Capítulo 10

La fotografía

FLORA camina hacia la casa de Bella Nur. Después de salir de la comisaría se ha ido al hotel y ha dejado que una ducha caliente le templara el sudor que se le había helado en el cuerpo. No ha podido comer, no le entraba nada en el estómago. Solucionar su problema económico era lo primero. No tiene ni un dírham, ni un euro. Ha cancelado por teléfono las tarjetas de crédito; nadie había intentado comprar con ellas, ha llegado a tiempo. El alojamiento del hotel y el desayuno están pagados, lo hizo desde España al reservarlo, pero ha de abonar las comidas y las cenas y necesita dinero para sobrevivir hasta que se vaya. Se lo ha contado a su marido por teléfono, no ha tenido más remedio, aunque ha omitido la entrevista con el inspector de policía. Su marido, como siempre, ha sido encantador.

—No te preocupes, daré el número de mi tarjeta de crédito en el hotel para que me carguen todos los gastos que tengas. Procura hacer las comidas allí. No se me ocurre de qué manera puedo hacerte llegar efectivo.

Flora ha pensado en Armand. Su marido podría transferirle dinero a su cuenta y él sacarlo con la tarjeta de crédito. Aún no se han cruzado; si no le ve en la cena, le llamará por teléfono. La noche pasada, mientras fumaban en la azotea, él le pidió su número de móvil y luego le hizo una llamada perdida, lo tiene grabado.

—¿Crees que ese hombre estará de acuerdo? Armand, me has dicho que se llama.

—Le he conocido en el congreso, hemos hecho amistad y es muy amable. Se lo preguntaré esta tarde cuando le vea en la conferencia que tenemos a las cuatro.

Flora se está aficionando a mentir. O lleva ya mucho tiempo haciéndolo.

—¿Por lo demás estás bien? ¿Quieres que hable con el ogro de mi jefe por si me deja escaparme a Tánger?

—No hace falta, te lo agradezco. Vamos a arreglarlo así de momento. No le pidas nada a tu jefe, que luego te lo haría pagar. El lunes a primera hora iré al consulado para que me solucionen el tema del pasaporte, ya he encontrado la dirección en internet. Y en unos días estaré en casa para Navidad.

Solo pensar en su regreso a Madrid, Flora siente que le abren la tapa del ataúd para que se meta dentro.

—Te echo de menos —responde él.

—Tienes tu televisión para distraerte y enseguida estoy en casa.

He sido malvada, piensa. No he podido evitarlo.

—Aquí te espero, entonces.

Pero él no reacciona.

Flora le ha preguntado al recepcionista del hotel por la dirección de Bella Nur. Veinte o veinticinco minutos andando, le ha dicho él, mostrándoselo en el plano. Camine siempre hacia el mar, está muy próxima al puerto.

El día continúa nublado, sombrío, no hay ni rastro del sol de Tánger y la humedad hace astillas los huesos. Flora desciende por una calle empinada, al final de ella está la casa, según le ha indicado un chico al que no ha podido darle ni una moneda, solo un cigarrillo. Ella se enciende otro y piensa en Deidé. Sonríe. Quizá debiera hacerle caso, se dice. Tose. Está dando otra calada cuando oye el sonido de su móvil. No reconoce el número, aunque le suena haber visto ese prefijo en el teléfono del hotel.

—Allô? —responde en francés.

La mano tensa, el humo entrando en sus pulmones.

—Soy el inspector Abdelán. La he atendido esta mañana por el tema de su robo.

El olor a la colonia de madera acosa de nuevo a Flora.

—La encargada del hammam ha encontrado su pasaporte y su carné de identidad español.

—Qué buena noticia. ¿Dónde? —Intenta que su voz suene firme.

—Tirados en un pasillo del hammam, cerca de la puerta trasera por donde ha entrado el ladrón. Están en la comisaría. El resto, sus tarjetas de crédito y el amuleto siguen sin aparecer. ¿Ha tenido noticias de su amigo?

—Ninguna.

—Yo también he tratado de contactar con él, pero me ha sido imposible de momento. El número español que me dio es de una tarjeta prepago. Si él ha viajado a otro país, a Marruecos, en este caso, habrá metido una de aquí y tendrá otro número. Es la opción que veo más lógica. Por eso su móvil aparece como apagado.

—No se me había ocurrido —contesta Flora—. Entonces se pondrá en contacto conmigo para darme el nuevo número.

—Infórmeme si lo hace. De todas maneras, usted venga mañana a recoger sus documentos, hasta las seis estaré en la comisaría.

Flora le da las gracias y cuelga. Ha de volver a encontrarse con ese hombre, la angustia que la interrogue más sobre Paul. ¿Qué estoy haciendo en Tánger?, se pregunta. ¿Por qué voy a casa de Bella Nur?

Recrea en su memoria retazos de la noche en el hotel de la Gran Vía. Paul le acaricia los pechos, los muslos, el sexo, la desea. La llama pelirroja, con su voz secreta, le agarra el cabello para atraerla hacia él, la besa. No hay pensamientos, solo los labios de Paul, sus brazos tensos, sus ojos que se entornan cuando ella le toca, el goce que no ansía nada más. Sin esperas ni fracasos cuando le viene la regla. Flora se detiene en la calle. Mira las gaviotas extraviadas en el cielo grisáceo. Y si ahora abandona la búsqueda, ¿qué le queda?, ¿esperar a que Paul contacte con ella?, ¿regresar a casa?, ¿a las traducciones de batidoras y a la televisión?, ¿a las noches de lágrimas frías y las mañanas de orina en una prueba de plástico? Los ojos grises se humedecen. Ya no puede. Además, quiere saber. Intuye que la historia de Paul aún no ha concluido. La pérdida del amuleto, de la única prueba tangible de su verdad, no puede desanimarla. No tiene una fotografía de él, pero recuerda cada una de sus puntas levantadas, sus relieves de plata y ese nombre escrito en el reverso: Alisha. ¿Quién es Alisha?

La puerta de la casa de Bella Nur tiene una cancela de hierro negro. Flora llama a un telefonillo que hay en la pared y una voz de mujer responde en francés.

—Soy Flora Linardi. La señora Nur me citó a las cuatro.

Suena un chirrido y la cancela se abre. Una escalera de piedra asciende serpenteando entre macetas de hortensias hasta un edén ajeno al bullicio tangerino. Hay ficus gigantes, madreselvas, hileras de tiestos con sus flores naranjas y moradas, plátanos, acacias, varas de narcisos, rosales trepadores, un paraíso de fertilidad; y en medio de él, una casa de dos plantas con fachadas grisáceas por donde ascienden las buganvillas. Una mujer con caftán de algodón espera a Flora en una puerta de madera blanca con vidrieras.

—Bienvenida. —Le habla en español.

—Es un jardín maravilloso.

—Tiene muchos años, señora, casi doscientos.

—Una no puede imaginar que exista un sitio así tan próximo al caos de la calle.

—El siglo pasado esto era las afueras de Tánger, aquí no había más que el cementerio judío. La ciudad ha crecido tanto… Sígame, la señora la espera.

La mujer guía a Flora hasta una sala con una hermosa cristalera por donde se ve el jardín. En una butaca de mimbre con respaldo redondo está sentada Bella Nur. Frente a ella hay otra butaca idéntica y una mesita con una chocolatera de plata, dos tazas de porcelana con sus platitos a juego, una bandeja con magdalenas, unas servilletitas de hilo y una campanita.

—Querida Flora, disculpa que no me levante. No me encuentro muy bien. —Bella Nur le indica que se siente frente a ella—. En estos días lo que más me consuela es sentirme uno de mis personajes, así me olvido de mí y de mis dolores. Te aseguro que la creación puede transformar.

Flora le da la mano y se acomoda en la otra butaca. Recuerda que el gerente de la librería Des Colonnes le dijo que estaba muy enferma y que se había retirado de la vida activa como escritora. Hoy tiene el rostro más demacrado que el día anterior, su tez tostada no atenúa la palidez de las mejillas. De nuevo son solo sus ojos los que se muestran ajenos a todo síntoma de enfermedad, de cansancio, de vejez. Los ojos negros que la escrutan con la misma viveza que en Villa Joséphine. Flora intuye que Bella Nur podría fingir; de hecho su comportamiento le resulta un poco afectado, ya que acaban de conocerse, pero sus ojos no mienten. ¿Qué tiene Flora de interesante para una reputada escritora? ¿Su blog literario, recién iniciado y que en realidad ni siquiera existe? ¿Que llevaba el amuleto de Paul colgado del cuello y le conoció en Madrid? Esa idea le parece más razonable. Le interesa él.

El cabello de Bella Nur está oculto en un turbante negro, sin adornos. Su cuello de pájaro soporta un único collar de cuentas de coral que cae sobre una túnica a juego con el turbante, donde tiene prendida una rosa marchita. En la habitación hace un calor de invernadero. Cerca de Bella Nur hay un brasero de hierro que despide un hálito de fuego.

—Vive en un lugar extraordinario —le dice Flora—. Los árboles inmensos, las buganvillas, la cristalera que se abre al jardín. Dígame, ¿es mi imaginación o esta es la casa afrancesada de Marina?

—Bravo, la has reconocido. Efectivamente, es la casa donde vivió con su padre.

—Y esta, la habitación en la que tenían el cadáver de cera de la madre, rodeado de narcisos y rosas.

—Veo que has leído la novela a conciencia.

Las palabras de Deidé asaltan la mente de Flora «los escritores, al final, por mucho que lo adornen, escriben sobre su vida, sobre los temas que los torturan, que los obsesionan».

—En esta casa encontré los diarios de Marina. Estaban escondidos en su dormitorio, en un compartimento secreto bajo las maderas del suelo. Yo me limité a corregirlos y a darles la forma de una novela; sin embargo, puedo decir que es ella la que está detrás de cada palabra, como dijo Cervantes en parte de su Quijote acerca del historiador musulmán Cide Hamete Benengeli.

Esa es solo una herramienta narrativa que utilizó Cervantes, piensa Flora, muy usada en su época. ¿Está Bella Nur jugando conmigo? ¿Usa trucos de escritora?

—Me hubiera gustado tanto conocer a Marina… —responde en su lugar.

—Sería centenaria hoy en día, nació en 1909.

—¿Sabe cuándo murió?

—No, exactamente, aunque ya era anciana. Esperó a Paul toda su vida. —Sonríe—. No llevas hoy colgado el amuleto. —La mirada fija en el hueco de la garganta de Flora.

—He de contarle con tristeza que me lo han robado esta mañana en el hammam.

—¡Cuánto lo lamento! Al menos no te lo robaron en la calle y te dieron un buen susto. Así que un desconocido se ha apoderado del amuleto de Paul, vaya.

—Hay un inspector que está tratando de localizarle para interrogarle sobre dónde adquirió el amuleto, por lo visto ha habido un expolio de piezas bereberes y lo están investigando. No le hablé de la Axia Kandisha, como comprenderá, ni le dije que Paul también había desaparecido en 1951.

—Eso ni lo menciones.

—Quizá podría usted hablar con el inspector para darle algún dato sobre el paradero de Paul o sobre el amuleto. Estoy segura de que le sería de gran ayuda.

—¿Cómo se llama ese inspector?

—Rachid Abdelán. —Flora saca la tarjeta del policía de su bolso y la deja sobre la mesa—. Quédesela, yo grabé su número.

—Lo haré si me encuentro con fuerzas. —Bella Nur hace un gesto de dolor y suaviza su tono de voz—. ¿Te sirvo un poco de chocolate caliente?

—Por favor.

La escritora coge la chocolatera de plata, le tiembla el pulso. Contrae el rostro.

—Déjeme, yo lo serviré. —Flora llena la taza de Bella Nur y luego la suya.

—Y tienes que probar una magdalena, aunque no son como las de Proust de Villa Joséphine. Estas las hace mi cocinera y al menos están tiernas.

—Dentro de un rato, ahora mismo no tengo hambre, gracias. No he dejado de pensar en lo que me contó ayer sobre esa mujer temible, la Axia Kandisha.

—Cómo explicar la desaparición de Paul si no. La noche era propicia y motivos no faltaban para que ella se lo llevara.

—Usted conoce a Paul.

Los ojos de Bella Nur se iluminan.

—Le conocí igual que tú —dice.

¿Bella Nur también fue amante de Paul?, se pregunta Flora.

—¿Cuándo sucedió?

—Hace muchos años, ya soy una anciana. Además, yo conozco muy bien a mis personajes.

—Paul también es un hombre de carne y hueso.

—Y un personaje de mi novela. Oscar Wilde tiene un maravilloso libro que se titula La decadencia de la mentira. ¿Lo conoces?

—He oído hablar de él, pero no lo he leído.

—Bien, pues Wilde afirma, y yo estoy de acuerdo, que el arte, la escritura en este caso, no debe imitar a la vida, sino la vida al arte la mayoría de las veces. Wilde decía que en su época se escribía mal porque los escritores mentían muy poco. La mentira en el arte había caído en el oprobio. Escritores como Zola se aferraban demasiado a la realidad, hacían realismo sin imaginación y no realidad imaginativa. Sin embargo, los personajes de Balzac poseían el vivo colorido de los sueños. El arte, si es verdadero, toma la vida como materia bruta, la recrea, la inventa, la imagina, la sueña, dice Wilde. El artista ha de crear la vida, no copiarla.

—¿Mintió usted entonces en Niebla en Tánger?

—No entiendes nada, querida Flora, yo no mentí, creé vida. Espero que puedas comprenderlo.

Bella Nur da un largo sorbo de chocolate. Después se limpia los labios con una de las servilletitas de hilo. Flora se fija en que tiene bordado un once o quizá sea un dos en números romanos, no se distingue bien.

—Prueba ahora una magdalena —insiste la escritora.

Flora coge una y le da un mordisco. Luego se lleva la taza de chocolate a los labios, aún está caliente. Nota que se empieza a marear, no ha comido nada desde el desayuno, salvo ese pedazo de magdalena, y el brasero deja en la habitación un sopor asfixiante.

—¿Podría ir al cuarto de baño?

Bella Nur hace sonar la campanita que hay sobre la mesa y al momento aparece la mujer con el caftán.

—Ella te guiará hasta el toilette.

A Flora le encantaría perderse en esa casa, bajar al sótano, comprobar si aún sigue allí la caja con el cuerpo de cera de la madre de Marina y la pandera de Samir. Pero no sabe cómo librarse de la mujer que le sonríe y la conduce directamente al baño. Una vez allí se recoge el cabello en una coleta, abre la ventana, respira una bocanada de aire que entra fresco del jardín, se moja la nuca y las muñecas con un chorro de agua. ¿Por qué Bella Nur no le habla claro? Ya no sabe qué pensar.

Sale del cuarto de baño. Hay un pasillo con baldosas antiguas que dibujan grecas. Varias puertas de cuarterones blancos, todas cerradas. La mujer del caftán no está. Flora avanza con cautela por el pasillo, se detiene por si oye pasos que se acercan. Silencio. Elige una puerta al azar y gira el pomo dorado. Le laten los labios, la garganta. Ve una gran cama de matrimonio postrada bajo un palio de tul. Ve una colcha sobre ella, bordada con todas las selvas del mundo. Oye pasos. Cierra la puerta.

—Me he despistado —dice sonriendo a la mujer del caftán.

—La señora no se encuentra bien, hoy no tiene un buen día. Muchos dolores, algún disgusto.

—¿Qué enfermedad padece?

—Una en los huesos, nunca me acuerdo del nombre. Ya sabe, esas palabrejas médicas.

Bella Nur está de pie, esperándola. Se apoya en un bastón de madera con puño de marfil. Sus ojos sobreviven a la agonía de su rostro.

—Siento tener que interrumpir nuestra charla, he de acostarme un rato, estoy fatigada.

—Por supuesto. Gracias por la merienda. Espero verla otro día.

—¿Cuándo te marchas de Tánger?

—Aún no lo sé.

—Quizá sería mejor que lo olvidases todo y te fueras a casa. —Bella Nur contrae el rostro en un gesto de dolor, y empieza ya a darse la vuelta—. Ahora márchate —le dice.

Flora la ve avanzar por el pasillo apoyada en el bastón y en la mujer del caftán. A pesar del dolor su paso es firme. Sale al jardín. Entre las nubes se filtra el primer rayo de sol del día.

k

Flora ha subido a la azotea del hotel a fumarse un cigarrillo y ha visto a Armand sentado en un puf de piel. Tiene las piernas cruzadas y sobre ellas un bloc de hojas. En la mano, un lápiz. Está dibujando el paisaje de las azoteas. Antenas de televisión, ropa tendida, gatos. El cielo con una hendidura entre las nubes. En el horizonte, el Estrecho, una lámina de acero.

—Así que pintas —le dice Flora.

Armand se sobresalta. Deja el bloc y el lápiz sobre una mesita baja donde hay un vaso de té con hierbabuena y una caja con más lapiceros para dibujar a carboncillo y otros de colores.

—Pintaba, más bien. —Él le sonríe, tiene los ojos de oro—. Me encantaba cuando era niño, me pasaba el día dibujando cuanto veía, cuanto imaginaba. Cuando tuve que abandonar Tánger con mi familia, juré que nunca más volvería a hacerlo. Eso le dije a mi padre. Si me llevas lejos de Tánger, aquí dejo mi corazón y con él mis lápices.

—Muy trágico para un niño de ¿cuántos años? —Flora se sienta a su lado, pone un momento la mano sobre la rodilla de Armand, expulsa el humo, sonríe.

—Doce. Era trágico, pero lo cumplí. Recuerdo que al principio me costó, sufría mucho. En Marsella dibujaba con las yemas de los dedos en las mesas, en las puertas, en las servilletas, en cualquier sitio. Mi padre me regaló una caja de lapiceros para profesionales, aquella que yo le pedía en Tánger y no me compraba porque era muy cara. Jamás la abrí. Se la dejé encima de la mesa de su despacho con el precinto puesto. No la devolvió. Siguió esperando en su casa, hasta su muerte.

—¿Esta es la caja? —le pregunta Flora señalando la que hay sobre la mesa.

Armand asiente.

—La encontré en el cajón de la mesa de su despacho después de que falleciera. Llevaba allí medio siglo, sin abrir, aguardándome. Pero mi padre ya estaba en el cementerio. Me la llevé y no le he quitado el precinto hasta hoy.

—Si tenías que volver a dibujar, qué mejor sitio que Tánger, ¿no crees? Es como si hubieras regresado a la ciudad para recuperar algo que aquí dejaste. El círculo se cierra. Ya eres libre de tu juramento.

—Se nota que escribes.

—No escribo lo que me gustaría: novelas, relatos. Hace veinte años estuve aquí y me veía en un futuro próximo siendo escritora. Me perdí por el camino, como en otras cosas.

—Yo también. Quizá teníamos que regresar a Tánger, empezar en este escenario. Hacer un alto en el camino, recapacitar. Hemos cambiado.

—Ni tú tienes doce años, ni yo veinte.

—Aunque en algunos aspectos seguimos deseando lo mismo que entonces. ¿Te das cuenta?

—Es cierto.

Flora le ofrece un cigarrillo. Durante unos minutos fuman en silencio mirando hacia el Estrecho.

—Me gustaría pedirte dos favores —le dice Armand.

—Dos nada menos, yo a ti uno. —La conversación anterior la ha distraído y no le ha hablado del dinero.

—¿Quién empieza?

—Tú, que tienes dos.

—El primero es que me gustaría hacerte un retrato. No me importa que me falte mucha práctica, la voy a compensar con mi ilusión.

—Seré tu conejillo de Indias, todo sea porque vuelvas a dibujar. Vayamos por el segundo.

—El segundo es que mañana por la mañana me acompañes a la casa familiar, la que tengo que poner a la venta. Llevo retrasando ir desde que llegué. A mediodía me espera el abogado para arreglar los papeles y algunos están allí. No me siento con fuerzas para entrar solo. Es como un mausoleo, están todos los recuerdos de la familia desde hace generaciones.

Flora duda.

—Si te sientes incómoda, lo entenderé.

—¿Por eso te has alojado en el hotel?

—No podía dormir allí, no me preguntes por qué, llevo sin pisarla desde los dieciséis años.

—Iré contigo.

Armand le da las gracias.

—Ahora te toca a ti pedir el favor.

Ella le cuenta lo que le ha ocurrido en el hammam y el plan para que su marido le ingrese dinero en su cuenta bancaria y él lo saque con su tarjeta de crédito.

—Por supuesto. Cuando suba a la habitación te envío por mensaje el número y ahora mismo puedo darte los dírhams que llevo encima para que tengas algo en el bolsillo.

—No es necesario.

Armand insiste y Flora acaba aceptando.

La tarde cae sobre Tánger. Fuman de nuevo mientras el muecín llama a la oración. El tiempo parece detenerse. Armand empieza a hacer un boceto del retrato de Flora. Cuando la luz se desvanece en el horizonte, van a cenar juntos al restaurante.

Esa noche Flora bebe tres copas de vino y se duerme nada más acostarse.

k

La casa familiar de Armand Cohen está situada en el corazón de la Medina. Es un piso amplio, en una tercera planta sin ascensor, con una escalera ancha y de madera grisácea. Desde que Flora se ha levantado tiene en mente la imagen de la colcha bordada con las selvas que vio en el dormitorio de la casa de Bella Nur. Le duele la cabeza por el vino y sus pensamientos son lentos. Armand permanece silencioso mientras ascienden por los peldaños desgastados. Al llegar frente a la puerta de dos hojas con un arco sobre ellas, Armand se detiene. Busca la llave en el bolsillo de la chaqueta, la mete en la cerradura y, antes de hacerla girar, mira a Flora y lanza un suspiro.

Huele a cerrado. La casa está sumida en la penumbra. En la inmovilidad de la nostalgia. Armand entorna los ojos un instante y traspasa el umbral. Flora le sigue. Hay un recibidor amplio con el suelo de baldosas hidráulicas que da paso a un gran salón. Ha amanecido un día luminoso y unos rayos de luz se filtran por las rendijas de las contraventanas que no encajan bien. Armand las abre y el sol de Tánger invade el salón. La decoración es antigua, Flora no entiende mucho de muebles, aunque reconoce en algunos de ellos el estilo art déco. Los veladores frente a las butacas con las tapicerías en polipiel.

—¿Qué te parece? —le pregunta Armand.

—Maravillosa, y eso que acabo de entrar.

—Es una pena venderla, ¿verdad? Mi hermano y yo nacimos aquí, pero él necesita el dinero. Y mi mujer insiste también en que debemos deshacernos de ella, será porque nunca la ha pisado.

Flora le sonríe.

—Voy al despacho a buscar los papeles y ahora te la enseño.

—Yo me quedo por aquí.

Ha visto un piano de cola en una esquina, cubierto por un mantón de encaje, y sobre él muchos marcos de fotos. Le fascinan las fotografías antiguas. Le da la sensación de que cada una de ellas encierra una historia que ha quedado atrapada en el tiempo. Se agacha para verlas mejor. Todas son en blanco y negro. Una mujer con el cabello ondulado, una pamela negra, junto a un hombre muy serio con un traje de cuello duro. Parece una boda. Fotos de reuniones familiares, de Bar Mitzvá, de hombres vestidos con uniforme militar con sable y hombreras de gala.

Una de ellas le llama la atención. Flora coge el marco y la examina detenidamente. Varios niños y jóvenes disfrazados, en filas atendiendo a su estatura, frente a la chimenea de un salón. Entre todos ellos, Flora descubre a una joven. Es alta y delgada. Tiene el cabello rubio, lacio, y unos ojos que se adivinan muy claros. Va disfrazada de gaucho argentino.