Capítulo 4

El viaje

—FLORA, no me jodás, ahora te acostaste con el personaje de una novela. —Deidé Spinelli hace aspavientos con las manos—. Se te derritió el seso como a don Quijote de tanto leer libros. Viste gigantes donde solo había molinos.

—He buscado a la autora en Google. Si Sherlock Holmes o Hércules Poirot hubieran vivido en la era de Google, de Wikipedia, las historias de detectives habrían sido otras.

—¿Te escuchaste, querida? ¿Te escuchaste?

—Bella Nur. La autora es la primera pieza del puzle. ¿No crees?

—No creo nada de esta trama quijotesca que te has montado en la cabeza de repente, porque un tipo te dejó tirada.

—Bella Nur. Escritora marroquí. Nacida en Tánger. —Flora lee las notas que ha escrito en una libreta—. Tánger, Deidé.

—¿Qué pasa con Tánger? Una escritora que escribe una novela situada en su ciudad. ¿Qué tiene de extraordinario?

—Fecha de nacimiento: 24 de diciembre de 1933.

—Y juega con la fecha de su cumpleaños. Los escritores hacen estas cosas narcisistas o sentimentales de poner en sus libros la fecha en que se les murió el perro, o se casaron con el amor de su vida. Vos querés ser escritora, debés saberlo.

—No hay fecha de defunción.

—La tipa está viva, es vieja, pero está viva. Se habrá conservado bien, qué sé yo.

—Vive en Tánger, Deidé.

—Como si vive en la Cochinchina. ¿Qué más te da a vos? Te gusta su libro y punto. Como otros muchos que te han gustado.

Flora mira fijamente a Deidé en la pantalla de su portátil y le sonríe.

—Ah, no, vos no estarás pensando la locura que creo que estás pensando.

—Ella debe de saber quién es Paul y cómo encontrarlo.

—Escribió la novela, querida, Paul es quien ella quiso. Es su personaje. ¿No dicen que juegan a ser Dios los escritores?

—¿Y el hombre con el que me acosté?

—¿Te acostaste con algún tipo en verdad?

—¿Y mi Paul?

—¿Tu Paul? —Deidé juega a anudarse el cabello negro en un moño.

—Sí, mi Paul.

—¿Te refieres al tipo que no se presentó a la cita?

—¿Y si es el mismo hombre? —Flora enciende un cigarrillo.

—Otra vez con eso de que te acostaste con el personaje de una novela.

—Si el personaje es real.

—No puedo hablar más ahora. Tengo una sesión con otra menopáusica como yo que me está llamando, histérica, por la otra línea. Recapacita, querida, recapacita, pensá en vos. Besos.

Deidé corta la comunicación.

En la libreta, Flora garabatea el nombre de su amante. Ha pasado la noche en la habitación 116. La habitación de paredes rojas donde despertó a su lado. Se levanta de la silla, tiene que entregar con urgencia la traducción de las instrucciones de una aspiradora, pero se dirige al cuarto de baño y busca en el espejo el morado de su cuello. Ha desaparecido. Parece borrarse todo rastro de él. Regresa al cuarto donde trabaja. Es la una del mediodía. Su marido está trabajando en el ministerio.

«Bella Nur imágenes», teclea en Google. En la pantalla aparecen varias fotografías. Pincha sobre una de ellas, la imagen de una anciana muy flaca con las manos adornadas con dibujos de henna. Lleva un turbante que le da un aspecto sofisticado y un vestido negro con varios collares de piedras de colores y plata alrededor de un cuello que parece quebrarse. Ojos negros muy expresivos.

Teclea: «Marina Ivannova». Hay varios perfiles de Facebook y de Twitter con ese nombre. La mayoría, chicas jóvenes cuyos datos no coinciden con los de la protagonista de la novela.

Flora enciende otro cigarrillo. Teclea: «Paul Dingle». Encuentra un violinista, un hombre de negocios, un estudiante de la Universidad de Berkeley. Ninguna foto que coincida con la descripción física de él. Comprueba en el móvil que no tiene ningún mensaje. Prueba a llamarle otra vez: apagado o fuera de cobertura. Flora suspira, entorna los párpados. Teclea: «vuelos baratos a Tánger». En una de las páginas que ofrecen viajes low cost, encuentra vuelos a muy buen precio. Teclea la fecha de salida: el jueves de esa semana. Fecha de regreso, duda. Escucha las palabras de Deidé en su cabeza: «Pensá en vos». Cierra la página. En el bolsillo del jersey con el que suele trabajar en casa tiene la prueba de ovulación que se ha hecho esa misma mañana: positivo. Está ovulando. Llama por teléfono a su marido al ministerio y charlan de temas triviales, él vuelve a quejarse de su jefe. Flora traga saliva, hace el esfuerzo para que su voz suene divertida y seductora.

—Hoy come bien, ponte fuerte y ven pronto a casa —se despide.

Él ya sabe lo que significa. Flora cuelga. Sonríe. Decide inventarse a sí misma. Pone música en el portátil, la banda sonora de Amélie; le fascinan los colores de esa película. El sol de diciembre entra por la ventana y es lo bastante fuerte como para darle el empujón que le falta. Hasta las seis de la tarde que llega su marido no va a pensar en Paul Dingle, se lo ha impuesto, y menos después. Sube la música y revolotea por las habitaciones de la casa. Quiere estar contenta. Esta vez todo será distinto, saldrá bien, se dice. Se asoma a la ventana y ve el jardín con el ciprés que se pierde en el cielo. No va a llorar más en la cama, mientras él duerme. Harán el amor y tendrán un hijo. Por qué no. Sube la música, quiere estar aún más alegre. Revolotea hasta el dormitorio, abre el armario y rebusca qué ponerse para cuando su marido llegue a casa. Por un momento se le pasa por la cabeza el conjunto de lencería violeta, pero enseguida desecha la idea. Elige un camisón largo, de una tela que imita al raso, como si fuera un vestido lencero, y un jersey encima. Tararea el vals de Amélie, baila, se echa en la cama, toma la foto de su abuela y la besa. Por nuestro pelo rojo, dice, pero la deja enseguida en la mesilla y mira hacia otro lado, siente en el vientre que ella no aprueba lo que está haciendo. Sigue como un moscardón por la casa. Va a la cocina, piensa en el plato favorito de su marido: tortilla de patata. Coge el cuchillo y se dispone a pelar a ritmo de vals. Una hora después, está frente a la mesa de trabajo haciendo la traducción de la aspiradora.

Su marido llega a las ocho en vez de a las seis. Nada más verla contrae el rostro como si le doliera algo.

—Estoy roto —es el saludo.

Ella sonríe. No pierde la esperanza, a pesar de que empieza a sentirse ridícula con el camisón.

—Eres estupenda, tortilla de patata.

Cenan frente al televisor. Ella apenas puede hablar. No sabe si esa noche es la misma que hace un año o que dos, todas le parecen iguales.

Después de la cena, él sigue viendo la televisión. Ella ya no puede más.

—¿Vamos? —le pregunta.

—Estoy cansado, Flora, he tenido un día horrible con mi jefe.

—Pero no te gusto. ¿He engordado demasiado? —Se le sonrojan las mejillas, le queman—. ¿No quieres tener un hijo?

—Qué tonterías dices, claro que me gustas. Si te ha dado positivo hoy, también puede ser mañana. No te preocupes, lo conseguiremos. —Le da un abrazo.

Flora está rígida. De pronto, se ha convertido en plomo, en hielo. Paciente, espera a que su marido se lave los dientes, y le sonríe cuando se cruza con él en el pasillo. Él le devuelve la sonrisa. Lleva un pijama de rayas. A Flora se le ocurre que quizá tenga una amante. En vez de dolerle, al contrario, siente alivio, así podría comprenderle. Entra en el dormitorio y le ve en la cama. Ha traspasado ligeramente la frontera del sepulcro hacia su lado. Flora se inquieta. Se acerca con paso lento, tiene en el pecho una caracola gigante que la oprime. Levanta la lápida de algodón con flores, se mete dentro. Él la abraza de nuevo, un instante, la besa con ligereza en los labios. Te quiero, susurra. Flora tiene una hoguera en las entrañas. Va a explotar. Es una supernova, un big bang que crea otra galaxia. Él vuelve a su espacio, retoma la distancia. Ella no puede moverse. Permanece en la misma postura, más despierta que nunca, alerta a la respiración de su marido. En su interior hay una actividad frenética. Siente volar cometas con colas estrelladas a la velocidad de la luz, lluvia de asteroides, choque de planetas. Por fin, escucha el ronquido leve que él emite algunas noches cuando está a punto de constiparse. Se levanta sigilosa, le dirige una mirada cómplice a la foto de su abuela en la mesilla, se acaricia los cabellos malditos.

Camina de puntillas, imagina que su marido es un soldado nazi y ella una reportera que trabaja para la resistencia francesa; si se despierta puede dispararle, tiene que escapar. El frío de las baldosas la reconforta, hace que se sienta más viva. A hurtadillas entra en su habitación de trabajo, cierra la puerta con sigilo, enciende el ordenador. Teclea de nuevo: «vuelos baratos a Tánger», salida el jueves, regreso, de nuevo duda. Abre la página del banco donde tiene su cuenta bancaria y comprueba el dinero del que dispone sin tocar la cuenta familiar; no es mucho. Busca hoteles, encuentra la oferta de un riad en el corazón de la Medina, en la Kasbah, donde vivían los abuelos de Marina Ivannova. Calcula que puede vivir en él durante al menos una semana. Rebusca en el bolso, colgado de la silla, su cartera, la tarjeta de crédito, hace la reserva y compra el billete.

k

Desde la ventanilla del avión, Flora ve el estrecho de Gibraltar. Hace quince minutos que ha iniciado el descenso hacia el aeropuerto. Siempre le ha dado miedo volar. Es la primera vez que va sola en un avión y no tiene a quien darle la mano para el aterrizaje. ¿Y si se estrellan? Abre el bolso, en uno de los compartimentos lleva la foto de su abuela. Cierra los ojos, quiere regresar a aquellos ocho años, en el sur de Italia, cuando se refugió en el pecho de golondrinas y su abuela la llamó la niña de mis cabellos. Le sonaban los collares al andar, llevaba un cascabel de su existencia. Todos sabían dónde estaba, quién era Flora Linardi. Ella también. Escribía versos que Flora nunca ha leído, abandonó a su marido por el pintor de acuarelas, luego el pintor a ella, por una más joven, dice su madre: «Merecido se lo tenía»; los collares dejaron de sonar y se murió de pena. Las golondrinas se fueron a anidar a otra parte, a otra primavera. Pero su abuela está sonriente en la foto, a pesar del precio que pagó. Ahora es la nieta de pelo rojo la que toma el relevo. Flora no lleva golondrinas en el pecho, sino gaviotas. Las ha visto a lo lejos planear sobre el espejo en que se ha convertido el mar esa mañana tomada por la luz del sur.

Desciende del avión por la escalerilla. Quién es ella. Qué hace en Tánger. No ha ido por negocios, ni a reunirse con ninguna amiga. Una brisa salada le refresca el rostro. Tiene una semana para encontrar a una escritora, para encontrar a su amante, verlo una vez más. Después ha de volver a casa porque se queda sin presupuesto y además es Navidad.

Durante el vuelo ha repasado las notas de la libreta, debe tener un orden en su investigación. Para empezar ha reunido todos los datos que relacionan a Paul con Marruecos y con la ciudad de Tánger: los cuentos del Rif, una zona montañosa cercana a Tánger, que le contó en el Camelot; Ankara, la niñera de Marina, también era de allí; tendría que hacer otra lista con los datos que relacionan la novela con la vida de Paul, en otro color, se dice Flora, no sé si voy a ser ordenada para esta labor: los datos de Paul con Tánger en azul, los otros en negro, los que se cruzan llevarán un punto rojo. Paul leía el libro de Bella Nur, lástima que no tuve tiempo de curiosear alguna de sus anotaciones en los márgenes. ¿Utiliza Paul el nombre del personaje de la novela, como un usurpador, o es la escritora la que ha usurpado su identidad? Paul Dingle llegó a Tánger en un carguero procedente de Malasia, y en Tánger desapareció. Este es el lugar adecuado, si no para encontrarlo, sí para averiguar cómo hacerlo y qué ocurrió con él.

El aeropuerto es pequeño, Flora va caminando desde la pista de aterrizaje hasta una terminal, donde hay varias filas para el control de pasaportes.

—Si ya compraste el boleto es como si le hubieras puesto la montura a Rocinante —le había dicho Deidé—, ya te vas en busca de tu Dulcinea. Recuerda que esta no era lo que parecía. No era una princesa, Florita, sino una zafia aldeana de pechos grandes.

—Te mantendré informada, Deidé. Te envío por wasap el nombre del hotel.

—A mí no me contés ya más. —Deidé se ajusta con fuerza el cinturón de su bata—. Esto vos lo hiciste por tu cuenta. No me llamés hasta que estés menos loca.

—No lo dirás en serio, Deidé.

—Bajá al moro, como dicen ustedes, pero también a tu castillo, querida. Esto es lo último que te recomiendo como terapeuta. —Se abanica con un periódico—. Corto y cierro.

Flora coge un taxi para ir al hotel. Por la ventanilla observa las casas de las afueras de la ciudad: torres de edificios destartalados, campos de fútbol, apartamentos modernos, tiendas de ultramarinos con las letras en árabe. Ha bajado un poco la ventana y el aire le refresca las mejillas. El taxista le pregunta si ha ido a Tánger por turismo.

—He venido a buscar a una escritora que vive aquí, se llama Bella Nur, ¿la conoce?

El taxista levanta los hombros y hace un gesto con la boca, no ha oído hablar nunca de ella.

Poco a poco, Flora descubre una ciudad de avenidas grandes que convergen en la arteria paralela al mar.

—No podré dejarla en la misma puerta del hotel —le dice el taxista en francés—, la calle es demasiado estrecha, pero le daré las indicaciones para que no se pierda.

Y aun así, las indicaciones no le sirven de nada a Flora, que con su maleta de ruedas se hunde en el laberinto de callejuelas blancas. El olor a sal le encrespa el cabello, que toma vida propia y se expande como una aureola de fuego. Aunque es diciembre, Flora suda bajo el abrigo. No hay nubes en el cielo. Las ruedas de la maleta suenan en el pavimento de piedra como si quisieran anunciar su llegada a la ciudad. Ha debido de tomar la calleja equivocada y ya no hay forma de volver al punto de partida para rectificar. Al doblar un recodo, ve a un hombre, con aspecto de occidental, que también arrastra una maleta. Flora camina un poco más aprisa hasta alcanzarle y le pregunta si conoce el hotel.

—Yo también voy hacia allí. No está lejos, es una de estas calles.

—Gracias —responde Flora.

Lo ha tomado como una invitación a seguirle. El hombre resopla, tiene encendido el rostro. Mira continuamente hacia un lado y otro. Intenta reconocer lo que ya no recuerda. Buscar alguna referencia en la memoria.

—Era por aquí —le dice a Flora fatigado—, sígame.

Las ruedas de las maletas quiebran el silencio de la Medina. Hay gatos en las calles. Hay gatos por todas partes; asomándose en las azoteas, apostados en las puertas azules, en las puertas tachonadas de oro; gatos que se cruzan entre las piernas, que maúllan hambrientos; gatos que miran a Flora con sus ojos de pantera. Ella procura esquivarlos, camina pegada a la pared y utiliza la maleta de escudo, no se separa de su guía; aun así no logra librarse de ellos.

—Preguntemos —le dice él en español, hasta entonces habían hablado en francés—. Nací aquí, pero hace tantos años de eso…

Flora le mira. El hombre tiene el cabello canoso, abundante, y unos ojos que a Flora le recuerdan a los de los gatos. Calcula que debe de tener unos cincuenta y siete o cincuenta y ocho años. Parece desolado. Le pregunta la dirección a un adolescente con una gorra de rapero; este los guía hasta el riad a cambio de unos dírhams.

—Sabía que estaba cerca.

El riad donde van a alojarse parece muy estrecho por fuera. Sobre su fachada blanca se desvanecen los rayos del mediodía. El hombre le indica a Flora que se registre primero. La ha recibido el clamor de una fuente de azulejos, en el centro de un patio donde se arremolinan naranjos y jazmines, que trepan por las celosías de hierro. Del patio arranca una escalera que da acceso a cuatro pisos con galerías donde se distribuyen las habitaciones. La casa es amplia, aunque esto solo se aprecia en su interior. Es un mundo hacia adentro, las ventanas que dan a la calle son escasas. La luz se despeña por el patio abierto al cielo, protegido de la lluvia y el viento por una enorme claraboya de cristal. Algunas de las ventanas, bastante estrechas la mayoría, son vidrieras. La habitación de Flora está en la tercera planta. Sube la maleta sin mucho esfuerzo, la ilusión la impulsa escalera arriba, fijándose en cada detalle de la casa. Cada cuadro que la decora, cada espejo donde ella se mira al pasar, sin reconocerse. No solo el erizo rojo que emerge de su cabeza, sino también la determinación con la que ha llegado hasta allí.

La estancia es un poco pequeña, aunque Flora se siente a gusto nada más entrar. Tiene una ventana ojival y en la lejanía se ve el mar. El baño parece esculpido en adobe, con el lavabo de porcelana con arabescos verdes y un espejo de estaño. Deshace la maleta. Prepara el bolso: el libro de Bella Nur, la libreta de notas, el colgante de Paul, el móvil, imprescindibles. Se ha hecho una lista de los lugares que debe visitar, todos aquellos que aparecen en la novela.

Flora sale a una plaza amplia, adoquinada, en lo alto de la Kasbah, y se aventura por una de las calles que se precipitan al ovillo que no podrá desenredar sin ayuda. Serpentea por el placer de serpentear, de sentirse libre entre los vericuetos de la Medina.

En varias de las tiendas con las que se encuentra venden joyas de plata y piedras semipreciosas. Turquesas, corales, ámbar. También colgantes parecidos al de Paul Dingle. Sin duda se trata de artesanía de la zona. Flora entra en una de ellas, se interesa por varios collares. Son joyas bereberes, le informa un hombre de unos cuarenta años, con un bigote negro. Viste chilaba y babuchas de cuero.

—Me regalaron este colgante hace unos años. —Flora le muestra el de Paul.

—Es una cruz del sur, señora. Un amuleto bereber. Las cuatro puntas señalan los cuatro puntos cardinales, la que sobresale en el centro apunta al cielo, al firmamento. Tiene los beneficios del número cinco, muy importante en nuestra tradición. Esta es muy antigua, por lo menos de finales del siglo XIX. Es una auténtica joya. Una pieza única, por la forma en que está labrada y la disposición de las puntas, dobladas hacia arriba.

—¿Un amuleto contra qué?

—La mala fortuna, el mal de ojo. Para que quien lo lleve encuentre su destino.

—¿Y esta palabra?

—Es un nombre de mujer.

—¿Esta joya la llevan los hombres?

—Las mujeres recibían las joyas como dote. ¿Le interesa comprar algo?

Flora pregunta por el precio de un collar. Con él se parecería a su abuela, y también a Bella Nur.

—Mañana regreso —le dice al hombre del bigote—. Ahora voy con prisa.

Se pierde de nuevo en las calles de la Medina. Busca un sitio donde almorzar. Tánger es una caracola que se cierne sobre sí misma.