Capítulo 2
El viento
MADRID está tomada por el viento. Azota los edificios, silba en las ventanas, desmiga cornisas, doblega las ramas de los árboles con una fuerza bíblica. Vuela los abrigos de los transeúntes, los sumerge en remolinos de hojas secas, papeles y polvo; les vuela los cabellos, se los enreda, los hace flotar. Entre todos los cabellos volantes de la ciudad, hay unos de color rojo que avanzan por la plaza del Ángel. Flora acude a una cita. Camina con dificultad, aprieta el bolso en el regazo, se abraza a sí misma. De dónde habrá salido este viento del demonio, y justo un día como hoy, piensa, se muerde el labio de abajo, se arrepiente, acaba de comerse el carmín a juego con su pelo. A pocos metros, vislumbra el café Central, donde va a reunirse con su amante. Llega quince minutos antes de la hora acordada, y con su propio vendaval en las entrañas.
Flora abre la puerta del café no como Flora Gascón, que esa misma mañana ha traducido al inglés los entresijos del manejo de una batidora, sino como la mujer que después del trabajo se ha ido de tiendas y se ha comprado un sujetador y unas bragas de encaje color violeta. Tarda varios minutos en elegir una mesa. Otea entre las que quedan libres cuál puede ser la más íntima, la que se ajusta mejor al reencuentro que ella ha imaginado. Por fin se decide por una junto a la pared, lejos de las cristaleras de la entrada para protegerse del sonido del viento. Pide una cerveza al camarero; son las siete menos cuarto de la tarde y aún le parece pronto para una bebida más fuerte. Se retoca los labios. La cerveza viene acompañada de un plato de frutos secos que ella no prueba, aunque apenas ha comido desde el sábado por la noche, y ya es domingo. Caldo desgrasado y lonchas de pavo, esos han sido los manjares de su dieta, pero ha conseguido perder medio kilo. Tiene el móvil encima de la mesa. Aún quedan doce minutos para las siete, la hora de la cita. Esta vez le ha dicho a su marido que iba a dormir en casa de una de las compañeras de colegio de la cena del viernes. Éramos muy amigas en la infancia y nos quedamos con ganas de seguir hablando, pero a solas. Una noche en vela es perfecta para ponerse al día. Su marido sonríe y asiente. «Muchas explicaciones pueden levantar sospechas», le dice Flora después a Deidé. «A qué jugás, Florita.» «Creo que me vio el morado del cuello, y eso que he intentado ponerme siempre algo para taparlo.» «Preguntate, querida, si en verdad vos no querías que te lo viera.»
En el café Central reina una luz suave. Un halo de refugio envuelve el local. No hay actuación de jazz hasta unas horas más tarde. Huele a café tostado, a vapores de leche. Flora abre el chat de Paul:
Flora la durmiente, duerme conmigo esta noche en el hotel…, despertemos juntos…
No le ha dicho que está casada, él no se lo ha preguntado, Flora cree que lo sospecha, ¿o quizá no?
Flora, ¿podrás escaparte hoy para estar juntos?
¿Escapar? Da un sorbo a la cerveza, dos. De los nueve años de matrimonio hace tres que se quitó la alianza, su marido nunca le preguntó por qué. Ella tenía la respuesta preparada: no la llevaré hasta que la sienta de nuevo; la respuesta se le pudrió dentro. Se fumaría un cigarrillo, pero cómo abandonar ahora la mesa y adentrarse en el vendaval, solo encenderlo sería un acto heroico.
Las siete menos diez, cierra los ojos, respira hondo. No le gusta salir de casa sin el libro que está leyendo, se siente huérfana, pero el bolso que ha elegido para su conjunto sexi de falda y jersey ancho es demasiado pequeño. Tampoco podría leer ahora, se consuela.
Las siete menos siete minutos, se retuerce las manos. Otro sorbo de cerveza que apenas le cabe en el estómago. ¿Será puntual? Cuando la puerta del café se abre y deja entrar un soplido, Flora tarda unos segundos en comprobar si es él. Mira de reojo. Juega a abstraerse en su cerveza.
Las siete menos cinco. Hormigueo en los pies, en las palmas de las manos. Le viene a la mente la imagen de su marido viendo la televisión la tarde entera del sábado. «La televisión es una teta grande —le dice Deidé cuando se queja—, tragamos, tragamos lo que nos echa, nos alimenta y ya no necesitamos más.»
Las siete menos cuatro minutos. Empieza a sudar. Ha llevado el colgante de Paul, duda si devolvérselo. Es poco probable que crea que lo tiene ella. Pensará que lo ha perdido. Pero ¿quién será Alisha? ¿Y si él también está casado?, se pregunta. Solo llevaba un anillo de plata con una piedra gris. ¿Qué sabe de Paul? ¿A qué se dedica?
Las siete menos dos minutos. Cerveza. Más cerveza. Dorada. Flora sueña. Se bebe las dunas del Sahara de las que le habló Paul. Se imagina junto a él montada en la grupa de un camello, envuelta en velos de Salomé, y él, como le dice Deidé, Lawrence de Arabia, con los tormentos azules que son sus ojos asomándose por un pañuelo. Flora sonríe. Se imagina en un oasis de dátiles y hojas tiernas bajo el peso de Paul, bajo el olor marino que inexplicablemente desprendía su pecho. Luego regresa al hotel de la Gran Vía, a las paredes rojas donde hace dos días se agotaban a besos.
Las siete en punto. Se oye un mandoble del viento contra la cristalera del café, las luces de la calle y las del interior del local se apagan. Nadie se mueve. Solo un murmullo interrumpe la oscuridad que lo anega todo. Un camarero enciende una vela en la barra, la puerta se abre de golpe acompañada por otro bramido del viento, nadie entra. Se extiende por el café un perfume húmedo. Un cliente se levanta y cierra la puerta con dificultad. La piel de Flora se desbarata en un escalofrío.
Las siete y cuarto, las luces de las farolas de la calle y del local han vuelto a encenderse. Flora se ha pedido otra cerveza. Ni rastro aún de Paul. Comprueba si hay mensajes en el móvil, duda si llamarle por teléfono, aún es pronto, quizá solo es impuntual, se dice mientras come el primer puñado de frutos secos, al que le siguen otros tantos, hasta que a las siete y media se ha terminado el plato y ve entrar a una mujer embarazada. Flora entorna los párpados, el pulso se le dispara, no te queda tiempo, Flora, para ser madre. La cerveza es un reloj de arena. Las burbujas, los granos que marcan el ritmo de su desgracia. Se mira el vientre, abultado por las bacanales de dulces a las que sucumbe a menudo cuando se desespera. Está vacío, como el de Yerma, piensa, hueco por esperar la vida del hombre equivocado. Se le agolpan las lágrimas en los ojos, se le despeñan sobre la mesa y bebe para ocultar la pena. El camarero le sirve otro plato de frutos secos, ella lo agradece metiéndose en la boca un puñado de avellanas amargas.
A las ocho, llama a Paul por teléfono. Apagado o fuera de cobertura. Revisa el último wasap que él le ha enviado a las seis y media:
Estoy a merced del viento, Flora, mi querida durmiente, pero voy en tu busca…
Pide la cuenta, aunque tarda en pagarla más de veinte minutos. Mientras, espera y espera, atenta a cada persona que busca refugio. A las ocho y media, se marcha. Madrid la recibe con mano de huracán, o es su pecho que le sopla tristeza. Camina por las calles, fumando, en busca de un rumbo. Le parece que los pocos coches que las surcan tiemblan como ella, que los árboles silban las preguntas que se amontonan en su cabeza. Llama a Paul de nuevo, no obtiene respuesta. «Otro boludo más, querida, te encendió y te dejó tirada. Volvé a tu casa y olvidate de él.» Puede escuchar las palabras de Deidé, pero no tiene ánimo para intentar conectar con ella. Se detiene en un semáforo. De una fachada sobresale el cartel de un pub con letras azules que se encienden y se apagan. Recuerda el neón del hotel de la Gran Vía, el despertar del asalto amoroso, y se encamina hacia allá.
k
—Buenas noches. —La voz de Flora suena entrecortada.
El vestíbulo del hotel está desierto y solo el recepcionista la observa: el carmín corrido en los labios, los ojos enrojecidos.
—¿Tiene habitación aquí?
—Vengo a preguntar por un huésped. Se llama Paul.
—¿Paul qué más, señora?
—No lo sé. —Flora se retuerce las manos.
—¿Número de habitación, al menos? —El hombre la mira con desconfianza.
Silencio. Flora lucha por encontrarlo en su memoria.
—Era uno de tres cifras en la puerta, dorado. —Se siente ridícula al instante.
—Como en muchos hoteles, señora. ¿No tiene más información sobre el huésped?
—Ojos azules, alto, pelo oscuro… —Titubea—. Solo quiero saber si sigue aquí alojado.
—No puedo ayudarla.
—El viernes por la noche…, ¿no me recuerda? Vine con él. —Se le quiebra la voz, retiene el llanto.
Él la mira con desdén.
—Depende de la hora, mi turno termina a las once. La habrá visto mi compañero, si acaso, el otro recepcionista.
—Así que usted no estaba aquí.
—Si llegó más tarde de las once, no.
—Le preguntaré a él, entonces.
—Como guste, pero si no tiene más datos…
—Dice que entra a las once.
—Eso es —asiente el hombre mientras comprueba su reloj y enarca las cejas.
—Volveré luego.
Flora se aleja del mostrador, la cabeza le da vueltas. Sale a la calle a respirar el viento. Fuma, pero se marea más. Camina por la Gran Vía hacia la plaza de Callao mientras piensa que los carteles luminosos parecen fantasmas. Comprueba de nuevo su teléfono: ni rastro de Paul. Comprueba el WhatsApp: no está conectado. Le llama, la voz mecánica del contestador. Se pasa una mano por el cabello y rebusca en sus recuerdos. El número de habitación no puede verlo. Solo ve el rostro de Paul, su abrigo negro, sus dedos acariciándole el cuello mientras abría la puerta. Pasa junto a una cafetería y decide tomar algo caliente hasta las once de la noche. Si tuviera mi libro en el bolso me sentiría mucho mejor, piensa. La imagen del libro que Paul dejó en la mesilla del hotel la asalta. Niebla en Tánger, brota de sus labios. ¿Autor? Era una mujer, no había oído su nombre. Nur, Bella Nur. Flora cambia de dirección, deja atrás la cafetería y se dirige a la librería de unos grandes almacenes que aún permanecen abiertos.
—Es una novedad del mes pasado —le informa la dependienta tras teclear el título en el ordenador—. Voy a traérselo.
Cuando Flora regresa a la calle Gran Vía con el libro de Paul en una bolsa, siente que el viento que revolvía Madrid ha comenzado a amainar. El cielo parece de cristal. Suena su teléfono móvil y el corazón le salta en el pecho. Es su madre. Enciende un cigarrillo y contesta la llamada.
—¿Dónde estás, Flora? Oigo mucho ruido.
—En la Gran Vía.
—Con la noche que hace, te va a llevar el viento.
—No te preocupes, mamá, soy un peso pesado.
—Qué cosas dices.
Flora da una calada larga y echa el humo.
—¿Estás fumando?
—No, mamá.
—Me habías dicho que lo habías dejado. Tú verás lo que haces, lo primero son tus pulmones, que no lo soportan, vas a enfermar.
Flora siente ganas de toser, pero se aguanta.
—Y es malísimo para la fertilidad, hija. Así no vamos a conseguir nada. Ya sabes que solo te tengo a ti para que me hagas abuela.
—Lo sé, mamá. —Se separa el teléfono y da otra calada.
Flora es hija única desde los tres años, cuando murió su hermana mayor de meningitis. Apenas la recuerda. Se parecía a su madre, con los cabellos castaño claro y los ojos marrones, y llevaba su nombre de primogénita. Lo sabe bien porque ha crecido entre las fotos de la niña muerta. Siempre había más que de la niña viva. La niña de los cabellos malditos. Los culpables de todas sus travesuras, de todos sus descarríos, que han sido pocos. Su hermana nunca hubiera cometido ninguno de ellos.
—¿Y la prueba esa para saber el día de la ovulación?
—Me toca mañana, mamá.
—Pues no fumes al menos mientras tanto. ¿Y qué haces en Madrid con el tiempo que hace?
—Tengo que dejarte, mamá, me meto en un restaurante.
Cuelga.
Son casi las nueve y media. Aún le queda tiempo para regresar al hotel. No quiere acercarse mientras esté ese recepcionista que la ha tomado por una loca.
Busca cobijo en la cafetería cercana a los grandes almacenes. Lo primero que hace es acariciar la cubierta del libro, abrirlo con reverencia, olerlo; así les da la bienvenida a su vida, los incorpora a ella. ¿Por qué se lo ha comprado? ¿Qué va a conseguir leyendo lo mismo que leía Paul? ¿No es una forma absurda de sentirse de nuevo cerca de él?, se pregunta. Necesita conocerle, necesita una respuesta que debe buscar si él no está para dársela. No puede soportar la idea de volver a casa, a su vida de siempre y olvidarlo todo. Necesita saber por qué no ha acudido a la cita. Pide una crema de verduras y comienza a leer.
k
Flora se dirige al hotel con el libro apretado contra el pecho, como un escudo. Tiene la mirada absorta.
El recepcionista de la noche vuelve a estar con los pulgares sobre su iPhone nuevo. Cuando ve que Flora se le acerca, lo deja en el interior del mostrador.
—¿Desea habitación?
—¿Usted trabajó el viernes por la noche a partir de las once?
—Así es, señora.
—¿Me recuerda? Vine con un hombre, un huésped del hotel, sobre la una de la madrugada, y luego me marché sola sobre las tres y media.
El joven observa a Flora. Las mejillas están ruborizadas. Los ojos, suplicantes.
—No la recuerdo. ¿Pasaron por recepción?
—Él tenía la llave de la habitación.
—¿Ha perdido usted la llave?
—Me gustaría saber si sigue alojado aquí.
El joven comienza a interesarse en Flora.
—Dígame el número.
—El número… —repite ella en voz baja—, los números dorados…
—¿Cómo dice?
—No recuerdo el número.
El joven la ve morderse el labio inferior.
—¿Está a nombre de su amigo o al suyo?
—De él.
—Dígame el apellido.
Flora siente vértigo en las entrañas. El pulso se le desboca, el latido en todo su cuerpo. Solo voy a probar, se dice, qué tengo que perder. Abre el libro por la página señalada, relee en voz baja unas líneas.
—Dingle —responde con la voz entrecortada—. Paul Dingle.
—Déjeme ver. —El joven teclea con destreza.
Flora pasea de un lado a otro del mostrador, no cesa de morderse el labio.
—Aquí está. Dingle, Paul. Habitación 116. Pero la ha dejado esta misma tarde. Ya no está en el hotel.
Flora tiene la mirada ausente. Una niebla helada acaba de instalarse en su pecho.