Capítulo 14

Wilde

FLORA GASCÓN se despierta con la frialdad de un muerto. Destapada y aún sufriendo las visiones de las pesadillas que la han acuciado durante la noche, escucha el sonido de su teléfono móvil y contesta de inmediato. Es Armand.

—¿Cómo te encuentras? Menudo susto me diste ayer.

—Lo siento, Armand, creo que estoy demasiado cansada y tengo que dejar el tabaco de una vez por todas. Me ahogaba.

—Por casualidad se me ocurrió ir a buscarte a la tumba. Y cuando te vi allí tirada… Menos mal que recuperaste el conocimiento enseguida. Creo que deberías ir al médico.

—De verdad que estoy bien. Solo se me abrió de nuevo la herida del labio. ¿Has desayunado ya?

—No, te estaba esperando.

—Dame veinte minutos. Acabo de abrir los ojos.

Flora cuelga y se despereza. Anoche, cuando llegó al hotel, en vez de acostarse y descansar, se puso a leer el libro de Wilde. Devoró las páginas hasta que se quedó dormida con él entre las manos. Era como si le estuviera hablando Bella Nur. Flora ha subrayado varios pasajes que cree importantes para su investigación:

Las únicas personas de verdad son las que nunca existieron, y si un novelista tiene la vileza de tomar de la vida sus personajes, al menos debería aparentar que son creaciones y no hacer alarde de que son copias. Lo que justifica a un personaje de novela no es que otras personas sean como son, sino que el autor sea como es. De otro modo la novela no es una obra de arte.

La clave del misterio está en la escritora, como estuvo desde el principio, se dice Flora. Ella es la pieza fundamental del puzle. Le duele la cabeza, apenas puede pensar.

«… escribir novelas tan coincidentes con la vida que es imposible aceptar su verosimilitud.»

«El arte se debe a sí mismo. No debe atender a la verdad.»

Qué bien cumplió esta premisa, piensa Flora mientras deja que el chorro de agua caliente de la ducha le reconforte el cuerpo maltrecho por una noche de fantasmas.

Armand la espera en la mesa del comedor donde suele sentarse, junto a la ventana. Está muy atractivo con una camisa negra y unos pantalones vaqueros. El cabello aún húmedo, peinado hacia atrás.

—He pedido café.

—Te lo agradezco. Lo necesito.

—Flora, ¿quién es el hombre al que creíste ver ayer? Le llamaste Paul. ¿Pensaste que era el hombre que desapareció, Paul Dingle? ¿Es que se parecía a como Bella Nur lo describe en la novela?

Flora unta mantequilla en una de las tostadas que Armand ha llevado a la mesa.

—Armand, cómo te lo explicaría. Entiendo que pueda parecerte una paranoica que ve personajes de una novela en pleno zoco, u hombres desaparecidos en el año 1951. Y aun así quieres desayunar conmigo. Eres un encanto.

—Ese Paul no puede estar vivo, Flora. Sería una reliquia.

—Lo sé.

—¿Cuántos años tenía cuando desapareció?

—Treinta y nueve. —Y entonces Flora decide que sí, que debe contárselo—: Armand, tuve una aventura en Madrid con un hombre que era físicamente igual que Paul Dingle o muy parecido al menos. Llevaba el mismo anillo que se describe en la novela y el retrato en la cartera de un hombre vestido de militar, como Paul Dingle en Niebla en Tánger. Y además, tenía el libro en su mesilla de noche, desmenuzado, lleno de anotaciones y post-it.

El camarero lleva una jarra con café y otra con leche caliente.

—¿La señora querrá tortilla o huevos fritos o revueltos? —le pregunta en francés.

—Nada, gracias.

—¿Cuándo sucedió eso, Flora?

—Hace poco más de una semana. El viernes 11 salí a cenar con mis amigas del colegio, le conocí en un pub y pasamos la noche juntos. Ese domingo habíamos quedado en encontrarnos en un café de Madrid y no acudió a la cita. Es todo lo que sé de él. Y unos cuantos mensajes apasionados que me envió y un teléfono al que no contesta. Compré la novela que él leía y lo demás ya lo sabes.

—Viniste a Tánger a buscarle, a averiguar qué pasaba.

—Algo así.

—¿Puedo preguntarte por tu marido?

—Es funcionario del Ministerio de Justicia, le apasiona la televisión. No discutimos nunca, o casi nunca. No me pone una mano encima o apenas me la pone, y así es difícil tener hijos. Quizá tampoco sea culpa suya, quizá soy yo, que ya soy demasiado mayor y fracaso mes tras mes.

—El que no os acostéis no ayuda, desde luego.

—Por lo demás se podría decir que llevamos una vida cómoda, perfecta, tan perfecta que es inexistente.

—¿Lo has hablado con él?

—Dice que no pasa nada, que me quiere. Solo es el día a día, que le agota. Tiene discusiones constantes con su jefe, que no deja de fastidiarle. Me siento en la obligación de ser comprensiva, de disculparle.

Flora da un mordisco a la tostada. Me he levantado sincera, piensa, quizá demasiado. No podía mentir más a Armand. Al contrario, se siente bien al habérselo contado.

—Yo estoy en una situación parecida con mi mujer —dice él—. Llevamos treinta y tantos años casados y nos hemos distanciado tanto que podríamos decir que cada uno hace su vida. Yo no he tenido amantes y supongo que ella tampoco, pero nuestra convivencia es pura inercia, siento que vivo en una especie de letargo, en el que me he acomodado y del que no sé cómo salir, o lo sé y lo temo.

—Vivir anestesiado. Mi psicoanalista dice que es más fácil que romper con la rutina, por todo lo que ello conlleva. Nuevos riesgos que afrontar.

—Tienes un psicoanalista, al menos, eso es un primer paso, Flora, buscas la forma de solucionarlo.

—Se ha convertido en una gran amiga.

Beben café.

—La muerte de mi padre ha sido un revulsivo. Ya huérfano, me pregunto quién soy, qué he hecho con mi vida y si es esta la que quiero llevar hasta que me muera. Tenía asuntos que solucionar con mi padre, los fui aplazando por falta de tiempo, por no saber cómo afrontarlos, y ahora ya no tiene remedio. Se ha ido. ¿Quiero que me pase lo mismo con el resto? Este viaje a Tánger, a pesar de que refunfuñé un poco porque me tocaba venir a mí a encargarme de todo, ha sido una vía de escape. La oportunidad de estar solo, de parar la máquina engrasada del día a día que te engulle y te agota. Regresar a mis orígenes, a mi ciudad, al niño que soñaba con ser artista, con pintar el mundo. Indagar en el hombre en que me he convertido. Y además he tenido la suerte de encontrarte, de compartir contigo momentos como este.

—Tánger es una especie de Camelot, un estado de ánimo, como decía tu tía. Venimos los perdidos, los que huimos de nuestro mundo real porque no sabemos qué hacer con él. —Flora sonríe.

—Venimos a la ciudad que fue y ya no es.

—A descubrir la nueva, quizá.

—¿Y si esta noche nos vamos a escuchar música tradicional a un local que hay en la plaza de la Kasbah?

—Me encantaría —responde Flora, y da otro mordisco a su tostada.

k

Armand se ha marchado a otra reunión con el abogado y luego a una empresa de subastas como opción para deshacerse de los muebles de la casa familiar. Hace un día soleado en Tánger. Flora ha subido a la azotea. Saca la cajetilla de tabaco del bolso, la abre, juega con la boquilla de un cigarrillo y la guarda de nuevo sin fumárselo. Mira hacia el Estrecho mientras piensa en lo que le sucedió anoche. ¿Por qué llegó hasta la tumba de Ibn Battuta siguiendo a Paul? ¿Y si no fuera casual? ¿La guio Paul hasta allí por alguna razón?

Cada vez está más convencida de que quería decirle algo. Las palabras de Rachel Cohen vuelven a ella: «Fue un caso muy sonado, salió hasta en el periódico». Flora abandona la azotea. Baja la escalera del riad deprisa, se le acaba de ocurrir una idea.

—¿Hay alguna hemeroteca en Tánger? —le pregunta al recepcionista.

La biblioteca del Instituto Cervantes se llama Juan Goytisolo en honor al escritor español, y sí, tiene una hemeroteca.

—¿Qué está buscando? —le pregunta a Flora una mujer joven con aspecto agradable.

—Periódicos de unos días concretos del mes de diciembre de 1951.

—Tenemos el Diario España de esas fechas.

—¿Cómo puedo buscarlo?

Ella la guía hasta uno de los ordenadores y le muestra cómo debe realizar la búsqueda.

—El Diario España se leía mucho en la Península, sobre todo en Andalucía, porque no sufría la censura de Franco, ¿comprende? Era prensa libre. En esa época tenía mucho valor. Quizá hoy debieran aprender también de su espíritu. —La mujer sonríe.

Flora se queda sola frente al ordenador. Si Paul Dingle desapareció la noche del 24 de diciembre, como pronto saldría la noticia el día 26 o el 27. El 25, día de Navidad, no habría prensa. Flora comienza su búsqueda por el día 26. Lee noticias de todo tipo, pero nada relacionado con lo que le interesa. Al llegar al día 27 tiene más suerte, en la mitad del periódico hay una pequeña nota que dice: «Se encuentra muerto de un disparo a un hombre en la tumba de Ibn Battuta. Aún se desconoce su identidad».

Día 28, una breve columna:

El hombre hallado muerto en la tumba de Ibn Battuta ha sido identificado como Michel Lefont, de nacionalidad francesa. Sirvió en el cuerpo de Paracaidistas de la Francia Libre durante la guerra, donde sufrió la amputación de un brazo al estallarle una bomba en el campo de batalla. Algunos testigos lo vieron discutir con un hombre que ha sido identificado como Paul Dingle, quien trabajaba como pianista en el hotel Dar Kasbah. Dicho hombre desapareció la noche de Nochebuena, el mismo día del asesinato. Las investigaciones policiales concluyen que su esposa, Irina Levingstone, dueña del hotel Dar Kasbah, fue la última persona que le vio con vida. Ha testificado que tras encontrarse con él en el puerto, su marido no regresó a casa.

Paul asesinó al hombre manco. Debió de morir al poco tiempo de que huyera junto a Marina. Bella Nur omitió esa información en la novela, lo que le daba a Paul un motivo para haber huido de Tánger. La policía le estaba buscando. He aquí una nueva hipótesis para la desaparición de Paul. Sin embargo, el periódico coincide con la novela en que Marina fue la última persona que vio a Paul vivo. ¿Llegaría él a la casa afrancesada?, ¿se encontraría con Samir en ella? Samir tenía motivos para desear la desaparición de Paul, al igual que Laila-Alisha. Su amante se había casado con su madre e iban a tener un hijo. Marina (Irina) ¿también tenía motivos? ¿Había descubierto la relación entre su hija y su marido, tal y como relata la novela? ¿Hasta dónde llega la verdad de Bella Nur? ¿Hasta dónde el arte ha modelado esa materia bruta que es la vida real? ¿Dónde empieza y termina la ficción? Estos son los pensamientos de Flora cuando abandona el Instituto Cervantes.

Camina por la calle ensimismada en ellos. Ha decidido pasar por la comisaría para recoger sus documentos. No puede aplazar más su encuentro con el inspector Abdelán, y además necesita su pasaporte para volver a España en dos días. Tuerce por una de las callejas más estrechas camino de la Medina, cuando oye chirriar unos neumáticos y un coche se le viene encima. Flora corre hacia la acera, el coche se sube a ella también, pero en el último momento, en vez de atropellarla, la esquiva y continúa a gran velocidad calle abajo. Nadie se acerca a Flora. Las pocas personas que había alrededor se limitan a mirarla. De nuevo le cuesta respirar. Tiene una opresión en el pecho, las mejillas congestionadas. Se apoya en la pared e intenta recobrar el aliento. Iba demasiado absorta en las distintas hipótesis sobre la desaparición de Paul y no ha visto el coche, ¿o es que han intentado atropellarla?

Comienza a caminar hacia la comisaría. El corazón le late en todo su cuerpo. Se ha mordido el labio en la herida que se hizo al caerse el primer día y vuelve a sangrarle. Cálmate, se dice. No ha sido más que un accidente, ¿o no?

El comisario Abdelán la recibe enseguida. Su perfume a madera inquieta a Flora cuando entra en el pequeño despacho. Pulcro, ordenado, tan solo el tufillo a fritura del restaurante de al lado, que se cuela en pequeñas bocanadas, perturba la meticulosidad que desprende cada rincón.

—Confiaba en que apareciese hoy en busca de sus documentos.

—No puedo irme sin ellos.

—¿Qué le ocurre? Parece agitada y le sangra el labio.

—Casi me atropellan cuando me dirigía hacia aquí. Aunque iba distraída, estoy segura de que miré antes de cruzar la calle. Y el coche se me echó encima.

—¿Cree que fue intencionado?

Flora duda antes de contestar. ¿Quién querría atropellarla?

—Supongo que solo era alguien que iba como un loco.

—¿Recuerda qué coche era? ¿Pudo ver la matrícula?

—No, se alejó muy rápido. Era de color verde. Viejo… No podría darle más datos. Corrí hacia la acera y me quedé algo conmocionada durante unos minutos.

—¿A quién conoce en Tánger? ¿Ha tenido contacto con alguien?

—Conozco a Armand Cohen; bueno, acabo de conocerle en el hotel donde me alojo y nos hemos hecho amigos. Él nació aquí, aunque vive en Francia.

—¿Judío sefardí?

—Sí.

—¿Y a quién más?

Flora duda. «Arriesgate, querida.» Las palabras de Deidé la impulsaron a llevarse el amuleto que luego le ha servido en su investigación.

—La escritora Bella Nur. ¿La conoce?

No parece sorprendido.

—Por supuesto. Ha luchado mucho por los derechos del pueblo bereber.

—Ella pertenece a esa etnia.

—Lo sé. Yo también.

Flora le mira a los ojos, los encuentra fijos en los suyos. Son hermosos, dotados del maquillaje de la naturaleza, como decía Marina.

—Por eso investiga el caso del expolio de las piezas bereberes y le interesaba tanto el robo de mi amuleto.

—No solo por eso. Usted denunció un robo, semejante a otras denuncias previas. Aunque el caso me interesa especialmente, no voy a negárselo. Bella Nur me ha llamado para informarme sobre el amuleto de su amigo.

—Yo le di su tarjeta —dice Flora.

—Lo sé.

—¿Y qué le ha dicho?

—Es confidencial.

—Ella ha escrito una novela sobre la desaparición de Paul Dingle. Verá. Es real que un hombre llamado así desapareció en el puerto de Tánger el 24 de diciembre de 1951. Y nunca se supo qué fue de él. En la novela se da a entender lo mismo que dijeron los periódicos de la época: la última persona que le vio con vida fue su mujer, y creo que llegaron a considerarla sospechosa. Finalmente no pudieron probar nada. La novela desvirtúa un poco la realidad. Aunque menciona una relación entre la joven hija adoptada de ella y su marido.

—Lo sé —repitió Abdelán.

—¿Lo sabe? ¿Ha leído la novela?

—La señora Nur la ha llamado Flora Linardi —pronuncia el apellido con énfasis—. Explíqueme por qué se ha hecho pasar por otra persona y por qué está obsesionada con la señora Nur y con ese personaje de su novela hasta imaginar que ha tenido una aventura con él.

Flora se queda callada por un instante.

—Es un hombre real, de carne y hueso, también. —Siente fuego en la garganta—. Yo me acosté con él no hace ni dos semanas en Madrid y él me escribió. —Flora no puede creer lo que acaba de contarle al policía.

—¿Le robó usted el amuleto a la señora Nur?

—¿Qué está diciendo? Se le cayó a Paul en la habitación del hotel y lo recogí para devolvérselo. Mire los mensajes de WhatsApp.

Flora saca el móvil, busca el chat de Paul y le muestra los wasaps al inspector.

—Veo que son de carácter bastante personal e imaginativo. Hablan de la liberación de París. Él va a buscarla en un zepelín no sé adónde.

Dios mío, piensa Flora, al supermercado con los ejércitos de embarazadas. Eso no puedo decírselo, y mientras mi marido compraba latas de caballa. Respira con dificultad.

—¿A qué ha venido a Tánger en verdad? ¿A acosar a la escritora para que le hable de su personaje y le diga dónde está?

—¿Me está llamando paranoica? Yo sé muy bien con quién me acuesto. —Si me oyera Deidé, piensa, me echaría en cara adónde me han llevado mis historias quijotescas—. Yo no he robado el amuleto —continúa después de tomar aire—. Me lo han robado a mí. Paul Dingle existió. Vaya a la hemeroteca y compruebe lo que le digo en los periódicos.

—¿Y cómo pudo acostarse usted con él? Si me permite, ¿no dice que desapareció en 1951? ¿Se acostó con su fantasma?

—¿Se está riendo de mí?

—¿O acaso hay un impostor?

—Es muy posible. Alguien que se parece y se hace pasar por Paul. —Flora se queda pensativa.

—¿De verdad? No vuelva a acosar a la señora Nur con su ensoñaciones. Es mayor y está delicada de salud.

Flora está a punto de decirle al inspector que Bella Nur es otro personaje de la novela: Laila, Alisha en la vida real.

—¿Por qué resopla por la nariz como un caballo? —le pregunta él.

—¿Me ha tomado por una loca?

—Yo no, señora Gascón, los hechos.

Flora está agotada. Es la primera discusión que tiene en francés y como siga así puede acabar en un manicomio marroquí. Deidé la llamaría don Quijote más que nunca.

—¿Ha encontrado el amuleto?

—Aún no. ¿Lo tiene usted?

—Ya le dije que me lo robaron en el hammam. Y tampoco he encontrado a Paul Dingle. Un hombre ha desaparecido, eso es lo que puedo contarle.

—¿En 1951 o en 2015?

Flora está a punto de decirle que le jodan, en español. Respira hondo de nuevo y se muerde aún más el labio inferior.

—Se está haciendo sangre.

Puede oír las palabras de Deidé. «¿Te autolesionaste además delante del policía, Florita?» Saca del bolso el pañuelo de Armand y se lo pone en la herida.

—Aún no me ha dicho por qué utiliza un nombre falso —insiste el inspector.

Meterse en la caracola de otro al final le ha traído problemas.

—No es falso. Linardi era el apellido de mi abuela y lo uso como seudónimo, podría decirse. Escribo un blog literario, o voy a escribir, y me presento así.

—Lo comprobaré.

—¿Qué va a comprobar? Aún no lo he empezado. Deme mis documentos, mi pasaporte y mi DNI, por favor, he de marcharme. —Flora se aprieta el pañuelo contra el labio.

—Aún no, señora Gascón. Digamos que los voy a mantener un día en custodia hasta que haga una serie de comprobaciones.

—Es a mí a la que robaron y a la que han intentado atropellar.

—Hace un momento se inclinaba más bien por la tesis del accidente.

—Creo que me estoy acercando a la verdad de lo que sucedió con Paul Dingle, demasiado quizá.

—¿Al personaje de la novela, se refiere?

—Ya le he dicho que es un hombre real también. Un caso sin resolver por la policía.

—Entonces eran los franceses los que se ocupaban, no nosotros.

—Pues resuélvalo usted si tiene jurisdicción. Los asesinatos no prescriben nunca, ¿no? Y ahora deme mis documentos.

—Vuelva mañana y veremos qué ocurre. Y mientras, recuerde que no debe acosar a nadie más que le recuerde al personaje de una novela. Y menos a la escritora.

—Veremos quién ha acosado a quién.

Flora se marcha del despacho y cierra la puerta de un golpe. Un calor sofocante le ahoga el pecho. Cómo ha podido hablarle así a un policía en Marruecos y en francés. En los últimos años solo utiliza ese idioma para explicar cómo debe hacerse un zumo o aspirar una alfombra. Se retira el pañuelo del labio y ve bordadas las iniciales. A. C., Armand Cohen. Le viene a la cabeza la imagen de Bella Nur limpiándose los labios de chocolate con la servilletita de hilo. Tenía bordado lo que Flora interpretó como un once o quizá un dos en números romanos. Estaba equivocada, se dice.

II. Irina Ivannova.

La colcha, la casa, ahora las servilletas. Bella Nur es Alisha Levinsgtone. Flora lo va a confirmar, y ya sabe cómo hacerlo.