Capítulo 10

Las calles estaban desiertas mientras Helga recorría Fjällbacka aquella fría mañana. En verano, el pueblecito vibraba de animación. Las tiendas estaban abiertas, los restaurantes, llenos; en el puerto, las embarcaciones estaban varadas en apretadas hileras y un mar de gente deambulaba por todas partes. Ahora, en invierno, no se oía el menor ruido. Todo permanecía cerrado a cal y canto, y era como si Fjällbacka estuviera hibernando, a la espera del próximo verano. Pero a Helga siempre le gustaron más las estaciones tranquilas. También su casa estaba entonces más tranquila. Los veranos, Einar solía volver borracho y de muchísimo peor humor.

Desde que enfermó era distinto, claro. Su única arma eran las palabras, pero ya no podía herirla. Nadie podía, salvo Jonas. Él conocía sus puntos débiles y sabía cuándo era más vulnerable. Lo absurdo era que ella no quería otra cosa que protegerlo. No importaba que, a aquellas alturas, fuera un adulto de pies a cabeza, alto y fuerte. Todavía la necesitaba, y ella lo defendería de cualquier tipo de peligro.

Dejó atrás la plaza de Ingrid Bergman y se asomó a contemplar aquel mar de hielo. Adoraba el archipiélago. Su padre era pescador y lo acompañó en barco muchas veces. Pero todo aquello acabó cuando se casó con Einar. Él era de tierra adentro y nunca logró acostumbrarse al carácter caprichoso del mar. «Si el mar fuera un medio adecuado para el hombre, habríamos nacido con branquias», gruñía siempre. A Jonas tampoco le interesaron nunca los barcos, así que Helga llevaba sin salir a navegar desde los diecisiete años, a pesar de vivir en un archipiélago tan hermoso.

Por primera vez en mucho tiempo, sintió como una punzada el deseo de hacerse a la mar. Pero no habría sido posible ni aunque hubiera tenido un barco: la capa de hielo era demasiado gruesa y los pocos barcos que habían arrastrado a tierra estaban helados en el puerto. En eso se parecían a ella. Así se había sentido todos aquellos años: tan cerca de su elemento natural y, aun así, incapaz de salir de su prisión.

Sobrevivió gracias a Jonas. El amor que sentía por él era tan fuerte que todo lo demás palidecía. Durante toda su vida, ella estuvo preparada para poder interponerse entre él y el tren desbocado que ahora estaba a punto de arrollarlo. Estaba preparada y no abrigaba la menor duda. Todo lo que hacía por Jonas, lo hacía con alegría.

Se detuvo y contempló el busto de Ingrid Bergman. Estuvo con Jonas en la ceremonia de inauguración. También presentaron la variedad de rosa que habían cultivado en su memoria. Jonas estaba expectante. Los hijos de Ingrid iban a asistir, y también la novia del hijo, Carolina de Mónaco. Jonas tenía esa edad en la que el mundo está lleno de caballeros y dragones, príncipes y princesas. Seguramente, habría preferido ver a un caballero, pero una princesa también le valía. Era muy enternecedor ver el entusiasmo con el que se preparó para asistir al gran acontecimiento. Se peinó con gomina y recogió flores del jardín, dicentra y campanillas, que acabaron bastante ajadas en sus manos sudorosas antes de que llegaran a la plaza. Como era de suponer, Einar se burló de él sin compasión, pero, por una vez, Jonas no le hizo caso. Solo pensaba en que iba a ver a una princesa de verdad.

Helga aún recordaba la expresión de sorpresa y decepción cuando le señaló a Carolina de Mónaco. La miró temblando y dijo:

—Pero mamá, es como una señora cualquiera.

Aquella tarde, después de llegar a casa, Helga encontró todos los libros de cuentos en la parte trasera de la casa. Jonas los había tirado. Nunca había sabido llevar muy bien las decepciones.

Respiró hondo, se dio la vuelta y empezó a caminar de nuevo en dirección a su casa. Era responsabilidad suya ahorrarle todas las decepciones. Las grandes y las pequeñas.

El inspector de la Policía judicial Palle Viking, al que habían designado presidente de la reunión, carraspeó un poco antes de empezar.

—Bienvenidos a Gotemburgo. Quería dar las gracias por la excelente colaboración mantenida hasta ahora. Habrá quien piense que deberíamos haber celebrado esta reunión antes, sin embargo todos sabemos lo lento e ineficaz que puede ser el trabajo entre distritos, pero puede que resulte que este era el momento adecuado para ello. —Bajó la vista y añadió—: Que el cadáver de Victoria Hallberg apareciera, y que lo hiciera en tales condiciones, es una tragedia, por supuesto. Aunque, al mismo tiempo, nos da una idea de lo que pudo ocurrirles a las demás chicas; y por tanto, nos facilita información que puede permitirnos avanzar en la investigación.

—¿Siempre habla así? —susurró Mellberg.

Patrik asintió.

—Empezó tarde con los estudios de policía, pero hizo una carrera meteórica. Dicen que es muy bueno. Antes se dedicaba a la investigación filosófica.

Mellberg se quedó boquiabierto.

—Hay que fastidiarse. Pero el nombre será falso, ¿no?

—Pues no, aunque le va como anillo al dedo.

—Sí, madre mía, se parece a, ¿cómo se llama?, el sueco ese que se peleó contra Rocky…

—Ahora que lo dices… —Patrik sonrió. Mellberg tenía razón. Palle Viking era el doble del actor Dolph Lundgren.

Mellberg se inclinó para susurrarle otra vez al oído, pero Patrik le chistó y le dijo:

—Será mejor que escuchemos.

Entre tanto, Palle Viking había continuado con su introducción.

—Había pensado que podemos hacer una ronda y que cada uno exponga en qué punto se encuentra su investigación. Ya hemos intercambiado de antemano la mayor parte de los datos, pero he preparado unas carpetas con un resumen actualizado del caso. También os entregaré copias de los vídeos de las conversaciones con los familiares. Ha sido una excelente iniciativa. Gracias, Tage. —Le hizo una señal a un hombre bajo y recio de bigote generoso que era el responsable del caso de desaparición de Sandra Andersson.

Empezaron a intuir que existía una conexión ya con la desaparición de Jennifer Backlin, que se produjo seis meses después de la de Sandra, y Tage recomendó a la Policía de Falster que siguieran su ejemplo y filmaran las conversaciones con los familiares. La idea era que refiriesen tranquilamente sus observaciones en relación con la desaparición. Además, en la casa de las chicas, los investigadores podían forjarse una idea más clara de quién era la víctima. A partir de entonces, todos hicieron lo mismo y ahora iban a ver las grabaciones de las demás comisarías.

En la pared colgaba un mapa de Suecia de gran tamaño donde habían señalado el lugar del secuestro de cada una de las chicas. Aunque él también había hecho lo mismo en Tanum, Patrik entornó los ojos tratando, por enésima vez, de distinguir algún tipo de patrón, pero no consiguió ver ningún vínculo entre las localidades, salvo el hecho de que todas se encontraban en el suroeste y el centro de Suecia. No había ninguna marca en el este, ni al norte de Västerås.

—¿Empiezas tú, Tage? —Palle señaló al investigador de Strömsholm, que se levantó y se colocó en la cabecera, ocupando el lugar de Palle.

Uno tras otro, todos fueron exponiendo los diferentes aspectos de su investigación. Patrik constató que no aportaban ni vías ni ideas nuevas. Todos adolecían de la misma falta de información que ya conocían por el material que habían visto. Comprendió que no era el único que había reaccionado así, porque el ambiente de la sala había decaído bastante.

Mellberg fue el último, dado que Victoria había sido la última en desaparecer. Patrik pudo ver con el rabillo del ojo que estaba deseando protagonizar su intervención bajo los focos. Esperaba de corazón que Mellberg estuviese a la altura del cometido y que hubiera hecho los deberes más o menos bien.

—¡Muy buenas a todos! —Comenzó Mellberg, como de costumbre, incapaz de captar el ambiente o de actuar adecuadamente.

Respondieron con un murmullo disperso. Por Dios bendito, pensó Patrik, ¿cómo iba a salir aquello? Pero, para su sorpresa, Mellberg hizo una exposición rigurosa de su investigación y de las teorías de Gerhard Struwer sobre el sujeto. A ratos, incluso parecía competente. Patrik contuvo la respiración cuando comprendió que iba a llegar a lo que sería una novedad para los demás policías.

—En Tanumshede tenemos fama de llevar a cabo el trabajo policial con la máxima eficacia —dijo, y Patrik ahogó un resoplido. Los demás no parecían tener la misma capacidad de control, y hubo incluso quien soltó una risita—. Uno de nuestros agentes ha encontrado una conexión entre el caso de Victoria Hallberg y otro mucho más antiguo. —Hizo una pausa dramática a la espera de la reacción que, de hecho, se produjo: todos se irguieron en sus sillas—. ¿Alguien recuerda el asesinato de Ingela Eriksson, en Hultsfred?

Varios asintieron, y uno de los policías de Västerås dijo:

—Sí, encontraron el cadáver en el bosque, detrás de su casa, la habían torturado y asesinado. Condenaron al marido, aunque él lo negó todo.

Mellberg asintió.

—Murió en la cárcel años después. El caso se había basado en indicios y hay razones para creer que de verdad era inocente. Según decía, estaba solo en casa la noche en que su mujer desapareció. Le había dicho que iba a ver a una amiga, pero según la amiga, no fue así. En cualquier caso, no tenía coartada, y no había testigos que pudieran corroborar la afirmación de que la mujer estuvo en casa ese mismo día, horas antes. Según el hombre, los visitó un señor que respondió a un anuncio que su mujer y él habían puesto, pero la policía no consiguió localizarlo. Dado que el marido tenía antecedentes de maltrato a las mujeres, la suya incluida, los agentes centraron inmediatamente su atención en él, sin mostrar mucho interés por investigar otras pistas.

—Pero ¿qué relación guarda eso con las desapariciones? —preguntó el colega de Västerås—. De eso hace treinta años por lo menos, ¿no?

—Veintisiete. Pues sí, resulta que… —dijo Mellberg, que hizo otra pausa dramática para que lo que estaba a punto de decir causara el mayor impacto posible—… Ingela Eriksson presentaba exactamente las mismas lesiones que Victoria Hallberg.

Se hizo un largo silencio.

—¿Puede tratarse de un imitador? —preguntó al fin Tage, el policía de Strömsholm.

—Es una posibilidad.

—¿No es más verosímil que se trate del mismo asesino? Si no, ¿cómo han pasado tantos años entre un caso y otro? —Tage miró a sus colegas, varios de ellos asintieron.

—Sí —dijo Palle, y se volvió a medias en la silla giratoria, para que lo oyeran todos—. O el autor de los hechos no ha cometido ningún otro delito en todos estos años por otras razones. Por ejemplo, puede que haya estado en la cárcel, o viviendo en el extranjero. Y quizá hayamos pasado por alto a otras víctimas. En Suecia desaparecen seis mil personas al año, puede haber entre ellas muchachas cuyo caso nadie haya relacionado con este. Es decir, también tenemos que sopesar la posibilidad de que se trate del mismo asesino. Pero —levantó un dedo en el aire—, no podemos dar por hecho que exista un vínculo. ¿No podría ser sencillamente pura casualidad?

—Las lesiones son idénticas —objetó Mellberg—. Hasta el menor detalle. Podéis leer los documentos, hemos traído copias para todos.

—¿Nos tomamos un descanso para leerlos? —propuso Palle Viking.

Todos se levantaron y, cada uno con su copia, rodearon a Mellberg y empezaron a hacerle preguntas. Toda aquella atención lo hacía resplandecer como un sol.

Patrik enarcó una ceja. Mellberg no se había atribuido el mérito del hallazgo, y eso lo sorprendió. Incluso Mellberg tenía sus momentos. Claro que no habría estado mal que hubiera pensado en por qué estaban allí. Cuatro chicas desaparecidas. Y una, muerta.

Marta se había levantado temprano, como de costumbre. La tarea en los establos no podía esperar. Jonas, por su parte, se había levantado más temprano aún para acudir a una de las granjas de la zona, donde un caballo sufría un cólico grave. Bostezó. Se habían quedado hablando hasta tarde y les faltaban horas de sueño.

Oyó un zumbido en el móvil, lo sacó del bolsillo y miró la pantalla. Helga quería invitarlas a café a Molly y a ella. Seguramente, habría estado espiando por la ventana y, al ver que Molly ya había vuelto del colegio, querría saber por qué. Lo cierto era que Molly había dicho que le dolía el estómago y, por una vez, Marta había hecho como que se tragaba aquella mentira tan patética.

—Molly, la abuela nos invita a merendar.

—¿Tenemos que ir? —Se oyó la voz de Molly desde una de las cuadras.

—Sí, tenemos que ir. Venga.

—Pero si me duele la barriga —protestó Molly.

Marta soltó un suspiro.

—Si puedes estar en los establos con dolor de barriga, también puedes ir a merendar con la abuela. Vamos, cuanto antes vayamos, antes terminaremos. Jonas y ella discutieron ayer, se pondrá contenta si nosotras hacemos las paces con ella.

—Yo había pensado preparar a Scirocco y montar un rato. —Molly salió cabizbaja de la cuadra.

—¿Con dolor de barriga? —dijo Marta, y Molly le lanzó una mirada iracunda—. Te dará tiempo de montar también. Nos tomamos un café rápido con la abuela y así podrás entrenar tranquilamente por la tarde. Hoy no empiezo las clases hasta las cinco.

—Bueno, vale —dijo Molly refunfuñando.

Mientras cruzaban la explanada, Marta iba apretando los puños. Molly se lo había encontrado todo servido. No tenía ni idea de lo que era una infancia dura, de lo que suponía tener que buscarse la vida por uno mismo. A veces le entraban ganas de mostrarle cómo podían ser las cosas cuando uno no lo tenía tan fácil como la niña mimada que ella era.

—Ya estamos aquí. —Entró en casa de su suegra directamente, sin llamar a la puerta.

—Entrad y sentaos. He hecho un bizcocho y hay té para las dos. —Helga se volvió cuando entraron en la cocina. Era la estampa de la abuela por antonomasia, con el delantal manchado de harina atado a la cintura y el cabello ceniciento como una nube enmarcándole la cara.

—¿Té? —Molly arrugó la nariz—. Yo quería café.

—Sí, yo también prefiero café —dijo Marta, y se sentó a la mesa.

—Pues es que se ha terminado, lo siento. No he tenido tiempo de ir a comprar. Ponedle una cucharadita de miel, así está más rico. —Señaló un tarro que había en la mesa.

Marta alargó el brazo en busca de la miel y se puso una buena cucharada.

—Me he enterado de que vas a competir otra vez, ¿no? —dijo Helga.

Molly dio un sorbito del té caliente.

—Sí, como el sábado pasado no pudo ser, esta vez tengo que participar sí o sí.

—Ya, claro. —Helga les acercó la bandeja con el bizcocho—. Seguro que te va muy bien. Y tus padres van contigo, ¿verdad?

—Pues claro.

—No sé cómo tenéis energía para andar siempre así, de un lado para otro —dijo Helga, que miró a Marta y suspiró—. Pero es como debe ser. Los padres tienen que estar ahí apoyando a sus hijos.

Marta la miró con suspicacia. Helga nunca era tan alentadora.

—Sí, así es. Y los entrenamientos han ido muy bien. Creo que tenemos muchas posibilidades.

A Molly se le iluminó la cara sin querer. Su madre no solía alabar su talento.

—Sí, eres muy buena. Bueno, las dos lo sois —dijo Helga con una sonrisa—. Yo de niña soñaba con montar a caballo, pero nunca tuve la oportunidad. Y luego ya conocí a Einar…

La sonrisa se le extinguió en el semblante. Marta la observó en silencio mientras removía el té. Desde luego, Einar podía hacer que se le extinguiera la sonrisa a cualquiera, y ella también lo sabía.

—¿Cómo os conocisteis el abuelo y tú? —preguntó Molly, y Marta se sorprendió ante el interés repentino de su hija por alguien que no fuera ella misma.

—En un baile en Fjällbacka. Tu abuelo era guapísimo entonces.

—¿De verdad? —dijo Molly asombrada. Ella apenas recordaba al abuelo sin la silla de ruedas.

—Sí, y tu padre se le parece mucho. Espera, te voy a enseñar una foto. —Helga se levantó y fue al salón. Volvió con un álbum, que hojeó hasta encontrar la foto que buscaba.

—Mira, aquí está el abuelo en la flor de la edad. —Lo dijo con un tono de extraña amargura.

—Hala, era superguapo. Y se parece muchísimo a mi padre. —Molly examinó la foto—. ¿Cuántos años tenía aquí?

Helga reflexionó unos segundos.

—Pues calculo que treinta y cinco o así.

—¿Y qué coche es ese? ¿Era vuestro? —dijo Molly, señalando el coche en el que Einar estaba apoyado.

—No, era uno de los muchos coches que él compraba para reparar. Un Amazon con el que hizo un trabajo espléndido. En fin, será como sea, pero la mecánica se le daba de maravilla. —De nuevo aquel tono de amargura… Marta la miró otra vez con asombro, mientras se tomaba el té endulzado con miel.

—Me gustaría haber conocido al abuelo antes de que se pusiera enfermo —dijo Molly.

Helga asintió.

—Sí, lo entiendo. Tu madre sí lo conoció, puedes preguntarle a ella.

—Es que no se me había ocurrido hasta ahora. Siempre había pensado en el abuelo como en el viejo gruñón del piso de arriba —dijo Molly, con la franqueza de los adolescentes.

—«El viejo gruñón del piso de arriba». La verdad, es una descripción de lo más atinada. —Helga se echó a reír.

Marta sonrió también. Desde luego, su suegra estaba rara. Por una serie de razones más o menos evidentes, ellas dos nunca se cayeron bien. Pero hoy no la veía tan sosa como de costumbre, y a Marta le gustó. En fin, seguro que se le pasaría enseguida. Marta tomó un bocado de bizcocho. Aquella visita de cortesía terminaría dentro de nada.

En la casa reinaba un silencio indescriptible. Los niños estaban en la guardería; Patrik, en Gotemburgo. Lo que quería decir que ella podía trabajar tranquilamente. Había trasladado el trabajo de su despachito, en el piso de arriba, al suelo del salón, donde había papeles esparcidos por todas partes. La última aportación a la montaña de documentos fue una copia del expediente del asesinato de Ingela Eriksson. Le había supuesto una ardua tarea de persuasión, pero al final consiguió hacerse con una copia de los documentos que Patrik iba a llevarse a la reunión de Gotemburgo. La había leído con atención una y otra vez. Verdaderamente, eran muchas, y espeluznantes, las similitudes con las lesiones de Victoria.

También había leído todas las notas de sus reuniones con Laila, de la conversación con su hermana, con los padres de acogida de Louise y con el personal de la institución. Varias horas de conversaciones que había mantenido para comprender lo que ocurrió el día en que Vladek Kowalski murió asesinado, y ahora, además, para ver la posible conexión entre ese asesinato y la desaparición de cinco adolescentes.

Erica se puso de pie y trató de abarcar con la mirada el material que tenía delante. ¿Qué era lo que Laila quería comunicarle, pero que, por alguna razón, no lograba pronunciar en voz alta? Según el personal, en todos aquellos años no había tenido contacto con nadie de fuera de la institución. Nunca recibió visitas, ni llamadas telefónicas, ni…

Erica dio un respingo. Había olvidado comprobar si Laila había recibido cartas por correo ordinario. Menuda torpeza la suya. Marcó el número del psiquiátrico, que a aquellas alturas conocía de memoria.

—Hola, soy Erica Falck.

La vigilante, que la había reconocido, la saludó.

—Hola, Erica, soy Tina. ¿Habías pensado venir hoy?

—No, hoy no toca visita, solo quería comprobar una cosa. ¿Tú sabes si Laila ha recibido algún correo postal estos años? ¿O si ha enviado alguna carta?

—Sí, ha recibido varias postales. Y, si no me equivoco, también algunas cartas.

—¿Ah, sí? —dijo Erica. No se lo esperaba—. ¿Sabes de quién?

—No, pero puede que alguna otra persona de aquí sí lo sepa. En todo caso, las postales no tenían nada. Y ella no las quería.

—¿Cómo que no las quería?

—No quería ni tocarlas, por lo que yo sé. Nos pidió que las tirásemos a la basura. Pero las guardamos por si cambiaba de opinión.

—O sea que todavía las tenéis, ¿no? —Erica no podía ocultar su nerviosismo—. ¿Podría echarles un vistazo?

Tina le prometió que no habría inconveniente y Erica colgó el auricular, totalmente desconcertada. Aquello debía de significar algo. Pero ni por lo que más quería en el mundo podía imaginarse qué era.

Gösta se rascaba el pelo canoso. Estaba muy solitaria la comisaría… No había nadie salvo él y Annika. Patrik y Mellberg estaban en Gotemburgo, y Martin había ido a Sälvik para preguntar entre los vecinos de los chalés cercanos al embarcadero. Los buzos no habían encontrado aún el cadáver, pero seguro que era normal dadas las condiciones meteorológicas. Él había ido a hablar con algunos de los conocidos de Lasse, pero ninguno sabía nada del dinero. Y ahora estaba allí pensando si ir a Kville a hablar con los líderes de la parroquia de Lasse.

Estaba a punto de levantarse cuando sonó el teléfono. Se abalanzó sobre el auricular. Era Pedersen.

—De acuerdo, qué rapidez. ¿Y qué conclusión habéis sacado?

Escuchó atentamente unos minutos.

—¿De verdad? —dijo al cabo de un rato. Después de hacer unas cuantas preguntas más, colgó el auricular y se quedó sentado unos instantes. No paraba de darle vueltas a la cabeza sin saber cómo iba a encauzar lo que acababa de averiguar. Pero empezaba a entrever una posible teoría.

Se puso el chaquetón y pasó medio corriendo por delante de Annika, que estaba en la recepción.

—Voy a dar una vuelta por Fjällbacka.

—¿Qué vas a hacer allí? —le gritó Annika mientras se alejaba. Pero él ya había salido por la puerta. Se lo contaría después.

El trayecto entre Tanumshede y Fjällbacka solo duraba quince o veinte minutos, aunque se le hicieron eternos. Se preguntaba si no debería haber llamado a Patrik para ponerlo al corriente de los resultados de Pedersen, pero llegó a la conclusión de que no había por qué interrumpir la reunión. Más valía que él trabajara sobre ello, así tendría algo nuevo que presentar cuando Patrik y Mellberg volvieran. Ahora se trataba de tener iniciativa. Y él era perfectamente capaz de encargarse de aquello.

Una vez en la granja, llamó a la puerta de Jonas y Marta, y al cabo de un rato, le abrió Jonas, que estaba adormilado.

—¿Te he despertado? —Gösta miró el reloj. Era la una.

—Es que he tenido una emergencia muy temprano y estoy recuperando un poco de sueño perdido, pero pasa. Total, ya estoy despierto. —Hizo un intento de alisarse el pelo con la mano.

Gösta lo siguió hasta la cocina y se sentó, aunque Jonas no le había dicho que lo hiciera. Decidió ir al grano.

—¿Conocías mucho a Lasse?

—La verdad, casi puedo decir que no lo conocía en absoluto. Lo saludé un par de veces cuando venía a recoger a Tyra al picadero, pero poco más.

—Pues tengo motivos para creer que eso no es verdad —dijo Gösta.

Jonas seguía de pie, y ahora lo miraba con una mueca de irritación.

—Empiezo a estar un poco harto. ¿Se puede saber qué es lo que pretendes?

—Yo creo que Lasse estaba al corriente de tu relación con Victoria. Y que te hacía chantaje.

Jonas se quedó perplejo.

—No puedes hablar en serio.

Su sorpresa parecía sincera y, por un instante, Gösta dudó de la teoría que había ideado tras su conversación con Pedersen. Pero luego despejó la duda. Tenía que ser así, y no iba a resultar demasiado difícil demostrarlo.

—Lo mejor es que digas la verdad, ¿no? Vamos a comprobar las llamadas de tu móvil y los movimientos de la cuenta, y entonces veremos que sí te relacionabas con él y que has sacado dinero periódicamente para pagar a Lasse. Si nos dices la verdad, nos ahorrarás ese trabajo.

—Vete de aquí —dijo Jonas, señalando la puerta con el dedo—. Hasta aquí hemos llegado.

—Lo vamos a tener negro sobre blanco, Jonas… —continuó Gösta—. Dime, ¿qué fue lo que pasó? ¿Empezó a pedirte más? ¿Te cansaste de sus exigencias y por eso lo mataste?

—Quiero que te marches de aquí ahora mismo —dijo Jonas con frialdad. Acompañó a Gösta hasta la puerta y casi lo echó a la calle.

—Sé que estoy en lo cierto —insistió Gösta, ya en el porche.

—Te equivocas. En primer lugar, yo no tenía ninguna relación con Victoria; en segundo lugar, Terese me dijo que Lasse había desaparecido entre la mañana del sábado y la madrugada del domingo, y yo tengo coartada para todo ese tiempo. Así que la próxima vez que nos veamos, quiero que te disculpes. Y ya informaré de mi coartada, si alguno de tus colegas llega a preguntarme. Pero a ti no, desde luego.

Jonas cerró la puerta, y Gösta notó que volvían las dudas. ¿Y si se había equivocado a pesar de lo bien que encajaba todo? Quizá al final se demostraría. Tenía que hacer una visita más. Luego, haría exactamente lo que le había dicho a Jonas, comprobaría los movimientos bancarios y las llamadas del móvil, que lo confirmarían claramente. Y luego podría él hablar todo lo que quisiera de su coartada.

Ya no podía tardar. Laila presentía que le llegaría otra postal de un momento a otro. Había empezado a recibirlas de repente hacía dos años, y ya le habían llegado cuatro. Unos días después de la llegada de cada postal, llegaba una carta con un recorte de periódico. En las postales no había nada escrito, pero ella había terminado por comprender cuál era el mensaje.

Las postales la asustaban, y le había pedido al personal que las tirasen. Los recortes, en cambio, sí los había conservado. Cada vez que los sacaba del escondite, esperaba comprender algo más de aquella amenaza que ya no solo dirigían hacia ella.

Se tumbó en la cama, agotada. Dentro de un rato volvería a tener una de aquellas absurdas sesiones de terapia. Había dormido mal esa noche, había tenido pesadillas con Vladek y la Niña. Era difícil comprender cómo llegaron a aquello, cómo lo anormal se fue convirtiendo en normal paulatinamente. Poco a poco fueron cambiando hasta que terminaron por no reconocerse mutuamente.

—Ya puedes venir, Laila. —Ulla llamó a su puerta entreabierta, y Laila se levantó como pudo. A medida que pasaban los días, acusaba más el cansancio. Las pesadillas, la espera, todos los recuerdos de cómo él se torció la vida lento pero seguro. Ella lo quería tanto… Su pasado era totalmente distinto, y jamás se imaginó que conocería a alguien como él. Aun así, se convirtieron en pareja. Le pareció lo más natural del mundo, hasta que el mal se hizo con el poder y lo arruinó todo.

—Laila, ¿no vienes? —Oyó la voz de Ulla.

Laila se obligó a mover las piernas. Se sentía como si fuera andando por el agua. Hasta el momento, el miedo le había impedido hablar o hacer nada. Y seguía asustada. Muerta de miedo. Pero la suerte de las chicas desaparecidas la había conmovido tanto que ya no podría callar por mucho más tiempo. Se avergonzaba de su cobardía, de haber permitido que el mal se cobrase tantas vidas inocentes. Ver a Erica había sido un buen principio, por lo menos, y quizá esos encuentros la llevaran a desvelar por fin la verdad. Pensaba en lo que había oído en una ocasión, aquello de que el aleteo de una mariposa en un lugar podía ocasionar una tormenta en otro punto del planeta. Quizá fuera eso lo que estaba a punto de ocurrir.

—¿Laila?

—Ya voy —dijo soltando un suspiro.

El miedo le arañaba la piel y allí donde mirase solo veía cosas horribles. En el suelo había serpientes de ojos brillantes que se enroscaban, y ríos de arañas y cucarachas recorrían las paredes. Ella gritaba con todas sus fuerzas y el eco formaba un coro aterrador. Luchaba por huir de aquellos animales, pero algo la retenía y, cuanto más tiraba, más dolor sentía. Oía voces que la llamaban a lo lejos cada vez más alto, y ella trataba de moverse hacia la voz que la reclamaba, pero, otra vez, algo la retenía, y el dolor multiplicaba el miedo más aún.

—¡Molly! —La voz atravesó sus gritos, y era como si todo se detuviera de pronto. Continuaron repitiendo su nombre, con un tono más bajo y más tranquilo ahora, y vio que los insectos se disgregaban y desaparecían como si nunca hubieran estado allí.

—Estás alucinando —dijo Marta; su voz resonó clara y limpia.

Molly entornó los ojos y trató de enfocar la vista. Se sentía mareada y no entendía una palabra. ¿Dónde se habían metido las serpientes y las cucarachas? Estaban allí, las había visto con sus propios ojos.

—Escúchame. Nada de lo que ves es real.

—Vale —dijo con la boca reseca y, una vez más, trató de moverse hacia el lugar del que procedía la voz de Marta.

—Ay, estoy amarrada. —Dio unas patadas al aire, pero no pudo soltarse. Estaba oscuro como boca de lobo alrededor y comprendió que Marta tenía razón. Aquellos bichos no podían ser reales, porque no habría podido verlos en la oscuridad. Pero tenía la sensación de que las paredes se le acercaban cada vez más y le faltaba el aire en los pulmones. Podía oír su respiración entrecortada y superficial.

—Tranquila, Molly —dijo Marta con aquel tono tan estricto; el mismo que siempre ponía firmes a las chicas en la escuela de equitación. También ahora funcionó. Molly se esforzó por respirar más despacio; al cabo de un rato, empezó a pasársele el miedo y se le llenaron de oxígeno los pulmones.

—Tenemos que conservar la calma. De lo contrario, no saldremos de esta.

—¿Qué es…? ¿Dónde estamos? —Molly se las arregló para ponerse en cuclillas y se pasó las manos por la pierna. Tenía un aro metálico alrededor del tobillo y, al seguir tanteando, notó los pesados eslabones de una cadena. En vano empezó a tirar de ellos mientras chillaba en la oscuridad.

—¡Cállate! Así no conseguirás liberarte.

Le hablaba con un tono tajante y resuelto, pero, esta vez, no pudo encubrir el miedo, que fue creciendo hasta que Molly comprendió por fin lo evidente. Guardó silencio de pronto y susurró en la oscuridad.

—El que se llevó a Victoria, nos tiene a nosotras también.

Aguardó la respuesta de Marta, pero ella no contestó. Y ese silencio aterrorizó a Molly más que ninguna otra cosa.

Almorzaron en el comedor de la comisaría y, cuando volvieron a reunirse, estaban saciados y un tanto amodorrados. Patrik se sacudió un poco para despabilarse. Había dormido demasiado poco últimamente y sentía el cansancio en el cuerpo como una carga.

—Venga, pues sigamos —dijo Palle Viking señalando el mapa—. La extensión geográfica de las desapariciones es bastante limitada, pero nadie ha conseguido hallar un vínculo entre las distintas localidades. En cuanto a las chicas, hay varias similitudes: el aspecto, los antecedentes…, pero no hemos encontrado ningún denominador común; es decir, no compartían intereses ni ninguna actividad como participar en el mismo foro de internet ni nada parecido. Además, también hay ciertas diferencias, y la más llamativa la constituye el caso de Minna Wahlberg, tal y como señalaba esta mañana la Policía de Tanum. Como es lógico, en Gotemburgo hemos hecho todos los esfuerzos a nuestro alcance por encontrar a más personas que vieran aquel coche blanco, pero como sabemos, el resultado ha sido cero.

—La cuestión es por qué el sujeto fue tan descuidado en este caso, precisamente —dijo Patrik, y todas las miradas se volvieron hacia él—. En los demás secuestros no dejó tras de sí una sola pista. Si es que partimos de la base de que el secuestrador de Minna era el conductor del coche blanco, porque, en realidad, no lo sabemos. En todo caso, según Gerhard Struwer, al que ya nos hemos referido, deberíamos concentrarnos en aquellos aspectos en los que el sujeto se aparta de su modo de proceder.

—Estoy de acuerdo. Una teoría que hemos barajado es que el asesino la conocía y tenía con ella alguna relación. Ya hemos interrogado a varias personas del entorno de Minna, pero yo creo que valdría la pena seguir intentándolo.

Todos apoyaron la propuesta de Palle con un murmullo de asentimiento.

—Por cierto, corre el rumor de que tu mujer también ha estado hablando con la madre de Minna.

Se oyeron unas risitas, y Patrik notó que se ponía colorado.

—Sí, mi colega Martin Molin y yo fuimos a hablar con la madre de Minna, y Erica, mi mujer… Bueno, también estaba allí. —Patrik oyó lo absurda que resultaba aquella disculpa.

Mellberg resopló.

—Como no es enterada esa mujer…

—Está todo en el informe —se apresuró a decir Patrik, en un intento de callarlo. Señaló los documentos que ya tenían todos—. O, bueno, la visita de mi mujer no figura ahí, pero…

Más risitas. Patrik suspiró para sus adentros. Quería a Erica, pero a veces lo ponía en situaciones de lo más embarazoso.

—Con vuestro informe será suficiente, seguro —dijo Palle sonriendo, antes de volver a ponerse serio—. Pero también corre el rumor de que Erica es una mujer lista, así que ya nos contarás si ella ha averiguado algo que se nos haya escapado.

—Bueno, como es lógico, ya he hablado con ella del tema, y no creo que haya sacado en claro mucho más que nosotros.

—De todos modos, habla con ella otra vez, por favor. Tenemos que encontrar lo que distingue el caso de Minna.

—De acuerdo, hablaré con ella —dijo Patrik más tranquilo.

Dedicaron las siguientes horas a examinar todos los casos desde todos los puntos de vista posibles e imposibles. Surgieron teorías, dieron mil vueltas a cada uno de los datos, tomaron nota de todas las líneas de investigación posibles y las distribuyeron entre los distritos. Acogían las ideas descabelladas con la misma mentalidad abierta que las más sensatas. Todos querían encontrar alguna pista que les permitiera avanzar. Todos sentían la misma impotencia por no haber encontrado a las chicas. En todos los distritos tenían recuerdos de las conversaciones con los familiares, del dolor, la desesperación, la preocupación, el horror de no saber qué habría ocurrido. Y además, la desesperación aún mayor cuando apareció Victoria y comprendieron que sus hijas podrían haber corrido la misma suerte.

Al final de la jornada, eran un grupo abatido pero resuelto que se disolvía para volver a casa y seguir investigando. Llevaban sobre sus hombros el destino de cuatro muchachas aún desaparecidas. La quinta estaba muerta.

El psiquiátrico estaba en calma cuando llegó Erica. Saludó al personal y, después de anunciar su llegada y registrarse en recepción, la dejaron entrar en la sala de personal. Mientras esperaba allí, volvió a reprocharse semejante descuido. No le gustaba cometer esos errores.

—Hola, Erica. —Tina entró y cerró la puerta. Llevaba en la mano unas cuantas postales sujetas con una goma, y las dejó en la mesa, delante de Erica—. Aquí las tienes.

—¿Puedo verlas?

Tina asintió, y Erica alargó la mano y retiró la goma. De pronto se acordó de las huellas, pero enseguida comprendió que las postales habían pasado por tantas manos que hacía ya mucho tiempo que habían desaparecido todas las huellas que pudieran tener interés.

Había cuatro postales. Erica las puso boca arriba. Todas eran de España.

—¿Cuándo recibió la última?

—Pues sería… hace tres o cuatro meses, quizá.

—¿Y Laila nunca ha dicho nada de ellas, o de quién puede haberlas enviado?

—Ni una palabra. Pero se pone muy nerviosa y, después de recibirlas, siempre se pasa varios días muy alterada.

—¿Y no quiere quedarse con ellas?

—No, siempre nos ha dicho que las tiremos a la basura.

—Pero ¿a vosotros no os ha parecido extraño?

—Pues sí… —Tina dudaba—. Quizá por eso las guardamos, a pesar de todo.

Erica observó aquella habitación árida e impersonal mientras reflexionaba. El único intento de hacerla un tanto más agradable era la yuca mustia que había en un macetero en la ventana.

—No solemos usar esta sala —dijo Tina sonriendo a medias.

—Ya, lo entiendo —dijo Erica, y volvió a centrarse en las postales. Las puso boca abajo. Tal y como le había dicho Tina, estaban en blanco y lo único que se leía era el nombre de Laila y la dirección del psiquiátrico, escrita con bolígrafo azul. Cada una tenía el matasellos de una ciudad distinta, pero, que Erica supiera, ninguna relacionada con Laila.

¿Por qué España? ¿Las habría enviado la hermana de Laila? Pero, en tal caso, ¿por qué? No parecía verosímil, teniendo en cuenta que todos los matasellos eran de Suecia. Se preguntaba si debería pedirle a Patrik que comprobase los viajes de Agneta. Tal vez las dos hermanas hubieran tenido más contacto del que Laila dio a entender. O quizá aquello no tuviera nada que ver con Agneta…

—¿Quieres preguntarle por ellas a Laila? Puedo ir a ver si quiere recibirte… —dijo Tina.

Erica reflexionó un instante, observó la yuca mustia de la ventana y, finalmente, negó con un gesto.

—Gracias, pero prefiero meditarlo un poco primero y ver si puedo dilucidar qué significa esto.

—Pues suerte —dijo Tina, y se levantó.

Erica sonrió. Sí, desde luego, le haría falta suerte.

—¿Puedo llevarme las postales?

Tina dudó unos segundos.

—De acuerdo, pero prométeme que las devolverás cuando termines.

—Prometido —dijo Erica, y se las guardó en el bolso. Nada era imposible. En algún lugar estaba la conexión, y ella no se rendiría hasta encontrarla.

Gösta se preguntaba si, a pesar de todo, no debería esperar a que Patrik volviera; pero tenía la sensación de que no había tiempo que perder. Decidió fiarse de su instinto y seguir adelante con lo que sabía.

Annika lo había llamado para decirle que se había ido a casa un poco antes, porque su hija estaba enferma, así que lo que debería hacer, en realidad, era volver a la comisaría y atender el fuerte. Pero Martin no tardaría en regresar, estaba seguro, así que lo pensó mejor y continuó con el coche hacia Sumpan.

Ricky le abrió la puerta y lo invitó a pasar. Cuando iba de camino, Gösta le envió un mensaje al móvil para cerciorarse de que estaban en casa y, cuando entró en el salón, notó la tensión en el ambiente.

—¿Tenéis alguna novedad? —preguntó Markus.

Gösta vio en sus ojos el destello de una esperanza no ya de encontrar a su hija, sino de hallar una explicación y una posibilidad de paz. Y era para él un sufrimiento tener que decepcionarlos.

—No. O al menos, nada que sepamos que haya tenido que ver con la muerte de Victoria. Pero sí existe una circunstancia un tanto extraña que guarda relación con el otro caso cuyo esclarecimiento tenemos entre manos.

—¿El de Lasse? —preguntó Helena.

Gösta asintió.

—Hemos encontrado una conexión entre Victoria y Lasse. Que tiene que ver con otra circunstancia que hemos sabido recientemente. Y que es un tanto delicada.

Carraspeó un poco, sin saber muy bien cómo exponer aquello. Los tres aguardaban en silencio, y Gösta vio perfectamente la angustia que reflejaba la mirada de Ricky, los remordimientos con los que, seguramente, tendría que vivir el resto de sus días.

—Todavía no hemos encontrado el cadáver de Lasse, pero cerca de su coche había rastros de sangre. Los enviamos al laboratorio y han resultado ser suyos.

—Ajá —dijo Markus—. ¿Y qué tiene que ver eso con Victoria?

—Pues sí, como sabéis, sospechamos que alguien tenía vuestra casa vigilada. En el jardín del vecino encontramos una colilla que también enviamos al laboratorio —dijo Gösta, consciente de que se acercaba al tema que, en realidad, habría preferido poder evitar—. Resulta que, por iniciativa propia, los técnicos forenses han comparado la sangre del embarcadero con el ADN de la colilla, y coinciden. En otras palabras, era Lasse quien vigilaba a Victoria y, seguramente, también era él quien le enviaba aquellas cartas tan desagradables de las que nos habló Ricky.

—Sí, a nosotros también nos ha hablado de ellas —dijo Helena, que lanzó una mirada a Ricky.

—Siento haberme deshecho de las cartas —murmuró Ricky—. No quería que las vierais…

—No te preocupes por eso ahora —dijo Gösta—. Ya no importa. De todos modos, estamos trabajando con la hipótesis de que Lasse estaba chantajeando a alguien que, finalmente, se cansó y terminó por matarlo. Y yo tengo una teoría sobre quién puede ser esa persona.

—Perdón, pero no entiendo —dijo Helena—. ¿Qué tiene que ver eso con Victoria?

—Sí, ¿y por qué la vigilaba? —preguntó Markus—. ¿Qué tenía ella que ver con que Lasse estuviera chantajeando a alguien? Explícate, por favor.

Gösta lanzó un suspiro y respiró hondo.

—Yo creo que Lasse le hacía chantaje a Jonas Persson porque sabía que Jonas mantenía una relación extramatrimonial con una chica mucho más joven que él. Con Victoria.

Por fin lo había dicho, y Gösta notó el alivio del peso que se había quitado de los hombros. Contuvo la respiración mientras esperaba la reacción de los padres de Victoria. Pero esta no fue en absoluto la que él esperaba. Helena levantó la vista y lo miró con firmeza. Luego le sonrió apenada.

—Me temo que estás confundido, Gösta.

Para sorpresa de Dan, Anna se había ofrecido voluntariamente a llevar a las niñas a equitación. Necesitaba salir de casa y tomar el aire, y ni siquiera la presencia de los caballos logró disuadirla. Se estremeció de frío y se abrigó bien con el chaquetón. Aparte de todo lo que ya tenía encima, las náuseas habían empeorado, y empezaba a estar convencida de que estaba incubando la gastroenteritis que arrasaba en el colegio. Hasta el momento había conseguido mantenerla a raya con los diez granos de pimienta blanca, pero estaba segura de que pronto estaría vomitando con la cabeza metida en un cubo.

Delante del establo tiritaban unas cuantas chicas. Emma y Lisen echaron a correr hacia ellas y Anna las siguió.

—Hola, ¿por qué estáis aquí fuera?

—Marta no ha llegado todavía —dijo una chica alta y morena—. Y ella nunca se retrasa.

—Estará al llegar, seguro.

—Pero es que Molly también tenía que estar aquí echando una mano —dijo la chica alta otra vez, y las demás asintieron. Estaba claro que era la líder del grupo.

—¿Habéis llamado a su casa? —preguntó Anna, y miró hacia la casa. Había luz, y parecía que hubiera alguien dentro.

—No, jamás se nos ocurriría. —La muchacha parecía horrorizada ante la sola idea.

—Bueno, entonces iré yo. Esperad aquí.

Anna cruzó la explanada medio a la carrera en dirección a la casa de Jonas y Marta. Las náuseas no mejoraron con los saltos y se apoyó en la barandilla para subir los peldaños del porche. Llamó dos veces antes de que Jonas acudiera a abrir. Se estaba secando las manos en un paño de cocina y, a juzgar por el olor, estaba preparando la comida.

—Hola —dijo extrañado.

Anna se aclaró un poco la garganta.

—Hola, ¿están Marta y Molly en casa?

—No, supongo que están en la escuela de equitación. —Jonas miró el reloj—. Marta tiene clase dentro de nada, y creo que Molly iba a ayudarle.

Anna negó con la cabeza.

—Pues no se han presentado. ¿Dónde crees que pueden estar?

—Ni idea —dijo Jonas como reflexionando—. No las he visto desde esta mañana muy temprano, porque me llamaron para una emergencia y cuando volví no había nadie en casa. Me eché un rato y luego he ido a la consulta. He dado por hecho que estaban en el establo. Molly tiene una competición importante dentro de poco, así que he supuesto que estaría entrenando. Y el coche está aquí… —Señaló el Toyota que había aparcado delante de la casa.

Anna asintió.

—Entonces ¿qué hacemos? Las chicas están esperando…

—La llamaré al móvil. Pero pasa —dijo, y se dio media vuelta.

Echó mano del móvil, que tenía en la consola de la entrada y marcó un número.

—Pues no contesta. Qué raro. Siempre lo lleva encima. —Jonas empezaba a preocuparse—. Voy a llamar también a mi madre, a ver si sabe algo.

Jonas llamó y Anna oyó cómo le explicaba a su madre la situación y, al mismo tiempo, trataba de tranquilizarla diciéndole que no pasaba nada, que todo estaba en orden. Concluyó la conversación diciéndole «adiós» varias veces.

—Hablar con una madre por teléfono, ya sabes —dijo con una mueca—. Es más fácil conseguir que vuelen los cerdos que una madre cuelgue el teléfono.

—Ya, sí —dijo Anna, como si supiera a qué se refería, cuando la verdad era que su madre casi no las llamó nunca ni a ella ni a Erica.

—Al parecer, fueron a tomar café con ella por la mañana, pero luego no las ha vuelto a ver. Molly no ha ido hoy al colegio porque le dolía el estómago, pero dice que, de todos modos, pensaban entrenar después del mediodía.

Se puso un chaquetón y le abrió la puerta a Anna.

—Voy contigo a buscarlas. No pueden andar muy lejos.

Dieron una buena batida por la explanada, miraron en el viejo cobertizo y en la escuela de equitación y, por último, en la sala de reuniones. Ni rastro de Molly ni de Marta.

Las chicas habían entrado en el establo y se oían sus voces hablando entre sí y también con los caballos.

—Bueno, vamos a esperar un poco —dijo Anna—. Si no aparecen, nos vamos a casa. Puede que haya habido algún malentendido con la hora.

—Sí, seguramente será eso —dijo Jonas, aunque la duda le resonó en la voz—. Pero voy a dar otra vuelta, no os deis por vencidas todavía.

—Claro —dijo Anna, y entró en el establo. Ya procuraría mantenerse a una distancia segura de las bestias un rato más.

Iban camino a casa. Patrik había insistido en conducir él, le vendría bien para relajarse.

—Bueno, ha sido un día muy completo —dijo—. Productivo, pero yo esperaba que sacáramos algo más concreto de todo esto, que haríamos algo así como un descubrimiento.

—Y lo haremos, más adelante —dijo Mellberg, con un entusiasmo poco frecuente. Seguro que aún le duraba el subidón de tanta atención como le habían dispensado mientras les hablaba del caso de Ingela Eriksson. Aquello le duraría semanas, pensó Patrik. Pero también comprendía que debían mantener el ánimo; en la reunión de mañana no podían transmitir la sensación de estar estancados.

—Puede que tengas razón, puede que la reunión de Gotemburgo termine por llevarnos a algo concreto. Palle iba a destinar recursos extra para revisar el caso de Ingela Eriksson, y si todos colaboramos, deberíamos dar con lo que se aparta de la norma en la desaparición de Minna Wahlberg.

Patrik pisó un poco más el acelerador. No veía el momento de llegar a casa, digerirlo todo y quizá comentarlo con Erica. A ella se le daba bien estructurar aquello en lo que él solo veía caos, y nadie le ayudaba tanto como ella cuando se trataba de poner orden en sus erráticas ideas.

Además, había pensado pedirle un favor. Y no tenía intención de poner en antecedentes a Mellberg, que era el que más protestaba por la mala costumbre de Erica de interferir en sus investigaciones. Aunque el propio Patrik se enfadaba con ella a veces, no podía negarse que Erica tenía la capacidad de descubrir puntos de vista diferentes a la hora de abordar las cosas. Palle le había pedido que aprovechara esa circunstancia, y su mujer ya estaba involucrada en el caso, en cierto modo, teniendo en cuenta que había encontrado una conexión entre Laila y la desaparición de las chicas. Había pensado si no debería mencionarlo en la reunión, pero finalmente decidió que no lo haría. Primero quería saber más, de lo contrario, existía el riesgo de que aquello los distrajera e interfiriese en la investigación, en lugar de contribuir a que avanzara. Erica aún no había encontrado nada que apoyara esa tesis, pero Patrik sabía por experiencia que, cuando ella tenía un presentimiento, valía la pena escuchar. En efecto, rara vez se equivocaba, lo que a veces podía resultar extremadamente irritante, pero tanto más útil. Y por eso pensaba pedirle que escuchara las conversaciones grabadas. Todavía tenían pendiente el gran reto de hallar un denominador común entre las chicas, y quizá Erica pudiera detectar algo que les hubiera pasado inadvertido a todos.

—Había pensado que podemos vernos mañana a las ocho para repasarlo todo —dijo—. Y pensaba pedirle a Paula que asistiera, si es que puede.

En el coche reinaba el silencio, y Patrik trataba de concentrarse en la conducción. El asfalto empezaba a estar demasiado resbaladizo para su gusto.

—¿Qué te parece, Bertil? —añadió al ver que su jefe no reaccionaba—. ¿Podrías preguntarle a Paula si tiene inconveniente en venir mañana?

Un sonoro ronquido fue cuanto obtuvo por respuesta. Echó una ojeada al asiento del copiloto. Sí, señor. Mellberg se había dormido. Estaría agotado después de una larga jornada de trabajo. Por la falta de costumbre, seguramente.