Capítulo 15

El túmulo

FLORA camina por la calle subida a la acera, casi rozando la pared. Atenta a quienes la rodean, al ruido de los coches que pasan. Pregunta a una mujer vestida con un bonito caftán dónde puede encontrar una floristería, esta le indica una solo a un par de calles de distancia.

Allí compra una cesta de rosas rojas. Dicen que las rosas rojas significan amor.

—¿Puede usted escribirme en una tarjeta: «Para mi querida Alisha, de Paul»? —le pregunta al hombre que la atiende.

—Oui, madame.

—Merci.

Después toma un taxi hasta la casa de Bella Nur. Cuando el coche se detiene frente a la cancela de hierro negro, el corazón se le acelera. Paga y sale a la calle. Repasa mentalmente varias veces lo que va a hacer. Busca con la mirada un sitio cercano a la casa desde el que pueda comprobar si la puerta se abre y no la descubran. Justo enfrente hay un hotelito con un portal bajo un arco. Flora se cobija allí, si la cancela se abre y recogen las flores, lo podrá ver. La pared del arco la oculta. Cruza de nuevo la calle. Llama al telefonillo. Son las dos del mediodía. La misma voz de hace dos tardes contesta.

—¿Vive aquí la señora Alisha Levingstone? —Flora habla en francés con la voz impostada.

—Aquí es.

—Traigo unas flores para ella.

A Flora le falta el aire. La cancela se abre con un chirrido.

—Pase.

—Se la dejo aquí, tengo prisa.

Flora deposita la cesta en el zaguán y se apresura a esconderse. Es ella, lo sabía, se dice. Había de ser así. Es Laila.

La mujer que la guio el otro día por la casa se asoma un momento a la calle. Sostiene la cesta y mira hacia ambos lados buscando quién ha hecho la entrega. Mete la nariz en el puñado de rosas. Inspira. Sonríe. Cierra la cancela tras ella.

¿Cómo reaccionará Bella Nur cuando le entregue la cesta con la tarjeta a nombre de Paul? ¿Es posible que piense en ella? ¿Y si llama de nuevo al policía porque dice que otra vez la está acosando? ¿Por qué ha hecho eso?

Flora se enciende un cigarrillo y se lo fuma sin moverse. No es buen momento para dejarlo. La pared del portal le refresca la espalda. Suena su móvil. Es su madre.

—Flora, ¿cómo estás?

—Todo muy bien, mamá. No puedo hablar mucho porque voy a entrar ahora mismo en una conferencia.

—Siempre te pillo mal, no tengo suerte. Pero si es la hora de comer.

—Aquí almuerzan antes. A la europea.

—¿Allí a la europea? —No espera respuesta, añade—: Noto a tu marido triste.

—Alguna le habrá hecho el jefe.

—Creo que te echa de menos. Vienes ya mañana, ¿verdad?

—No. Pasado mañana. —A Flora se le da la vuelta el estómago al pensar en el regreso.

—Me ha dicho que tiene una sorpresa para ti. No ha querido contármela. Solo le he podido sonsacar que te va a hacer mucha ilusión.

Flora enarca las cejas. ¿Será posible que su ausencia le haya hecho reaccionar de alguna manera que no sea cambiar de canal con el mando del televisor?

—Pues me dejas intrigada. A ver qué es.

—Ya me lo dirás. Bueno, hija, que te cuides mucho. Y no bebas alcohol por si acaso. ¿Has dejado ya el tabaco?

Flora se apaga la colilla en el zapato.

—Casi, sí. Solo alguno de vez en cuando. Es duro de golpe.

—Bueno, como sea, pero hazlo.

—Un beso, mamá. Hasta pronto.

Flora guarda el móvil en el bolso. ¿Una sorpresa de su marido? ¿No se le ocurrirá presentarse en Tánger? Ya le dijo que el tema del dinero estaba solucionado con Armand. ¿Le habrá pedido días libres a su jefe antes de Navidad para ir allí a estar con ella? Si se presenta, ¿cómo va a explicarle que no hay congreso y que un inspector de policía tiene retenidos sus documentos hasta que compruebe que no es una loca acosadora que va diciendo por ahí que se ha acostado con el personaje de una novela? Flora enciende otro cigarrillo.

Se dispone a marcharse en busca de algún restaurante donde comer algo, cuando la cancela de hierro se abre. Instintivamente, apoya aún más la espalda en la pared. Bella Nur, con un turbante azul, gafas de sol negras que ocultan la mitad de su rostro, túnica bordada, echarpe de lana beige y, colgada de su brazo, la bolsa de patchwork que le vio en Villa Joséphine, sale a la calle. Flora apaga el cigarrillo por si el humo la delata. Se siente ridícula y vuelve a encenderlo. Un minuto más tarde, un Mercedes de color marrón se detiene frente a Bella Nur, y un hombre vestido con un traje de chaqueta gris se baja para abrirle la puerta. Ella se monta en la parte de atrás. El hombre regresa al asiento del conductor y el coche arranca. ¿Adónde irá?, se pregunta Flora. Aún son las dos, es pronto para ir a tomarse las magdalenas de Proust a Villa Joséphine. Parecía muy elegante.

Sale de su escondite. En ese momento un taxi libre desciende por la calle. Lo para. El conductor es un chico joven que le sonríe.

—¿Puede seguir al Mercedes marrón que está detenido en aquel semáforo? Procure no perderlo, por favor, dentro va mi tía.

Al chico le parece divertida la propuesta, porque sonríe aún más y dice algo como que eso es lo que sucede en las películas.

—Sí, no lo pierda, por favor.

El Mercedes marrón sale de la ciudad y toma una carretera que discurre cerca del mar. El cielo está claro y el sol calienta aunque es diciembre. El Estrecho parece un plato azul.

—¿Sabe adónde va su tía? —le pregunta el taxista.

—Aún queda un poco para llegar —se inventa, aunque empieza a temer que Bella Nur se dirija a algún sitio alejado de Tánger o que haya emprendido un viaje. No ha cargado ninguna maleta, piensa, solo la bolsa de patchwork.

Poco a poco surgen en el paisaje varias formaciones de rocas anaranjadas. Flora recuerda que la cueva de Hércules era una de las atracciones que estaban a las afueras de la ciudad. Le pregunta por ella al taxista y él le indica que acaban de pasar cerca. De pronto el Mercedes aminora la marcha, se sale de la carretera y avanza unos metros por la arena.

—Déjeme aquí —le pide Flora.

—¿No quiere que la lleve con su tía?

—Voy a darle una sorpresa. ¿Puede regresar a buscarme dentro de dos horas?

—¿Aquí?

—Sí, aquí.

—Le dejo mi teléfono y usted me llama.

Hay una playa desierta y varias formaciones rocosas en la orilla donde bate el mar. A Flora le preocupa que el chófer de Bella Nur o ella se dé cuenta de que los han seguido. Se baja del taxi y a unos cincuenta metros ve unas rocas tras las que puede ocultarse. Se despide del taxista y corre hacia ellas. Se sienta sobre la arena. Está fría. ¿Qué hago aquí?, se pregunta. Esperaba que Bella Nur se dirigiera a algún lugar que le proporcionase una pista sobre lo que le ocurrió a Paul, pero parece que va a la playa, quizá a leer a Proust junto al mar. El día es radiante.

Flora ve a Bella Nur bajarse del Mercedes. Se apoya en el bastón con el que el otro día parecía sostener todo el dolor de la enfermedad. Intercambia unas palabras con el chófer y el vehículo enfila la carretera de nuevo en dirección a Tánger. Están las dos solas en aquel paraje desierto que huele a la nostalgia del mar. Desde donde se oculta Flora hasta Bella Nur hay unos ciento cincuenta metros.

El cielo arde de gaviotas. Las nubes han sido pulverizadas por una luz cegadora. Bella Nur se encamina hacia otra formación rocosa más alejada de la playa. Se ha colgado la bolsa de patchwork en el hombro. Su andar es pausado sobre la arena. Se detiene a cada rato, toma aliento, se apoya en el bastón, mira al cielo. Busca fuerzas en un azul de invierno. Flora la pierde de vista entre unas rocas cobrizas y puntiagudas que forman un arco. Se enciende un cigarrillo, duda entre acercarse —lo más seguro es que la descubra— o permanecer en su escondite, hasta que la anciana vuelva a aparecer. Espera. Cinco minutos, diez. Otro cigarrillo. Mira las olas que rompen con una espuma tibia, pequeñas, con una cadencia que poco a poco la exaspera, así que decide acercarse. «Arriesgate», de nuevo su Deidé. ¿No me he arriesgado ya demasiado?

Se quita los zapatos, los pies se le hunden en la arena cálida. El lugar abruma por la soledad. Parece el fin del mundo. No hay más seres que ella y una anciana entre las rocas tristes. La playa amortigua sus pasos de fantasma. De espejismo en el horizonte. Según se aproxima se da cuenta de que entre las rocas hay una entrada a una gruta. Camina más aprisa. El arco puntiagudo enmarca el mar. El silencio está vivo. Un graznido de gaviota lo rompe sobresaltándola. Se asoma por la abertura y la ve. De espaldas. Ve cómo Bella Nur se deshace del turbante y cómo una melena negra se desbarata sobre su espalda, hasta más allá de la cintura. Es la melena de Amina, se dice Flora, la melena de Laila. De hechicera bereber. Así la tendrá, como el azabache, inmune a la vejez, hasta su muerte, había leído en la novela. Unos rayos de sol penetran por la abertura, la tierra se ha vuelto naranja.

Bella Nur mira un momento hacia la entrada de la gruta y Flora se oculta. Espera, contiene la respiración. Unas palabras en un idioma que no conoce resuenan tenebrosas, su eco es un suspiro que sale al exterior y desaparece en la nada. Cuando Flora vuelve a asomarse ve a la anciana tumbada bocabajo sobre un gran montículo de tierra de unos dos metros de largo, con los brazos en cruz y el cabello disperso en una mancha de algas. Junto a ella hay un libro. El tiempo se ha disuelto en la espuma del mar. La respiración de Bella Nur es profunda, cavernosa. Está dormida, se dice Flora. Dormida sobre un montículo de tierra. Junto al libro ve una vara de arrayán. Es un túmulo, piensa, una tumba. La novela la inunda. Laila en el cementerio de Buarrakía tendida sobre la tumba de su madre, «así se comunican las hechiceras con los muertos. Se echan sobre su tumba y hablan en sueños».

Bella Nur tiene los ojos cerrados, el rostro se le ha rejuvenecido. El cabello le huele a sombra. Flora se agacha. El libro es el primer tomo de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, «Por el camino de Swann». Las palabras de Marina: «Laila se quedó atascada en su lectura para siempre». Páginas amarillentas, una edición vieja. En francés. Anotaciones en los márgenes. Las manos de Bella Nur muestran las palmas hacia arriba y en una de ellas descubre el amuleto bereber, la cruz del sur que le robaron en el hammam. Flora lo toca, está caliente, le da la vuelta. Ahí está la inscripción: Alisha. Ella me lo robó a mí y ahora pretende echarme la culpa. Saca su teléfono del bolso y le hace una foto para enseñársela al inspector Abdelán. Cuando mira cómo ha quedado se da cuenta de que es difícil reconocer a Bella Nur en ella. Guarda el móvil y se queda observando a la escritora. El túmulo, la vara de arrayán, el libro de Proust, la conversación en sueños. Flora retrocede, se le escurren las lágrimas, el pecho le quema.

Esto es una tumba. ¿La tumba de Paul Dingle?