Capítulo 7

Niebla en Tánger

Capítulo III

VARIAS personas tenían motivos para desear la desaparición de Paul Dingle el 24 de diciembre de 1951, y Samir era una de ellas.

—Te romperá el corazón —me había advertido.

Esa mañana amaneció con sol, nadie pudo predecir el vendaval que arreciaría conforme cayera la tarde. Paul se había levantado más pronto que de costumbre; no amanecía antes de las diez, decía que el silencio del alba le recordaba a la soledad de la guerra. No le oí salir del dormitorio; cuando desperté una hora más tarde, me encontré sola entre las sábanas. La cama estaba fría, como si Paul ya se hubiera marchado para siempre.

Salí al pasillo; el último piso de la casa de mis abuelos, que había convertido en hotel, estaba destinado a las habitaciones privadas. Encontré a Samir en el rellano de la escalera. En esa época llevaba un parche a lo bucanero en el ojo tuerto. Tenía el cabello revuelto y un labio partido con un hilo de sangre. Se había peleado con Paul.

—No te fíes de él —fue todo lo que quiso decirme entonces.

Me miró con la misma expresión de desamparo que en la calle de Siaghine, veinticinco años antes, a su regreso de Chauen. Era agosto de 1926. Lo recuerdo porque estaba conmocionada por la noticia que había leído en los periódicos sobre la muerte inesperada de Rodolfo Valentino. A mis diecisiete años me había convertido en una joven judía: rezaba mis oraciones, respetaba el sabbat, celebraba con júbilo el Purim, e iba a la sinagoga de Nahón, donde ocupaba mi lugar, junto a mamá Ada y el resto de las mujeres, en la parte de arriba. Solo en el aniversario de la muerte de mi padre sacaba de su encierro la cruz ortodoxa de oro y la llevaba el día entero colgada de mi cuello, por dentro de la ropa, para no olvidar del todo quién había sido, quién era. Rezaba el padrenuestro en silencio, grababa cada frase de la oración en mi memoria, honrando así la sangre rusa católica de mis antepasados.

Las ansias infantiles de salvación, mamá Ada había sabido dirigirlas en la tzedaka, la limosna, y en la obra social que la comunidad judía llevaba a cabo. Me quedaba hacer un buen matrimonio con un muchacho judío y traer mis vástagos al mundo para continuar la rama familiar. Papá Arón estaba interesado en unir lazos con la familia Bensalóm. Banqueros. Tenían un hijo de mi edad a quien había conocido en la fiesta de su Bar Mitzvá. Imberbe aún, con un belfo de caballo y unos ojos solitarios, me asustaba la idea de tener que pasar el resto de mi vida con él y convertirme en una reliquia antes de que me llegara la hora de morirme. Mamá Ada no comprendía que fuera reacia a hablar de matrimonio, ni que no lo esperase con emoción como otras muchachas de mi edad, cuya plenitud se acercaba al tiempo que el momento de su enlace. La pasión que se había despertado en mí por bordar, tuve que ir reprimiéndola conforme me acercaba a la edad casadera. De esta forma retrasaba también completar mi ajuar. Ya había un arcón de caoba repleto de sábanas de la cama matrimonial, toallas, manteles, camisones y cojincitos para guardarlos. Mis iniciales estaban bordadas, tan solo quedaba bordar la letra del apellido de mi futuro marido, cuando supiéramos quién iba a ser.

Había leído la Odisea en el colegio, y Penélope me pareció la mujer más inteligente que había dado la mitología. Ella tejía y destejía para evitar elegir un pretendiente que no fuera su esposo, a quien aguardaba con toda la paciencia y el sufrimiento contenido que cabía esperar de una mujer, qué mejor ardid que una labor tan femenina. Yo fingía con mamá Ada un repentino retroceso en mi habilidad de bordar, me equivocaba en los dibujos, los cosía torcidos y era necesario repetirlos. Además, insistía en que la ropa que reposaba en el arcón me resultaba muy poca.

—Quiero el ajuar más rico y abundante de todas las muchachas tangerinas judías —le decía a mamá Ada.

—Lo tendrás —respondía ella—, y te casarás con un buen judío.

Nunca imaginé que la estrategia de Penélope la utilizaría, muchos años después, para consolar la ausencia de Paul Dingle, en esta colcha tropical donde he bordado ya todas las selvas del mundo, o al menos saber qué fue de él, quién se lo llevó de mi lado.

Mamá Ada sospechaba de mi estrategia. Conforme yo crecía, a ella la intranquilizaba que se truncara de nuevo el futuro deseado para la familia, al igual que había ocurrido con su hija. En estos casos solo confiaba en los espíritus. Nadie mejor que ellos para informarla de lo que estaba ocurriendo, y aconsejarla sobre cómo enderezar un destino que podía torcerse. El secreto de su pasión por la tabla de la güija había ayudado a crear entre nosotras unos lazos de complicidad que se vieron reforzados cuando me enseñó el funcionamiento de aquel artilugio, y celebramos juntas algunas sesiones.

—¿Cuál es el destino deseado por mi nieta? —le preguntó al espíritu de una mujer muerta a principios de siglo por el mismo mal que se llevó a mi madre.

La aguja grande de madera, sobre la que manteníamos las yemas de los dedos mamá Ada y yo, se arrastró, con un lúgubre sonido, por el tablero y señaló las letras: C-I-N-E.

—Ajá, conque cine —me espetó ella enfadada.

Me quedé en silencio. Mamá Ada me miraba de forma acusatoria. Nunca había creído demasiado en los poderes de aquel juego y sospeché que había escuchado una conversación que mantuve con una de mis amigas del colegio la tarde anterior, en la habitación de costura, donde le confesaba mis pocos deseos de casarme y mi ilusión por convertirme en actriz. El cine me fascinaba. Siempre que podía, asistía con mis amigas a ver las películas del cine mudo de Rodolfo Valentino, Gloria Swanson, Charles Chaplin o Vilma Bánky. En ellas había descubierto que el mundo era más extenso e interesante que los límites de mi arcón de caoba, donde estaba encerrado todo mi futuro.

—Así que quieres ser actriz. Pues olvídate. Te casarás con un buen judío y tendrás hijos judíos. No voy a permitir otra desgracia familiar como la de tu madre.

Mamá Ada, poco a poco, se daba cuenta de que el parecido que yo mantenía con su hija no radicaba en mi aspecto físico, sino en mi rebeldía interior. Si ella había elegido a un católico, yo quería sustituir mi vida apacible en Tánger por la magia de interpretar historias.

Me prohibió volver al cine. Las lágrimas se me agolparon en los ojos. Le rogué que me dejara ir a ver El hijo del caíd, de Rodolfo Valentino, que echaban en el Kursaal, para despedirme de él, para honrar su memoria y llorarle en la pantalla como se merecía. Aceptó de mala gana por el luto de mi ídolo, pero me hizo prometer que sería la última vez que pisaría una sala de cine hasta que estuviera casada y a salvo, según ella, de la vida licenciosa del artista.

De las cuatro amigas con las que iba al cine, tres eran judías y una cristiana. Entre las judías se hallaba Esther Bensalóm, prima del joven del belfo a quien querían unir mi inicial. Todas de familias ricas y respetables. Rodolfo Valentino era nuestro amor platónico desde que le vimos actuar en Los cuatro jinetes del Apocalipsis y Sangre y arena. Un ejemplar de hombre latino, un dios griego y, lo más importante, inalcanzable. Rodolfo era hermoso, varonil, pero jamás querría casarse conmigo; jamás querría bordar su inicial junto a la mía en el cojincito del camisón. Podía soñar con él, enamorarme con toda tranquilidad, y más ahora que estaba muerto.

Atravesaba con mis amigas la calle de Siaghine cuando oí mi nombre. No reconocí la voz y me volví para ver de quién se trataba. El ojo tuerto le hacía inconfundible. Ya no era el niño enclenque al que quería salvar, el niño del huevo de astrogodón, que aún reposaba en el cajón del secreter, incólume al paso del tiempo, sino un muchacho alto, atractivo, de labios anchos y cabello espeso con ondas negras. Samir, mirándome con su ojo verde. Detenido en la calle, con un hatillo de tela, los zapatos de papá Arón, ya de su talla, y una chilaba de rayas finas que le daba un aspecto de adulto.

—¿Le conoces? —me preguntó Esther Bensalóm.

El corazón se me salía del pecho.

—De darle limosna hace mucho tiempo —respondí.

—Qué atrevimiento, y llamarte así por tu nombre en mitad de la calle.

—Si vas a darle algo, hazlo ya, que llegamos tarde —me dijo otra de mis amigas judías.

—No, ahora no llevo monedas para limosnas —dije, me di la vuelta y continuamos andando en dirección al cine.

Oí otra vez mi nombre y caminé más aprisa. Samir ha vuelto, me decía, o tal vez solo está de paso. ¿Habrá venido por la pandera de su madre, que descansa ya junto a la mía?

—¿Te encuentras bien, Marina? —me preguntó Esther—. Pareces sofocada.

Un fuego se me había encendido en las entrañas.

—He perdido el monedero, seguid, que ahora os alcanzo.

Eché a correr sin esperar su respuesta. Subí por la calle de Siaghine hasta llegar al sitio exacto donde acababa de verle. Había desaparecido. Tuve ganas de gritar su nombre, de llorar. Esperé unos minutos, por si aparecía de nuevo, pero se lo había tragado la tierra.

En la película, Rodolfo Valentino interpretaba el papel del hijo de un jeque árabe que raptaba a una mujer blanca y se la llevaba a su tienda en el desierto para hacerla suya. Ella acababa enamorándose de él. Me estremecí.

Durante el resto de la semana, mientras bordaba en la torre de costura con mamá Ada, me venían a la cabeza escenas de la película, donde el rostro de Rodolfo había sido suplantado por el de Samir. Le imaginaba ataviado con el turbante, cabalgando por las dunas del desierto con su nueva imagen de hombre dispuesto a encontrarme a toda costa y a llevarme contra mi voluntad.

—Cose, que estás en las nubes —me decía mamá Ada.

Las puntadas me salían torcidas, esta vez sin hacerlo adrede, y la aguja me temblaba en la mano. Sin el dedal de plata y jade me hubiera agujereado los dedos.

Solo Ankara, que aún vivía con nosotros, supo de mis desvelos. De mi niñera había pasado a ser mi carabina. A mamá Ada no le gustaba que anduviera sola por la calle, así que cuando no salía con ella o con mis amigas, Ankara me acompañaba. Había envejecido mal. Solo sus ojos eran testigos de la vitalidad que había lucido a lo largo de sus años de trabajo. Se había perdido en una melancolía por su pueblo del Rif, que no la dejaba vivir en paz. Solo su amor por mí la mantenía en Tánger.

—Niña mía, ya no tienes edad de jugar con chicos pobres. Los mundos tan diferentes que se acercan en la infancia están destinados a separarse cuando crecen.

—Nosotros, no —le dije, sin saber por qué.

Conforme pasaron los días y los meses, mi delirio fue en aumento. Me desvelaba encontrarlo de pronto tanto como no volver a verlo nunca más. Le soñaba antes de dormir con esa nueva voz que parecía tallada en roca y esa apostura oriental que le había convertido, sin yo quererlo, a ratos en un villano, a ratos en un héroe de película.

Al cabo del año, tantos leños había echado al fuego de la imaginación que me consumía de angustia cuando entraba o salía de la casa, pues le vislumbraba con la pierna coja apoyada en la pared, como la primera vez que apareció para llevarme con él. Lo único que me consolaba era la certeza de que Samir no tenía intención de pedir mi mano judía, sino de tomarla al asalto, sin delicadezas de bordados rosa o cojincitos de seda. Mi vida burguesa —que transcurría, tras acabar el colegio, en lecturas reposadas en la torre, antes o después de las jornadas de hilos, visitas a los almacenes Au Grand Paris, a comprar perfumes o medias, partidos de tenis con mis amigas en el Country Club, meriendas en la pastelería Pilo, o visitas secretas a sesiones de cine— iba a verse atravesada por la lanza de la aventura. Era tan improbable que me casara con Samir como con el «descansado» de Rodolfo Valentino. Lo que le proporcionaba al asunto un cariz mucho más grave: cuanto más imposible era para el mundo, más posible lo era para mi imaginación atormentada por el aburrimiento.

El deseo de ser actriz no se me iba de la cabeza. Consumía todos los periódicos o magazines que podía conseguir donde hubiera noticias y fotografías de actores y actrices sobre todo del cine americano. Las recortaba con las tijeras de costura y las atesoraba en el cajoncito del secreter, a salvo de la censura artística de mamá Ada, y junto al huevo de astrogodón, que sacaba de su escondite algunas madrugadas para sentirlo latir en la fiebre de la vigilia. Hollywood era mi meca, mi paraíso bíblico.

En marzo de 1928, aún sin curarme de los desvelos que me causaba Samir, los Bensalóm nos invitaron a celebrar el Purim con una comida que organizaban en un salón del hotel Continental, uno de los más lujosos de la ciudad. Era evidente la intención de formalizar mi matrimonio de una vez con el joven del belfo, o liberarle de todo compromiso conmigo para que pudiera elegir a otra muchacha de buena posición. Íbamos a cumplir los veinte. Aunque son solo los niños los que se disfrazan durante el Purim, se invitaba a la juventud a que lo hiciéramos también como si se tratara de una fiesta de máscaras. Mamá Ada se empeñó en buscarme el disfraz más apropiado para que luciera mi belleza del norte, siempre bajo el manto de la más pura discreción, y yo me empeñé en estar tan fea que el joven no quisiera ni mantenerme la mirada. Finalmente la batalla se inclinó de mi lado. Mamá Ada había elegido un disfraz de pastora con cayado y oca viva. Fue verlo y echarme a llorar. Tuvo que ser Ankara quien le explicase los recuerdos que despertaba en mí aquel disfraz maldito. Los episodios más terribles de mi infancia se me vinieron encima: la mancha en la pechera de mi madre, en la mía, el niño ruso, la muerte. Mamá Ada sufrió un ataque de nervios que no se le calmó ni con un litro de tila, ordenó a una sirvienta que devolviera el disfraz a los almacenes y cocinaran la oca inocente para los pobres, cumpliendo así con el precepto de dar limosna el día antes del Purim. Me negué a ir a la comida, pero a última hora recapacité y vi la oportunidad de librarme para siempre de la amenaza que se cernía sobre mi felicidad desde hacía tiempo. Me disfracé de gaucho argentino. Mamá Ada no se atrevió ni a suspirar cuando me vio descender por la escalera con mis pantalones de cuero, mi chaqueta con flecos, mis botas de espuela, mi sombrero de ala ancha por el que sobresalía una coleta rubia, y el látigo enrollado en una mano, dispuesto a flagelar las esperanzas de cualquier joven que deseara contraer un matrimonio duradero con una muchacha dócil. Papá Arón dio un respingo mientras recitaba los versos de un salmo del rey David.

—¿No habéis encontrado algo más masculino? —preguntó.

Frente a lo que había esperado, el disfraz fue un éxito, sobre todo entre los hombres. Conocía al menos de vista a la mayoría de ellos, solo uno me resultaba desconocido. Era imposible no fijarse en él. Acaparaba la atención, principalmente de las mujeres. Acababa de llegar de Estados Unidos, y era primo segundo de Esther y del joven del belfo. Su familia había emigrado hacía más de treinta años, con un negocio de importación y exportación de productos exóticos con el que habían hecho una gran fortuna. Él había nacido allí. Se llamaba Matthew Levy, pero había cambiado su apellido por Levingstone para darle un aire más anglosajón. Eso me dijo cuando se me acercó durante el aperitivo, con su sonrisa grande y sus dientes lunares. Tuve que reprimir la risa, porque me vino a la cabeza la frasecita ya famosa por entonces sobre el explorador inglés que encontraron en el lago Tanganica ardiendo de malaria: ¿el doctor Livingstone, supongo?

Desde el primer momento intuí que no era el tipo de hombre que se achicara ante una mujer con látigo, todo lo contrario.

—Cuando quiera puede atraparme con él —me dijo ofreciéndome un pinchito de verduras y carne—, yo me dejo. Incluso me puede azotar. —Sonrió de forma pícara.

Hablaba español como si tuviera algo dentro de la boca que no le permitiera vocalizar bien, y usaba palabras en inglés constantemente. Decía: qué maravilla de lunch, o siéntate close to me, darling. Era rubio, con el cabello liso, de carcajada fácil que le dejaba el rostro escarlata y unos ojos marrones expresivos y brillantes. De cuerpo ancho, fornido y atlético, y una estatura que sobrepasaba una cabeza a todos los invitados, su presencia no podía pasar inadvertida.

Había venido a Tánger a conocer a su prima Esther, ya que las familias tenían la esperanza de que pudiera acordarse un matrimonio entre ellos, pero antes de seguir adelante él había exigido conocerla, y con ese objetivo había cruzado el Atlántico. Esto lo supe durante la fiesta, donde no paró de coquetear conmigo. El rostro de mi amiga se encendía de rabia en el otro extremo de la mesa, porque él había desbaratado el orden impuesto por los intereses matrimoniales para sentarse a mi lado durante el almuerzo. El joven del belfo parecía de cartón si se le comparaba con Matthew. No contraatacó, se quedó sumergido en el silencio, admitiendo una derrota que sospeché que tampoco iba a sentir demasiado. Mamá Ada me miraba con severidad y se atusaba el moño de espiral, ajustándose los alfileres de perlas, con un gesto nervioso.

—Este no es hombre para ti —me susurró en un momento de tregua en que él había ido al cuarto de baño.

Matthew Levingstone no opinaba así, y enseguida se daba una cuenta de que no era hombre que admitiera en su vida algo que él mismo no eligiese. Tenía una conversación muy divertida, distinta de las charlas rancias que yo había mantenido con el joven del belfo o con otros chicos judíos. Se notaba que Matthew tenía treinta y dos años, y esa diferencia de edad junto con su carácter extrovertido y alegre le convertían en un ganador en el terreno que pisaba. Su padre había fallecido hacía poco más de un año, y él llevaba ahora las riendas del negocio familiar. Solo tenía una hermana casada con un americano, que vivía en Nueva York.

—Yo acabo de trasladarme a Los Ángeles —me dijo.

Se me atragantó el pedazo de manzana asada.

—¿Te gusta el cine? —le pregunté cuando recuperé el aplomo.

—Lo adoro, darling.

Me quité el sombrero de gaucho, colgué el látigo en la silla, y conversamos sobre los actores y las actrices que más nos gustaban. Hasta ese instante solo había hablado de cine con mis amigas.

Después del almuerzo hubo baile. Una orquesta de swing. Una música nueva que yo no conocía. Había nacido en Estados Unidos, y a Matthew le encantaba. A la familia Bensalóm le había costado una fortuna traerla hasta Tánger, sin reparar en los esfuerzos de encontrarla, en honor al primo americano. Con la primera canción, el joven del belfo me sacó a bailar, Matthew le había dado unas clases antes de la fiesta. Él bailó con Esther. Por unos minutos se produjo la ilusión de que los planes trazados volvían al cauce correcto. Pisé al joven y él a mí en varias ocasiones, y nos sonreímos con rictus de cera. En la segunda canción, Matthew me tomó de una mano y ya no me soltó. No recordaba haberme divertido tanto. Impresionaba verle bailar con aquel cuerpo tan grande. Hubo un momento en que nos quedamos solos con la orquesta que bramaba un ritmo frenético. En un giro, vi a mamá Ada y a papá Arón mirándome como si quisieran asesinarme, y a mi amiga Esther con la boca torcida. Tuve un retortijón de remordimiento. Pero Matthew me atrajo hacia él y me susurró con su voz anglosajona:

—Solo existimos tú y yo.

A la hora de despedirnos, saboreó mi nombre igual que le había visto hacerlo con su whisky con hielo:

—Marina Ivannova. Eres la rusa más hermosa y divertida que he conocido.

Sonreí.

—¿Hablas inglés?

Negué con la cabeza.

—Pues tendrás que aprenderlo.

A Matthew no le gustaba perder el tiempo, cuando quería algo iba a por ello. Se había criado en la certeza de que todo es posible si uno se esfuerza lo suficiente en conseguirlo, así que se enteró de dónde vivía, y se presentó a la tarde siguiente para invitarme al cine. Echaban una de Charles Chaplin. Yo estaba confinada en la torre de costura, castigada por mamá Ada a bordar sin rumbo, porque la posibilidad de emparentar con la rama de la familia Bensalóm que mis abuelos anhelaban se había ido al traste después del Purim. Ankara subió a avisarme. Entreabrió la puerta y me dijo:

—Ha venido el americano. Niña mía, no sabía que podían existir hombres tan grandes. Me da miedo que vaya a comerte.

Bajé la escalera de la torre y escuché la conversación que mantenían en el salón. Estaba hablando con papá Arón sobre el rey David, sobre la problemática y la belleza de sus salmos. Matthew tenía un don para conectar con la gente, para enterarse de sus pasiones. Era un vendedor nato. Veinte minutos después de iniciar la conversación, papá Arón le dio permiso para llevarme al cine. Mamá Ada le miró con gesto adusto y él supo que era a ella a quien tenía que ganarse. Subí a arreglarme. Ir al cine sin tener que ocultarme me hizo feliz. Cuando nos quedamos a solas, aunque mamá Ada había ordenado a Ankara que nos siguiera de cerca, le di las gracias.

—Me gustaría ser actriz —le confesé.

—Conmigo serás lo que desees —me dijo—. Viviremos very near to Hollywood. Es tu destino el que me ha traído hasta ti.

Dio por hecho que iba a casarme con él.

—Aún no he dicho que sí —respondí en un ataque de orgullo.

Se rio.

—Pero lo dirás.

—Primero tendrás que pedírmelo.

—No voy a tardar, darling, el tiempo is gold.

A los dos días, envió a un chico a casa con un mensaje. Nos invitaba a almorzar el domingo en el hotel Continental, donde estaba alojado. Era jueves. Mamá Ada se negó a ir. Papá Arón la hizo recapacitar, después de rogarme que los dejara a solas. Escuché detrás de la puerta:

—Es judío, rico, de buena familia. La rama americana de los Bensalóm. Y a Marina le gusta. No tentemos a la suerte, querida, ya lo hicimos una vez y mira lo que ocurrió, nuestra niña se nos hizo cristiana. Luego la muerte enderezó las cosas, pero podríamos haberlo perdido todo. Marina es soñadora, se parece a su madre.

—Se marchará muy lejos.

—Es la vida, querida, debe seguir su curso. Marina se ha hecho mayor. No puedes mantenerla en la torre, cosiendo para siempre.

Con el revuelo que había traído Matthew a mi existencia en los últimos días, la imagen de Samir se me había borrado de la memoria. El paso del tiempo y unos años habían ayudado a templarme los ensueños, y apenas pensaba en él. El viernes por la mañana me levanté de muy buen humor. Mamá Ada me había dado permiso para acompañar a Ankara a una boda de su familia. Amina, la joven hechicera bereber que conocí en el hammam, era la novia y me había invitado. No había vuelto a verla más que un par de veces desde entonces, y siempre me repetía el mismo gesto. Ponía mi mano en su vientre hasta que me quemaba con el calor del desierto. Ella sonreía satisfecha. Nunca quiso decirme ni una palabra. Son cosas de magia, afirmaba Ankara, Amina no te hará daño. Yo tampoco se lo permitiría.

La celebración era en casa del novio, una morada bastante humilde y en un barrio donde vivían en su mayor parte rifeños. Llevaban dos días de boda, según la tradición. El viernes era el último y cuando se reunían los invitados del novio y de la novia para la fiesta. Encontramos a Amina sentada en una mtarba, envuelta en una túnica blanca con la cabeza escondida en una capucha roja. Sus manos estaban pintadas de alheña, y un collar de pesadas cuentas amarillas le rodeaba el cuello. El novio, también de blanco, solo dejaba ver sus ojos. Las mujeres formaban un semicírculo alrededor de Amina, tocaban las panderas y cantaban. Solo ante la visión del instrumento musical, sentí que el estómago se me daba la vuelta.

Se bebía té y se comía cuscús, pastelas, dulces de almendras y miel y platitos con dátiles. Sobre una mesa había un cuenco con unos huevos duros naranjas. Los han teñido de alheña, me explicó Ankara, para que le traiga fertilidad a la novia. Nos sentamos junto a las mujeres. Yo llevaba el cabello cubierto con un pañuelo y un vestido de flores ligero y una chaqueta. Al poco de llegar, descubrieron el rostro de Amina para mostrárselo a los invitados; me pareció triste, como si lo único que aún mantuviera con vida fueran sus ojos negros. Sonrió al verme, y me saludó con la mano. El novio en cambio, tenía una expresión de triunfo. Unos músicos comenzaron a tocar la darbuka, una especie de tambor, y un instrumento con unos cuernos de vaca, que se unía a una caña. La fiesta se animó. Las mujeres a cada tanto entonaban el zaghareet, un sonido que hacían con la garganta.

De repente entró un grupo de hombres, y entre ellos distinguí a un joven que cojeaba. Era Samir. Había imaginado que me lo encontraba en cada rincón de la Medina, del Zoco Grande, pero jamás pensé que le vería allí, de pronto, sin que ni un solo presagio, más que las panderas que había visto al llegar y el cuenco de huevos, me advirtiera de lo que llevaba años temiendo y esperando. Era difícil no reparar en mí. La única mujer vestida de modo occidental. Me atravesó con el ojo verde. Había crecido, parecía más hombre. Vestía chilaba, como la última vez, y unas babuchas en lugar de los zapatos de papá Arón. La música cesó un instante, Samir ocupó el puesto del hombre de la darbuka y comenzaron a tocar otra vez. La casa olía a almizcle, a sudor y a especias. La visión y el sonido de las manos de Samir golpeando el instrumento se me clavaron en las sienes. No dejaba de mirarme. Me mareé. Apreté la mano de Ankara. Le he visto, me susurró ella; voy a salir a tomar el aire; voy contigo; no, tú quédate.

La calle de la Medina estaba desierta. Era la una del mediodía y hacía calor para ser marzo. Le sentí detrás de mí. Me daba miedo darme la vuelta. Oí mi nombre, se le había endurecido la voz.

—Aún tengo la pandera de tu madre —le dije antes de girarme y mirarlo.

Tenía una zozobra en el pecho que no me sostenía las piernas.

—Sabía que la guardarías bien.

—Ankara me dijo que la historia que me contaste es un cuento del Rif.

—Un buen cuento para impresionar a una niña rica. —Sonrió.

—¿Y tu tío?

—Le metieron en la cárcel. Mató a otro mendigo, estaba borracho.

—¿Cuándo has vuelto?

—Hace unos meses. Aquella vez que te vi, hace años, estaba solo de paso. Ahora trabajo en el café Fuentes. ¿Y tú? ¿Ya te has casado?

—Aún no.

Salió Ankara y le dijo:

—Has crecido, niño tuerto. —Le sonrió—. Marina, la novia me ha preguntado por ti.

Entramos de nuevo en la casa, donde el calor se había hecho más intenso. Fui hasta Amina y le di la enhorabuena. Ella tomó mis manos entre las suyas y me agradeció que hubiera ido a su boda.

—Recuerda que tu corazón siempre estará en Tánger —dijo y me abrazó.

Nunca más volví a verla. Estoy segura de que ella lo sabía. Aquellas palabras fueron su despedida.

Mi vida se precipitó, resolviéndose en unos pocos días lo que tantos años me había angustiado. En el almuerzo del domingo en el hotel Continental, Matthew asestó su golpe final. Había comprado un anillo en una de las joyerías de papá Arón, con la complicidad de este, y en el postre hincó una rodilla en la alfombra mullida y me pidió que me casara con él delante del resto de los comensales. El anillo era de oro con un brillante del tamaño de una judía pinta.

Al día siguiente me fui al Zoco Chico, esta vez sin Ankara, pues era ya una mujer prometida. Rondé el café Fuentes durante un rato, antes de decidirme a entrar. Pedí una limonada, y como no vi a Samir, pregunté por él a un compañero. Me dijo que acababa de terminar el turno y se había marchado. Le alcancé subiendo por la calle de Siaghine, burlas del destino, que siempre es circular.

Paseamos en silencio por el laberinto de callejuelas que parten de Siaghine, y le dije que había ido a despedirme porque me casaba. Cogió un mechón de mi cabello y lo retuvo entre los dedos unos instantes, luego nos miramos.

—Conservas también el huevo —me dijo.

Asentí.

—¿Se ha cumplido tu deseo?

—Creo que sí.

—El mío ya no se cumplirá nunca.

Me besó con delicadeza en la boca. Se disculpó.

—Siempre supe que no podría ser —me dijo. Y echó a andar en dirección a la Kasbah.

Muchos años después, a mi regreso a Tánger, supe que ese día se había emborrachado hasta que el cuerpo se le rindió de rabia. Abandonó el café Fuentes y se hizo contrabandista.

Se acordó en un bufete de abogados el contrato matrimonial, aún existía la costumbre de establecer la dote en duros de Castilla. Compramos el traje de novia en Au Grand Paris, y se contrató a diez sirvientas que estuvieron cocinando dulces y todo tipo de manjares durante los días previos al enlace. Con los preparativos de la boda, no hubo tiempo para bordar las iniciales de Matthew en el ajuar, así que guardamos la ropa tal cual estaba con la idea de que yo la terminaría una vez que me instalara en América. Casarme sin bordar el apellido de mi esposo me pareció un signo de felicidad futura que, unido a su apellido, Levingstone, le daba al matrimonio un halo de aventura jamás imaginado, de principio en vez de final. Y viviría en Los Ángeles, cerca de las estrellas de cine.

Recuerdo el día de mi boda con un sabor lejano. La ceremonia en la sinagoga. Matthew en su traje de lino oscuro. El olor antiguo de la Torá. Las lágrimas de Ankara.

Llevaron la orquesta de swing al salón de casa, despejado de muebles, y bailamos y comimos hasta media tarde. De vez en cuando se me cruzaba el rostro de Samir por la memoria, y la idea de que venía a raptarme el día de mi boda me dejaba en la boca un sabor a especias. Le había visto en una de las calles de la Medina cuando pasó el cortejo nupcial. Me había dado un vuelco el corazón y no sabía por qué. Mamá Ada les había preguntado a los espíritus si sería feliz, y ellos le habían dicho que sí.

Solo quedaban las despedidas. Conforme salí de la casa, Ankara se marchó a su pueblo del Rif, tenía la maleta preparada detrás de la puerta. Sin ella no habría sobrevivido en la infancia a tantas desgracias; se nos acumularon los recuerdos y no pudimos decirnos nada. Mamá Ada me regaló en secreto su tabla de la güija por si me sentía sola. Los espíritus, la costura y las amigas la habían mantenido a salvo de los rigores del matrimonio. Papá Arón me dio un libro de salmos, y el primer borrador de su obra magna para que lo leyera durante el viaje a América.

Embarcada en un gran buque, cuya sirena desbarataba el mundo, y convertida en la señora Levingstone, puse rumbo hacia la ciudad del cine. Cuando nos hicimos a la mar, salí a cubierta. El horizonte parecía de ceniza. Vi a Samir entre las nubes: cabalgaba hacia mí con su turbante y su ojo esmeralda.