Capítulo 12

Niebla en Tánger

Epílogo

ENCERRADA en mi torre, con la ardua labor de esta colcha interminable, veo pasar el tiempo por la ventana de vidrieras, donde antaño suspiraba por la libertad con Ankara. A veces les doy un descanso a mis manos y a mi imaginación, perdida en selvas amazónicas día y noche, y leo algún libro. Uno ha llegado hasta mí que me ha conmocionado. Se trata de El hombre rebelde del francés Albert Camus. He encontrado en sus palabras el reflejo perfecto de mis pensamientos, de mis angustias y mis culpas. Estas son:

Hay crímenes de pasión y crímenes de lógica. El Código Penal los distingue asaz cómodamente, por la premeditación. Vivimos en la época de la premeditación y del crimen perfecto. Nuestros criminales ya no son aquellos jovenzuelos desarmados que invocaban la excusa del amor. Por el contrario, son adultos, y su coartada es irrefutable: es la filosofía, que puede servir para todo, hasta para transformar a los criminales en jueces.

Heathcliff, en Cumbres borrascosas, mataría a la Tierra entera para poseer a Cathy, pero no se le ocurriría decir que este crimen es razonable, o que está justificado por un sistema. Lo llevaría a cabo, en lo que se resume toda su creencia. Ello supone la fuerza del amor y el carácter…

Si hubiera conocido este libro con anterioridad, se lo habría leído a Samir.

Unos meses después de la desaparición de Paul se presentó en la torre de costura. Llevaba puestas la chilaba artesanal, las babuchas, solo le faltaban el turbante y el caballo para ser la imagen del rapto cinematográfico que yo había esperado durante años, y llegaba ahora, cuando ya no me quedaba deseo para disfrutarlo.

—Ven conmigo. Tengo que enseñarte algo.

—No me interesa —le dije, deteniendo apenas el movimiento de la aguja sobre una liana de seda.

Ya no trabajaba en el hotel, ni en el negocio del contrabando de tabaco y oro que yo había cerrado tras aquella aciaga Nochebuena. Sabía que Samir se había metido aún más en política, pero desconocía cómo se ganaba la vida exactamente. Después de que me confesara su implicación en el contrabando de armas, del que me había advertido Paul, no quise volver a verle. Él lo había intentado sin éxito en reiteradas ocasiones, aquella vez, sin embargo, no parecía dispuesto a aceptar una negativa.

—Ya te dije que me habías decepcionado. Traicionaste mi confianza.

—Esta vez vendrás conmigo.

—Ni lo sueñes.

—He descubierto un nido de astrogodón. Va a poner los huevos, es el único momento en que se hace visible. Te aseguro que es maravilloso.

—No me vendas magia a estas alturas, Samir.

—¿Y el huevo que has guardado durante todos estos años?

—Un fiasco, como tú. Además, lo he tirado.

—Mayor razón para que tengas uno nuevo.

—No lo quiero —le dije con desprecio y continué bordando.

Me arrancó la colcha de las manos y la arrojó al suelo. Pegué un grito. Solo había una criada en la casa, no acudió. Había cerrado el hotel provisionalmente en señal de un luto que no acabaría nunca. Samir me levantó de la butaca y me cargó sobre su hombro sin dificultad. Yo apenas comía, me estaba convirtiendo en un pájaro de mi colcha. Comenzó a descender la escalera y me dio por reír. Había visto nuestra imagen al pasar frente a un espejo y me había resultado muy cómica.

—Bájame —le dije—. Iré contigo por los buenos ratos que pasamos juntos. Quizá pueda bordar un astrogodón en mi colcha.

Me dejó en el suelo. Quiso tomarme de la mano. No se lo permití.

Caminamos hasta la plaza de la Kasbah, allí cogimos un taxi que nos condujo hacia las afueras de la ciudad, al café Hafa.

Era un día claro y la vista del Estrecho desde las terrazas escalonadas del café resultaba interminable. Escogió una mesa alejada del resto y pidió dos tés a la menta. Estaba a punto de atardecer.

—Cuando el mar se trague el sol, lo veremos aparecer entre el follaje de aquel árbol —me dijo, señalándome la copa frondosa de un albaricoquero—. Solo tú lo verás, solo yo lo veré para ti.

Nos trajeron los tés. Bebimos en silencio esperando el ocaso.

—Allí, ¿lo ves? —me preguntó Samir cuando el horizonte se tiñó de una luz naranja—, entre las ramas.

Cogió mi mano entre las suyas. La besó. Yo miraba las ramas del albaricoquero.

—Te quiero, Marina. Nada tiene sentido sin ti. —Sacó un huevo verdoso de su bolsillo y me lo puso en la palma—. Hemos de pedir un nuevo deseo juntos.

El astrogodón es un pájaro de alas azules, cuello rojo y penacho verde aguamarina. Un ave fénix de la maternidad con tamaño de cigüeña y sin piedras preciosas en el pico. Cuando emprende el vuelo y se aleja del nido se torna invisible, invencible. No se lo puede matar ni encerrar en una jaula de oro. Una vez que regresa a empollar sus huevos, surge majestuoso. Es el miedo a la pérdida el que lo transforma en un ave tan hermosa como vulnerable.

—Adiós, Samir. —Dejé el huevo sobre la mesa y ascendí por las terrazas del Hafa camino de mi casa.

No volví a verle. El 30 de marzo de 1952, cuando se cumplían cuarenta años del protectorado francés sobre Marruecos, resultó muerto en los disturbios que se produjeron en la manifestación multitudinaria por la independencia del país. Reclamé el cuerpo y lo enterré en el cementerio de Buarrakía, junto al montículo antiguo de su madre. Me encargué de que un tolba recitara versículos del Corán sobre su tumba.

Los viernes, antes de empezar a cumplir con el sabbat, me aparto durante unas horas de la colcha y visito a mis muertos. A mi padre, en el cementerio católico; a mi madre y a mis abuelos, en el judío; y a Samir, en el musulmán. Cuando regreso a casa, las manos me huelen a arrayán, a rosas y a narcisos. Cada religión tiene su aroma.

Anochece en la Medina. La luz del crepúsculo se filtra por la vidriera e inunda de colores mi vida por un instante. Escucho al muecín con su canto sagrado. Despierta mi memoria. Pienso en mi madre, esculpida en cera, en la pandera de la madre de Samir, olvidadas ambas en el sótano de una casa con buganvillas. Bordo sin descanso, soy invisible, ni una sombra sobre mi colcha.