Capítulo 13
Por primera vez en mucho tiempo Anna había dormido profundamente y sin soñar nada. Cuando se durmió por fin, claro. Dan y ella estuvieron horas hablando, y decidieron dejar que se curasen las heridas, aunque les llevara tiempo. Decidieron seguir juntos.
Se tumbó de lado y extendió el brazo. Allí estaba Dan que, en lugar de darle la espalda, se llevó la mano de Anna al pecho. Ella sonrió al sentir el calor que se extendía por todo el cuerpo, desde los dedos de los pies hasta la barriga y… Se levantó a toda prisa, fue volando al cuarto de baño y llegó justo a tiempo de levantar la tapa del váter antes de vomitar.
—Cariño, ¿estás bien? —dijo Dan preocupado desde el umbral. A pesar de lo lamentable de la situación, se le llenaron los ojos de lágrimas de pura felicidad al oír que la llamaba «cariño».
—Me parece que tengo gastroenteritis o algo parecido. Llevo un tiempo con náuseas. —Se levantó temblando, abrió el grifo del lavabo y se enjuagó la boca. Aún notaba el sabor a vómito, así que puso pasta de dientes en el cepillo y empezó a cepillarse.
Dan se colocó detrás de ella y la miró a través del espejo.
—¿Cuánto tiempo?
—No lo sé, pero un par de semanas más o menos. Es como si no terminara de estallar la gastroenteritis —dijo con el cepillo en la boca. Entonces notó la mano de Dan en el hombro.
—Pero los síntomas de la gastroenteritis no son esos, ¿no? ¿No has pensado en otra posibilidad? —Sus miradas se cruzaron y Anna dejó de cepillarse los dientes. Escupió el dentífrico, se dio la vuelta y lo miró fijamente.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste la regla? —preguntó.
Anna trataba de hacer memoria.
—Pues… hace ya un tiempo. Claro que pensaba que se debía a todo el estrés… ¿Tú crees que…? Si solo fue una vez.
—Bueno, una vez puede ser más que suficiente, ya lo sabes. —Sonrió y le puso la mano en la mejilla—. ¿No sería maravilloso si fuera verdad?
—Pues sí —respondió Anna, y notó que acudían las lágrimas—. Sí, sería maravilloso.
—¿Quieres que vaya a la farmacia y compre un test de embarazo?
Anna asintió. No quería abrigar esperanzas, por si al final fuera una simple gastroenteritis.
—Muy bien, pues voy ahora mismo. —Dan la besó en la mejilla.
Ella se sentó en la cama a esperar, tratando de detectar algún síntoma. Pues sí, claro, el pecho se le antojaba un poco sensible e hinchado, y también la barriga. ¿Sería posible que hubiese una vida creciendo allí, en aquel paisaje árido en que se había convertido su cuerpo? Si era así, prometía que nunca daría nada por supuesto, que nunca se arriesgaría a perder otra vez algo tan raro y tan valioso.
Dan entró jadeante en el dormitorio y la sacó de su ensimismamiento.
—Aquí tienes —dijo, y le dio una bolsa de la farmacia.
Con las manos temblorosas, Anna abrió el envoltorio, lo miró con cara de pánico y entró en el cuarto de baño. Se sentó en el váter y sostuvo la tira entre las piernas, tratando de apuntar bien. Luego, puso la tira en el lavabo y se lavó las manos. Todavía le temblaban, y no podía apartar la vista del recuadro que le diría si su futuro iba a cambiar, si, una vez más, podrían dar la bienvenida a una nueva vida.
Oyó que se abría la puerta. Dan entró, se colocó detrás de ella y la abrazó. Juntos fijaron la vista en la tira. Y esperaron.
Erica solo había logrado dormir a duras penas unas cuantas horas. En realidad, habría querido ir enseguida, pero sabía que, al no haber llamado con antelación, no podría ver a Laila antes de las diez, como muy pronto. Además, tenía que llevar a los niños a la guardería.
Se estiró en la cama. Estaba tan cansada que se sentía rígida y torpe. Tanteó con la mano el sitio vacío a su lado. Patrik todavía no había llegado a casa, y se preguntaba qué habría ocurrido en la granja, si habían encontrado a Molly y a Marta y qué habría dicho Jonas. Pero no quería molestarlo por teléfono, aunque ella también tenía algo que contarle. Esperaba que valorase su contribución. A veces se irritaba cuando ella se inmiscuía en su trabajo, pero era solo porque se preocupaba, y en esta ocasión, él mismo le había pedido ayuda. Tampoco existía ningún riesgo de que le pasara nada. Lo único que iba a hacer era hablar con Laila; después podría dejarle a Patrik todos los datos, que podría usarlos para la investigación.
Aún en camisón y con el pelo revuelto, salió del dormitorio y bajó la escalera. Tener un rato de tranquilidad a solas y tomarse el café antes de que los niños se despertaran era todo un lujo. Se había llevado unos documentos para leerlos. Era importante ir bien preparada a la visita. Pero no había avanzado mucho en la lectura cuando oyó gritos en el piso de arriba. Soltó un suspiro, se levantó y subió para hacerse cargo de sus hijos, que, desde luego, tenían demasiada energía.
Después de haber superado todas las tareas matutinas y de haber dejado a los niños en la guardería, aún le quedaba un rato libre, así que pensó que podía volver a comprobar un par de detalles. Fue al despacho y se quedó de nuevo delante del mapa. Estuvo así un buen rato, sin ver ningún patrón. Luego entornó los ojos y se echó a reír. Mira que no haberlo visto antes… Era de lo más sencillo.
Alargó el brazo en busca del teléfono y llamó a la comisaría para hablar con Annika. Cuando colgó cinco minutos después, estaba más segura que nunca de que su suposición era cierta.
La imagen era cada vez más clara, y si, además, le contaba a Laila lo que había descubierto el día anterior, no podría seguir callando. Esta vez tendría que contarle toda la historia.
Con la esperanza renovada, salió y se sentó al volante. Antes de arrancar, se cercioró una vez más de que llevaba las postales. Las iba a necesitar para conseguir que Laila le desvelase los secretos que tantos años llevaba guardando.
Una vez en el psiquiátrico, anunció su llegada al vigilante.
—Hola, me gustaría ver a Laila Kowalska. No había pedido cita para hoy, pero ¿podríais preguntarle si quiere recibirme? Dile que quiero hablar con ella de las postales.
Erica contenía la respiración mientras esperaba delante de los barrotes de la verja. Enseguida oyó un zumbido, se abrió la puerta y se encaminó al edificio con el corazón martilleándole en el pecho. La adrenalina le recorría la sangre y la respiración se le aceleró y se volvió superficial, así que respiró hondo varias veces para tranquilizarse. Ahora no se trataba solo de un viejo caso de asesinato, sino de cinco chicas secuestradas.
—¿Qué es lo que quieres? —dijo Laila en cuanto Erica entró en la sala de visitas. La recibió de espaldas, mirando por la ventana.
—He visto las postales —respondió Erica al tiempo que se sentaba. Las sacó del bolso y las puso encima de la mesa.
Laila no se movió, el sol le daba en el pelo y, al llevarlo tan corto, se le veía claramente el cuero cabelludo.
—No deberían haberlas conservado. Les pedí expresamente que se deshicieran de ellas. —No sonaba enfadada, más bien resignada, y Erica creyó oír cierto tono de alivio.
—Pues no las tiraron. Y yo creo que tú sabes quién las envió. Y por qué.
—Ya me figuraba yo que, tarde o temprano, descubrirías algo. En el fondo, eso era lo que esperaba. —Laila se dio la vuelta y se desplomó en la silla, enfrente de Erica. Bajó la vista y comenzó a observarse las manos, que tenía entrelazadas encima de la mesa.
—No te atrevías a contarlo porque las postales eran amenazas veladas. Contenían un mensaje que solo tú comprenderías. ¿Me equivoco?
—Ya, ¿y quién iba a creerme? —Laila se estremeció, las manos le temblaban levemente—. Tuve que proteger lo único que me queda. Lo único que todavía significa algo.
Levantó la vista y observó a Erica con sus ojos azul hielo.
—Tú lo sabes, ¿verdad?
—¿Que Peter está vivo y que puede estar en peligro? ¿Que es a él a quien estás protegiendo? Sí, me lo imaginaba. Y creo que tu hermana y tú tenéis un contacto mucho más estrecho de lo que habéis querido hacernos creer. Que la enemistad entre vosotras es una cortina de humo tras de la cual esconder que ella se hizo cargo de Peter cuando vuestra madre murió.
—¿Cómo lo supiste? —dijo Laila.
Erica sonrió.
—En una de nuestras conversaciones mencionaste que Peter ceceaba, y cuando llamé a tu hermana, respondió un chico que dijo que era su hijo. Y ese chico ceceaba también. Al principio pensé que sería el acento español. Me llevó un tiempo relacionarlo y, por supuesto, no tenía pruebas.
—¿Cómo sonaba?
Erica sintió una punzada en el corazón cuando se dio cuenta de que Laila llevaba todos aquellos años sin ver a su hijo y sin hablar con él. En un impulso, le dio la mano.
—Sonaba agradable y simpático. De fondo se oían las voces de sus hijos.
Laila asintió, y no retiró la mano. Se le humedecieron los ojos y Erica vio que luchaba por contener el llanto.
—¿Qué pasó cuando tuvo que huir?
—Llegó a casa y encontró muerta a mi madre, a su abuela. Comprendió quién lo había hecho, y que él también estaba en peligro. Así que se puso en contacto con mi hermana, que le ayudó a ir a España. Y se ocupó de él como si fuera su propio hijo.
—Pero ¿cómo se las ha arreglado todos estos años sin documentos de identidad? —dijo Erica.
—El marido de Agneta es un alto cargo político. De alguna forma, le consiguió a Peter una documentación nueva según la cual era hijo suyo y de mi hermana.
—¿Has comprendido la conexión entre los matasellos de las postales? —preguntó Erica.
Laila la miró sorprendida y retiró la mano.
—No, ni siquiera he pensado en ellos. Solo sé que, cada vez que desaparecía una chica, me enviaban una postal; y lo sabía porque, unos días después, recibía una carta con el recorte de periódico.
—¿Ah, sí? ¿Y desde dónde te enviaban las cartas? —Erica no podía ocultar su asombro. De eso no estaba ella enterada.
—Ni idea. No había remitente, y siempre tiraba los sobres. Pero la dirección no iba manuscrita, sino en un sello, igual que en las postales. Como comprenderás, me asusté muchísimo. Comprendí que habían descubierto a Peter y que quizá fuera el siguiente. No podía interpretar de otro modo la imagen de las postales.
—Lo comprendo. Pero ¿cómo interpretabas lo de los recortes? —Erica la miraba llena de curiosidad.
—Como te decía, yo solo veía una alternativa. Que la Niña estaba viva y quería vengarse quitándome a Peter. Los recortes eran un modo de decirme de qué era capaz.
—¿Cuánto hace que sabes que sigue viva? —preguntó Erica en voz baja, aunque el eco de sus palabras resonó en la habitación.
Le clavó la mirada azul hielo y Erica vio reflejados en sus ojos todos aquellos años de secretos, de dolor, de pérdida y de ira.
—Desde que mató a mi madre —dijo Laila.
—Pero ¿por qué lo hizo? —Erica no tomaba notas, solo la escuchaba. Ahora no era importante hacer acopio de material para su libro. Ni siquiera sabía si iba a ser capaz de escribirlo.
—¿Quién sabe? —Laila se encogió de hombros—. ¿Venganza? ¿Porque quería y porque disfrutaba con ello? Nunca entendí qué le pasaba por la cabeza. Era un ser extraño que no funcionaba como las demás personas.
—¿Cuándo notaste que algo fallaba?
—Pronto, casi desde el primer momento. Las madres sabemos cuándo falla algo. Aun así, nunca… —Giró la cabeza, pero Erica pudo apreciar el dolor en la expresión de su semblante.
—Pero ¿por qué…? —Erica no sabía cómo expresarse. Era difícil formular esas preguntas, y las respuestas serían, sin lugar a dudas, difíciles de comprender.
—No lo hicimos bien. Lo sé. Pero no teníamos ni idea de cómo afrontarlo. Y Vladek venía de un mundo cuyas costumbres e ideas eran muy distintas. —Miró a Erica como suplicante—. Era un buen hombre, pero tuvo que enfrentarse a algo que lo superaba. Y yo no hice nada por detenerlo. Todo iba de mal en peor, la ignorancia y el miedo se apoderaron de nosotros y reconozco que, al final, llegué a odiarla. Odiaba a mi propia hija. —Laila dejó escapar un sollozo.
—¿Cómo te sentiste cuando te diste cuenta de que seguía viva? —dijo Erica.
—Lloré cuando me dijeron que había muerto. Créeme, lloré. Aunque más bien lloraba a la hija que no tuve. —Miró a Erica a los ojos y respiró hondo—. Pero lloré más aún cuando comprendí que, a pesar de todo, estaba viva y había matado a mi madre. Lo único que podía esperar era que no me quitara a Peter también.
—¿Sabes dónde está?
Laila negó con vehemencia.
—No. Para mí no es más que una sombra maligna que pulula por ahí. —Luego entornó los ojos—. Pero tú sí lo sabes, ¿no?
—No estoy segura, pero tengo mis sospechas.
Erica extendió las postales sobre la mesa, todas boca abajo.
—Mira, los matasellos de estas postales dicen que todas se enviaron en una zona que abarca desde uno de los pueblos en los que desapareció una chica hasta Fjällbacka. Me di cuenta porque los marqué todos en un mapa de Suecia.
Laila observó las postales y asintió.
—De acuerdo, pero ¿qué significa eso?
Erica se dio cuenta de que había empezado por el final.
—Verás, la policía acaba de descubrir que, justo el día en que secuestraban a las chicas, había una competición hípica en el pueblo. Puesto que Victoria desapareció cuando iba a casa desde la escuela de Jonas y Marta, ellos dos siempre han estado presentes en la investigación. Al descubrirse que las competiciones eran el denominador común y, además, yo me di cuenta de lo de los matasellos, empecé a preguntarme…
—¿Qué? —dijo Laila conteniendo la respiración.
—Te lo contaré, pero antes, quiero oír lo que pasó el día en que murió Vladek.
Primero hubo un largo silencio. Luego, Laila empezó a hablar.