Capítulo 5

Niebla en Tánger

Capítulo II

EL CARGUERO que trajo a Paul Dingle desde Malasia nunca debió atracar en el puerto de Tánger. Con bandera holandesa, el Ventur tenía prevista su llegada a Casablanca unas horas más tarde. Un fuerte viento de levante lo obligó a refugiarse en Tánger por riesgo de naufragio. Paul Dingle nunca debió bajar al muelle aquel 9 de marzo de 1949, nunca debió encontrarse con mi hombre de confianza, Matías Sotelo, ni conmigo, que decidí acompañarle a última hora porque estaba tan borracho que no me fiaba de que pudiera concluir el negocio de contrabando de tabaco que nos traíamos entre manos. Pero así sucedió.

¿Necesitamos salvar a otros para calmar nuestra conciencia, para encontrar el camino que nos permita vivir en paz? Había contratado a Matías Sotelo después de que lo despidieran de su trabajo como gestor de las mercancías que entraban en el puerto. Tenía talento con los números y un don para detectar el engaño y engañar. La bebida, la copla y el dolor por su España republicana fueron su destrucción.

¿Habría sido mi vida diferente si mi padre me hubiese permitido salvar a aquel niño tendido en el manto de nieve? ¿Debía bastarme la salvación de mí misma?

Mamá Ada y papá Arón, así me indicaron mis abuelos que debía llamarlos una vez que me instalé en su pequeña fortaleza de la Kasbah, tras la muerte de mi padre; fue la señal que marcaría el comienzo de mi educación como una niña judía sefardí. Una mañana, a los pocos días de mi llegada, mamá Ada me desabrochó la cadena con la cruz ortodoxa y la guardó en un joyero, donde se relegó al recuerdo. Lejos quedaban los días blancos de Moscú. Las cúpulas de cebolla de las iglesias. El invierno interminable que convertía los huesos en un esqueleto de hielo. Mi madre había sido su única hija, así que yo ocupé su sitio como responsable de perpetuar la historia de la familia; son las mujeres judías las que alumbran niños judíos.

Mamá Ada era una mujer silenciosa que llevaba unos moños en forma de espiral, adornados con alfileres de perlas. Mi madre había heredado de ella sus ojos tranquilos, miraba despacio; la vida se presentaba tan solo como un discurrir marcado por el nacimiento. Muy pronto iniciamos, a mi regreso del colegio, las jornadas de bordado de mi ajuar. Aunque en esa época las muchachas judías solían empezarlo a los trece o catorce años, y yo aún tenía diez, no había dado una puntada jamás, así que era necesario coger ventaja. Después de los estragos que el amor le había causado a mi padre, pensar en el matrimonio me procuraba un malestar que mamá Ada calmaba con chocolate caliente. Comenzamos por bordar un cojincito de seda en cuyo seno guardaría mi futuro camisón de novia, que debía colocar sobre el lecho conyugal, pulcro e infinito cada mañana.

—Te distraes —me decía mamá Ada cuando mis ojos se apartaban del bordado de rosas, hacia la ventana, ansiosos del bullicio de las calles, del sombrero colorido de Ankara.

La habitación de costura se hallaba en la pequeña torre circular que le proporcionaba a la casa el aspecto de fortaleza.

—Te pinchas los dedos.

Los tuve heridos por los colmillos de la aguja durante años, aunque mamá Ada me regaló un dedal de plata antigua y coronado con una piedra de jade, que me fueron agrandando a medida que crecía y los bordados, en principio tediosos, se convertían en una pasión que templó mi vida y aún me acompaña. Desde la desaparición de Paul, hace dieciséis años, bordo una colcha con guacamayos, orquídeas y bromelias silvestres, una selva de nuestra historia, que me he prometido terminar solo cuando le encuentre o sepa qué le ocurrió. Este empeño de mi educación clásica me somete, como a aquella Penélope de la no tan lejana Ítaca, a jornadas sin fin de hebras de seda y brocados, a avanzar en mi labor y a deshacerla al hilo de mi memoria, que me trae a Paul, desnudo, con la cabeza apoyada en el cojincito del ajuar, narrándome los relatos de los mares que cruzó hasta llegar a Tánger, huyendo, siempre huyendo; que me trae, en esta habitación donde bordaba con mamá Ada, y donde ahora bordo la colcha, la voz de Paul, rota, embaucadora.

La noche del 9 de marzo de 1949 soñé con el muchacho ruso tendido en la nieve. Hacía mucho tiempo que no se presentaba ante mí, con sus ojos verdes, serenos ya en la otra vida, y sus labios limpios de cualquier rastro de sangre. No blandía en su mano la pequeña hoz, la acercaba a mi rostro, extendida, como si se adelantara a los acontecimientos que estaban por venir y quisiera consolarme con una caricia. ¿Era Paul Dingle la amenaza de la que el muchacho quería advertirme?, me pregunté al despertar.

Intentaría salvar a aquel muchacho ruso muchas veces a lo largo de los años. Recién llegada a la casa de la Kasbah, recogía a los gatos más famélicos que encontraba en la Medina, los abrigaba con mis ropas y los llevaba a la cocina para alimentarlos y darles refugio al calor de los hornos. Revolucioné a las cocineras, que los echaron a escobazos profiriendo maldiciones en tarifit, su lengua del Rif, la lengua de Ankara, y propagué una infección de pulgas que dejó mi piel y la de mamá Ada llena de ronchas.

—Esta es la caridad piojosa que te han enseñado —me decía ella mientras se rascaba malhumorada y me ponía compresas frías para aliviarme los picores del cuerpo, que me ardía.

Yo rechazaba sus cuidados.

—Hay que arriesgarse y sufrir para salvar a otros —promulgaba entre sollozos.

—¡Una mártir! —exclamaba mamá Ada llevándose las manos a la cabeza—, ¡nos han traído una mártir! Ya sé yo de dónde te viene todo esto, ahora solo nos falta que quieras ser santa.

Lloré varios días por el fracaso de la salvación de los gatos. No tenía junto a mí a Ankara para que me consolase, no sabía quién era sin ella, mi única referencia en un mundo que cambiaba de religión, de costumbres, de hogar. Echaba de menos la libertad de la que gozaba viviendo con mi padre, incluso añoraba la imagen de cera de mi madre, tras la cristalera del jardín, y el permanente olor a rosas y narcisos frescos que embargaba la casa afrancesada.

Mamá Ada se negó en principio a que Ankara siguiera siendo mi niñera. Quería que ocupase su lugar una nanny inglesa, encorsetada en un traje sombrío, que me recordaba a mi niñera de Moscú y me hacía temblar cada vez que aparecía por la casa con su inglés estricto y su aliento de té. Me negué a comer si no regresaba Ankara, pero mi abuela no se ablandó, decía que el carácter se curte en el ayuno y la oración, que acabaría comiendo cuando el dolor de tripas fuera tan grande que no pudiera soportarlo; decidí entonces colgarme de nuevo la cruz de mi padre y no respetar el sabbat, el día de descanso sagrado para los judíos. Estudiaba las lecciones del colegio, arreglaba mi dormitorio, encendía velas y rezaba las oraciones de mi antigua fe a voz en grito. Papá Arón solía ausentarse de la vida doméstica. Pasaba la mayor parte del tiempo en una de las joyerías de la familia, donde tenía también su taller, y cuando volvía a casa se enfrascaba en una obra magna que estaba escribiendo sobre el rey David y los salmos que le honraban. Cuando me oyó rezar lo tomó como una chiquillada, pero decidió que abandonara el Liceo Francés y me inscribió en la Escuela de la Alianza Israelita, donde asistiría a clases de religión y aprendería hebreo. Yo había fracasado en otra misión, Ankara seguía sin regresar a mi lado. Ya casi perdida la esperanza, se me ocurrió espiar una tarde a mamá Ada en las reuniones que organizaba en la torre de bordar, a puerta cerrada, con un grupo de amigas tanto judías como cristianas. En principio jugaban al bridge y merendaban chocolate y unos bollos de bizcocho y nata de la pastelería Pilo que llamaban tetas de vaca. Escondida detrás de uno de los sofás grandes que decoraban la estancia, pude ver cómo, tras la merienda, mamá Ada sacaba de un secreter cerrado con llave una tabla de madera con una especie de punta de flecha, donde todas ponían las manos e invocaban a no sé qué espíritus que parecían conocer muy bien. Acababa de descubrir la pasión secreta de mamá Ada: el espiritismo con la tabla de la güija; la pasión que nos uniría en el silencio cómplice ante papá Arón, y lo más importante, la que me trajo de vuelta a Ankara.

—Voy a contarle a papá Arón lo que haces con tus amigas si no vuelve a cuidarme quien tú ya sabes —le dije cuando vino a darme las buenas noches.

No llegaba a entender del todo en qué consistía esa práctica, pero la manera en la que ellas se conducían y el cuidado de mamá Ada en organizar las reuniones cuando papá Arón no estaba en casa me hicieron intuir que se trataba de algo que pretendía ocultar. Decidí arriesgarme y jugar mi carta.

—Al menos me consuela saber que ya no vas a ser santa —me respondió mamá Ada, y me negó esa noche el beso en la frente que solía darme.

Con Ankara volví a ser feliz. Me arrullaba los sueños como siempre, con las suras del Corán; al abrigo de la oscuridad me relataba los cuentos del Rif y me llevaba al Zoco Grande los días de mercado, en su cabeza el sombrero de paja y borlas de colores, para oler y degustar el Tánger que me hacía soñar. Uno de esos días, vi por primera vez al niño tuerto. Un párpado reposaba sobre la cuenca vacía. Calculé que tendría mi misma edad. Cojeaba de una pierna e iba descalzo, unos bombachos miserables y una camisa rota cubrían un cuerpo enclenque. La fealdad asusta y atrae. A partir de entonces, siempre que íbamos al zoco le buscaba entre el gentío, le observaba, tratando de no acercarme demasiado. Él vociferaba en francés: «¡Huevos, huevos milagrosos!», paseándose entre el bullicio de especias, los odres de piel de los aguadores que le golpeaban en el rostro para apartarlo de su negocio, el tañido de sus esquilas de reclamo y los encantadores de serpientes, con los reptiles alrededor del cuello, a la caza de los turistas.

A veces se aproximaba a él uno de los mendigos que piden limosna tocando la pandera y entonando canciones. Lo zarandeaba, gritándole, le registraba los bolsillos de los bombachos, incluso en una ocasión vi cómo le pegaba. Supuse que era su padre. Un hombre de rostro feroz que dulcificaba maquiavélicamente al tocar su instrumento y cantar. Me producía terror.

Estuve espiando al niño tuerto durante más de un mes; siempre guardando distancia, sin que él se diera cuenta, o al menos eso pensaba. Hasta que un domingo, Ankara quiso comprar chubarquía, los dulces con miel, en un puesto cercano a donde él vendía sus huevos. Era mayo. Un sol polvoriento ardía sobre el caos del mercado. Tiré de la mano de mi niñera para alejarnos, pero ella, sin comprender, insistió en su empeño. Le rozó un brazo al aproximarse al puesto y él nos miró, primero a Ankara, luego a mí. Su otro ojo era de un intenso color verde, como el de los ojos del niño de Moscú. Lo mantuvo fijo en los míos, unos segundos, y lo apartó para mirar al suelo. Compramos los dulces y continuamos nuestro camino. Ankara me ofreció uno, lo rechacé; el estómago se me había cerrado.

Durante los días que transcurrieron hasta el domingo siguiente, su figura, su rostro, su voz venían a mí, sobre todo a la hora de dormir. Había dejado de ser el niño tuerto y tullido para convertirse en el niño del ojo verde. Lo imaginaba solo por las calles, a esas horas de la noche, hambriento, sin tener a quién vender su mercancía milagrosa. Lo imaginaba en una casa semejante a la de la familia de Ankara, tendido sobre el suelo de tierra, con el ojo insomne, que me descubría espiándole; cerraba los míos al instante y me tapaba la cabeza con la sábana.

Mamá Ada me había dado unas monedas para que las guardase y aprendiera lo que era el ahorro. Yo tenía otros planes.

Encontré al niño junto a uno de los puestos de quesos. En una mano mostraba dos pequeños huevos rojizos, que anunciaba como elixires «curalotodo».

—Dale esta limosna al niño del ojo verde —le rogué a Ankara, entregándole mis monedas.

—¿A qué niño? —me preguntó.

Lo señalé.

—¿Al tuerto? ¿Por qué no se la das tú misma?

Me encogí de hombros.

—Mejor tú —insistí.

Quería salvarle de la miseria, de las ropas harapientas que solía usar, del mendigo cruel. Quería que fuera feliz, porque apenas sonreía. Bajo la protección de mi niñera me acerqué a él. El corazón me golpeaba el pecho. Ankara le habló en tarifit y le entregó las monedas. Me sonrió. Noté que me ardían las mejillas; me habría tapado la cabeza con la sábana si hubiese podido. Bajé la mirada a mis zapatos de lazo y la desvié hacia los camellos apostados cerca de nosotros.

Luego nos dirigimos a un puesto de especias, donde Ankara se encontró con sus primas. Me alejé un poco de ella, quería ver qué hacía el niño con las monedas.

—Un huevo de astrogodón te pertenece —oí de pronto a mi lado.

Di un respingo. Sonrió de nuevo. El niño tenía los labios gruesos y agrietados.

—¿Qué es un astrogodón? —La voz salía débil de mi garganta.

—Un pájaro invisible que nada más se deja ver cuando pone los huevos. Coge uno. Yo te recomiendo este —dijo señalándome el de menor tamaño—. Si lo empollas durante tres días y pides un deseo, se te cumple. Y lo cura todo.

—Pero yo no soy una gallina. —Me puse colorada.

—Lo metes entre trapos y lo pones al sol. Si quieres te puedes sentar encima; ahora, si se rompe, no se te cumple el deseo.

Lo cogí, permanecimos un rato uno frente a otro, sin decir palabra, rehuyendo mirarnos, hasta que vimos acercarse al mendigo que pegaba al niño de vez en cuando. Vestía una chilaba andrajosa, babuchas amarillas. Dejaba una estela de licor y kif, y levantaba la pandera de modo amenazante. Con la rapidez de quien está acostumbrado a huir, él se metió el otro huevo en el bolsillo de los bombachos, me agarró de la mano y echó a correr tirando de mí. Era veloz, a pesar de la cojera en la pierna: la levantaba en el aire y daba un pequeño salto, a ratos tenía la sensación de que volaba. Me costaba llevar su ritmo. El mendigo nos seguía y gritaba en rifeño:

—¡Parad a ese ladrón!

Sorteamos a curanderos, a tullidos que nos amenazaban con los muñones si los zarandeábamos al pasar. Me zafé de su mano y me di la vuelta en busca de Ankara, pero me encontré de frente con aquel hombre terrible y eché a correr de nuevo tras el niño.

Me condujo por una callejuela hasta una colina de basura, que debía de estar por la parte de atrás del Zoco Grande. Me faltaba el aliento.

—Ese que nos seguía es mi tío —me explicó él, jadeante, cuando nos detuvimos.

—¿Y por qué te acusa de ladrón?

—Es un avaro que me mata de hambre. Quiere hacérmelas pagar… y me quita todo lo que saco de vender los huevos.

—¿Y tus padres?

—Mi padre se murió, luego a mi madre la mató mi tío porque no se quería casar con él, prefería ser viuda. ¿Has visto la pandera que llevaba?

Afirmé con la cabeza. Aún sentía su amenaza sobre nosotros.

—Se la hizo nueva con la piel de mi madre. Por eso suena tan bien, es la pandera más bonita de los mendigos cantores. ¿Sabes que a veces es la piel la que canta en vez de él?; y mi tío se esconde para que no le delate y se lo lleven a la cárcel. Dice: «Tú me mataste, mal hombre, una noche que a los baños iba, tú me mataste porque a ti no te quería, y ahora es mi piel la que canta en la pandera bonita». Cuando paso por delante de un policía, digo muy bajito, «canta, mamá», a ver si le encierran y me deja en paz.

Me quedé silenciosa tras su historia, y pensé en mi madre, esculpida en cera también por un amor loco.

—Me llamo Samir. Soy pobre, rifeño y musulmán, voy a cambiar lo primero; lo segundo y lo tercero ya no puedo.

—Marina —dije.

—¿Cristiana? ¿De las basuras buenas? Son mejores que las musulmanas, más sabrosas.

—También soy judía.

Se quedó pensativo. Tenía el cabello negro, con abundantes y espesas ondas, que contrastaba con su ojo verde.

—Los infieles sois raros —dijo alzando los hombros—, serás de una o de otra.

—Por ahora de las dos.

—¿Y eso se puede?

—Dicen que no. Pero a mí me da lo mismo.

Me di cuenta de que el huevo de astrogodón había estallado con la carrera, y tenía una mancha rojiza en la falda.

—¿Ya no se va a cumplir mi deseo? —le pregunté.

Se rascó la cabellera negra y negó con la cabeza. Se me humedecieron los ojos.

—Te doy el que me queda.

Me lo puso entre las manos y luego las rodeó con las suyas; aquella vez lo sentí vivo, como si dentro del huevo palpitara un corazón. Retrocedí, él no me soltaba.

—Vamos a pedir un deseo los dos. Lo estamos empollando en este nido de manos —me dijo.

Cerró su ojo. Me quedé observándole. Pedí que dejara de ser pobre, que a su tío le metieran en la cárcel, que la pandera de su madre descansara en paz.

—¿Cuidarás de nuestros deseos? Que no se te rompa el huevo o no se cumplirán —me advirtió, entregándomelo.

Se sentó sobre la basura y me ofreció un hueco a su lado. Vi una cucaracha rondarnos, retuve un grito, apreté los dientes. Olía agrio y me costaba respirar. La salvación es dolorosa, me dije. Había otros niños subidos en la basura, rebuscando entre ella. Al verme, con mi pelo transparente y el vestido de judía rica, avanzaron hacia mí, acechándome como escarabajos gigantes a una presa. Temblé.

—Está conmigo —dijo él con voz autoritaria.

—Y a nosotros qué, tuerto. Hay para todos. —Dibujaban sus rostros una sonrisa maléfica.

—Me estará buscando Ankara.

Los niños se apresuraron a descender de la basura. Nos disponíamos a huir de nuevo cuando vimos llegar a su tío.

—¡Malnacido, aquí estás en tu escondite de rata —chillaba—, te voy a matar por sisarme lo que es mío!

Los niños se replegaron a sus guaridas, se tornaron invisibles.

El mendigo se dirigió hacia Samir.

—Está borracho, vete —me advirtió mientras esquivaba los golpes.

En un descuido, el mendigo le agarró de la camisa y le dio un par de bofetadas. No sé de dónde saqué el valor para acercarme a ese hombre que me aterrorizaba y darle un empujón. Me sonrió con sus dientes negruzcos y se abalanzó sobre mí, alzando la pandera de la muerta. Cerré los ojos y me pareció oír su canto.

La piel era suave, pero el armazón que la tensaba me dejó un chichón que mamá Ada curó con hielo y compresas frías. Dos días después, Samir apareció con la pierna coja apoyada en la fachada de casa, nos había seguido. Se sacaba la porquería de las uñas con un palo y miraba alrededor, a cada tanto, por si tenía que salir corriendo. Creo que era más veloz que cualquier otro chico con dos piernas sanas. Ankara le espantó como si fuera un perro callejero: otro adulto que se entrometía en mis planes de salvación. Samir corrió unos metros y, cuando se detuvo para mirarme, avancé hacia él y dirigí mis ojos suplicantes a Ankara. Hablaron en tarifit. Samir le hizo un gesto de burla y ella le regañó. Yo estaba decidida a llevarle a la cocina para alimentarle, me pareció más hambriento y desvalido que nunca. Le conduje a la puerta de servicio y le dije que me esperase allí. Convencí a una de las cocineras, rifeña también, y de un pueblo cercano al de Samir, para que me diera un paquete con algo de comida y se lo ofrecí.

—No he venido a por limosna —me respondió él algo ofendido—, solo a ver si te encontrabas mejor.

Le llevé la mano al chichón y él se rio.

—Es como el huevo de astrogodón. ¿Te duele?

—Solo un poco.

Durante el mes de mayo vino a casa cada viernes, y yo le entregaba las sobras de la semana. La basura judía también era buena. Llamaba a la puerta de servicio y charlábamos en el zaguán durante unos minutos, bajo los ojos vigilantes de Ankara.

—¿Cómo está el huevo? —me preguntaba siempre—. ¿Cuidas bien de nuestros deseos?

Lo había guardado en mi habitación, en un cajoncito que tenía mi escritorio y al que solo yo accedía con una llave custodiada bajo una madera suelta del suelo. El huevo estaba envuelto en un nido de trapos. Después de que Samir se marchara, abría el cajón y lo sentía latir.

A cambio del paquete de comida, Samir me traía regalos: puñaditos de especias olorosas que ponía en la palma de mi mano, los soplábamos juntos y los granos flotaban en el aire, en la luz del ventanuco, y se nos metían por la nariz haciéndonos reír.

—Te vas a ensuciar el vestido —me advertía Ankara desde el quicio de la puerta de la cocina donde nos espiaba.

Lo que más me gustaba era cuando Samir exhibía con orgullo los huevos o las partes de animales que vendía en el zoco como elixires «curalotodo». Un rabo de salamanquesa secado al sol y acicalado con restos de tintura que encontraba en las calles, él lo convertía en un pedazo de la cola de una serpiente alada, maravillosa. Los turistas que llegaban hasta Tánger buscaban la magia que se les ofrecía, aunque fuera falsa, también lo esperaban. Era el espectáculo de su venta lo que les merecía la pena. La vivencia del instante que creyeron que podía ser verdad.

Samir vendía magia. Y yo se la compré. ¿Quién ayudó a quién?

Un viernes Samir no se presentó. Le esperé, sentada en el zaguán, hasta que Ankara me obligó a subir a mi habitación, debía prepararme para el sabbat. El domingo acallé mi terror a aparecer por el Zoco Grande, después de la aventura del mendigo, y convencí a mi niñera para que me llevara. Lo recorrí sin soltarme de su mano. No hallamos ni rastro de él, ni de su tío.

—Solo es un granuja, niña mía —me decía Ankara—. Se malogrará en cuanto que se haga un poco más mayor, si no lo ha hecho ya. Aunque si tanto te preocupa, preguntaré por él.

A los pocos días me trajo noticias. Mi niñera conocía a muchos rifeños que vivían en las zonas más pobres de Tánger. El tío le había sorprendido vendiendo comida y quedándose con el dinero, así que el cuerpecito de Samir soportó otra paliza más. Temía que le hubiera matado. Me torturaba la imagen de mi padre dando patadas en la nieve a aquel muchacho. Se despertaba en mí una ira, una impotencia que se me enroscaba en el pecho. Me había prometido respetar siempre la vida, pero ¿se merecía vivir el tío de Samir? No era fácil entender el mundo, pensaba mientras se me caían las lágrimas y Ankara me consolaba.

—Casi le matan por mi culpa —le decía entre sollozos—. Fui egoísta y me empeñé en salvarle, le di comida, no quería que fuera pobre y eso le ha traído la ruina.

—Es un pillo, niña mía, burlar a su tío y sisarle dinero es lo que le ha traído la desgracia.

—¿Por qué hay pobres, Ankara?

—Porque así lo dispuso Allah. —Me acariciaba la cabeza—. Unos vienen a sufrir más que otros a este mundo.

—Si no hubiera ricos, ¿crees que habría pobres?

—Eso no lo dispuso Allah.

—Pero ¿sería posible?

—¿O todos ricos o todos pobres? Yo creo que eso nunca ha sido así.

—Cuando éramos hombres primitivos, Ankara.

—¿Casi como los monos, niña mía?

—Eso. Ser más listos y educados hizo que hubiera ricos y pobres.

—Así lo dispuso Allah, entonces. —Me arropó con la sábana de hilo que le traían a mamá Ada de Holanda. Adoraba su ligera rigidez y su suavidad; sin embargo, aquella noche no dejaba de pensar en Samir, malherido y solo.

Como estaba muy triste por lo que le había sucedido a Samir, Ankara decidió darme una sorpresa y me llevó al hammam. Además, ya tenía once años y me había prometido que me llevaría al cumplir los diez. Salí de casa vestida como una niña judía. En cuanto nos internamos por las callejas de la Medina, Ankara me puso sobre el vestido un caftán y ocultó mi cabello rubio con un pañuelo.

El interior del hammam exhalaba un aliento a cal. Lo envolvía una niebla fina de vapor que me hizo sentir entre las nubes. Allí el mundo era femenino, sutil.

Nos esperaban las primas de Ankara. Fue la primera vez que vi a Amina, la hechicera bereber. Su cabello era muy negro y largo, le llegaba hasta más allá de la cintura. La piel tostada, un cuerpo elástico. Unos ojos vivos, negros también, que desnudaban el alma. Me escondí detrás de Ankara, huyendo de ellos.

—No la temas. Acaba de venir a la ciudad de una aldea del desierto. Su abuela era la hechicera, luego lo fue su madre y ahora, que se ha quedado huérfana, lo es ella. Atesora gran sabiduría a pesar de su juventud. Sus poderes se transmiten en la sangre y se activan con la muerte de la predecesora.

La joven me sonrió, retuvo una de mis manos entre las suyas, escudriñándome con aquellos ojos que formaban un ser aparte del que los contenía. Luego acercó mi mano a su vientre, al seno materno donde habría de concebir a su heredera, y la mantuvo allí hasta que un calor de arena me asustó y la aparté.

Nada me dijo ese día sobre lo sucedido. Ankara tampoco. Tuve que esperar años para conocer la respuesta y comprenderla.

Amina se acomodó en un escalón de mármol, abrió las piernas y me invitó a sentarme entre ellas. Acarició mi cabello, metiendo sus dedos finos por las hebras, trenzándolo, al tiempo que murmuraba palabras en una lengua tan bella como indescifrable para mí. Si me estaba hechizando, no me importaba. La placidez residía en el ángulo que formaban sus muslos.

—Serás una mujer valiente y cuidarás bien de ella —me dijo de pronto en español.

—¿De quién? —le pregunté.

Solo sonrió.

Samir se presentó en casa un par de viernes después, aún maltrecho, con un corte en el pómulo y un brazo colgándole de un pañuelo sucio. Tosía al hablar y se tocaba el costado; su tío le había roto una costilla y respiraba con dificultad. Aunque no se podía quitar la vida a otro ser, ¿sería aceptable rezar para que se muriera?, me pregunté, ¿o ha de tenerse misericordia con aquellos que hacen el mal? Misericordia o castigo. La religión se presentaba, a mi corta edad, como una lucha contra nuestra naturaleza humana. Quería darle patadas al tío de Samir. El deseo de hacerle daño, la rabia, me dolía en la garganta. El deseo de que su Allah se lo llevara para siempre. Sin embargo, fue Samir quien se marchó de Tánger. Había venido a despedirse. Una tía de su madre se iba a hacer cargo de él antes de que su tío le matara de otra paliza y ya no hubiera más esperanza para él que su cielo musulmán. Ella vivía en Chauen, y allí se lo llevaba.

Traía consigo la pandera del mendigo.

—Vengo a pedirte que cuides de mi madre —me rogó.

Solo vislumbrar aquel objeto que me había causado un chichón me producía escalofríos. Otra reliquia de la locura que produce el amor llegaba hasta mí. Me daba miedo tocarla, siquiera, rehuía su tacto de mortaja.

—Solo puedo confiar en ti, Marina. Mi tío jamás sospechará que la guardas tú.

La imagen de aquel hombre de dientes negruzcos y aliento alcohólico me hacía temblar. Quizá esta era la oportunidad para el castigo que la vida me brindaba. Tendría que hacerse con otro instrumento para seguir pidiendo limosna y ninguno sonaría con una voz tan bella.

Le pedí a la cocinera del Rif que le preparase un paquete de comida para el viaje. En la basura, vi unos zapatos que papá Arón había tirado porque le quedaban estrechos; aunque estaban un poco viejos, eran fuertes, y no tenían ningún agujero en la suela. Los limpié con un trapo y se los entregué a Samir, junto con el paquete.

—Me quedan grandes, pero creceré —me dijo—. Gracias.

Sus pies bailaban en aquellas barcas de cuero negro. Reí.

—La próxima vez que nos veamos, los llevaré puestos y me quedarán bien. Cuida de mi madre y de nuestro huevo. Volveré también para que se cumplan nuestros deseos.

Le vi alejarse por la calleja, al atardecer. El muecín acentuó su aire desolado. Andaba arrastrando los zapatos, luchando por no perderlos, por no dejar la huella de mi caridad fácil en el camino. Se lo tragó la Medina, la tarde, la pobreza, la maldad que separa a veces a los hombres. Adiós, Samir.

El lugar más apropiado para guardar la pandera era el sótano de la casa afrancesada que desde la muerte de mis padres me pertenecía. Se hallaba aún en el mismo estado fantasmal en que la dejamos Ankara y yo. A papá Arón y a mamá Ada no les gustaba ir, les recordaba a la boda maldita de mi madre, a su conversión y su fallecimiento prematuro de tuberculosis. Tampoco me cabía la pandera en el cajoncito de mi escritorio, así que decidí pedirle a Ankara que se hiciese cargo de ella hasta que tuviéramos la oportunidad de guardarla en el sótano, donde reposarían las reliquias de aquellas mujeres a las que no dejaron descansar en paz.