Capítulo 6
La escritora
ATARDECE sobre la Medina. Suena el canto rojo del muecín y Flora recuerda la fascinación que le produjo escucharlo por primera vez. Se sintió transportada al mundo de Las mil y una noches. Por entonces tenía veinte años y viajó a Tánger con una amiga con la que ya no mantiene contacto, lo perdieron después de que ella tuviese varios hijos y se fuera a vivir al norte. Estudiaba el segundo año de carrera, Traducción e Interpretación, y ya quería ser escritora. Traduciría obras literarias y escribiría las propias. Si le hubieran preguntado cómo se veía dentro de otros veinte años, jamás habría tenido la visión de ella en ese instante. Sola. Con una libreta en el bolso donde anota las pistas para hallar al amante de una noche. Y un marido al que ha mentido, y al que no le ha importado, o al menos no ha dado muestras de ello.
—Me voy a Tánger a sustituir a una compañera de la empresa en un congreso de traductores. Me sentará bien el viaje y me apetece mucho hacerlo. ¿Qué te parece?
—Últimamente te noto un poco deprimida. Creo que un cambio de aires será bueno para que repongas fuerzas. —Le acaricia el cabello, le sonríe, cambia de canal. En el telediario dan los deportes.
Si al menos le hubiese puesto alguna pega; si se hubiera sorprendido, si le hubiera dicho «me mientes, ¿qué te ocurre, por qué quieres marcharte?». Porque voy a buscar a mi amante, le habría gustado responder a Flora, porque me muero en esta casa con sombra de ciprés que aletea sobre nuestro matrimonio, día y noche, como si solo nos quedase esperar dos paladas de tierra. Pero él siempre calla, comprende, y Flora no quiere que comprenda, quiere que luche por ella, que le demuestre que le importa, o lo quería, ya no lo sabe. El hijo deseado se desvanece. El hijo o los hijos que imaginaba tendría a sus años. En su vientre, el reloj que marca las horas de la maternidad se va paralizando de tristeza. ¿Deseo un hijo de mi marido o tan solo ser madre?, se pregunta. Avanza por las callejas: «Bajá al castillo», oye a Deidé. Imagina una puerta que se le abre en el pecho y una escalera de caracol que desciende y desciende por su corazón, hasta una mazmorra donde llora la joven que escuchó al muecín por primera vez.
Tánger se oscurece. Entre las azoteas se vislumbra un cuarto de luna. Flora se propone volver sobre sus pasos para regresar al hotel, las lágrimas se le empiezan a escurrir por el rostro, camina cada vez más aprisa, ya no puede ver las tiendas, los carteles, ninguna señal que la ayude a orientarse, se hunde en los callejones donde algunos hombres cosen chilabas en unos telares artesanos: señora, señora, ¿está perdida?, le dice un chico al pasar; señora, dígame adónde quiere ir, ¿restaurante bueno, bonito, barato?; le habla en español, yo guía de la Medina, la llevo a cualquier parte; Flora se limpia el llanto con un puño, esquiva la mirada directa del chico, señora triste, yo alegro, ella niega con la cabeza, respira hondo, el relente de la noche se le cuela por la puerta del corazón; el olor de la Medina, orines de gato, vapores de especias; tiembla, en unos escalones tropieza, se escurre con el verdín que forma un zigzag de agua turbia, cae al suelo, el bolso por un lado, ella por otro, señora, señora, se lastimó; Flora intenta ponerse en pie, siente un portazo en el pecho, varias personas se arremolinan a su alrededor, le duelen las tibias, el labio, unos brazos fuertes tiran de ella, levanta el rostro, tiene sangre en la boca. El hombre que la ha socorrido es el mismo al que preguntó por la mañana la dirección del hotel.
—¿Puede andar?
Flora asiente con la cabeza.
—Apóyese en mí.
Obedece. Le toma de un brazo. Él saca un pañuelo del bolsillo y le limpia la sangre que le brota de los labios. Flora emite un quejido, le escuece.
—Lo útil que es un pañuelo para atender cualquier emergencia. Los jóvenes de hoy ya no los usan. —Sonríe—. Se ha hecho una buena herida.
A Flora le vienen de pronto a la memoria las palabras que Rhett Butler le dice a Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó: «Jamás, en ninguna crisis de tu vida, he visto un pañuelo en tus manos». Las lágrimas se le agolpan en los ojos, toma el pañuelo del hombre y se suena como Escarlata. Avergonzada, se lo guarda en el bolsillo de los vaqueros.
—Se lo lavo —susurra.
—Se lo puede quedar. —Tiene una voz amable, suave—. Pero póngaselo de nuevo en el labio porque aún le sangra.
—Mi bolso.
—Lo tengo yo, no se preocupe. —Se lo devuelve.
Ella se lo cuelga del hombro.
—¿Quiere que busquemos un centro médico? Yo sabía la dirección de uno muy bueno, aunque es muy posible que ahora sea una tienda de alfombras.
—Gracias —murmura Flora—, estoy bien.
—¿Quiere que la acompañe al hotel?
—Por favor, pero no me gustaría molestarle. Si usted llevaba otro rumbo, o tenía planes…
—Iba a cenar allí.
Caminan despacio, Flora cojea. La oscuridad va inundando lentamente los últimos recovecos de la Medina.
—Le va a salir un buen moratón en la espinilla.
—Hoy me ha salvado dos veces. Se lo agradezco mucho.
Él sonríe de nuevo.
—No crea, la primera vez nos salvaron a los dos. Estoy tan perdido como usted en esta ciudad —suspira—, y eso que soy tangerino. Apenas reconozco algún lugar.
—¿Le entristece?
—Es el paso del tiempo. Mi Tánger se ha esfumado, solo queda en mis recuerdos, como mi juventud.
—No diga eso. Me ha levantado del suelo usted solo.
—A veces uno se sorprende sacando fuerzas de donde las creía acabadas.
—Qué razón tiene.
—Armand Cohen. —La mira a los ojos y a Flora le vuelven a recordar los de un gato. Rasgados, color ámbar.
—Flora Linardi. —Le sorprende haber dicho ese nombre.
—Qué le parece si nos tuteamos. Me sentiré menos mayor.
—Yo también.
—Flora, tengo que decirte que aunque quiero ser un buen guía, la noche me desorienta aún más que los años y no sé dónde estamos.
Armand pregunta la dirección del hotel a un joven que pasa por su lado y que le da unas indicaciones en francés.
El labio de Flora ha dejado de sangrar. Se siente a gusto caminando del brazo de ese hombre, de nuevo de un desconocido.
—¿Eres tangerino, entonces?
—Sí, nací cuando Tánger aún era la ciudad internacional. Mi familia la abandonó pocos años después de que se anexionara a Marruecos, como hicieron muchas otras familias judías.
—¿Eres judío sefardí? Por eso hablas tan bien español. —Flora se emociona.
—Es mi lengua materna.
—Leo y releo una novela que sucede aquí, la protagonista es judía sefardí. Se titula Niebla en Tánger, de una autora también tangerina, Bella Nur. ¿Te suena su nombre?
—No he oído hablar de ella, me desconecté demasiado de este país.
Flora busca el libro en el bolso y se lo muestra a Armand. Está lleno de anotaciones y páginas señaladas con post-it.
—Parece que te ha gustado bastante.
—Se ha convertido en mi libro de cabecera. He venido a Tánger para encontrarme con Bella Nur. Voy a empezar a escribir un blog literario y me gustaría hacerle una entrevista. Su historia me parece fascinante. —A Flora se le encienden las mejillas.
—¿Ya te has puesto en contacto con ella?
—No sé aún cómo localizarla. Había pensado preguntar en las librerías, quizá haya hecho alguna presentación y puedan darme algún dato que me ayude.
—Precisamente el gerente de la librería Des Colonnes es el hijo de un viejo compañero del colegio que emigró a Marsella, como yo. Cuando se enteró de que venía a Tánger me pidió que me acercase por allí a saludarle. Tengo que citarme con él. Podría preguntarle por Bella Nur; si ella es tangerina, probablemente la conozca. El mundo literario de Tánger debe de ser pequeño.
—Te lo agradecería tanto. Ves como al final vas a acabar salvándome por tercera vez… —Le sonríe, cada vez cojea menos.
—Des Colonnes es toda una institución en la ciudad, está en pie desde finales de los años cuarenta. —Disfruta sintiéndose útil—. De hecho, en la época en que Paul Bowles vivía en Tánger, cuando algún otro escritor o un periodista quería ponerse en contacto con él lo hacía a través de la librería, que actuaba de intermediaria. Si al americano le interesaba, arreglaban una cita.
Al escuchar el nombre de Paul, Flora se estremece. Sigue sin tener noticias suyas y ahora, cuando le llama por teléfono, una operadora le dice que ese número no corresponde a ningún abonado. ¿Llama a un fantasma?
Han llegado al hotel.
—Déjame ver el labio. —Armand le levanta con cuidado la barbilla—. Está mucho mejor, aunque la herida va a durar unos cuantos días.
Es alto, sus manos son grandes.
—¿Te apetecería cenar conmigo en el restaurante del hotel? —Armand baja la mirada.
—Creo que prefiero acostarme. Me duele todo el cuerpo y no tengo hambre. Ha sido un día intenso y estoy cansada del viaje. ¿Qué te parece que desayunemos?
—Llamaré al hijo de mi amigo a primera hora y a lo mejor puedo decirte algo. Que descanses.
Flora sube a su habitación. Se desnuda y se da una ducha caliente. Apenas puede pensar en lo que ha ocurrido. El labio se le está hinchando, como si acabase de librar un combate de boxeo. Ha probado la Medina en sus huesos. Suena el móvil, es su madre. Ahora no tengo fuerzas para darle más explicaciones de lo que hago en Tánger. Lo apaga y se acuesta en la cama, en el centro, es de matrimonio. Abre las piernas y los brazos, la ocupa por entero. Se siente sola, pero está sola, y eso la hace sonreír. Es terrible sentirse solo cuando se tiene cerca a alguien. Llorar mientras el otro duerme.
El muecín llama de nuevo a la oración. Flora se acurruca entre las sábanas y piensa en Marina Ivannova, de niña, arrullada por las suras del Corán de Ankara hasta que se dormía.
—Buenas noches, Marina —dice en alto. Y cierra los ojos.
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La librería Des Colonnes está situada en la zona moderna de Tánger, el bulevar Pasteur. Un local acogedor donde se vende literatura en distintos idiomas: francés, árabe, español, inglés.
Flora ha desayunado con Armand en la azotea del riad. ¿Qué le ha ocurrido para que de un día para otro esté sentada con ese hombre, frente a una bonita mesa de hierro con una vista de azoteas blancas y el mar al fondo? La cocina de su casa, en una urbanización a las afueras de Madrid, le parece lejana, irreal. Ha sucedido hace mucho tiempo o no ha sucedido nunca.
—Tengo una sorpresa para ti —le ha dicho él mientras untaba la mantequilla en una tostada.
—¿El hijo de tu amigo puede ayudarme a localizar a Bella Nur?
—Tiene su novela en la librería. No se ha publicado en Marruecos, pero él la ha traído de España.
—¿Conoce a la escritora personalmente?
—Es muy probable que pueda darte su contacto. Al menos le hablará de ti para ver si accede a concederte una entrevista. Veo que tienes mejor el labio —le dice mientras se lo examina, tomándola otra vez con suavidad de la barbilla—. ¿Y la pierna?
—Me duele menos y dejé de cojear.
¿Por qué se siente más real junto a Armand, en el mundo que ha construido en un solo día con un par de mentiras, que en el suyo? Si la escuchara Deidé, la llamaría de nuevo don Quijote, «y vos sabés, querida, cómo termina la novela, se le va la locura a la mierda, de nada le sirvió tanta fantasía. Se muere cuerdo porque eso le hace humano». Flora no cree que sea así. La fantasía le sirvió para vivir, Deidé, para morirse cuerdo y en paz.
Han ido paseando hasta la librería. Cielo azul, graznidos de gaviotas. Esta vez Armand lleva un plano, está empeñado en volver a orientarse en su ciudad. Hace de guía de Flora y le va indicando lo que es cada sitio por el que pasan. En ocasiones permanece unos minutos callado, con la mirada ida, como si le asaltara un recuerdo que hace años se le borró de la memoria. Ella aún no sabe por qué Armand ha regresado a Tánger, quizá es solo un viaje nostálgico, una vuelta al pasado para afrontar el presente.
—¿Sabes dónde podríamos comprar chubarquía? Aparece en la novela, me pregunto si aún existirá —dice Flora.
Él encuentra un puesto en uno de los laterales de la plaza 9 de Abril de 1947. A ella le recuerdan a los pestiños. Es masa frita con miel, le indica el vendedor, pruebe, pruebe, señora. Se los ha puesto en un cucurucho de papel, le ofrece uno a Armand.
—Nunca me gustó —responde—, ni de niño. Esta plaza, antaño, era el Zoco Grande.
¿Dónde están los encantadores de serpientes, el bullicio de perfumes y especias?, se pregunta Flora mordiendo el dulce. Marina y Samir perseguidos por el mendigo terrible. Los camellos que llevaban las mercancías, los vendedores de todo lo que se podía vender, los huevos de astrogodón, que se empollan y conceden deseos.
Ahora es una plaza amplia, con abundante tráfico. Hay un pequeño parque circular donde la gente se sienta en los bancos. Armand le muestra a Flora el edificio de la filmoteca de Tánger, que antes era el cine Rif, y el palacio del Mendub. En sus jardines hay un ficus que ronda los ocho siglos. El tronco se retuerce y muestra sus raíces gruesas, pulidas, le indica él, para abarcarlo en su totalidad harían falta al menos tres hombres.
—Aquí me traía mi padre cuando era niño. Este árbol me fascinaba. Creía que así era el baobab de El Principito. Venía a comprobar que no crecía más. Me daba miedo que un día se hiciera tan grande que invadiera la ciudad y todo Tánger se convirtiera en un ficus gigante. —Sonríe—. Mi padre murió hace unos meses.
—Lo siento. —Flora observa su rostro, permanece impenetrable—. ¿Cómo ves la vida, Armand, como un sombrero o como una boa que se ha comido un elefante?
—Como un sombrero… Tánger me está haciendo pensar de nuevo en la posibilidad de la boa. —Mantiene la sonrisa en el rostro.
Ascienden en silencio por la calle Libertad y al doblar una esquina hacia el bulevar Pasteur aparece el Gran Café de París. Se sientan a tomar un té a la menta. Es un mundo masculino: una serpiente de mesas pobladas por hombres, sin más mujeres que las turistas, las occidentales. Flora está inquieta por llegar a la librería, por encontrarse con Bella Nur, pero Armand le ha propuesto la parada y le parece descortés rechazarla. Esa mañana ha repasado su libreta de notas, sigue convencida de que la escritora la conducirá hasta Paul, es la primera pieza, la clave de todas ellas. Se ha colgado del cuello, con un cordón de cuero, el amuleto bereber. Para que encuentre su destino, le dijo el hombre de la tienda. Flora lo siente en la garganta, aquella noche, en el hotel de la Gran Vía, ocurrió.
La librería Des Colonnes ocupa el bajo de un edificio que llaman el Acordeón.
—Dicen que aquí tuvo su cuartel general Lucky Luciano, el mafioso italoamericano, con negocios de contrabando —le cuenta Armand.
Flora piensa en Marina, en su negocio de contrabando de tabaco. Ve la ciudad a través de ella, fantasea con que puede encontrársela al doblar una esquina, con su cabello ruso, tan rubio, y sus ojos azules que velaron a la madre muerta.
El gerente de la librería es un hombre de unos treinta y pocos años que también habla español. Después de charlar un rato con Armand sobre su padre, le muestra a Flora más novelas de Bella Nur y un par de libros de cuentos. La mayoría en francés y un par de ellas en árabe.
—Niebla en Tánger no se publicará en Marruecos —la informa—, aunque ella es una autora muy reputada en el país, como ves. Hace un par de años era muy activa, sobre todo por los derechos del pueblo bereber, porque ella pertenece a esa etnia. Hasta hace poco estaba prohibido en Marruecos poner a los niños nombres bereberes. Esa fue la última campaña en la que ella participó de forma más comprometida, ahora está muy enferma y no interviene en actividades culturales. Siento decirte que no concede entrevistas.
—Vaya —dice Flora.
—No te desanimes, como eres amiga de Armand voy a darte una información que te ruego no desveles a otros compañeros periodistas. A la señora Nur le gusta ir a merendar a Villa Joséphine. Tiene una mesa reservada todos los días a la misma hora, las cinco de la tarde. Es una mujer un tanto peculiar, de carácter. Quizá tengas suerte y acceda a hablar contigo.
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Flora asciende en un taxi por la montaña que llaman el Monte Viejo. A ambos lados de la carretera surgen tapias de piedra rebosantes de madreselvas y plátanos centenarios, tras las que se adivinan casas magníficas, casas de una época que pertenece ya a la nostalgia. Armand y el gerente de la librería han insistido en que almorzara con ellos, pero Flora ha preferido regresar al hotel y prepararse para un posible encuentro con Bella Nur. Tiene un nuevo dato que queda registrado en su libreta: la escritora es bereber, igual que la joya que se escurrió de la cartera de Paul y luce en su garganta.
«Menudo descubrimiento, querida —le ha dicho Deidé después de regañarla por no contactar con ella en varios días—; los escritores, al final, por mucho que lo adornen, escriben sobre su vida, sobre los temas que los torturan, que los obsesionan.» «Deidé, el amuleto no aparece en la novela, lo llevaba mi Paul.» «¿Y no es él uno de los personajes? No se te ocurra volver a dejarme preocupada por vos, dame noticias con regularidad.» Flora ha cortado la comunicación feliz; aunque a veces no está de acuerdo con ella, Deidé es su brújula desde hace tiempo, su apoyo, su amiga.
Su madre ha vuelto a llamarla, no ha contestado. Sabe que esa tarde tiene que telefonearla sin falta y a su marido también, pero ahora solo quiere pensar en Villa Joséphine. El taxi se adentra en el camino de tierra de una propiedad que permanece con la verja abierta. A lo lejos se atisba, entre la vegetación, el tejado rojizo. Es una mansión de color blanco que se eleva sobre unas escalinatas de sabor colonial, y tiene una terraza con una balaustrada de piedra. Flora se asoma y admira la vista de la bahía, es un día transparente y divisa España. Se estremece. ¿Es Flora Gascón o Flora Linardi? Por dentro de la casa domina el gusto inglés, sobre todo en la biblioteca, la zona destinada a las meriendas, al bar. Madera y cuero, alfombras en rojo, morado, clásicas. Varias mesas frente a sofás rollizos, teteras de plata, platitos y tazas de porcelana azul con dulces primorosos, algún whisky en vaso labrado. Huele a melancolía en cada rincón perfecto, Tánger aún les pertenece.
Un camarero almidonado le indica a Flora un lugar para sentarse. Ella le da las gracias, se atusa el pelo rojo, indomable, toma la carta del menú con manos temblorosas, mira a su alrededor; dónde está Bella Nur, quizá no haya ido esa tarde, quizá esté enferma. El amuleto le palpita en el hueco de la garganta.
—Té, con tarta de manzana.
—Oui, madame.
Flora coloca Niebla en Tánger sobre el veladorcito de cerezo donde el camarero le sirve la merienda. Es un reclamo, por si la escritora pasa por delante de ella o alcanza a verlo desde alguna mesa. El sol queda mitigado por las pesadas cortinas de damasco, nada debe perturbar la paz de antaño.
—Toilette? —le pregunta Flora al camarero.
—À droite, madame.
Necesita una excusa para caminar por la biblioteca y buscarla. Ha repasado una y otra vez lo que va a decirle si ella le da la oportunidad, cómo de las preguntas sobre la novela en general irá desviando la conversación hacia el personaje de Paul. ¿Tomó usted la identidad del personaje de alguien real? ¿Quién es esa persona? ¿Es conocido suyo? ¿Dónde está Paul Dingle? Demasiado directo. Más que una bloguera literaria parece un inspector de Scotland Yard o Hércules Poirot cuando ya conoce la identidad del asesino. Ella es una periodista literaria o al menos quiere serlo. Ha pensado hasta el nombre del blog, así sentirá más veraz a su personaje.
Atraviesa la biblioteca en dirección al vestíbulo de entrada donde están los servicios. Junto a uno de los balcones, por el que se filtra la luz delgada del final de la tarde, descubre a una anciana. Flora se desvía del camino del baño para observarla mejor. Los collares la delatan, asedian su cuello frágil y caen sobre una túnica bordada con flores y pájaros exóticos; la vejez se ha abierto paso en un rostro que aún es hermoso. Tiene un pequeño tatuaje en el entrecejo cuyo dibujo Flora no logra distinguir. El cabello oculto en un turbante negro, sofisticado; prendido en él, un broche de plata. Es ella. Flora aparta la mirada, siente la de Bella Nur en la espalda. Vuelve a su mesa, se atusa el pelo indomable a todas horas por el clamor del mar. Coge el libro y el bolso y camina sobre sus latidos hacia la escritora.
Carraspea.
—Disculpe que la moleste —habla en francés—, ¿es usted Bella Nur?
La anciana asiente con desgana y mira a Flora de reojo. Se concentra en dar un sorbo de su taza de chocolate caliente.
—He leído su novela, Niebla en Tánger. Estoy fascinada, sus personajes me han cautivado.
Bella Nur abre una bolsa de patchwork, que reposa en una butaca junto a su silla, y busca un bolígrafo. Detrás de sus ojos oscuros se intuye otra vida que no es la que transcurre en esa biblioteca. Le brillan con un resplandor impropio de su edad, sin rastro del halo turbio que acompaña a la vejez. Va a firmar el libro como si fuera un acto rutinario. Flora tose, la escritora la mira de frente por primera vez. Tiene los labios muy finos.
—No sabe lo que significa para mí encontrarla. —Flora se ha puesto nerviosa y le ha hablado en español.
—¿De dónde eres? —le pregunta Bella Nur en este idioma.
—De Madrid. ¿Habla español?
—Hablo muchos idiomas, demasiados, a veces se me enredan en la mente. Acércate un poco más para que pueda verte.
Flora se aproxima a ella. Siente sus ojos, fríos, escudriñándola.
—Qué cabello tan magnífico, joven.
—Gracias. Verá, mi pasión son los libros, por eso voy a empezar a escribir un blog literario. —Flora no puede detener la presentación del personaje que ha preparado—. Siempre estoy leyendo, aunque esta última semana vivo en su novela, no hago más que releerla.
Los ojos de Bella Nur descienden por su rostro, por su cuello, hasta el amuleto.
—¿Quieres merendar conmigo? —La escritora deja el bolígrafo sobre la mesa, un temblor aqueja sus manos, se le han sonrojado las mejillas.
—Nada me gustaría más. Traeré aquí mi té.
—No hace falta. Mohamed se hará cargo.
Bella Nur llama al camarero de almidón y le da las indicaciones para que acerque a su mesa la merienda de Flora.
—Yo tomo chocolate caliente a todas horas —le dice—. El té es muy inglés para mí. Y aquí tienes que probar las magdalenas, vengo cada día a Villa Joséphine por ellas. —Le muestra la que hay, aún intacta, en el platito primoroso—. Huele, huele. —Se la acerca a la nariz—. Dime a qué te recuerda.
Flora está demasiado nerviosa para olisquear nada, tiene los sentidos puestos en la anciana que la escruta, con cada palabra, con cada mirada.
—Me recuerda a las que comía en los desayunos de la infancia —dice por decir, mientras piensa en cómo volver sobre el plan trazado. Está sentada en la butaca donde tenía la escritora su bolsa de patchwork, que ahora ha colgado de su silla.
—Es la magdalena de Proust —le cuenta Bella Nur—. La magdalena que saboreas y te lleva a algún lugar donde ya has estado.
Flora tiene la boca seca. Da varios sorbos de té.
—Tuve que leer y traducir a Proust en la universidad.
Le odié, piensa, su lentitud me sacaba de quicio.
—¿Y cómo te llamas?
—Flora Linardi.
—Qué hermoso apellido; ¿italiano?
Flora asiente.
—¿Y qué te trae a Tánger, has venido por turismo? —le pregunta Bella Nur mientras se inclina un instante hacia Flora para observar el amuleto más de cerca.
—Vine a visitar los lugares donde transcurre su novela. —Se le quiebra la voz, se le enreda en la garganta—. Y dígame, ¿los personajes existieron?, ¿están basados en personas que conozca?
—Todos los personajes de un escritor existen. Pero yo conozco la verdad de por qué has venido a buscarme: has encontrado a Paul Dingle, ¿no es así?
Flora no sabe qué responder. Es novata en su labor de detective.
—Toma un trozo de la magdalena de Proust y recupera el color —le sugiere Bella Nur—. ¿Crees que soy estúpida? Llevas colgado su amuleto.
—¿Cómo lo sabe? Es solo una cruz del sur. —Flora la toma entre sus dedos, la siente cálida—. Podría ser mía.
Según acaba de pronunciar esas palabras, recuerda las del vendedor de la Medina: «Es una auténtica joya. Una pieza única, por la forma en que está labrada y la disposición de las puntas, dobladas hacia arriba». Flora debe mejorar en su labor detectivesca, las emociones están nublándole la necesaria mente fría.
—Es su cruz del sur, yo lo sé. Cuéntame cómo la conseguiste. —Su voz suena autoritaria—. ¿Paul te la regaló?
Flora se arrepiente de nuevo de habérsela llevado. Se muerde el labio inferior. Da un sorbo de té. Le sudan las manos, está pensando todo lo deprisa que puede una respuesta. A veces es mejor dar información aunque sea falsa, y comprobar qué tiene que explicar el otro al respecto.
—A Paul se le cayó, la perdió, quiero decir, en un hotel, y me gustaría devolvérsela. Pero llevo días sin noticias suyas.
—¿Desde cuándo le conoces?
—Desde el viernes pasado.
A Flora le parece imposible que haya transcurrido tan poco tiempo entre su encuentro con Paul en el Camelot y cuanto le ha sucedido en Tánger.
—¿Le conociste en Madrid o aquí? —Bella Nur continúa con el interrogatorio.
—En Madrid.
—¿Y cómo has llegado hasta mí apenas una semana después?
—Por su novela. Paul la estaba leyendo.
Bella Nur la mira con curiosidad. Sonríe.
—Así que Paul ha desaparecido una vez más. ¿Te dio su número de teléfono?
—Sí, pero no logro comunicar con él desde el domingo pasado.
—Dime, ¿qué ocurrió ese día?
—Habíamos quedado en vernos en un café de Madrid y no acudió a la cita.
—¿No haría viento en la ciudad?
—Sí, un viento fuerte… —Flora siente calor en el estómago.
—Y él desapareció. Como aquella noche del 24 de diciembre de 1951. Tú has leído la novela y sabes de lo que te hablo.
Flora asiente.
—La noche de 1951 una mujer la llamó y ella acudió para llevarse a Paul. Por eso él está maldito. Igual que la llamaste tú la noche de vuestra cita.
—Yo no llamé a nadie esa noche. —Ni siquiera a mi madre, piensa.
—Quizá no conscientemente, porque no la conoces, pero lo hiciste, querías que él desapareciera de alguna forma; y ella se lo llevó de nuevo.
—¿Quién se llevó a Paul?
—La Axia Kandisha.