Capítulo 8

La Axia Kandisha

PAUL, mi Paul maldito. Llevado por el viento como una hoja seca, de un lugar a otro, contra tu voluntad… condenado, piensa Flora mientras Armand le sirve un poco de ensalada en su plato. Están cenando en el restaurante del hotel. A su regreso de Villa Joséphine, Flora se lo ha encontrado en una mesa solitaria junto a la ventana. Él la ha llamado con su mirada de gato, agitando una mano cuya simpatía era imposible evitar.

—La Axia Kandisha —repite Armand y sonríe—, claro que he oído hablar de ella. Es muy famosa en el folclore judío de Tánger.

—Lo imaginé, habiéndote criado aquí.

—Emigré con mi familia a Marsella en 1963, pero todo aquel que ha vivido en Tánger, por poco que sea, la conoce. Recuerdo que mi madre nos decía a mi hermano y a mí que en esta ciudad nadie era del todo judío, ni cristiano, ni musulmán, éramos lo que quería el viento. Ella tenía amigas musulmanas que por encontrar novio rezaban a san Antonio; amigas judías que le pedían hijos a la Virgen María y amigas cristianas que para que su hombre se esfumara invocaban a la Axia Kandisha. Ya podéis portaros bien cuando tengáis novia, nos decía mi madre. Yo le tenía un miedo atroz a la Axia Kandisha porque solo se llevaba a los hombres.

—En las noches de viento, ¿verdad? —pregunta Flora. No puede probar la ensalada.

—Eso es. Tiene que pedirlo una mujer. La Axia Kandisha es un ser nocturno, con patas de cabra y torso de mujer. Algunos dicen que es de una belleza nunca vista, con una larga cabellera negra y la tez de miel; otros, por el contrario, aseguran que es temible cuando muestra su verdadero rostro. A veces llama a las puertas de las casas, otras se lleva a los hombres sin más. ¿Serás clemente conmigo? —Armand la contempla sonriendo.

A Flora le sorprende la broma. Se pregunta si él estará casado. Se fija en su mano derecha y ve en ella una alianza. Sin embargo, también le parece que se siente solo. Sus movimientos son melancólicos, su hablar pausado, su mirada distraída salvo cuando la observa fijamente alumbrándola con los ojos amarillos.

—Depende de cómo te portes —responde.

Ahora es Flora Linardi de pelo rojo y barbilla partida, bloguera literaria.

Armand le sirve un poco de vino tinto y ella apura la copa. Tenía pensado poner en orden las notas de su libreta esa noche, relacionar cuanto le ha ocurrido. Decidir los siguientes pasos que dará. Quería tener la cabeza lúcida para reflexionar sobre su encuentro con Bella Nur, desmenuzarlo como una buena detective. Solo beberé esta copa, después del postre pondré alguna excusa y me subiré a la habitación.

—¿Hasta cuándo te quedarás en Tánger? —le pregunta Armand—. Si ya has conseguido encontrar a Bella Nur y entrevistarla.

—Lo cierto es que me gustaría volver a hablar con ella. Se me han quedado preguntas en el tintero. Tengo billete para el día 23.

—Yo para un día después.

—¿Y tú? ¿Qué te ha traído a Tánger?

—Te dije que mi padre había fallecido hacía unos meses, ¿verdad? Él solía venir aquí en verano, primero con mi madre y luego solo, cuando ella murió de un ictus hace unos años, para ver a los últimos judíos que quedan, treinta y dos en total; él los conocía a todos. La mayor es mi tía abuela, que tiene noventa y seis años; mi padre llevaba una macabra cuenta atrás. —Armand interrumpe su explicación, carraspea, da un sorbo de vino—. Tengo que ocuparme del piso donde vivía mi padre, del piso familiar, quiero decir. Yo nací allí. Mi hermano y yo hemos decidido venderlo. Él vive en Canadá, así que me ha tocado a mí venir a arreglar los papeles.

Flora se pregunta qué hace Armand alojado en un hotel si tiene un piso en la ciudad.

—¿Desde cuándo no regresabas a Tánger?

—Desde los dieciséis años.

—Es mucho tiempo.

—Nunca encontré el momento, aunque ahora me parece absurdo al decirlo. De joven hice amigos en Marsella y no quería venir con mi familia, prefería quedarme allí. Luego me casé. Mi mujer no soporta el calor, llegaron los hijos, el trabajo en una compañía de seguros donde aún continúo, las obligaciones…, y la vida pasa sin darse uno cuenta. Este verano mi padre me dijo que le acompañara, sabía que sería el último para él, aun así tenía trabajo y no pude. —Armand baja la mirada—. Si uno resume de esta forma su vida entran escalofríos. Acaso no hice algo más, me pregunto. —Se sirve vino, le ofrece a Flora, pero ella niega con un gesto de la mano.

—¿Cuántos hijos tienes? —Flora siempre ha envidiado esas familias con varios hijos que se ven en los supermercados con sus carros invadidos de cereales y yogures.

—Dos chicos, ya con veintitantos cada uno. Hacen su vida. Los veo poco. ¿Tú tienes hijos?

Flora siente una puñalada en el estómago.

—No. Estoy casada y aún no han llegado los hijos.

Escruta la mirada de Armand, avergonzada de lo que acaba de decir. Él pensará que ella ya es demasiado mayor, pobrecilla, todavía tiene la esperanza de que pueda ocurrir. Se abre un silencio entre ellos.

—Mañana iré a hablar con el abogado de la familia para iniciar los trámites de la venta; cuanto antes mejor.

—Yo intentaré ver de nuevo a Bella Nur. Esta misma noche empezaré a escribir mi artículo. Estoy impaciente.

Después de la cena, sube a la azotea a fumar un cigarrillo y Armand la acompaña. Le ha pedido uno. Hace mucho tiempo que no fuma y se atraganta con el humo. Ríen. La ciudad, desde lo alto de la Kasbah, es una única fortaleza al borde del mar.

k

Ha encendido una lamparita en su habitación y está sentada sobre la cama, en pijama, con las piernas cruzadas. Sabe que tiene que hacer un par de llamadas, ser Flora Gascón por unas horas.

—Mamá.

—Bendito sea Dios, ¡al fin! Creí que te habían raptado o trata de blancas, en esos países… ¿No había un congreso en otro lugar?

—No, mamá. Yo no los elijo. Estoy muy bien, el congreso muy interesante.

—Tu marido parecía preocupado.

—¿Preocupado? No sé por qué. Además no hace falta que hables con él, yo te tengo informada.

—¿Y comes bien?

—Ya sabes que me encanta la comida árabe.

—Y dime, ¿te fuiste con los deberes hechos? Me refiero a lo del niño, como estabas con la prueba esa… ¿Hay posibilidades?

—Las de todos los meses, a esperar.

—Esperaré con ilusión entonces.

—Te llamaré mañana, mamá, estoy cansada. Dale un beso a papá.

Flora cuelga. Se hace un ovillo en la cama. El óvulo de ese mes se ha convertido en nada. Desaprovechado. Perdido. Un desecho en su vientre. ¿Por qué le miento a mi madre? Flora tiene la sensación de que todavía es una niña asustada. Cuando habla con ella se le enciende un malestar en el pecho que la hace alejarse. Esconderse. Se pasó la infancia compitiendo con una hermana muerta, era agotador. Cada conversación con la madre siente que la decepciona y no lo soporta. Los muertos tiene ventaja, ya no obrarán mal ni bien. Solo queda un recuerdo que el tiempo transforma en lo que hace menos daño, en lo que nos ayuda a vivir. De no haber sido por los libros, los cuentos, por la fantasía donde podía refugiarse, no sabe qué habría sido de ella. «Florita, cómodos o incómodos vivimos dentro de los límites que nos imponemos y nos imponen, más allá de ellos está lo desconocido. Hay que tener valor para traspasarlos.» Las palabras de Deidé irrumpen en su cabeza. Deidé, mi querida Deidé, ¿quién soy?

—Quién vas a ser vos, querida, ¿te me pusiste mística, sufí, por influjo de las tierras moras?

Flora tiene el portátil encima de las piernas, ha llamado a Deidé porque iba a sufrir otra crisis de llanto.

—No me siento una mujer.

—No empecés, Florita.

—Estoy utilizando el nombre de mi abuela. Me gusta jugar a que soy ella, a que poseo su fuerza y soy coherente con mi vida, cueste lo que cueste.

—¿Por qué usurpaste la caracola de otro, Florita, acaso sos vos un cangrejo ermitaño?

Deidé Spinelli lleva un vestido de fiesta y los labios pintados de rojo.

—¿Vas a salir?

—A airear los calores de la menopausia con una cita.

Flora se ríe, luego tose. El aire le falta en los pulmones. Se pone roja.

—Nada de muertes virtuales, querida, no me jodás el plan.

Deidé la mira con preocupación.

—¿Volviste a fumar? No podés ni responder a la pregunta de lo jodida que te encontrás ahora mismo. La fantasía está contraindicada para vos, te la prohíbo, Florita, no te moriste de milagro de niña, a ver si te me vas a morir ahora jugando a los detectives. Nada de meterte más en la caracola de otros, vos sos Flora Gascón, tenés que encontrar tu propia caracola.

Flora intenta sonreír. A los siete años durmió una noche de noviembre en la terraza de su casa esperando a que fuera a buscarla Peter Pan igual que hizo con Wendy. Quería ir al País de Nunca Jamás y Peter se lo había prometido. Le costó una neumonía, tres meses de hospital y una crisis nerviosa de su madre que veía cómo el destino trataba de arrebatarle otra hija.

Flora se ha levantado a por la botella de agua mineral, da un par de sorbos y la tos cede.

—Ya pasó. —Vuelve frente al ordenador.

—¿Sabés lo que decía Freud sobre las adicciones, Florita?

—¿Que son producto de la frustración?

—No, sustitutivos de la masturbación. Termina igual, pero no es lo mismo. Ya ves vos. Lo decía él, que fumaba puros sin parar y murió de cáncer de boca. Así que masturbate, querida, ya lo sabés, y no te matés más. Vos verás entonces si sos o no una mujer. Mirá entre tus piernas. Y sobre todo mirá adentro. Bajá por la escalera del corazón hasta el fondo del castillo.

—Siempre me alegras el día. —Flora sonríe.

—Y ahora dame noticias de tu Paul. Tengo un pibe abajo esperándome en un auto.

—Encontré a la escritora. Gracias a un hombre que he conocido, un judío sefardí.

—Vos no te sentís mujer y últimamente no parás de ligar con hombres. ¿Este al menos no será un personaje de novela? Dime que no, Florita, ten compasión de esta pobre menopaúsica…

—No es nada de lo que piensas. Es mayor y está casado.

—Aunque más que hombres te hacés falta vos, querida.

Flora le cuenta a grandes rasgos su conversación con Bella Nur en Villa Joséphine.

—A Paul se lo llevó la mujer del saco, como diríais en España, Florita. Ya terminaste de investigar entonces.

—Está el colgante, Deidé. Un amuleto bereber. Bella Nur lo reconoció. Sabía que era de Paul y no aparece en la novela, como te dije. Pertenece al Paul real, al Paul que ella conoce y sobre el que escribió el libro, estoy segura. El Paul con el que me acosté. No lo contó todo sobre él, hay más. A eso me llevan mis deducciones.

—Entonces, si como me dijiste desapareció en 1951, tu Paul sería como un Dorian Gray de Wilde, sin envejecer, pero este danzando por el mundo a la conquista de mujeres.

—Tú lo has dicho, Deidé, como Dorian Gray. Está maldito.

k

Amanece nublado. Tánger se difumina en un baño de vapor. Las nubes son tiras de humo que empañan el cielo. Es uno de esos días en los que Flora está más delicada. La capa invisible que recubre su piel ha desaparecido y cuanto le ocurre o cuanto toca lo percibe con más intensidad que habitualmente, así suele explicárselo ella. Flora, hoy vives entre dos realidades. No se siente del todo en el mundo cotidiano sino a caballo entre este y otro formado por sus sensaciones, por su imaginación. La gente que pasa a su lado, los coches, los escaparates de las tiendas, los gatos de la Medina, los percibe blandos, distantes; ella apenas existe, apenas es corpórea, de carne y hueso, flota, a veces duda incluso de que la puedan ver, de que la escuchen. Sin embargo, el recepcionista del hotel la ha hecho salir de su ensimismamiento al pasar frente al mostrador, después del desayuno.

—Tengo una nota para una huésped: Flora Linardi. Le dije a la mujer que la ha traído que no había ninguna persona alojada con ese nombre en el hotel. Es una señora española, ha insistido ella, por eso se me ha ocurrido preguntarle, aunque usted se llama Flora Gascón.

—Flora Linardi es mi nombre artístico —ha tartamudeado ante los ojos escrutadores del hombre—, soy escritora y utilizo ese apodo en mis artículos —añade con la voz más firme. Acaba de entrar en una nueva caracola.

El recepcionista le ha entregado la nota. Un sobre de color azul pálido, papel satinado.

Querida Flora:

Me gustaría disfrutar de nuevo de tu compañía, que ayer me fue muy grata.

Si puedes acercarte a mi casa a las 16.00, degustaremos un chocolate caliente con magdalenas de Proust.

Bella Nur

En una tarjetita aparte, también de color azul, viene escrita la dirección del domicilio.

A Flora le ha fascinado que la invitación no llegase a ella a través del teléfono o del correo electrónico, sino de un modo epistolar, tan decadente. La despedida de Bella Nur en Villa Joséphine fue muy cordial. La escritora quiso saber dónde se alojaba, y ella pensó que se trataba de simple curiosidad o cortesía. No le comentó nada entonces de volver a encontrarse.

Flora le ha preguntado al recepcionista si sería posible enviar una nota a una dirección de la ciudad, pero no prestan ese servicio en el hotel, así que ha decidido que se presentará sin más, con la excusa de que no tenía otro modo de aceptar su invitación.

Se ha propuesto recorrer los lugares que aparecen en Niebla en Tánger. Ha empezado por el café Fuentes, en el Zoco Chico. Se ha sentado a una mesa de la terraza, etérea, viendo pasar a los tangerinos y a los turistas. La realidad le ha parecido una novela viviente y ella, una lectora que la lee desde dentro. La novela la traspasa y ella cruza el umbral. Ha imaginado que el camarero era tuerto y cojeaba ligeramente, Samir sirviéndole un té a la menta, examinándola con el ojo esmeralda. Se ha fumado un cigarrillo mientras conversaba con él. ¿Dónde puedo encontrar a Paul? ¿Regresan los hombres malditos al lugar del que desaparecieron por primera vez? Samir, tengo algo que le pertenece. Flora se toca el amuleto que lleva también colgado del cuello. «Aún no puedes saberlo, aún es pronto —responde él—. Habla con Bella Nur, ella te indicará cuándo, ella lo sabe todo, ella lo escribió.»

Después del café Fuentes, Flora se ha marchado al hotel Continental, donde, según dicen, en los años previos a la Gran Guerra se reunían los espías ingleses. Flora, sin embargo, deambula por los salones intentando que la novela le cuente dónde fue la fiesta del Purim. Marina y Matthew bailando a ritmo de swing. Los turistas y el personal del hotel no existen para ella. Marina, ¿he de aprender a bordar como tú para esperarle? Aprendí en el colegio con las monjas, aunque ya no recuerdo cómo se daba una puntada. ¿Debo ser una Penélope más?

Ahora se dirige al hammam. No sabe cuál de los que hay en la ciudad visitó Marina con Ankara, por eso ha preguntado al recepcionista por el más antiguo. El hombre le ha entregado un plano con las indicaciones. Flora ha pensado en Armand, esa mañana no le ha visto durante el desayuno. Supone que ha salido temprano a encontrarse con el abogado por el tema de la venta de la casa. Parecía no tener prisa por arreglarlo ni quizá demasiado ánimo.

Flora ha de preguntar varias veces para llegar al hammam porque en el plano no vienen los nombres de todas las callejuelas; por suerte siempre hay chicos dispuestos a guiarla. Camina con cuidado para no volver a resbalar con el verdín que se acumula con las serpientes de agua. Aún tiene el labio un poco hinchado y le ha salido un cardenal en la espinilla. Al doblar una esquina, tiene la impresión de que alguien la sigue, pero ya no sabe si es en la novela o en la realidad. En el mundo intermedio donde vive esa mañana. Se detiene. Escucha. El maullido de un gato. Un hombre habla en árabe, o quizá en tarifit, con un vecino. Gaviotas. Huele a frío. A la bruma limpia.

Una mujer ataviada con un caftán raído la recibe en la puerta del hammam. Flora se adentra tras ella por un pasillo, y enseguida percibe el aroma a cal tibia del que hablaba Marina.

—¿Sabe de qué año es este hammam, desde cuándo está abierto? —le pregunta en francés a la mujer.

Ella responde que no lo sabe.

—¿Cree que en 1920 ya estaba en funcionamiento?

Ella le dice que no se lo puede asegurar.

—Una mujer del Rif, oronda, exuberante, con una niña rusa de pelo rubio vinieron por esa época.

La mujer la mira sorprendida y se encoge de hombros mientras le indica la entrada del vestuario y se marcha con prisa hacia la puerta principal.

Flora se desnuda y se envuelve el cuerpo en una toalla. Hay un mueble con una taquilla de madera, antigua, desvencijada, donde guarda sus ropas, el bolso. Se quita el colgante de Paul y lo mete en uno de los compartimentos, junto a la foto de su abuela. Abre una puerta y se adentra en la bruma. Parece una prolongación de la que asola la ciudad. Del día con sabor a mar que se extiende desde el puerto por las calles de la Medina. Hay varias mujeres sentadas en unos bancos de piedra. Miran su pelo, un sol de rayos rojos, y le sonríen. Ella se sienta a cierta distancia. Hay un grifo de agua fría con un cubo para que se lave, después otro con agua caliente. Flora se sumerge en el arrullo del chorro, en la calidez del ambiente. Deja pasar el tiempo mientras se echa agua por los brazos, por las piernas. Hace calor. Unos braseros donde se quema algo parecido a carbón caldean el lugar. Allí permanece, durante más de una hora. Acunada por los murmullos de las mujeres, del agua, por el silencio de siglos que se esconde tras ellos.

Cuando regresa al vestuario está algo mareada. Tiene la tensión baja. Se viste despacio, secándose el vapor de agua que aún le empapa el cuerpo. Abre el bolso, el compartimento donde ha guardado su colgante, y descubre que ha desaparecido.

Flora saca todo lo que hay en él: la foto de la abuela, el paquete de tabaco, el mechero, algunas monedas sueltas. No está. Revisa su cartera. Le faltan las tarjetas de crédito y débito, el carné de identidad español, el pasaporte, se le había olvidado dejarlo en el hotel, y los dírhams que ha cambiado al llegar. Se sienta en una banqueta, desolada. Su mano es una araña que recorre el bolso. Lo vacía por completo. No está. El amuleto de Paul se ha esfumado junto con su posibilidad de permanecer en Tánger. No tiene dinero, ni documentación. Quién puede haberla robado, se pregunta. Las mujeres que había en la sala cuando ha llegado aún permanecían en ella hace unos momentos. No ha entrado nadie más. ¿Qué debe hacer? Suda. Tiene la sensación de que va a desmayarse. Le han quitado lo que le quedaba de Paul, la prueba de su existencia en el hotel de la Gran Vía, la prueba de su existencia más allá de las páginas. Además de las tarjetas. Tiene que anularlas antes de que las usen. Toma aire, respira profundamente. Se levanta y se dirige a la puerta de salida. Allí está la mujer que la ha atendido.

—¿Lo ha disfrutado? —le pregunta con una sonrisa.

Flora está pálida.

—Me han robado en el vestuario —responde.

El rostro de la mujer se ensombrece.

—Las tarjetas de crédito, la documentación, el dinero y un colgante, una joya antigua bereber. ¿Es posible que haya entrado alguien sin que lo viera?

—Lo siento muchísimo. No ha entrado nadie en el hammam después de usted. Y yo no me he movido de la puerta.

—Estaba todo en el bolso. Se lo aseguro.

La mujer responde que no tiene duda.

—Hay una puerta trasera —dice—, aunque siempre permanece cerrada.

—¿Podríamos comprobarlo?

Ella asiente con la cabeza y con un gesto de la mano le indica que la siga. Atraviesan unos corredores con cubos donde hay apiladas toallas sucias. La puerta da a un callejón minúsculo. Está abierta.

—Alguien la ha forzado —dice—, la han reventado.

Flora comprueba que la cerradura es tan enclenque que cualquiera podría haberlo hecho metiendo una simple navaja. Además, el callejón está desierto. Tiene que poner una denuncia por el pasaporte y el carné de identidad. ¿Qué más puede ocurrirle en Tánger? Primero la caída y ahora el robo. El destino conspira contra ella.

Le pregunta a la mujer por una comisaría de policía cercana, y antes de dirigirse hacia allí le pide un vaso de agua. La capa invisible cubre de nuevo su piel, Flora ha regresado de golpe a una única realidad.

k

El inspector Rachid Abdelán se encarga de atender a Flora. Tiene unos treinta y pocos años, pelo negro abundante, ojos marrones, rasgados. Viste una chaqueta azul marino, sin una sola arruga, camisa blanca. La recibe en un despacho pequeño, huele a la fritura de pescado del restaurante que está junto a la comisaría, pero la colonia del inspector, una aroma varonil de madera, lo encubre en parte. Sobre la mesa, papeles apilados en columnas perfectas. Bolígrafos colocados con la rutina de los colores. Un ordenador viejo.

El inspector Abdelán le pregunta a Flora sus datos personales en un francés pulcro que teclea sin el menor rasgo de tedio. Después ella le relata cómo ha sucedido el robo y enumera lo que le han sustraído.

—Un amuleto bereber, dice. —El inspector Abdelán la mira con curiosidad.

—Sí, antiguo, una pieza única. De plata.

—¿Con alguna piedra semipreciosa incrustada?

—Ninguna. Era una cruz del sur. Un tanto rara, con las puntas hacia arriba.

—¿Tiene una fotografía?

—No. —Flora piensa que podría habérsela hecho al menos para que le quedara el recuerdo de él. Para tener una prueba de su existencia. De Paul.

—¿Lo compró en Tánger durante su visita? En tal caso, dígame dónde.

En ese instante, ella se arrepiente de haberlo mencionado.

—Era de un amigo. Se lo dejó olvidado. Iba a devolvérselo. El disgusto es mayor aún por eso.

—¿Cómo se llama su amigo, señora Gascón?

A Flora le tiembla el estómago. Tendría que haberse limitado a hablarle del robo del pasaporte y las tarjetas de crédito, un robo más a una turista. ¿Debe mentir a la policía marroquí?

—Paul Dingle.

Se estremece al ver cómo el inspector teclea el nombre de Paul.

—¿Dónde podemos localizarle? Quizá pueda darnos más datos y una fotografía que nos ayude a identificar la pieza como la suya, en caso de que la recuperemos, claro. Estamos investigando el expolio de obras tradicionales bereberes semejantes a la que describe. Su amigo quizá podría aportarnos alguna información útil.

—Bueno, no creo que sea tan valiosa como para tanto trabajo.

—Usted ha denunciado el robo de una pieza bereber, única, me ha dicho.

El inspector mira a Flora inquisitivamente. A ella comienza a sudarle la nuca.

—Verá, estoy tratando de localizar a mi amigo. No responde al teléfono. —Le tiembla la voz.

—¿Vive en Tánger?

¿Dónde vive Paul? ¿Debería mencionar a Bella Nur? ¿Decirle al inspector que la escritora sabe quién es él, que ella puede darle más datos del amuleto? ¿Recomendarle que se lea la novela para que entienda lo que sucede?

—No. —Se siente atrapada en una telaraña de la que no sabe cómo escapar. ¿Miente, oculta datos?—. Como le he dicho, ahora mismo no puedo localizarle, tiene el teléfono apagado.

—¿Dónde vive entonces?

Flora se da cuenta de que cuanto más se esfuerza por evadir el tema, más interés despierta en el inspector. Necesita entrenamiento como detective. Tiene que releer las novelas de Poirot, de la señorita Marple, tan aguda.

—Iba a venir a Tánger, eso tenía yo entendido, al menos.

—Y no le localiza. ¿Quiere decir que ha desaparecido?

Flora siente que el aroma a madera de la colonia del inspector la envuelve, la acorrala, le oprime la garganta y le falta el aire.

—Yo no diría tanto.

¿Cómo explicarle que Paul desapareció el 24 de diciembre de 1951 primero y después en Madrid en el año 2015? ¿Cómo explicarle que es un ser maldito, condenado a recorrer el mundo, a seducir mujeres, y que luego se lo lleva el viento? ¿Debería mencionarle a la Axia Kandisha? Seguro que la conoce, incluso es muy probable que la haya temido hasta hace bien poco, como le sucedía a Armand.

—¿Me puede dar el número de teléfono de su amigo?

—¿De Paul?

—Sí.

Flora saca el móvil del bolso.

—¿No le han robado el teléfono? —le pregunta Abdelán.

—Ya ve que no, tampoco es nada del otro mundo —responde mostrándoselo.

Busca en «contactos» el número de Paul. Sus movimientos son lentos, con la intención de aparentar tranquilidad, pero en su pecho hay olas de varios metros, lluvia torrencial, truenos. Le dicta los números al inspector. ¿Y si logra localizar a Paul? Ella le robó el amuleto. No, se dice a sí misma, lo encontraste en el suelo de la habitación del hotel, ibas a devolvérselo en el café Central, no te dio la oportunidad. Si se hubiese presentado, ella no estaría en Tánger, no estaría en esa comisaría con olor a fritura de pescado y colonia de madera.

—¿De qué país es este teléfono?

—De España.

—Entonces su amigo vive allí.

—Viaja bastante.

El pecho de Flora se desborda. La espuma del mar le moja la camisa, el vientre, se le escurre por los muslos.

—¿Cuándo regresa a España, señora Gascón?

—El día 23 tengo el vuelo, el miércoles que viene.

—Debe ir al consulado español para que le proporcionen documentación provisional, no tiene pasaporte para el viaje. Necesitará llevar la copia de la denuncia. —El inspector la ha impreso y se la entrega—. Tengo su teléfono y su hotel; si hay noticias sobre lo que le han robado, me pondré en contacto con usted. Antes de abandonar Tánger, comuníquemelo.

Luego abre un cajón y le da una tarjeta de visita.

—Aquí tiene mi número de teléfono. El de la comisaría y el móvil. Si su amigo aparece y le da más datos sobre el amuleto, llámeme también.

Flora coge la tarjeta con una mano húmeda. Le da las gracias. Se aferra al bolso y se aleja de Rachid Abdelán, del hedor a pescado y a hombre, mientras deja a su paso un rastro de mar.