Capítulo 3
Niebla en Tánger
Capítulo I
24 dE diciembre de 1967
Hoy es el aniversario de la desaparición de mi amante. Cada 24 de diciembre, desde hace dieciséis años, regreso al puerto de Tánger, donde le vi por última vez. Mis pies se acercan al borde del muelle, quieren saltar como esa noche que le perdí. Hundo la mirada en el horizonte, en el espejo inmenso que forman las aguas del estrecho de Gibraltar, y así permanezco durante horas, recordando, en una letanía de la memoria, cuanto nos sucedió.
Aquella noche aciaga de 1951, un viento terrible se había apoderado de la ciudad y del mar desde primeras horas de la tarde. Con la llegada del crepúsculo, se intensificó su poder y trajo consigo una niebla densa, amarga, que parecía tragarse a su paso todo aquello que existía sobre la tierra. Vi a mi amante adentrarse en ella, su silueta arrastrada por el vendaval hasta perderse en el abismo.
Dos años antes, en ese mismo muelle, llegó hasta mí a través de un hombre de mi confianza, Matías Sotelo. Yo regentaba un pequeño hotel en la Medina, famoso por sus noches de fiesta, pero también tenía negocios de contrabando de tabaco. Alto, de huesos largos, cabello oscuro y lacio con un mechón sobre la frente y unos ojos de un azul indescifrable, acababa de desembarcar de un carguero procedente de Malasia. Olía al sudor del mar, a la brea del barco. Extendió una mano tostada, en uno de sus dedos destacaba un anillo de plata con una piedra gris, y me dijo su nombre:
—Paul, Paul Dingle.
Tenía acento francés, aunque hablaba español de forma fluida, tal y como me había comentado Matías. Vestía con la simplicidad que exige la vida en el océano, pero su presencia y sus modales elegantes mostraban indicios del origen que no tardé en descubrir.
Me hubiera arrojado al Estrecho tras su pérdida; sin embargo, los acontecimientos de mi vida, y sobre todo una promesa que me hice en la infancia, me lo impidieron. Esta es mi historia.
Me llamo Marina Ivannova. Mis padres tuvieron un amor proscrito. Gracias a él vivimos en una casa afrancesada, a las afueras de Tánger, con las fachadas grisáceas, un porche de piedra y un jardín donde las buganvillas crecían como yo, en libertad. Este destierro se lo había impuesto a mi madre su familia: una de las condiciones que tuvo que aceptar si quería seguir perteneciendo a ella. Se había hecho bautizar para contraer matrimonio con mi padre, un ruso católico ortodoxo que había llegado a la ciudad en 1905, con la intención de pasar una corta estancia. Jamás imaginó que moriría allí. Inquieto por los disturbios revolucionarios acaecidos en su patria durante ese año, había aprovechado para viajar y expandir su negocio de comercio de sedas y objetos de arte. Procedía de una familia de la alta burguesía de Moscú, emparentada con la nobleza por la rama paterna. Tampoco ellos aceptaron de buen grado que se casara con la judía sefardí de ojos lentos que era mi madre, por mucho que se hubiera convertido.
Instalarse en esa casa fue su primera prueba de amor hacia ella: poco acostumbrado a obedecer órdenes, mi padre padecía, como bromeaba mi madre, el orgullo de la estepa; la segunda y definitiva tuvo lugar cuando la perdió. Se negó a darle sepultura, ni judía ni católica. Encargó un sarcófago de cristal y allí la mantuvo, en el salón, rodeada de narcisos y rosas. Había enloquecido hasta el extremo de creer que si rogaba lo bastante a su Dios, este libraría a su mujer de la podredumbre de la muerte. La velábamos día y noche en unos reclinatorios de raso rojo, donde yo, a mis cinco años, lloraba en silencio. Mis padres hablaban entre ellos en francés, pero mi madre rezaba en español, la lengua de leche que me enseñó y en la que aprendí el mundo. Aunque habían acordado iniciarme en la fe de mi padre, ella, a escondidas, me instruía en el judaísmo. Además tenía una niñera del Rif, Ankara, que me dormía arrullándome con suras del Corán. De esta manera pude preguntarles a todos los dioses que conocía cómo era posible que unas semanas atrás hubiera caminado cálida y segura de la mano de mi madre por la Medina; de esa mano, ahora helada y rígida, que se precipitaba con el calor de mayo hacia la descomposición. Cómo era posible que no escuchara su voz, aquella que alegraba las tertulias con sus amigas judías, a las que me gustaba tanto acompañarla. Se reunían en la trastienda de una sombrerera andaluza, bebían chocolate y charlaban mientras yo me enredaba en las cintas, me disfrazaba con los tules y las flores de seda de sus sombreros nuevos, y mi madre reía. Había encargado una pamela de paja con un lazo de raso para su disfraz de pastora. Estábamos en el año 1913 y se inauguraba el gran teatro Cervantes con un baile de máscaras. Me dejó observarla mientras se vestía para la fiesta. Llevaba un traje blanco hasta media pierna, con una cinturilla rosa, un cayado de madera y una oca viva que le había traído mi padre por sorpresa y que la seguía a todas partes. En ese mismo vestido blanco comenzó su desdicha. Regresó a casa con una mancha de sangre en la pechera, anuncio de la tuberculosis feroz que se la llevaría a la tumba.
La familia de mi madre vino a reclamar su cuerpo, amenazaron a mi padre con encerrarlo en un manicomio si persistía en aquel sacrilegio, y con quitarle mi custodia. Él les pidió un día para entregársela. A las pocas horas llegó a casa un hombre que se puso a pintar el cadáver florido de mi madre. Después, mi padre la veló a solas durante toda la noche. Al alba, ella desapareció de nuestras vidas para siempre. Ankara, con lágrimas en los ojos, hizo mis maletas, cerró la casa convirtiéndola en un fantasma de sábanas y emprendimos el viaje hacia Moscú. Al cabo de un mes, ya instalados en un caserón triste que pertenecía a su familia, llegó una caja con forma de ataúd que un tal monsieur Conrad enviaba desde París. Era mi madre, esculpida en cera por un maestro artesano. Mi padre la colocó en su dormitorio, sobre un lecho adamascado, y se entregó de nuevo al delirio de velarla sin descanso. Me prohibió entrar en la habitación o acercarme a ella, y me dejó en manos de una niñera gris, que murmuraba entre dientes la palabra judía mientras me bañaba o me vestía.
Permanecí en Rusia hasta el año 1917. Moscú se convirtió en un caos sangriento con la revolución. La familia de mi padre estaba amenazada, así que tuvimos que huir.
Le rogué a mi padre que regresáramos a Tánger, la ciudad donde habíamos nacido mi madre y yo, donde habíamos sido dichosos, a la casa afrancesada que me quedó en herencia. Unos días antes del viaje, unos hombres vinieron a hacerse cargo del cadáver de cera de mi madre. Nunca supe de qué manera lo dispuso, en aquellos tiempos convulsos, para que llegara a Tánger unos días después que nosotros. A partir de ese instante, mi padre preparó nuestra partida con entusiasmo; no huía de la muerte a manos de los revolucionarios, sino que emprendía el viaje de reencuentro con su amada.
Abandonamos Moscú un mediodía de finales de noviembre. Había nevado toda la noche y la campiña formaba un manto blanco. Mi padre conducía el trineo, golpeando el lomo de los perros, cuando vi en la lejanía, a un lado del camino, una mancha que hería la perfección de la nieve virgen.
—Detente, padre, por favor —le supliqué.
—No es momento para sensiblerías, Marina.
—Solo será un instante.
Me miró de mala gana y accedió. Descendí del trineo, cubierta por una capa de pieles con capucha que ocultaba parte de mi rostro, y me acerqué al bulto que había llamado mi atención. Era un muchacho, tendido bocabajo, tendría unos doce o trece años, solo unos cuantos más que yo. Creí que estaba muerto, pero cuando mis pasos hicieron crujir la nieve, volvió lentamente la cabeza hacia mí. Me observó con unos ojos verdes estupefactos por su destino truncado. Le sonreí. La soledad manaba a borbotones de sus labios de sangre. Me agaché a su lado, abrí mi capa para abrigarle, mientras oía los pasos de mi padre ordenándome que regresara. El muchacho quiso incorporarse, sujetaba en la mano derecha una pequeña hoz, no tuvo fuerzas, se derrumbó, pero antes me escupió, ensuciando la pechera de mi vestido con aquella mancha infame que encendió los recuerdos más dolorosos de mi padre. Le dio patadas hasta que le sintió inerte, e hizo rodar su cuerpo vacío camino abajo. Yo corrí tras él, envuelta en lágrimas.
—Padre, padre, iba a salvarlo, es un niño como yo.
—Es una amenaza —respondió él y se dirigió hacia el trineo—. ¡Vámonos! —exclamó—. Puede haber más por los alrededores.
Llegué hasta el muchacho. Sus ojos abiertos apuntaban al cielo. Los brazos en cruz formaban un cristo sobre la nieve. Permanecí junto a él durante un rato, escuchando su silencio, como había escuchado años atrás el de mi madre. Luego, sin dejar de mirarle, recé una oración de cada una de las religiones que conocía. Y allí, ante aquel dibujo de la muerte, juré que jamás quitaría una vida, ni siquiera la mía, porque la vida era lo más sagrado que existía y nada justificaba su aniquilación.
Regresé junto a mi padre. Y al montarme en el trineo, le dije:
—Asesino.
Él me devolvió una bofetada, cuyo dolor aún puedo sentir mientras lo recuerdo, y me llamó ignorante. No volvimos a hablar jamás de lo sucedido.
Nunca he olvidado la imagen de aquel muchacho. La transformación de sus ojos, su gesto de desamparo e ira. Soñé con él todas las noches durante varios meses, una vez instalados en Tánger, en nuestra casa, donde habían vuelto a florecer las buganvillas con nuestra llegada. Luego el tiempo lo fue difuminando y solo volvía a mí como un presagio, como un ángel que venía a avisarme de que me cuidara de alguna amenaza, de algún mal que me podía suceder.
El juramento que había hecho fue tomando forma según maduraba, y la creencia de que ninguna ideología, religión o deseo debía justificar el asesinato de otro ser se fue instalando en mí con fuerza. Lo que me ayudó a comprender a Paul años más tarde, a quererlo tal y como era.
El cadáver de cera de mi madre llegó en un contenedor de barco. Mi padre y yo fuimos a recogerlo al puerto, vestidos con el luto que lucíamos cada aniversario de su marcha.
—Ya estás aquí otra vez, querida, en la tierra que tanto amabas —murmuraba él, embutido en su traje negro, con un rictus de melancolía que lo alejaba de mí.
Compramos flores, rosas y narcisos de nuevo, para darle la bienvenida a su casa. Él la instaló en una de las habitaciones acristaladas que daban al porche de piedra, donde habían crecido en nuestra ausencia unos macizos de violetas salvajes, en los que —mi padre se empeñó— residía el alma de mi madre. No la veló con la obstinación con que lo había hecho hasta entonces; la pérdida de sus propiedades en Rusia le exigía dedicarse una vez más a los negocios que había abandonado durante sus velorios interminables. No podíamos regresar, así que, poco a poco, se fue acostumbrando a la idea de permanecer en aquella ciudad tan distinta a la suya. El sol de Tánger había vuelto a templar mi niñez oscura; el cielo azul, las casas blancas suspendidas en el espejismo del mar me devolvieron la alegría. Sobre todo cuando retornó a casa mi niñera rifeña, Ankara. Creo que una mujer que no hubiera conocido la historia de mis padres no habría podido soportar vivir bajo el mismo techo que aquella estatua de cera expuesta sin descanso al mundo. Ankara se ocupaba de ella con el mismo amor con que había tratado a mi madre en vida. Le limpiaba el polvo con un plumero de plumas de avestruz, y aunque mi madre estaba tratada para no deshacerse en el verano tangerino, Ankara le colocaba barras de hielo a su alrededor en los ardores del mediodía, y por las noches, cuando llegaba la brisa del mar, fregaba los charcos del suelo de la habitación acristalada para que no pareciera que llovía en aquel lugar sagrado.
Siempre me esperaba a la salida de clase, cuando retomé mis estudios en el Liceo Francés. Era una mujer oronda y hermosa, de ojos maquillados por la naturaleza y cabellos castaños, donde ya se enredaban las canas. Salía a la calle con el traje recio de niñera de niña rica que le había impuesto mi padre, con su rectitud norteña, pero en la cabeza llevaba su corazón, un sombrero de paja con borlones de colores como las mujeres del Rif. Sin él, Ankara no encontraba el camino entre las calles laberínticas de la Medina, donde en la parte más pobre vivía su familia. Mi padre, muy ocupado desde nuestra llegada con sus negocios, nunca supo que ella, tras mis insistentes ruegos, me llevaba a visitarla. Me sentía feliz en las casas con suelo de arena, me deshacía de los estrictos zapatos del colegio y caminaba descalza. Las primas y las hermanas de Ankara me pintaban los pies y el vientre con henna, las partes donde era más difícil que mi padre nos descubriera; me hacían dibujos para ahuyentar el mal de ojo, y así, como si fuera una de ellas, me contaban sus cuentos, solo para mujeres y niños varones durante la infancia; debían esperar a la caída del sol, pues llevaría una maldición a quien se precipitase a contarlos antes. Era un universo femenino, ese donde se aprenden las primeras frases de la existencia y su verdadero significado. Les fascinaba peinar el cabello rubio que había heredado de mi padre, junto con los ojos azules y la piel de nieve de las mujeres de su familia. Ankara y yo les llevábamos dulces de chubarquía, un hojaldre frito con miel que vendían en los puestos del Zoco Grande. Ellas comían algunos, y otros los guardaban para vendérselos a sus vecinas. De camino a casa pasábamos por la puerta de los baños públicos. Un aroma tierno a cal se escapaba por las rendijas.
—Ankara, ¿es cierto que en los baños te limpias de todas las cosas malas que te hayan sucedido?
—Solo te limpias si tú lo deseas.
—¿Me llevarás un día contigo?
—Tu padre me azotaría si se enterase.
—Entonces no le diremos nada.
—Cuando cumplas los diez, aún eres muy pequeña.
De la mano de Ankara reviví la alegría del Tánger de la época de mi madre. La primera vez que me llevó al Zoco Grande, un domingo de mercado después de mi regreso, me enamoré de la ciudad de nuevo. Percibí en la piel, en el estómago, que había nacido allí, que le pertenecía. Me había sentido extranjera en Moscú, en las lluviosas tardes de samovar, entre las niñas de manos frías y cabellos transparentes como el mío, pero en aquella tierra de luz cegadora me sentía en casa. Ankara hablaba con las mujeres ataviadas con sombreros de paja como el suyo y polainas de colores. El olor de las especias se mezclaba con el de los perfumes, el hedor de los mendigos, de los encantamientos que se hacían en la plaza, y supe que allí se recogía el olor del mundo, toda su belleza, toda su fealdad, toda la fantasía necesaria para soportarlo.
A nuestro regreso a Tánger mi padre retomó las escasas relaciones que habían existido entre la familia de mi madre y nosotros desde mi nacimiento, muy dañadas, además, tras nuestra marcha precipitada a Moscú y la disputa por el enterramiento. Creo que mi padre ya intuía su muerte cuando accedió a llevarme a visitar a mis abuelos maternos dos veces al mes. Le daba instrucciones a Ankara para que me arreglase con vestidos de organdí y me colgara una cruz ortodoxa de oro, que lucía sobre mi pecho, tan grande que parecía que me iban a someter a un exorcismo. La casa de mis abuelos estaba en la parte alta de la Medina, en la Kasbah. Por fuera era semejante a una pequeña fortaleza, pero por dentro se abría en espaciosas galerías en torno a un patio fresco, que ascendían hasta una azotea con vistas al Estrecho.
Se trataba de una de las familias judías sefardíes más antiguas de Tánger. Eran joyeros, y tenían varias tiendas y talleres en unas callejuelas próximas al Zoco Chico.
Mi abuela y yo tomábamos chocolate caliente, como mi madre con sus amigas de las tertulias; los hombres, licor. Creo que ella buscaba en mí algún vestigio de su hija perdida, no dejaba de mirarme fijamente; sin embargo, todo lo que había heredado de mi madre se hallaba en mi interior.
No me gustaba ir a su casa. Las visitas eran siempre en un tono muy serio, y prefería estar con Ankara y su familia, libre por los zocos y la Medina. Me extrañó que mi padre insistiera en que continuáramos visitándolos. No tardé en averiguar qué sucedía. El primer síntoma de su enfermedad fue el abandono paulatino de su negocio para encerrarse con mi madre. Sus últimos días le veía, desde el porche, a través de la cristalera. Ankara le había preparado una cama junto a ella y agonizaba acariciándola.
La noche que murió, puso su mano en la mejilla que me abofeteó aquel mediodía en la huida de Moscú; esa fue su despedida.
Tras su fallecimiento, le dije a Ankara que teníamos que esconder a mi madre antes de que mis abuelos vinieran a buscarme. Aprisa, deshicimos el lecho de flores y entre las dos la bajamos al sótano y la guardamos en la misma caja en la que había llegado desde Moscú. Allí permaneció olvidada durante muchos años.
Fue al poco tiempo de la desaparición de Paul cuando recordé su existencia. Vino a mí una mañana al despertar. Quizá porque pensaba mucho en mi padre, y en la pena que le condujo a la locura de llevarse la figura de su mujer muerta de una casa a otra, de un continente a otro. O solo el hecho de haberla mandado esculpir.
Mi madre permanecía incólume. El maestro parisino había realizado muy bien su trabajo. Nada más verla, supe que no quería hacer con el recuerdo de Paul lo mismo que mi padre. Me basta con volver al puerto y esperarlo. A lo largo de estos dieciséis años de preguntar por él, de buscarlo aunque fuera solo en mi memoria, no han sido pocos los amigos, conocidos y huéspedes de mi hotel, grandes viajeros muchos de ellos, que me han asegurado haber visto a Paul Dingle. Singapur, Melbourne, Panamá, París, Túnez… En las ciudades más dispares, todos coinciden en las ropas que llevaba cuando desapareció: «Vi a Paul Dingle, con su jersey de rayas marineras, con sus ojos de un azul distinto». No ha envejecido. Permanece como mi madre, pero en carne y hueso. Como la leyenda cristiana del Judío Errante, Ashavero, condenado a vagar eternamente sobre la Tierra, hasta la parusía, por haberle negado a Cristo un poco de agua camino del calvario.
¿Qué pecado cometió Paul para sufrir semejante destino?