Capítulo 16

El cabello rojo

EL MERCEDES marrón avanza por la carretera solitaria, aminora la marcha antes de llegar a las rocas, se detiene y espera. Desde su escondite, donde se ha resguardado antes de que Bella Nur despertara de su sueño, Flora la ve, como un espectro asida a su bastón. Las conversaciones con los difuntos marchitan las fuerzas, piensa. Ha vuelto a esconder su cabello en el turbante, las gafas de sol ocultan un rostro que habrá comido de nuevo la vejez. El chófer la ayuda a subirse al coche, da un giro en la carretera y parte en dirección a la ciudad.

Nada queda en el paraje estéril más que Flora, las gaviotas, el mar ajeno a los sentimientos. El sol se debilita y ella regresa a la gruta, se sienta frente al túmulo, un montículo solitario del que emerge el silencio. Se descalza, se tiende encima de él y un escalofrío le recorre el cuerpo. Cierra los ojos. Humedad. Tiembla. ¿Qué estoy haciendo aquí? Paul. Veo tus ojos, tus manos, tu anillo de plata con su piedra gris. Paul, el hombre, ¿al que asesinaron?, ¿el que huyó? O Paul, el personaje de una novela que cobró vida. ¿Acaso sois los dos el mismo? ¿Cuál de vosotros reposa en esta tumba? ¿Se puede matar al personaje de una novela? Hay bajo mi cuerpo huesos de hombre, huesos que forjó la tinta, la imaginación de una escritora.

A Flora le viene a la cabeza el rostro de Deidé, siempre plano en la pantalla de su ordenador, lo que daría por ir a Buenos Aires a abrazarla. «Florita, ¿vos perdiste la sesera? Levantate de la tumba en este instante, dejá de quijotadas, de jugar a los espíritus, a los detectives literarios, y volvé a tu casa a hacer lo que tenés que hacer, ¿o querés acabar en el manicomio?»

Flora ha regresado a la carretera. Le ha costado más de diez minutos que el taxista atendiese su llamada. La cobertura no era tan buena como parecía en un principio.

—Iba a finalizar ya el servicio, señora —responde él por fin.

—Le ruego que venga usted o explíquele a un compañero dónde estoy, pero por lo que más quiera no me deje aquí tirada.

Media hora más tarde el taxi aparece a lo lejos. Flora agita los brazos desde la cuneta. Aquí estoy, piensa, en este paraje de mar y muerte. El taxista se detiene.

—Regreso a la ciudad —le indica Flora—. Dígame, ¿sabe dónde podría comprar una pala?

—¿Una pala, señora?

El hombre mira por el retrovisor. Hay manchas de arena en la chaqueta de Flora.

—Sí, para cavar en la tierra. Lléveme a por una.

k

Flora telefonea a Armand cuando llega a su habitación del riad. Ha comprado una pala y una linterna grande. No puede estarse quieta, recoge la ropa que dejó sobre una silla, pone en orden los artículos de aseo mientras su cabeza va de un pensamiento a otro. Armand comunica. Necesita fumar. Tiene un desaliento que la ahoga en esa habitación ahora pequeña para la adrenalina que le sale por la piel en burbujas invisibles. Saber la verdad, si la verdad existe, se dice, tener una respuesta a qué les ocurrió a algunos de los Paul que se multiplican como las buganvillas de la ciudad, el jazmín y las madreselvas de los jardines antiguos donde un Paul fue hombre. Un personaje, una ilusión, una espera. Paul de muchas mujeres y de ninguna. El Paul de Marina-Irina, de Laila-Alisha, mi Paul. El Paul de los ojos azul marino, de la piel presagio de su tumba. Paul que llegó del mar y junto al mar descansa. ¿O no? Vivo, maldito, muerto. Recorriendo el mundo en el viento alado que lo transporta del ruego de una mujer a otra, de un llévatelo por su traición, Axia Kandisha, a un tráemelo de vuelta, y así, infinito, imagina Flora, de tanto viaje por capricho del corazón se había pasado de un siglo a otro, ¿o no? Hasta que alguien le hiciera parar, si es que se puede detener la rueda del no morirse nunca. Pero antes de que se sepa qué me pasó y por qué me vi en este errar del infierno, o en esta tumba con mis huesos entre las caracolas, entre las algas que se me pudren al lado, escribe Flora en su libreta.

Suena su móvil. Es Armand.

—¿Dónde estás? —le pregunta ella.

—De camino al hotel. ¿Cómo te ha ido el día?

—Te espero en la azotea fumando y te cuento con detalle.

—Llego en veinte minutos.

Tres cigarrillos después, el cielo deshilachado en fuego, un ron con Coca-Cola, varias miradas al móvil, dos llamadas de su madre que no contesta, ninguna de su marido, teme que esté de camino a Tánger; un intento de llamar a Deidé, infructuoso, paseos de aquí para allá por la azotea, el mar liso, púrpura, hasta que llega Armand, gatuno, en ojos y andares, cuaderno de dibujo en una mano y en la otra la caja de lápices.

Flora apenas le concede tiempo para sentarse en el puf de cuero, para que continúe el boceto del retrato de ella. No se está quieta mientras le cuenta todos los detalles de lo que le ha sucedido esa tarde.

—¿La tumba de Paul?

—Eso creo. Todo indica que sí. Si no qué hace Bella Nur durmiendo sobre un túmulo. Los bereberes enterraban así a sus muertos. He comprado una pala, una linterna… Un pico, ahora caigo en que necesitamos un pico. Solo quiero comprobar que es una tumba. Con un indicio sería suficiente.

—Me estás diciendo que quieres que vayamos a desenterrar un cadáver. ¿Y avisar a la policía, lo has pensado?

—Si el inspector Abdelán ya me ha tomado por una loca que acosa a Bella Nur, imagínate si le cuento que la he seguido y que creo que he descubierto una tumba. Menos mal que Paul desapareció cuando yo no había nacido, si no es capaz de acusarme del crimen.

—¿Qué comprobaciones tendrá que hacer para devolverte la documentación? Creo que deberías llamar a la embajada española, Flora. No sé si hay un consulado en Tánger, porque la embajada supongo que estará en Rabat. El tema es serio como para irnos a desenterrar muertos.

—Por eso necesito desenterrarlo. Porque si hay un cadáver, es Bella Nur la que nos ha llevado hasta él. Alguna explicación tendrá que dar al respecto. Si no hay nada, el inspector me acusará de nuevo de paranoica o de acosadora. Antes de hablar con él para que me devuelva mis documentos he de estar segura.

—No sé si es legal que pueda tenerlos en custodia, como él dice, un día sin darte un motivo.

—Ha sido Bella Nur quien me ha puesto en esta situación. Creo que quiere que me vaya a toda costa y que deje de husmear en la novela y en lo que ocurrió con Paul.

—Pues no le ha salido bien el plan si el inspector te retiene el pasaporte.

—Si empezamos a cavar y asoma un hueso, lo dejamos y hablo con Abdelán.

—No puedo creer que estemos hablando de esto.

—Yo tampoco. —Flora enciende otro cigarrillo.

—Que Bella Nur sepa dónde está la tumba no prueba que le matara.

—Lo sé, quizá solo sabe dónde está enterrado. Alguien tuvo que decírselo. Pero ¿quién? ¿Samir?

—¿Samir?

—El hombre musulmán con el parche en el ojo; tu tía nos confirmó que era el amante de Marina, digo Irina, hasta que llegó Paul. Primera razón para querer deshacerse de él: crimen pasional. Un segundo motivo es el contrabando de armas. Samir traficaba para los independentistas marroquíes utilizando el dinero y los canales de contrabando que usaba Marina para el tabaco. Paul se lo contó a ella para explicarle la discusión que había mantenido con Samir. Se me ocurre que Paul le amenazó con decírselo a Marina si él le contaba a su vez que había tenido una aventura con su hija.

—Samir tiene que estar muerto, claro.

—Lo está si la novela es fiel a la verdad, que no lo sé. Samir muere en los disturbios por la independencia de Marruecos en 1952. Bella Nur es la única que nos podría iluminar al respecto. Tu tía no parecía tener más datos. Quien realmente le interesaba era ella.

—Todos están muertos entonces, salvo Bella Nur.

—Marina también tenía motivos para matar a Paul, aunque estuviera embarazada. Y Bella Nur, quizá más que Marina o Irina. Al fin y al cabo Paul se había casado con su madre y esperaban un hijo.

—Si le mataron, lo más seguro es que el asesino esté tan muerto como él, a no ser que fuera la escritora.

—Armand, ella tenía el amuleto que me robaron en el hammam. El que, supongo, le dio a Paul con su nombre. Tuvo que decirle a alguien que me siguiera y me lo robara en cuanto tuviera oportunidad. Aparecen mis documentos, ¿por qué? Si quiere que me vaya y no meta más las narices en su historia, sin pasaporte podría complicarse más.

—¿Y por qué querría que te marcharas?

—Sabe que conocí a Paul en Madrid, llevaba el amuleto de él en el cuello cuando nos vimos en Villa Joséphine. El otro día, cuando me invitó a chocolate, me dijo que sería mejor que lo olvidase todo y me fuese a casa.

—Quizá solo quería recuperar su amuleto.

—¿Y por qué no me lo pidió? ¿Por qué no me dijo que era suyo, que ella se lo había dado a Paul? Pues para que no la relacionara con Alisha. Podría tener su lógica si quiere preservar el anonimato; escribe bajo seudónimo, y yo tengo un blog literario. Pero sospecho que no ha querido facilitarme las cosas con Paul. Solo pistas difusas y trucos literarios, y me pregunto por qué.

—¿Y si encontramos algo?

—Llamo al inspector Abdelán, te repito. Y que sea Bella Nur la que le dé las explicaciones de por qué sabía dónde está enterrado. Es un caso que la policía no pudo cerrar porque no encontraron el cuerpo. Nunca se supo si se fugó porque estaba detrás de la muerte del hombre manco o si le asesinaron. Si Bella Nur no tiene nada que ocultar, podrá decirle a la policía de quién es la tumba que visita. Armand, algo dentro de mí me dice que debo llegar hasta el final de esta historia. Han pasado más de sesenta años y la desaparición de Paul sigue siendo un misterio.

—En el supuesto de que encontremos ¿huesos?, si murió en el año 1951, ¿cómo van a saber que pertenecían a Paul Dingle? No debe de quedar nada de él con que identificarle, con que contrastar los restos.

—Que sepamos, Armand, aunque sospecho que hay mucho que aún no conocemos. Quizá la clave está en el hijo. En Iván Dingle. Qué fue de él. Bella Nur también podría arrojar aquí un poco de luz. Es su hermanastro.

—Jamás imaginé hace unos días, cuando me preguntaste por el hotel con tu maleta, tu cabello rojo y tu rostro despistado, que acabaríamos en la azotea elucubrando sobre la desaparición de un hombre o planeando desenterrar sus huesos.

Flora le acaricia una rodilla y sonríe.

—Esto es lo que he pensado. Necesitamos un coche de alquiler para llegar hasta allí. A estas horas todas las agencias están cerradas, salvo la del aeropuerto, que abre hasta las once. Alquilé un coche por internet. No podemos ir en taxi con un pico y una pala, ¿no crees? Recogemos el coche ahora y así salimos de madrugada. Qué te parece sobre las cinco, amanece hacia las cinco y media, tardaremos como una hora en llegar, justo cuando empiece a haber luz.

—Flora, ¿y si alguien nos descubre?

—No hay más que gaviotas y una carretera polvorienta. Con el GPS del teléfono localicé el lugar exacto.

—¿Y si no encontramos nada?

—Me marcharé a Madrid, si es que me devuelven mi pasaporte.

—Te voy a echar de menos. No todos los días se investiga el asesinato de una novela y se planea encontrar un cadáver.

Flora sonríe.

—Vámonos al aeropuerto. Después cenaremos algo. Quizá la música tradicional sirva para mañana de despedida. Ahora tenemos algo que averiguar.

k

Aquella noche Flora tiene una única pesadilla en la cama que le pertenece entera. Oye soplar el viento, una serpiente de aire que se cuela por la ventanita del patio y le vuela el cabello en mitad de la madrugada para peinárselo a golpe de presagio, de aquí estoy esperándote y tu corazón lo sabe, no te retrases más que lloro porque a mis huesos les dé el sol, porque alguien los saque de la infamia de esta tierra donde me metieron una noche con este mismo viento. Y luego llega él, con un susurro de Édith Piaf, de La vie en rose, y las teclas de piano flotando en el aire cargado de la habitación: Paul envuelto en un esmoquin de chaqueta blanca, Paul de pie, contemplando a Flora desde los pies de su lecho, los ojos de cuentas azules, la sonrisa fantasmal; ven, le dice con la voz rota, te estoy esperando desde hace días; y se acerca a ella para, con una mano transparente, con su anillo de plata y piedra gris, acariciarle el rostro, besarla en la boca, sin que Flora sienta más que un soplo frío, una corriente de puerta abierta que de pronto desaparece. Y la noche vuelve a ser noche que Flora contempla con los ojos abiertos, sudando la visión que aún tiene pegada a la piel. Bebe agua, comprueba la hora en el reloj, las cuatro y ocho. Y se acuesta de nuevo para dormir la ansiedad que la atenaza.

A las cinco, unos golpes en la puerta. Es Armand.

—Aún estamos a tiempo de dejar esto y meternos en la cama. De pronto me siento como un profanador de tumbas.

Flora sonríe.

—Entonces es que hay tumba. Si no, qué ibas a profanar. Te propongo que vayamos hasta allí, te muestro el lugar y luego decidimos.

Han aparcado el coche que recogieron en el aeropuerto en la plaza de la Kasbah. Dentro del maletero ya está la pala, la linterna. No hay pico, no pudieron encontrarlo en ninguna tienda abierta a esas horas. Flora activa la ubicación que grabó en su teléfono y emprenden el camino. La ciudad late en su último sueño cuando la dejan atrás y se adentran en la cinta de ceniza que corre pareja al mar. Permanecen callados durante el trayecto, a veces se miran, y se sonríen. Armand conduce. Ella vigila el navegador. Son un equipo. Jamás ha tenido esa sensación con su marido, ni siquiera al principio de su matrimonio. «Querida, me temo que sois de planetas distintos y no siempre funcionan las relaciones interestelares, te lo asegura una friki de Star Trek», eso suele decirle Deidé. Deidé querida, ¿cómo voy a contarte esta aventura?, se pregunta. «Bajá a la mazmorra del castillo y no a una tumba. Florita, llegaste demasiado lejos.» ¿Y qué? Flora tiene la impresión de que es la primera vez en su vida que lo hace, siempre se ha quedado muy cerca, no se ha arriesgado a ir más allá. Se ha acostumbrado al tedio que proporciona la seguridad, cómoda en un dolor con el que se aprende a convivir.

—Es aquí —dice Flora.

Reconoce el lugar ahora bajo la luz morada del amanecer. La desolación se ha acentuado, piensa cuando baja del coche que Armand aparca en la cuneta. Las gaviotas, con sus siluetas de sombra, chillan como si quisieran advertirles de lo que van a hacer. Antes de abrir el maletero del coche, Armand busca los ojos de Flora.

—¿Estás segura? ¿No sería mejor ir a la policía?

—Mire, inspector, he seguido a Bella Nur, que resulta ser una hechicera bereber, y la he visto tumbarse sobre un montículo de tierra que creo yo que es un túmulo. ¿Alguna prueba más? Tenemos la historia de una novela y el testimonio de Rachel Cohen de que casi todo fue verdad.

—Contado así…

—Si encontramos los huesos, Armand, tenemos una evidencia.

—¿Eres aficionada a las series tipo CSI?

—A las novelas policiacas.

—Mon Dieu. —Armand saca la pala y la linterna del maletero del coche—. Cuanto antes veamos lo que hay ahí, mejor.

Flora lleva una bolsa con dos botellas de agua y unos pastelitos que compró ayer en una pâtisserie. Uno suele hacer cosas absurdas cuando está nervioso. Desentierras un cadáver y desayunas en la playa.

La arena aún tiene la frialdad de la noche de diciembre. En el cielo comienza la congestión del amanecer.

—Es un lugar hermoso para descansar —dice Armand.

—Si se descansa en paz.

Flora siente al Paul que la ha visitado esa noche en cada ola del mar que llega hasta la arena. Cada soplo de brisa es el beso que se colaba por sus labios. Le tiene más presente que cuando se acostó con su Paul en el hotel de la Gran Vía. Es capaz de recordarle mejor.

Guía a Armand a través del arco de rocas y le muestra la entrada de la pequeña gruta. Está oscuro. Armand enciende la linterna y frente a ellos surge el montículo como una cicatriz de tierra.

—Vaya —dice—. Sin duda tiene aspecto de tumba.

—¿Por dónde empezamos a cavar? —pregunta Flora.

—¿Lo enterrarías con la cabeza mirando al mar o bien hacia lo más profundo de la gruta?

—Depende del odio con el que lo hiciera o el arrepentimiento o la prisa.

Armand se ríe.

—Prefiero encontrar un pie que un cráneo. Mon Dieu, no puedo creer que vayamos a hacer esto.

—Bien, por aquí —dice Flora señalando la entrada de la gruta.

Armand coge la pala, no se atreve a romper lo que parece sellado por el secreto, por el silencio. Mira a Flora.

—Yo lo haré —propone ella.

Viste unos pantalones vaqueros, una camisa blanca y un jersey. De una palada, Flora rompe el sello del sepulcro, la costra que los años han construido sobre la herida. La tierra es blanda, permite que entre con facilidad el filo de la pala. Huele a sótano marino. A soledad conforme aparece el primer mordisco en la tierra. Ya no puedo parar, piensa Flora. Suda. Se quita el jersey.

—Sigo yo —dice Armand.

Palada tras palada, la tumba pierde su forma perfecta. Armand echa la tierra a un lado, el montón crece al mismo ritmo que la ansiedad de Flora.

—Voy a quitarme la camisa —sugiere él como pidiéndole permiso.

Por el pecho de Armand se nota que ha pasado el tiempo. Que fue firme y ahora se mantiene en pie a base de nostalgia.

—Te has manchado de tierra.

Ella le limpia los hombros, el estómago con un extremo de su camisa. Se miran, ríen, jamás imaginó Flora que podría intimar con un hombre desenterrando a otro.

—Tomo el relevo —le dice ella.

—Déjalo. Sigo yo —responde Armand.

Llevan más de dos horas. Al menos hay medio metro de profundidad por uno de los extremos. ¿Hasta dónde habremos de buscarte, Paul? ¿Te enterraron en el centro de la tierra? Conforme avanza el agujero, la arena es más blanda, más húmeda, el mar ha sido el compañero que se filtraba hasta su soledad. Cavan en el misterio de otro siglo y a cada jirón de tierra, el temblor en el estómago de encontrar lo que Flora quiere y lo que no, a un tiempo. Los primeros rayos de sol entran por la abertura de la gruta, Armand apaga la linterna. Flora echa una palada de tierra sobre el montículo y, alumbrada por la luz como una reliquia de santo, se asoma con un par de paladas más una tibia grisácea. El olor de la gruta es el de las entrañas del mar, el tufo de una podredumbre delicada. Flora se sienta. Paul, ya te he encontrado. Unas lágrimas le salen de los ojos. Tiene frío. Se pone de nuevo el jersey. Sigue cavando con energía.

—Flora, si ya está ahí, detente, podemos dañarlo con el filo de la pala.

Solo un poco más. Se siente febril. Continúa cavando. Una rótula.

—Es suficiente —le dice Armand, coge la pala de sus manos y la deja sobre la arena.

Flora tiembla y él la abraza.

—Lo enterramos otra vez. Al menos la visión de los huesos.

Un pudor que no puede explicar se apodera de ella. No quiere dejar a Paul a merced de las gaviotas, de los cangrejos que parecen hongos en los rincones más umbríos de la gruta. Echan la tierra encima. Dibujan la cicatriz en la arena. Sentados entre el arco que forman las rocas, beben agua. Armand come un pastel, Flora no puede.

—Y ahora qué —pregunta él.

—Ahora no lo sé. Espera a que me recupere.

Armand la abraza de nuevo. Le acaricia el cabello. El mar bate con fuerza las olas.

k

Regresan al hotel sobre las doce del mediodía. Entran en la habitación de Flora. Ella se descalza, se echa sobre la cama y le hace un gesto a Armand para que se tumbe a su lado. Busca su regazo, el calor que desprende. Él le acaricia el rostro.

—Necesito dormir un rato —dice Flora—. Me cuesta creer lo que hemos hecho.

—No dejo de darle vueltas a con quién tuviste una aventura en Madrid. Dices que físicamente era igual al Paul Dingle de la novela.

—Coincide el nombre, la descripción física, el anillo que llevaba, y luego está el amuleto. No aparece en la novela, pero Bella Nur dijo que era de Paul Dingle y tiene grabado el nombre de ella, el verdadero: Alisha.

—O es un impostor que ha tomado la identidad del personaje de una novela al que se parece mucho.

—Y ¿cómo tendría el anillo y el amuleto?

—No lo sé. O Iván Dingle tiene un hijo al que llamó Paul y es con él con quien estuviste en Madrid.

Mi Paul, piensa Flora, ya un desconocido. Tiene la sensación de que ha pasado mucho tiempo desde aquella noche en la Gran Vía. Hace días que su Paul es el que desapareció en 1951 y reposa en una tumba junto al mar. Quien la guio hasta la tumba de Ibn Battuta y se le presentó en sueños.

—Sigues temblando —le dice Armand.

—Es como si el frío de la gruta se me hubiera metido en la piel —responde ella.

—¿Quieres que me quede contigo? —Él le acaricia de nuevo el cabello.

—Sí, al menos un rato. Quiero contarte algo.

—¿No quieres dar antes una cabezada?

—Me gustaría decírtelo ahora. No me llamo Flora Linardi.

Armand detiene la caricia.

—Ese es el nombre de mi abuela. Yo me llamo Flora Gascón. Mi pelo rojo y mis ojos los heredé de ella. Voy a enseñártela.

Flora se levanta de la cama y saca del bolso la foto de su abuela.

—Es cierto que te pareces. No entiendo por qué me dijiste su nombre.

—Yo la admiro mucho, aunque solo la vi una vez, cuando tenía ocho años. Dejó a mi abuelo y se marchó con un pintor más joven que acabó abandonándola. Murió de amor por él. Mi madre siempre me decía que se lo tenía merecido.

—¿Un pintor?

Flora asiente y sonríe.

—Hacía tiempo que no me gustaba tanto la vida por todo lo nuevo que de repente te puede ofrecer. —Pasa un brazo por los hombros de ella—. Desentierro muertos junto a una mujer que utiliza el nombre de su abuela pelirroja…

—Y además soy traductora —le interrumpe Flora—. No he escrito nunca un blog literario, aunque la verdad es que creo que ha sido una idea muy buena y me apetece empezar.

—Así que traductora. No es algo que uno tenga que ocultar, pienso yo.

—Siempre quise traducir novelas, libros de ensayo interesantes. Pero lo cierto es que el único trabajo que he logrado es en Electrodomestic Language: traduzco instrucciones de batidoras, aspiradoras, neveras.

—¿No crees que podrías haberme contado todo esto antes de ir a desenterrar un muerto juntos?

—Perdóname, Armand. Ahora creerás como el inspector Abdelán que soy una loca que se hace pasar por su abuela y se viene hasta Tánger a buscar al amante de una sola noche.

—Si no me hubieras contado más sobre tu vida, lo creería. Al menos dime que todo lo demás es verdad.

—Lo es, por desgracia, lo es.

Por la pequeña ventana se filtra una luz dorada. Armand acaricia de nuevo el cabello rojizo que ya pertenece a Flora Gascón hasta que se quedan dormidos.