Capítulo 11
Niebla en Tánger
Capítulo V
A LAS doce del mediodía del 24 de diciembre de 1951 aún brillaba el sol en el cielo de Tánger y las nubes formaban abanicos blancos. Nada hacía sospechar el viento que se levantaría en cuanto cayó la tarde. El Zoco Chico estaba muy concurrido a esa hora a pesar de que el bulevar Pasteur y sus alrededores habían usurpado su esplendor. Los turistas paseaban por él y tomaban té a la menta en las terrazas en ese día luminoso; los tangerinos iban y venían a los bakalitos, pequeñas tiendas de comestibles, atareados con el ajetreo de preparar la Nochebuena, pues era corriente que musulmanes y judíos celebraran esta fecha junto a sus amigos cristianos. Quedaba un puestecito de cambista en una esquina, con las divisas a precio de ganga, y un viejo mendigo que entonaba un canto lastimero mientras tocaba la darbuka. Pensé en Samir. En sus manos sobre ese instrumento el día de la boda de Amina, tan distintas a las de Paul sobre las teclas. Más grandes y bastas, con la aspereza y la raza de la tierra donde había nacido. A veces echo de menos en lo que acabó convirtiéndose nuestro idilio, un amor calmado que había puesto su semilla en la niñez. El huevo de astrogodón, en el cajoncito del secreter, nos había estado esperando durante muchos años con su latir secreto.
Me encontré con Samir en el cementerio de Buarrakía uno de los muchos viernes que solía llevar a Laila a la tumba de su madre para poner arrayán y limpiar la lápida. Estaba de espaldas frente a lo que quedaba de un montículo de tierra antiguo, borrado casi por la inclemencia del levante. Iba vestido como un occidental: pantalones oscuros y camisa blanca. Era la primera vez que le veía de hombre con algo distinto a una chilaba. Me alejé de Laila para dejarla a solas con su madre, y me acerqué a él aunque guardando la distancia suficiente para no incomodarlo. ¿Quién estará en la tumba?, me pregunté, ¿quizá la esposa muerta? Me presintió, eso me dijo: que un olor a las especias que soplábamos en el zaguán y una molestia en el estómago que se le convirtió en torrente de agua al darse la vuelta le habían alertado. Ya llevaba en el ojo tuerto el parche negro de bucanero. El ojo esmeralda se le había oscurecido, pero estaba líquido, brillando por cada año de espera. Calzaba los zapatos de papá Arón.
—Hoy algo me ha impulsado a ponérmelos, estábamos destinados a encontrarnos —me dijo con una sonrisa.
Sentí un temblor en las rodillas que me dejó inmóvil. Las primeras canas asomaban en sus sienes. Se aproximó a mí; había corregido su cojera hasta tal punto, a fuerza de voluntad y dolores de huesos, que apenas se le notaba.
—Sabía que volvería a verte —le dije.
—Yo también, solo era cuestión de esperar, y en esta tierra tenemos paciencia.
—¿A quién rezabas?
—A mi madre, que yace aquí sin piel.
—¿Qué has hecho en todos estos años, Samir?
—Solo he visto pasar el tiempo… hasta hoy.
Olía a colonia de los bazares, al aire varonil de su mundo. Le tomé del brazo, como si lo hubiera hecho toda la vida, y le hablé de mi matrimonio en América, de mis trabajos en el cine, de mi divorcio, del hotel que había abierto en la casa de la Kasbah, que él conocía; de mi niña bereber, que charlaba con su madre sobre la tumba de hechicera; y seguí hablando con él, hasta que Laila se cansó de la conversación en sueños y encontró a Samir de mi brazo, con su aire del Rif y sus labios anchos sin más origen que él mismo. Y continué hablándole la noche que le invité a cenar en la torre de costura donde había improvisado una mesa baja con cojines para comidas morunas en la intimidad, porque ya era la dueña de mi casa y tenía la madurez suficiente para hacer lo que me venía en gana, aunque mamá Ada se revolviese en la tumba.
Él se había echado un perfume de almizcle y las ondas de su cabello refulgían bajo la pasta olorosa con que había pretendido domarlas. En lo más recóndito de mi imaginación esperaba que llegase con el turbante y las ropas árabes del film El hijo del caíd, y con un aire soberbio de rapto inmediato, pero lo hizo vestido como le vi en el cementerio, además de la chaqueta blanca que usó en su época de camarero en el café Fuentes, y que le quedaba estrecha en las sisas. Hablaba engomado hasta que un vaso de vino, que no solía tomar, le templó el nerviosismo de las manos y me entregó la cola de una salamanquesa disecada y teñida de púrpura en honor a los juegos de la infancia: «Para que te traiga magia en tu nueva etapa», me dijo. Después de la comida, recostados en los cojines de seda, fumamos una pipa sebsi de kif que acabó de aplacar su aire de occidental impostado y poco a poco le devolvió a su esencia. Me tomó de una mano y jugó con mis dedos a los gusanitos que van y vienen por la palma y el dorso, mientras me hablaba de su época en la que había sido porteador de unos contrabandistas; conocía los lugares más desolados de las playas para hacer el desembarco, las fases en las que la luna ayudaba o delataba las entregas; había trabajado después en fábricas, en una plataforma petrolífera, en mitad de un océano de barro, donde por el día existía por la inercia de existir y por las noches se derrumbaba en el cansancio doloroso de recordar aquel beso que me había robado en la calleja de Tánger, pocos días antes de mi boda, desgastado ya por el uso de la memoria, por buscar en él lo que no hubo, «porque el recuerdo se me había quedado pequeño para la desazón que me quemaba por dentro», me dijo, y se me echó encima, deshaciéndose de la chaqueta que le estorbaba para mostrarme el beso que había soñado en las noches solitarias, el beso que me arropó entera con los labios grandes y me arrancó la ropa dejándome con el cuerpo febril a la espera del suyo.
A partir de esa noche, Samir se incorporó a mi vida. Laila le adoró desde el primer momento. Hablaban de mí en tarifit y se contaban secretos que no entendía para hacerme rabiar. Cuando se enteró de que Samir era analfabeto, se empeñó en enseñarle a leer y a escribir en francés y en árabe, que era como ella aprendía, y conforme avanzaba en sus clases con la maestra, le descubría los misterios de la lengua para que pudiera leer los periódicos y conocer lo que ocurría en el mundo. Samir mostraba con Laila una docilidad de buen alumno, le consentía todo. Se dejaba regañar cuando se equivocaba en los deberes que ella le ponía y aguantaba las sesiones de estudio leoninas los días que no trabajaba en un bakalito despachando verduras, conservas y especias. No pudo con los dos idiomas, Laila le dejó elegir, él se decantó por el árabe. Por las noches llegaba exhausto a mi dormitorio. Después de hacer el amor esperaba a que me durmiera para estudiar en una mesita baja, sentado en un taburete donde apenas le cabían las piernas. A veces me despertaba de repente y admiraba su desnudez dorada bajo el resplandor de una pequeña lámpara mientras practicaba caligrafía árabe, fascinado por la belleza de sus líneas, por la historia de su pueblo que hasta entonces le resultaba desconocida. Se le dividió el mundo en dos. Al principio mantenía en secreto mi relación con él, tan solo Laila y algunos íntimos como Matías Sotelo la conocían; confieso que tenía algún prejuicio sobre lo que pensarían los clientes de mi salón de fiestas si se enteraban de que había traspasado una línea invisible y mantenía un idilio con un hombre pobre y musulmán siendo yo judía y teniendo como tenía una posición social mucho más elevada. Le propuse a Samir que dejara el bakalito y se incorporase al personal del hotel, para coordinar las tareas de los trabajadores —del Rif en su mayor parte— y velar por que todo funcionase y el hotel estuviera limpio y bien atendido. Más adelante, cuando avanzara en su aprendizaje, podría encargarse de los suministros. Se resistió a ser mi empleado, pero acabó aceptando ante la idea de liberarse del horario demoledor de la tienda y de estar más tiempo juntos. Con el sueldo que le pagaba, alquiló una habitación en el café Fuentes, aunque la mayoría de las noches las pasaba conmigo. Le compré ropa adecuada para que asistiera a alguna de las fiestas y muy pronto se empezó a rumorear sobre nosotros. Con mis antecedentes de haber vivido en Hollywood, donde todo era posible, y haber sido actriz, se consideró una excentricidad mi idilio con Samir, lo que le dio al hotel un halo de bohemia y glamur que atrajo a los turistas y a los occidentales que se habían instalado en Tánger buscando la libertad de un lugar con leyes mucho más laxas que las de sus países de origen. Era el prototipo de mujer moderna, independiente, liberada, es decir, todo aquello para lo que no me había educado mamá Ada.
El arcón de caoba se había convertido en un ataúd polvoriento en el desván y la lencería del ajuar lucía, tan solo con mis iniciales, en las mejores habitaciones del hotel para los huéspedes más selectos. Una noche consulté con la tabla de la güija de mamá Ada a los espíritus, y ella misma se levantó de la tumba para decir que se volvería a morir de nuevo. Me di con Laila un atracón de chocolate caliente, al que ella también se había aficionado con el tiempo; no se me ocurrió otra manera de resarcir el remordimiento ancestral que me ahogó el corazón durante un par de días. Estuve a punto de iniciar con Laila unas sesiones de bordado en la torre de costura, menos mal que las tareas del hotel me devolvieron de nuevo a mi vida y aplacé el ponerme a bien con su espíritu para más adelante.
Samir también me echaba una mano en el negocio del contrabando de tabaco que yo había iniciado con Matías Sotelo. Su experiencia de juventud nos ayudó a elegir los sitios más adecuados para los desembarcos. En ocasiones, él se encargaba de buscar a los porteadores, incluso de supervisar la operación en la misma playa. Le daba una participación generosa de los beneficios, aunque no me gustaba que se arriesgara tanto. Podría decirse que los deseos del huevo de astrogodón se habían cumplido. Samir cada vez era menos pobre, vestía bien y había dejado de alimentarse de la basura judía. Además, me parecía que era feliz, aun cuando no todo fuese idílico.
La primera gran discusión que tuve con él fue después de que asistiera al discurso que dio el sultán Mohamed V, junto a sus dos hijos, en el Zoco Grande el 9 de abril de 1947, sobre la independencia de Marruecos y su unidad territorial. El aprendizaje de su lengua le había cambiado o había despertado en él un sentimiento que siempre estuvo en su interior y que hasta ese momento no había descubierto. Recordé las palabras que Laila me dijo una vez: «A mi madre se la llevaron a la cárcel porque era una ignorante y además pobre, a mí no me ocurrirá lo mismo». Samir se afilió a Al-Istiqlal, el partido de Allal al-Fassi, y se hizo independentista.
—Tú eres marroquí —me decía exaltado— y tangerina. Marruecos debe ser un solo país, libre de todo dominio extranjero. Somos como niños en manos de franceses y españoles.
—Pero no Tánger, Samir, vivimos en una ciudad única, como no ha habido ni habrá otra. Tánger es lo que es por sus leyes especiales, sin ellas se convertiría en un espejismo.
—Se convertiría en una ciudad de un Marruecos libre y unido.
—¿Matarías por ello? ¿Acabarías con la vida de una persona solo por una idea? ¿Es más digno defender un ideal que la vida de otro ser humano?
—Mataría para defenderla, sí, para que se hiciera realidad. ¿Acaso no lucharon los aliados para recuperar su territorio de manos de los nazis, para salvar a tus compatriotas judíos de los campos de exterminio? Eres una idealista, Marina, una ingenua; lo que tú dices nunca se hará realidad porque es contrario a lo que somos los hombres. A lo que hemos aprendido de cómo debe organizarse una sociedad, un país.
—Es contrario solo a los que tienen el poder y manejan a los otros como marionetas valiéndose de ideas grandilocuentes como libertad, honor, identidad, incluso religión. ¿De qué sirven si atentan contra lo más importante, que es el respeto por la vida de otro ser humano? No te equivoques, es la codicia del poder lo que se esconde detrás y lo corrompe todo.
Después de aquello durmió varias noches en su habitación del café Fuentes, hasta que volvió a mi cama en una reconciliación que nos mantuvo en el duermevela de la pasión hasta la luz del alba. A partir de entonces, y como signo de su convicción tenaz, cada vez que salía a la calle, vestía una chilaba artesanal que había encargado a los tejedores del zoco.
El 9 de marzo de 1949 todo cambió entre nosotros. Paul Dingle fue el terremoto que asoló la rutina tibia a la que me iba acostumbrando. Samir no era necio y menos aún era hombre de callarse una amenaza como esa. Me había visto coquetear con otros, clientes en su mayoría que intentaban seducirme, y a los que yo permitía ciertas confianzas, pero en Paul Dingle supo ver el infortunio que se le venía encima.
—Te ha gustado ese francés, Marina —me dijo esa noche, retándome con el ojo esmeralda.
—No me hagas una escena de celos —respondí—. ¿Has visto el éxito que ha tenido tocando el piano y cantando?
—Lo he visto en cómo le mirabas.
Se dejó abrazar.
—He esperado tanto para estar a tu lado —me susurró al oído—, que ahora no voy a permitir que un extranjero venga a quitármelo. Ya tienen mi país, ¿qué más van a arrebatarme?
Me desnudó deprisa y me hizo el amor como si mi cuerpo fuera el territorio que anhelaba conquistar, la tierra suya que los extranjeros mancillaban con su sola presencia. Yo tenía ya dentro de la piel la mirada de Paul Dingle, su voz, sus silencios. Samir se fue dando cuenta conforme pasaban los días. Paul actuaba en el hotel cuatro noches a la semana y muy pronto se empezó a hablar de él en ciertos círculos de la ciudad. Aquel francés que interpretaba con voz desgarrada las canciones de Édith Piaf era el aderezo perfecto a mis veladas, donde abundaba el champán, el vino, los cigarrillos, las conversaciones sobre política o literatura, y por supuesto la seducción. Paul la encarnaba perfectamente. Había en su forma de comportarse un halo romántico de hombre torturado por un secreto, de hombre que sufre y se refugia en los placeres para olvidar, al tiempo que hace olvidarse al resto de sí mismos.
Una noche, no había transcurrido un mes desde su llegada, me pidió que bailara con él después de su actuación. Una balada de Gardel. Había contratado por unas semanas a una banda latina para cerrar el programa. Su brazo asía fuerte mi cintura y me atraía hacia su pecho. Sentí que me besaba el cabello y me acariciaba la espalda que dejaba desnuda mi vestido blanco de Hollywood. Estaba dentro de una película. En un giro descubrí a Samir, nublado en la bruma de los cigarrillos. La pierna coja en la pared, los brazos cruzados, el ojo esmeralda espiándonos. Por un instante, quise taparme con la sábana como si hubiera vuelto a la infancia. Su mirada traspasaba la piel, los huesos. Desde la llegada de Paul le presentía tras de mí, acechando mis sentimientos sin descanso. Esperó a que terminara la velada. Jamás tuvo su parche en el ojo un aire tan siniestro. Paul regresó a su hotel, yo subí a mi dormitorio y Samir me siguió.
—Quiero que se vaya. Te seduce en mi cara y tú se lo permites. —Me agarró de una muñeca.
—Solo era un baile —dije, zafándome de su mano.
—Perdóname si te he hecho daño, pero tú sabes que no es así. Hace mucho que nos conocemos, me sé de memoria cada uno de tus gestos, lo que significan tus miradas. Si no se marcha, hemos terminado.
—Tú lo has dicho —contesté, enfrentándome a su ojo verde.
Vino hacia mí y me abrazó con fuerza.
—Marina…
Le rodeé la cintura y noté algo duro en su espalda. Me separé de él y le levanté la chaqueta: la culata de una pistola sobresalía de sus pantalones.
—¿Vas armado?
Se alejó de mí unos metros y guardó silencio.
—¿Por qué vas armado? ¿En qué andas metido? ¿Tiene algo que ver con la lucha por la independencia?
—No es asunto tuyo, Marina, en esto mejor no te metas. Ya has dejado clara tu postura.
—No quiero una relación con un hombre que lleva una pistola como un bandolero.
—¿Acaso crees que tu francés no mató a nadie en la guerra?
—Eso es otra cosa.
—¿Ah, sí? Porque es él y tiene derecho a defenderse.
—Samir, no mezcles los celos con este asunto.
—Buscas una excusa para dejarme. Ya la tienes. Le pegaría un tiro a él y al resto de los franceses que ocupan la ciudad si con ello consiguiera la libertad de mi país, de tu país, Marina. Eres marroquí. Judía, pero marroquí.
—No te quiero ver armado en el hotel. Esta es mi casa y yo pongo las reglas. Odio las armas. Cuando no estés aquí, allá tú con tu conciencia.
—Bien, entonces será mejor que me vaya.
Desapareció de la habitación dando un portazo. Pensé que no se presentaría al trabajo al día siguiente; sin embargo, a primera hora de la mañana estaba en su puesto con el cabello negro domado hacia atrás y un surco de insomnio bajo su único ojo.
—Me alegra verte —le dije, pasándole la mano por la cintura. No noté ninguna arma.
—He venido a presentarte mi renuncia formalmente y desarmado, como acabas de comprobar.
—Quédate, Samir, te necesito aquí para que dirijas a los trabajadores, lo haces muy bien. —Sonreí.
Aceptó mi propuesta. En ese tiempo ya escribía y leía aunque con cierta dificultad. No intentó volver conmigo. Llegaba a su trabajo puntual, cumplía con diligencia sus obligaciones y regresaba al café Fuentes a dormir. Hablábamos poco, en algunas ocasiones almorzábamos juntos y entre los temas de la gestión del hotel me preguntaba si era feliz, mirándome con el ojo verde que me hacía regresar a la época tranquila que habíamos pasado juntos. De cuando en cuando me decía que esa situación era temporal, buscaría un puesto en otro sitio conforme a su nueva experiencia, pero lo cierto es que permaneció en el hotel hasta la noche de la desaparición de Paul, en la que además se encargó de supervisar el desembarco del cargamento de oro en la playa que él escogió.
Esa mañana de 1951 me había costado mucho trabajo encontrar la callejuela que descendía, serpenteando y mezclándose con otras, desde la tumba de Ibn Battuta hasta el Zoco Chico. Me dirigía al café Fuentes. Matías Sotelo también vivía allí, como buen republicano que era. Enfrente del Fuentes se hallaba el café Central, adonde solían acudir los nacionales y los fascistas italianos durante la guerra. Una vez la tripulación de un barco con bandera italiana se equivocó de café y se armó una buena pelea. En Tánger todos tenían cabida, pero cada uno en su lugar.
Encontré a Matías aún con los ojos vaporizados por el sueño.
—Estoy buscando a Paul —le dije acalorada—. Ya veo que no está contigo.
—Hoy no es un buen día para que desaparezca —afirmó Matías, ajustándose unas gafas doradas en la nariz con gesto de preocupación.
Estaba en pijama, sentado a la mesa donde trabajaba llevándome las cuentas del hotel y los números y papeles del contrabando de tabaco para burlar las aduanas y enviarlo en barcos a España y algunos puertos franceses. Hacía cuatro años que estaba en este negocio, asesorada por Matías, y me daba muy buenos beneficios con un riesgo al que ya me había acostumbrado. Me gustaba el dinero. La excitación que producía ganarlo tras una nueva operación que terminaba con éxito. Con Paul habíamos dado un paso más allá. Conocía en el Congo a un tipo metido en el contrabando de oro. De fiar, nos había asegurado. El riesgo era mayor, también las ganancias. Podría obtener buen rendimiento de las joyerías de mis abuelos, si la materia prima era más barata, aunque se trataba de una cantidad lo bastante grande como para conseguir también una suma considerable con su venta en el mercado negro. Estaba previsto que el barco llegara a Tánger con el cargamento esa misma noche, a un lugar recóndito de la playa. El día elegido resultaba perfecto: al ser Nochebuena, la vigilancia de la zona sería menor. Arriesgaba una cantidad elevada de dinero; sin embargo, lo que más me preocupaba en ese momento era encontrar a Paul.
—A veces no consigo llegar hasta él. Algo le atormenta —le confesé a Matías.
Me apartó la mirada y se sirvió un vaso de whisky de la botella que tenía encima de la mesa. Lo vació de un trago.
—Cuando le conocí, su apellido no era Dingle, sino Vincent —dijo, quitándose las gafas—. El teniente Paul Vincent, del cuerpo de Cazadores Paracaidistas franceses. Me aseguró que lo había cambiado porque quería empezar una vida nueva después de la guerra, olvidar quien había sido. Encontrar su lugar lejos de Francia. Sé que se guardó algo, pensé que necesitaba su tiempo para compartirlo.
—Matías, ¿por qué no me lo has contado hasta ahora?
—Era un secreto entre soldados, mi querida amiga, entre camaradas de guerra. Cada uno digiere el horror a su manera. Yo no me meto en la vida de los otros, no juzgo, como no quiero que me juzguen a mí. —Se sirvió otro trago de whisky—. Si desean cambiar de nombre o de apellido, en este caso, que lo hagan. Y más si me han echado una mano. En Londres me ayudó un par de veces a escapar de la policía militar cuando estaba bebido. Esa siempre fue mi debilidad… Paul tenía otra: las mujeres, pero de eso ya te habrás dado cuenta.
Vislumbré en una alucinación dolorosa las noches que Paul coqueteaba con las clientas. Les hablaba con la voz de sus canciones, a medio camino entre el mundo real y el mundo de ensueño en que te sumergía su presencia de dandi cinematográfico. Bebían copas de champán, reían en las ciénagas de la seducción, mientras les hablaba de los océanos profundos que había surcado, de las noches de estrellas fosforescentes en mitad de la nada, de las tribus de países lejanos donde los hombres no se reconocían como hombres, sino como los únicos seres reales de la Tierra hasta que le vieron a él. O al menos eso imaginaba yo, ardiendo en una adolescencia de celos, espiándole en el fragor de la espera, de que volviera a mí, porque siempre lo hacía. Borracho, muchas noches, y me susurraba: te quiero, solo a ti, por eso me he apeado de dar vueltas por el mundo, me cueste lo que me cueste, tú eres mi brújula; me besaba en la boca, mi norte, no sé por qué lo hago, me desabrochaba el vestido, cada noche me digo que será la última, me hacía el amor cantándome Édith Piaf, no sé por qué destruyo lo que más me importa, recorriéndome el cuerpo que no encontraba descanso, ni el sexo era suficiente para calmar el hambre, la sed de él, el desasosiego de su presencia a pesar del tiempo transcurrido; ya no soy nada sin ti, Marina, temblaba desnudo, con la cabeza apoyada en el cojincito del camisón, sin más inicial que la mía; un hielo fantasmal le envolvía por completo cuando le vencía el sueño y buscaba mi regazo para acurrucarse, los labios se le ponían de nieve, el semblante pálido, flaco de un duermevela que le atormentaba sin descanso, qué tienes, Paul, qué sueñas, le apretaba contra mí, con el sudor que aún me quedaba del asalto amoroso, Paul, frío, Paul, helado, Paul, a quien arropaba en mi memoria con la capa rusa de la infancia.
—Acaba de reunirse con un hombre al que le faltaba un brazo y han discutido. ¿Sabes algo de eso? —le pregunté a Matías.
—Tanto como tú. Encuéntrale, hoy no es un día para perder el control con la operación que nos traemos entre manos.
—Nos vemos esta noche. Mantente sobrio, por favor —le rogué mientras abandonaba la habitación.
Samir no solo sufrió nuestra ruptura, también soportó que Laila aceptase a Paul con más entusiasmo del que esperaba. Si Samir había sido su alumno, a Paul le convirtió en su maestro. Él había estudiado tres años de Literatura en la Sorbona con la intención de ocuparse de la editorial de su padre. Su madre se había casado con el hombre que había puesto al mando de ella mientras tanto, y cuando llegó el momento de que Paul fuera cogiendo las riendas del negocio, se encontró con que ya no tenía sitio en él. Dejó la universidad, los estudios de piano clásico, la casa materna y se hundió en el París rojo de los cabarets y las noches eternas.
Algunas tardes encontraba a Paul y a Laila en el salón de lectura hablando de libros. Paul le enseñaba a desentrañarlos, a diseccionar sus misterios. Le abría las puertas de los secretos del escritor, la ayudaba a analizar de qué manera había conseguido uno u otro efecto. Podían pasarse horas con un lápiz anotando en las páginas, discutiendo sobre lo que era más apropiado para el personaje, si el autor se había equivocado o no. Paul tenía una tendencia a fabular la vida, a dotarla de la magia extraordinaria de los cuentos, como si solo a través de ellos pudiéramos entender su verdadero sentido. Como si solo pudiéramos soportar la vida gracias a la existencia de las historias. Quizá porque se había criado entre libros y manuscritos, emulando a su padre o al recuerdo que su madre le transmitía de él. Paul creció entre historias, poemas y partituras de música. En un mundo sensible donde la belleza dominaba al mundo real.
Yo los miraba desde el quicio de la puerta, ellos ajenos a mi presencia, tan enfrascados estaban en su conversación. Laila apasionada, en una edad frutal, con sus cabellos detrás de las orejas para apartarlos de las páginas sobre las que debatían. Contemplarla me devolvía la imagen de mi edad madura: tenía cuarenta y dos años, Paul treinta y nueve. Por primera vez en mi vida coincidía con mamá Ada: ansiaba tener un hijo de Paul, una criatura de madre judía y padre católico, como era yo. Pero la naturaleza me lo negaba, mes tras mes, y mi esperanza se iba desvaneciendo junto con una impotencia que me desgarraba las entrañas. ¿Por qué el amor me había llegado cuando ya no tenía tiempo para que diera sus frutos? Sentí que se reía de mí el arcón de caoba atrincherado en el desván, hueco por dentro, sin más compañía que la carcoma.
Laila devoraba con fiebre todo cuanto Paul le recomendaba. Por la época de su desaparición estaban leyendo el primer volumen de En busca del tiempo perdido de Proust: «Por el camino de Swann». Laila se quedó atascada en su lectura para siempre.
Tras salir del café Fuentes, subí la calle de Siaghine en dirección a la Kasbah. No había recorrido ni un par de metros cuando el destino quiso que se cruzara por delante de mí un hombre envuelto en una gabardina al que le faltaba un brazo. Eran muchos los mutilados que había en esos tiempos, estigmas de la guerra que habían de lucirse como una medalla o un calvario toda la vida. El hombre, además, llevaba el sombrero blanco que me había indicado el muchachito de la tumba de Ibn Battuta, así que le seguí. Caminaba muy aprisa, si no hubiera habido tanta gente en las calles a esa hora, pasado el mediodía, me habría resultado imposible ir tras él sin que se diera cuenta. Torció hacia una de las callejas que llevan hasta la sinagoga de Nahón, esperé a que se adentrase un poco para aventurarme tras él. Repetí la misma operación en varias ocasiones, las calles por las que avanzaba se iban tornando más y más angostas y solitarias. En uno de los giros, le perdí de vista. Me quedé en mitad de la calle, inmóvil, sin saber hacia dónde dirigirme. Aún no conocía el cúmulo de fatalidades y circunstancias que analizaría una y otra vez a lo largo de los años sobre lo que sucedió aquel día aciago.
No vi salir al hombre de ninguna parte, se abalanzó sobre mí, empujándome contra la pared, me puso el brazo que le quedaba en la garganta y me preguntó en un francés estricto:
—¿Por qué me está siguiendo? —Le olía el aliento a alcohol y cigarrillos.
—¿Qué quiere de Paul? —contesté mientras me intentaba zafar de él. Un río helado descendía por mi espalda.
El hombre torció la boca de forma maliciosa y sonrió.
—Dígale que no me extraña que se sirva de mujeres para defenderlo. Espero que esta tarde no acuda a nuestra cita con un niño, los cobardes son así.
Quitó el brazo de mi garganta y desapareció por uno de los callejones.
Paul había regresado al hotel. Le encontré en mi dormitorio, donde se había instalado hacía más de un año, con una maleta y ropa sobre la cama. Tenía los ojos idos, impenetrables en su propio azul.
—¿Qué estás haciendo? —le interrogué.
Aún me corría un hilo de sudor por el vientre de la precipitación con la que había caminado hasta casa.
—Tengo que marcharme.
No dije una palabra. Comencé a recoger la ropa que había sobre la cama para guardarla en el armario: las camisas de algodón blanco que se había comprado en Tánger para sus actuaciones, almidonadas con primor por las planchadoras; los pantalones negros con su raya de ángel; las manos me temblaban, toqué algo metálico y frío, como las pesadillas de Paul, bajo la ropa. Era una pistola.
Jamás había sostenido una. Matthew era aficionado a ellas y durante una época se empeñó en enseñarme su manejo por si entraba un ladrón en casa; yo me había prohibido tocarlas hasta entonces.
Paul estaba sacando de nuevo la ropa que yo había guardado en el armario. Sentí una rabia y una desolación que me convertía en agua. Le apunté con el arma.
—No juegues con ella, Marina. Dámela. Está cargada.
La bajé. Las sienes me ardían como si tuviera fiebre. Me la guardé en el bolsillo de la chaqueta.
—Dime por qué te marchas.
—Porque nunca debí quedarme tanto.
—Es por el hombre sin brazo.
—¿Qué sabes tú de eso? —me preguntó sorprendido.
—Sé que ha quedado esta tarde en encontrarse de nuevo contigo, que no te llamas Paul Dingle, sino Paul Vincent, que quieres huir de nuevo.
Se sentó sobre la cama con aire desolado. Dijo mi nombre, Marina, lo repitió varias veces.
—Me buscan para someterme a un juicio militar, por eso me cambié el apellido. Quedarme a tu lado ha sido suicida. Tarde o temprano tenía que pasar esto. Ese hombre me ha reconocido y me pide dinero para no delatarme.
—¿Cuánto te pide?
—Más del que puedo darle. Pero no voy a pagarle ni un franco a ese chantajista. Si hubiera tenido conmigo la pistola, le habría matado.
—Dime cuánto es e iré a buscarlo al banco.
Me dijo la cantidad, que era desorbitada, claro que tampoco conocía el contenido de lo que estábamos comprando, ni me importaba en ese momento. La idea de perder a Paul me desgarraba.
—Espérame aquí. Voy al banco. No creo que tarde demasiado. ¿A qué hora has quedado con él?
—A las cinco en la tumba.
Salí del cuarto con la pistola en el bolsillo. La guardé en la caja fuerte del hotel y me encaminé al banco.
Los recuerdos de aquel día se mezclan en mi memoria ahora que intento escribirlos, diseccionarlos como hacían Laila y Paul con Proust. Tánger se convirtió en un espejismo. Las calles se nublaban a mi paso, las casas se deformaban en su blanco perfecto, las personas no eran más que sombras.
En el banco tardaron por lo menos dos horas en prepararme semejante suma de dinero mientras yo, sentada en una silla de madera recia, no dejaba de pensar en las palabras de Paul: era un forajido.
Regresé con el dinero al hotel pasadas las tres de la tarde. Paul había desaparecido. Laila estaba en su dormitorio, en un estado de somnolencia que marchitaba su rostro, y con los ojos llorosos.
—¿Y Paul? —le pregunté.
—No lo sé —me dijo con brusquedad—. Tengo que hablar contigo. Es importante.
—Tendrá que esperar.
Cerré la puerta.
—Tú lo has querido —la oí decir.
Guardé el dinero en un maletín de cuero. Saqué la pistola de la caja fuerte y la escondí en mi bolso. Le pedí al maître que me sirviera algo para almorzar. Se me había despertado un hambre nerviosa que necesitaba calmar antes de enfrentarme a la cita con el hombre sin brazo.
Paul no apareció por el hotel, no sé dónde estuvo durante esas dos horas. A las cinco menos cuarto me dirigí a la tumba de Ibn Battuta. Él ya estaba allí y también el manco. El muchachito de la puerta había desaparecido. La calle estrecha estaba desierta. Se había levantado un frío metálico de diciembre que se deslizaba hasta los huesos.
—Veo que viene tu mujer con el dinero. No has podido hacerlo tú solo. Es propio de cobardes, o peor aún, de desertores.
Paul sacó una pistola del bolsillo interior de la chaqueta. Más tarde supe que se la había conseguido Samir en el mercado negro a cambio de que se fuera. Apuntó al hombre, este se rio y sacó otra pistola de la gabardina.
—¿Crees que iba a venir desarmado a un encuentro con alguien como tú? Deme el dinero, señora —me dijo.
Se lo tiré. Pero no tenía mano para cogerlo y seguir apuntando a ambos.
—Sea buena y cuélgueme el maletín del brazo.
—No lo hagas, Marina, no pagues a este chantajista.
—Yo chantajista y tú desertor. ¿Eso se lo ha contado, señora, que dejó tirada a su unidad en mitad de la nieve, cuando le necesitaban para tomar un puente? Hablabas alemán, por eso te escogieron para engañar a la guardia; quién sabe si además eres un traidor. En esta ciudad se han juntado todos, víctimas y verdugos.
Paul le dio un puñetazo, el hombre le disparó con pulso vacilante. La bala rozó un brazo de Paul, abriéndole una herida. Lanzó un quejido y disparó la pistola que le había dado Samir.
—Vámonos de aquí, Marina. El ruido de los disparos puede haber alertado a los vecinos.
Recogió el maletín con el dinero y me tomó de una mano.
—Se lo merecía —mascullaba Paul—, lo entiendes, ¿verdad, Marina?
El hombre quedó tirado en el suelo, le vi moverse y escupir una maldición. Huimos. El niño de Moscú, mi ángel, había brotado en mi memoria con tanta intensidad que me provocaba náuseas.
En el hotel limpié la herida de Paul, que no era profunda y curaría con rapidez. Él estaba silencioso, ensimismado, con la piel fría. Laila entró en mi dormitorio mientras terminaba de vendarle. Vio las gasas con la sangre en el suelo, se arrodilló para abrazarse al pecho de Paul, que estaba sentado en la cama, y comenzó a llorar. Él le acariciaba el cabello negro, vencido sobre el rostro desconsolado.
—Estoy bien, no es más que un rasguño. No me moriré de esta.
—Laila, déjale ahora, por favor. Sal de la habitación.
—No quiero marcharme.
Me asustó la ira de sus ojos negros.
—Laila, por favor, sal un momento —le dijo Paul—, he de hablar con tu madre sobre un tema de negocios.
—Yo también tengo que hablar con ella.
Me pareció que le amenazaba.
—Más tarde, Laila, ahora he de irme. Te prometo que regresaré enseguida.
Le levantó la barbilla, le limpió las lágrimas.
—Ve a terminar a Proust.
Ella se puso en pie, a sus diecisiete años era más alta que yo, y abandonó la habitación de mala gana.
—Marina, quiero contarte lo que pasó. Estaba harto de tanta muerte, de ver a mis compañeros masacrados, no lo soportaba más. Al final de la guerra sufrí varios episodios de sonambulismo. Luchábamos en la última batalla, en el frío invierno belga, era Navidad, como ahora. Una mañana desperté helado en un lugar solitario. Había estado caminando dormido y me había alejado del resto de mi unidad. Fui a buscarlos y los hallé a todos muertos. No logro quitarme de la cabeza su imagen. Los rostros de aquellos hombres, algunos eran mis amigos. Maldije la muerte, la barbarie, la guerra. No aguanté más.
—Paul… —Le acaricié el cabello.
Él consultó su reloj.
—Es hora de irme. Samir me espera para desembarcar el cargamento.
—No vayas, Paul, estás herido. Hablemos de lo que me acabas de contar.
—Prefiero olvidarlo. Y centrarme en que todo salga bien. No voy a abandonar ahora la operación y quedarme en casa. He de supervisar la entrega. Además, mi amigo me espera, solo se fiará de mí. Una vez que tengamos el oro a buen recaudo en la playa, iré hasta el barco en un bote para reunirme con él, y atracaremos juntos en el puerto. Allí nos veremos y podremos hablar. Me das tanta paz, Marina… Te quiero. —Me besó en la boca.
Luego se dirigió hacia la puerta.
—¿Por qué has discutido hoy con Samir? —recordé de pronto. A Paul se le ensombreció la mirada—. Una de las doncellas me ha dicho que te llamaba cobarde porque no querías contarme algo que me haría tener ganas de matarte. ¿Qué más ocurre, Paul?
No contestó a mi pregunta. En su lugar, atacó:
—Tu Samir, del que tanto te fías, utiliza tus canales de contrabando, tu organización, para traer armas para los independentistas de Al-Fassi. Imagino que no lo sabías. Una cosa es que te descubran traficando con tabaco o con oro, otra muy distinta con armas para luchar contra los occidentales. Eso tampoco te lo ha contado él, ¿verdad?
Guardé silencio. No me esperaba que Samir me mintiera. Me sentí triste, como si el huevo de astrogodón hubiera dejado de latir en el cajón secreto después de muchos años.
—Ya veo que no. Después de la operación hablaremos.
Había quedado en encontrarme con Paul en el puerto. En un bote, él había burlado las olas del viento hasta llegar al barco congoleño, que había atracado con no pocas dificultades en un espigón que se abría para las urgencias. Descendió por la pasarela él solo. Su amigo, el capitán del barco, aún ultimaba los preparativos en la nave antes de bajar a tierra. Recordé el día que le vi llegar, con sus andares de mar por el muelle junto a Matías Sotelo. En esta ocasión me pareció que caminaba igual, como si ya estuviera embarcado en el viento que se lo llevaría para siempre. Vestía el mismo jersey a rayas y los pantalones negros, parecía más alto, más esbelto, lo que acentuaba la soledad de sus andares.
—La operación ha salido bien. Ahora voy a la casa donde Samir ha guardado el oro. No me fío de él, después de lo que he descubierto.
Se refería a la casa afrancesada. Sus palabras llegaban lejanas hasta mí. Se acercó para abrazarme.
—He hablado con Laila —le dije, apartándole, ya no reconocía el azul de sus ojos.
El viento nos volaba los cabellos y una lluvia fina parecía el principio de un diluvio que se iba a llevar el mundo de un manotazo. Mientras Paul y Samir se ocupaban de desembarcar el oro del Congo, Laila me había contado que amaba a Paul y él a ella. Llevaban meses acostándose juntos, en el fragor de las jornadas literarias cuyo final no era otro que la ansiedad de sus cuerpos. «Estoy esperando un hijo suyo», me había dicho Laila con la voz de hechicera que le había salido de pronto de las entrañas.
—Marina, lo siento —respondió él.
Esas fueron sus últimas palabras.
Veo su imagen en el muelle, la pistola que llevo en el bolsillo de la chaqueta tiene un tacto de hielo.
Una rabia desconocida es mi dueña. Un dolor que nace de un lugar que no existía. La pistola está húmeda por el aliento del puerto. Él me da la espalda y camina. Se desdibuja en la niebla. Saco la pistola de la chaqueta, un ruido metálico, miro de nuevo a Paul con la certeza de que jamás querré a otro, el estómago me tiembla, he olvidado mi nombre, soy una mujer en el viento, mi amante se aleja, me pesa la mano, la pistola, la traición, el viento se lo lleva.