de Victoria y, la verdad, no era fácil pensar en otra cosa. Además, no volví a ver nada más.
—Ya… —Gösta maldijo para sus adentros por no haberse encargado de la denuncia en su día y no haberla relacionado antes. Pero ya no valía la pena lamentarse. Tendría que tratar de recuperar el tiempo perdido. Se puso de pie.
—¿Tienes una pala para quitar la nieve? Estaba pensando que puedo salir a ver si encuentro alguna colilla, a pesar de todo.
—Claro, está en el garaje, es toda tuya. Ya puestos, podrías animarte y retirar la nieve de la entrada.
Gösta se puso los zapatos y el abrigo y fue al garaje. Estaba limpio y ordenado, y vio la pala apoyada en la pared, junto a la entrada.
En el jardín se paró a reflexionar un instante. Era absurdo trabajar sin necesidad, así que se trataba de elegir el lugar antes de empezar. Katarina abrió la puerta de la terraza, y Gösta le preguntó:
—¿Dónde recogiste las colillas?
—Allí, a la izquierda, pegando a la fachada.
Gösta asintió y se abrió paso por la nieve hasta el lugar que le había señalado. La nieve era compacta y pesaba mucho, y Gösta notó el latigazo en la espalda con la primera carga de la pala.
—Gösta, ¿no sería mejor que lo hiciera yo? —dijo Katarina preocupada.
—Qué va, es bueno para el cuerpo ponerlo a trabajar un poco.
Vio que los niños lo miraban por la ventana llenos de curiosidad, y los saludó con la mano antes de reanudar el trabajo. De vez en cuando paraba para descansar, y al cabo de un rato había despejado un metro cuadrado aproximadamente. Se agachó y lo inspeccionó a conciencia, pero lo único que encontró fue barro congelado con algo de hierba. De pronto, enfocó bien la vista. Justo en el borde del rectángulo que había despejado asomaba algo amarillo. Con mucho cuidado, apartó la nieve que rodeaba el objeto. Una colilla. La sacó despacio y se puso de pie con la espalda dolorida. Se quedó mirando el hallazgo. Luego levantó la vista hacia lo que, con total seguridad, la persona que estuvo allí fumando había visto exactamente igual que él ahora. En efecto, desde aquel lugar del jardín de Katarina se veía perfectamente la casa de Victoria. Y su ventana, en el piso de arriba.