CAPITULO 26
Joach estaba bañado por la luz del
atardecer. Al oeste, el cielo seguía encendido mientras el sol se
sumergía por debajo de la línea del horizonte. Lo que Joach veía
desde el parapeto, más abajo de la torre, le encogía el corazón. El
océano que se extendía más allá de la ciudad estaba cubierto de una
sombra profunda, promesa de la noche que estaba por venir.
Alrededor de la isla, los buques de guerra élficos se deslizaban
por encima de las aguas. Unos rayos ocasionales se recortaban en la
oscuridad, reflejándose en las olas y resaltando las velas y las
jarcias de los numerosos barcos.
Meric lo había logrado. Había hecho detener
el ataque de su gente sobre la isla y había dirigido todo aquel
poder hacia la guerra que se desarrollaba abajo. En el mar, la
victoria estaba próxima. Pero ¿qué había de la isla?
Aquel pensamiento le hizo apartar la vista.
Entonces cruzó su mirada con la de Elena, que lo miraba. De hecho,
tenía la vista clavada en la vara. Sabía lo que su hermana pensaba.
Según el tejido de sueño de Joach, la vara la protegería. Él era el
responsable de que a Elena no le ocurriera nada.
Era evidente que, aunque tenía las manos
llenas de magia roja, estaba demasiado cansada para defenderse. La
ascensión por la escalera de la torre la había agotado. Jamás la
había visto tan débil.
Mientras subían, había sido incapaz de
hacerla hablar. No quiso explicarle lo que le había ocurrido
después de separarse. Joach se dijo que seguramente habría sido
horrible, y que era demasiado pronto para que ella lo pudiera
explicar. Aun así, tenía que preguntarle una cosa.
—Necesitamos una señal, Elena —le dijo
acercándose a ella—. ¿Te queda magia suficiente para hacer una
señal a Ragnar'k?
La mención del dragón la hizo volver del
ensimismamiento en que parecía haber caído.
—No, de momento no. —Señaló con desmayo la
vara—. Tal vez tu vara...
—No me atrevo a emplear la magia —dijo
Joach—. Ya conoces mi sueño...
Aquellas palabras no causaron más que
confusión en su hermana. Elena hizo un gesto cansino con el brazo
hacia la vara.
—Deja que pruebe —insistió.
Joach apartó de su alcance la vara de madera
de poi.
—Mira que eres tozuda, Elena. Ya sabes que
es mi responsabilidad.
El coraje y la predisposición al sacrificio
de su hermana le hizo sacudir la cabeza. Aquélla era la cuarta
ocasión en que intentaba arrebatarle esa responsabilidad. Él, sin
embargo, no estaba dispuesto a consentirlo. Era su destino.
Mientras sostenía la vara con la mano
vendada, Joach la acarició con el guante y atrajo la magia hacia la
superficie de la madera. Unos hilillos de fuego negro discurrieron
en diminutas corrientes por la vara. Tenía que prepararse. Volvió a
escrutar el cielo. Todavía no había ninguna señal de aquel monstruo
de sombras.
Joach vio de soslayo que Elena observaba
cómo utilizaba la vara. Su hermana tenía la mirada brillante y
ansiosa. Era evidente que, como era capaz de emplear tanto poder,
la muchacha todavía se negaba a ceder ante el destino
inevitable.
—Ya sé lo que te preocupa, Elena —dijo Joach
con la intención de distraerla—. Es Er'ril. Entiendo que quieras
que sea puro, pero me he encontrado con él.
Elena se sorprendió.
—Lo siento. No quería contártelo. Estabas
demasiado cansada, y créeme que preferiría no tener que explicarte
esto, pero tal vez sea mejor que lo sepas: Elena, Er'ril ha caído.
Está al servicio de los magos negros. —Volvió el rostro hacia
ella—. Así pues, cuando lo mate, no lo llores. El Er'ril que tú
conociste preferiría morir a hacerte daño. Es preciso que lo
haga.
—¿Er'ril? ¿Has encontrado a Er'ril?
—Sí. —A Joach no le gustó el atisbo de
esperanza que se percibía en sus palabras. Al explicarle lo que más
le preocupaba, bajó la voz—. Ahora tiene dos brazos. Incluso ha
intentado engañarme con una copia falsa del Diario Ensangrentado.
El muy idiota creyó que con algo así podría convencerme de que no
era un traidor.
Elena se acercó torpemente a Joach.
—¿Y el Libro...?
Joach se palpó la camisa y señaló el lugar
donde todavía llevaba el viejo diario. Elena tendió una mano para
cogerlo, pero entonces un grito agudo atravesó el cielo. Joach se
volvió y empujó a su hermana detrás de él. Ella cayó al suelo de
espaldas y masculló una palabrota. Joach no tenía tiempo para
disculpas.
Por detrás de la ciudadela cercana, una
monstruosa sombra negra se precipitaba hacia él. Miró fijamente los
ojos de color rubí de su enemigo.
—Ahora es el principio... y el final —dijo
mientras se apartaba de Elena que intentaba acercarse. Aquélla no
era su batalla. Joach alzó la vara sobre la cabeza e invocó la
magia contenida con toda su fuerza.
»¡Que ésta sea tu muerte! —gritó en actitud
desafiante— ¡No permitiré que te acerques a Elena!
Mientras el monstruo se precipitaba contra
ellos, Joach vio que aquel ser era como un wyvern: tenía el pico
ganchudo y negro, los ojos rojos brillantes y las alas pertrechadas
con aguijones afilados. En cualquier caso, aquella imagen no lo
amedrentó. Movió de un lado a otro la vara y finalmente apuntó con
su extremo a la sombra veloz. Entretanto pronunció las palabras que
había aprendido durante su sueño.
Conforme las iba diciendo, sintió que los
labios se le volvían gélidos, y que unas corrientes de escarcha se
le deslizaban hacia el exterior por la sangre caliente para
alcanzar la vara que llevaba en la mano enguantada. Cuando terminó
de pronunciar la última palabra, un rayo de oscuridad surgió del
extremo de la vara: ¡Era fuego de pira! Chisporroteos de energía
recorrían ahora aquella lanza siniestra.
Al ver su poder, Joach sonrió con burla. No
permitiría que nadie hiciera daño a su hermana. Se lo había
prometido a su padre. ¡No estaba dispuesto a fallar!
La lanza de fuego de pira dio directamente
en el pecho de la bestia, deteniendo su caída y sosteniéndola en el
aire, encima de la torre. Su grito agudo se convirtió casi en un
aullido humano de agonía. El monstruo se convulsionó, empalado en
la lanza de Joach. Luego la bestia de sombras empezó a perder forma
y su cuerpo se fue desvaneciendo conforme el fuego negro la iba
destruyendo.
Del pecho de Joach surgió una gran risotada.
Notaba que la magia estaba a punto de derrotar a ese monstruo, del
mismo modo que se sabe cuándo una tormenta está a punto de
estallar. La sonrisa amplia de Joach le llegó a doler en los
labios. Jamás había sentido un poder igual.
Luego algo se rompió en aquella bestia.
Joach se apercibió de ello.
En un instante, el wyvern de sombras se
convirtió de nuevo en una estatua de piedra y, como cualquier otra
piedra, se desplomó contra las calles que se encontraban bastante
más abajo.
Joach se precipitó hacia el parapeto para
contemplar el resultado final de su acción. La estatua daba tumbos
mientras se precipitaba hacia el suelo.
—¡Muere, demonio! —gritó.
Sin embargo, aquel monstruo todavía guardaba
un último truco. Antes de dar contra el suelo adoquinado, un breve
destello surgió en la sombra al pie de la torre y la estatua
desapareció. En la calle de abajo no quedó nada.
Joach se retiró del parapeto, levantó la
vara y escudriñó el cielo, pero no vio nada que intentara
atacarles. En realidad, estaba seguro de que no iba a ser asaltado
de nuevo por ningún monstruo. Joach tuvo la sensación de que el
wyvern había ido a parar muy lejos de allí. Pero era curioso que en
su sueño el monstruo sólo había atacado una vez y luego había sido
ahuyentado.
—¿Joach?
Elena todavía estaba agazapada en la sombra
del parapeto. La voz de la muchacha dejaba entrever su alivio, pero
él levantó una mano para que callara. Todavía no había terminado.
Faltaba aún otro participante. Joach volvió el rostro hacia la
puerta de la torre, hizo girar la vara entre los dedos y aguardó
con una sonrisa triunfante y el corazón helado por el sabor de la
magia.
—Ven a mí, Er'ril.
En lo alto de la larga escalera del interior
del Chapitel de los Difuntos, Elena estaba a punto de agarrar con
la mano el pestillo que conducía a la puerta de la torre. Se rodeó
el pecho con los brazos, indecisa.
Antes, mientras se precipitaba por las
escaleras, había oído ecos de gritos y sonidos de combate
procedentes de arriba, lo cual le había hecho ir todavía más
rápido. Estaba decidida a entrar a toda prisa por la puerta y
enfrentarse a lo que fuera que estuviera atacando a la torre y a su
hermano. Sin embargo, cuando llegaba ya a los últimos descansillos,
aquellos sonidos remitieron de golpe. No se oía nada detrás de la
puerta. La prudencia le hizo encoger el corazón.
Según el sueño de Joach, su destino era
encontrarse junto a su hermano y no subiendo aquella escalera
interminable. ¿Qué había podido cambiar? Acarició la guarda de
hierro. Sólo había un modo de saberlo.
Justo antes de que ella empujara la puerta,
oyó abajo el estrépito precipitado de unas botas. Elena retiró la
mano y aguzó la vista en la oscuridad de la torre. No llevaba
ninguna antorcha, ni fanal. Sólo algunas ventanas de la escalera
habían iluminado su ascenso. Elena se apartó de la puerta y bajó
algunos escalones mientras intentaba penetrar la oscuridad con la
vista. En cualquier caso, ya sabía quién se aproximaba. Se apretó
contra la pared de la escalera y aguardó a que Er'ril llegara con
el aliento contenido y apretándose la guarda contra el pecho.
El hombre de los llanos llegó, como una
tormenta en ciernes, procedente de la oscuridad de abajo. Asía con
fuerza una larga espada en el puño derecho. Tenía la respiración
entrecortada, y los dientes apretados por la tensión. Los ojos le
brillaban con rabia, y tenía los músculos de los brazos y el pecho
hinchados de energía contenida. La rabia interior que lo embargaba
casi lo hacía refulgir.
Elena se apretó con fuerza contra la pared,
pero Er'ril no podía ver nada más que la puerta que tenía ante sí.
Elena se dijo que, aunque no estuviera influida por el hechizo, él
no la habría visto, dada la precipitación en la que estaba
sumido.
Er'ril pasó por delante de Elena como una
exhalación, con una rapidez tal que el calor de su cuerpo fue casi
como una bofetada para ella. Sin embargo, él se detuvo en lo alto
de la escalera. Elena subió un escalón. Er'ril se acercó la
empuñadura de la espada a la frente para refrescarse con el acero.
Elena se acercó todavía más, y vio el dolor que se ocultaba detrás
de su furia. Bajó la espada y suspiró profundamente. Entonces su
mirada le dijo todo cuanto ella necesitaba saber. Er'ril sabía que
la muerte le aguardaba al otro lado de la puerta pero, aun así,
tenía que ir.
Asió el pestillo de la puerta con el puño
apretado en la espada.
—¡Maldita sea, Joach! ¡Te mataré por
traicionar a tu hermana!
Elena se quedó paralizada, asustada por
aquellas palabras. ¡Er'ril estaba dispuesto a matar a Joach!
De algún modo, Er'ril sintió la presencia de
la chica. Miró detrás de él con expresión repentinamente confusa.
Luego sacudió la cabeza., tomó el pestillo y abrió la puerta de par
en par. Tras la oscuridad de la escalera, la luz del atardecer la
cegó. Seguramente a Er'ril le pasó lo mismo. El caballero levantó
el brazo libre para protegerse los ojos y entró en el tejado de la
torre.
Elena lo siguió y se colocó a su lado.
Detrás de la entrada una voz estalló:
—¡Te estaba esperando, Er'ril!
Elena vio a su hermano a unos pasos de ellos
con la vara en la mano herida, pero lo que le hizo proferir un
grito de sobresalto fue otra cosa: detrás de él estaba agazapado el
mago negro Greshym, ataviado con su túnica.
Las palabras de enfado de Er'ril mientras
cerraba la puerta de la torre lograron tapar el grito de sorpresa
de Elena.
—¡Joach, traidor! ¡Serías capaz de entregar
a tu hermana por más poder!
Esas palabras no parecieron ejercer efecto
alguno en Joach. Su hermano estaba extrañamente tranquilo, más
cuando detrás de él tenía al mago negro. Joach hizo un gesto al
mago para que se marchara.
—¡Retrocede, Elena! ¡Es preciso que
ocurra!
Joach hizo girar la vara y Elena sintió una
oleada de poder. La muchacha miró rápidamente al mago negro, y lo
comprendió todo. Se dio cuenta de la ilusión del sueño de Joach. Se
colocó entonces entre su hermano y Er'ril en el preciso instante en
que ambos se atacaban.
Sintió cómo la espada de Er'ril le
atravesaba la espalda y la lanza de fuego negro de Joach se le
clavaba en el pecho. Profirió un grito agónico cuando el filo le
llegó a las costillas. Los huesos se le quebraron. Sin embargo,
aquello no fue nada comparado con la quemazón terrible del contacto
de la magia negra. La piel le ardió y los pechos se le quemaron
hasta quedar carbonizados.
El contacto con la magia negra destrozó el
hechizo espectral. Vio el horror reflejado en los ojos de Joach
cuando la vio aparecer. La fuente de energías negras se apagó al
instante y se precipitó hacia ella.
Su hermano llegó demasiado tarde. Elena cayó
en brazos de Er'ril. El hombre de los llanos se desplomó de
rodillas bajo ella, no por el peso del cuerpo, sino por el horror
que sentía. Er'ril la abrazó en su regazo.
—¡Oh, no, Elena, no! —Ella jamás lo había
visto así. Parecía un niño perdido—. ¿Qué he hecho?
Elena lo miró.
—Ha... ha sido cosa mía, Er'ril. Es
responsabilidad mía, no tuya.
Le acercó un brazo, aunque el dolor casi la
cegaba, y le apartó una lágrima que él no tenía en la mejilla. El
horror de aquel momento y el espanto no dejaban llorar al hombre de
los llanos, pero ella todavía recordaba la única lágrima que le
había brillado en la mejilla en el cruce de pasillos de las
catacumbas. Ya entonces se había dado cuenta de que era por ella.
Por eso quería limpiarla.
Er'ril se inclinó ante su caricia.
—No puedo vivir con esto —gimió cuando
finalmente las lágrimas le acudieron a los ojos—. No después de
tantos inviernos. No después de... de...
Joach los interrumpió.
—¿Elena?
La muchacha volvió la mirada hacia su
hermano. Él estaba un paso atrás, con la mirada afligida. Le
conocía la expresión. Estaba aterrorizado. Apartó la vista de ella
y luego miró al mago negro que tenía detrás.
—Es un truco —siseó el mago negro—. Sólo
intentan engañarte, Joach. Tú sabes que yo soy tu hermana
verdadera. Sólo intentan robarte el Libro.
Joach se apartó de los dos. Volvía la mirada
a un lado a y otro, casi aterrorizado por su confusión.
—¿El Diario Ensangrentado?
—Sí —espetó Greshym—. ¡Dámelo! Lo utilizaré
para echar por tierra todas sus ilusiones.
Elena tosió al oír aquellas mentiras.
—Jo... Joach.
Pero no tenía energía para refutar nada.
Er'ril sí.
—No le escuches. Quien se esconde detrás de
ti es Greshym. Él es quien se esconde bajo el aspecto de tu
hermana. Él es el que quiere el Libro.
Joach continuó retirándose de ambos
lados.
—No sé a quien creer.
Sostuvo la vara delante de él en actitud
desafiante para ambos.
Elena intervino. Sabía cómo convencer a su
hermano. Levantó un brazo hacia Joach.
—Acuérdate, Joach..., acuérdate... de...
la... vara.
Hizo un gesto hacia él, pero aquello ya fue
demasiado.
La oscuridad hizo mella en su vista y la
embargó. Elena se desplomó en brazos de Er'ril y oyó su grito
atemorizado. Se debatió para que Er'ril la ayudara a combatir aquel
mar de oscuridad, pero perdió esa batalla. La corriente era
demasiado intensa.
Perdió el conocimiento.
Joach vio que el cuerpo quemado y desnudo de
Elena se desplomaba en los brazos del hombre de los llanos. Se dijo
que aquélla no podía ser su hermana. No podía haber matado a Elena.
Joach miró a la imagen gemela. Iba vestida con la misma camisa
ligera y las mallas que su hermana llevaba en la isla. Tenía que
ser su hermana. Pero, ¿y si no lo era?
Sin embargo, la seriedad de la otra Elena le
había parecido muy convincente. Le había rogado con los ojos. En
otras ocasiones había visto aquella misma expresión en el rostro de
su hermana.
Le había insistido en que recordara. Pero,
¿recordar el qué? ¿Algo de su pasado? ¿Algún detalle que sólo
podían compartir los dos hermanos? Joach arrugó la frente mientras
Er'ril se lamentaba por la muchacha caída. Observó que el pecho de
la chica todavía se movía, pero que la respiración era irregular y
cada vez más débil.
Joach se volvió hacia la otra Elena.
—Si realmente eres mi hermana, dime por qué
fui castigado a limpiar el establo de mi familia cada mañana
durante toda una luna.
Elena sonrió con pesar.
—¿Tienes que probarme? Bueno, al ver la
terrible escena que se está produciendo aquí, entiendo que lo
hagas. La respuesta es que le diste a comer un pastel de bayas a
Tracker.
Joach se relajó, aliviado y sonrió a Elena.
Tenía razón. Aquélla era su verdadera hermana. Miró a la mujer
herida, aliviado al saber que no era la verdadera Elena. No sabía
si habría sido capaz de sobrevivir al dolor por el asesinato de su
propia hermana.
Er'ril, sin embargo, le desbarató esa
sensación de alivio.
—¡Vamos, mago oscuro, responde al
muchacho!
Joach se volvió hacia Er'ril con la vara en
alto.
—¡Basta de tonterías, hombre de los llanos!
Elena me acaba de contestar correctamente.
—Está jugando con tu pensamiento, como si
fuera un instrumento. No ha dicho nada. Te ha engañado para hacer
que creyeras haber oído la respuesta correcta. —El hombre de los
llanos señaló a la imagen gemela de Elena que yacía en el suelo—.
Joach, ésta es tu hermana. Y no ese monstruo. Y se está muriendo.
Si la amas, dame el Libro. Tal vez ello pueda salvarla.
—¡No lo hagas, Joach! —insistió Elena—. Está
intentando engañarte.
Joach estaba cada vez más confuso. ¿A quién
podía creer? Si Er'ril quería hacerle daño, ¿por qué acunaba a la
chica? No tenía sentido. Asió la vara con las dos manos. ¿Cómo
saber la verdad?
Er'ril lo miró sin rabia, pero con ojos
suplicantes.
—Su muerte se aproxima, Joach. Tienes que
decidirte.
—Pero, mi sueño... —murmuró.
—Joach, es muy difícil interpretar bien los
sueños. Y todavía es más difícil en el caso de los tejidos de
sueño. En tu sueño te viste defendiendo a Elena, pero en realidad
era este brujo disfrazado de tu hermana. Los sueños están llenos de
ilusiones.
Joach reflexionó sobre las palabras de
Er'ril. El argumento del hombre de los llanos le parecía familiar y
le impresionó. ¿Acaso alguien no le había dado un consejo parecido?
¿Quién podía ser? Entonces Joach se acordó. Apartó la mano herida
de la vara y rebuscó en el bolsillo de sus pantalones. Todavía
estaba allí.
Notó el objeto y lo sacó. Abrió los dedos y
miró la enorme perla negra que Xin le había dado. El vidente le
había asegurado que su poder les podía poner en contacto si la
necesidad era grande. Joach cerró el puño sobre aquel tesoro y
pronunció el nombre de su amigo.
—¡Xin!
No ocurrió nada.
Joach abrió los ojos y miró la perla. Se
sintió idiota. Entonces, unas palabras surgieron de la oscuridad de
la joya.
Joach, hijo de
Morin'stal, percibo una tempestad en tu interior.
Al punto le surgieron las palabras.
—Xin, es mi sueño... No soy capaz de
distinguir lo que es cierto de lo que es falso. ¿Puedes
ayudarme?
Elena intervino.
—¿Qué estás haciendo, Joach?
Joach no le hizo caso y continuó
atendiendo.
No puedo ayudarte
desde aquí —contestó Xin—. Pero tu
corazón sí puede.
—¿Cómo?
No hagas caso a lo que
te diga la mente. Escucha tu corazón. Ahí es donde se encuentra
toda la verdad.
Joach no supo qué decir a Xin. Volvió a
meterse la perla en el bolsillo. ¿Cómo seguir un consejo que ni tan
sólo había comprendido? Miró a la Elena que estaba vestida. La
cara, la voz, los gestos parecían reales. Le recordaban a su hogar
y a la granja de su familia, a todo cuando había amado. Aquélla era
la hermana del pasado. No le parecía que hubiera algo malo en
ella.
Luego se volvió hacia la chica moribunda.
¿Qué sentía por ella? Miró más allá de su cuerpo maltrecho. Tanto
el rostro como las palabras habían demostrado coraje, desinterés y
un amor que permitía incluso perdonar su propio asesinato. Aquella
mujer resultaba desconocida para Joach. No procedía del
pasado.
Entonces le sobrevino la verdad de la
situación, casi cegándole por su claridad.
Xin tenía razón.
La chica que estaba en brazos de Er'ril no
era la hermana del pasado, sino la actual. La otra Elena era un
producto de su imaginación, de los recuerdos cálidos de su familia.
Pero aquella ya no era la Elena de ahora. Joach apenas reconocía a
la mujer en que se había convenido Elena en aquel viaje hasta allí.
En su mente consideraba todavía a Elena como su hermana pequeña,
alguien a quien tenía que proteger. Pero aquello había dejado de
ser cierto. Elena había dejado de ser la niña de los huertos de
frutales. La extraña mujer que yacía en brazos de Er'ril era, en
realidad, su verdadera hermana.
Aun así, Joach quería asegurarse de ello.
Miró la vara y recordó el último consejo de Elena. Recuerda la vara. Incluso en este asunto su
hermana lo había superado. A pesar de su agonía y de estar ya cerca
de la muerte, Elena le había dado la llave para la verdad:
La vara.
Joach volvió la mirada hacia la falsa Elena.
Si Er'ril y Elena decían la verdad, aquél era Greshym, el hombre
que lo había estado atormentando durante casi seis lunas, el que lo
había esclavizado y degradado. Sintió la tentación de emplear de
nuevo la vara y destrozar a aquel monstruo, pero, después de haber
herido tan gravemente a Elena, Joach no se atrevía a volver a
emplear su magia negra. Sólo quería librarse de aquel talismán
espeluznante.
Pero, antes de hacer eso, la vara todavía
tenía que hacer una cosa.
Joach se volvió y la lanzó contra quien
decía ser Elena. Uno de sus brazos atrapó el arma con avidez y lo
llevó a su lado. Aunque tenía el aspecto de Elena, Joach vio cómo
la vara de madera de poi se ajustaba a aquella figura. Era como si
fuera otra extremidad.
—Muy bien, Joach —le animó la falsa Elena—.
Sabía que no me fallarías a pesar de los trucos de Er'ril. Y,
ahora, dame el Diario Ensangrentado.
Joach se sacó el Libro de la camisa.
—Er'ril... —El hombre de los llanos miró con
desesperanza a Joach y no dijo nada. Era evidente que se sentía
vencido. Joach lanzó el Libro al caballero—. Salva a mi hermana si
puedes.
Er'ril, asombrado, lo tomó con
destreza.
Greshym, tras mascullar una maldición, se
libró de su falso aspecto. Los rasgos de Elena desaparecieron y
Joach se encontró mirando a aquel enemigo arrugado y con la espalda
encogida. El mago negro miraba a los dos hombres mientras Joach se
le acercaba.
—¿Cómo...?
—Elena era incapaz de asir la vara. Al
parecer las dos magias, la de sangre y la negra, se repelen entre
sí.
Greshym adoptó un aire de desdén y levantó
la vara y apuntó con ella al pecho de Joach. El fuego negro
recorrió toda la extensión de la madera.
—Esta astucia tuya te va a costar la vida
—proclamó Greshym.
Joach, en lugar de apartarse, se acercó.
Cuando quedó a un brazo de aquella arma siniestra, se quitó el
guante de piel de ciervo y agarró el extremo de la vara con la mano
desnuda.
Greshym se rió.
—Eres muy atrevido, muchacho. ¿Acaso
pretendes retarme en artes negras?
En el momento en que Joach asió la vara, su
sangre penetró en la madera. La vara adoptó un color claro
alrededor de la mano, que se fue extendiendo por toda la madera,
sofocando las llamaradas de fuego negro mientras fluía.
—No voy a cuestionar tu habilidad en artes
mágicas, mago —dijo Joach con voz gélida—. Voy a luchar contra ti
con mi propia sangre.
Greshym miró cómo su vara perdía color y
apretó todavía más el puño alrededor del extremo de la madera de
poi. Las llamas de magia negra crecieron cada vez más y de forma
más densa, enfrentándose a la claridad como si de una temible ola
negra se tratara.
Joach perdió algo de terreno, pero no mucho.
Continuaba bombeando la sangre en aquella madera sedienta.
Entretanto, el blanco y el negro se enfrentaban en el centro de la
vara. Para continuar reteniendo aquella barrera de fuego negro,
Joach tenía que emplear más sangre. Las habituales corrientes de
sangre roja de la madera pálida crecieron en número y tamaño.
Ahora, unos torrentes espesos y encarnados penetraban la vara. El
corazón de Joach latía como un trueno. Centró la mirada en un punto
y todo su mundo se convirtió en la vara: era tanto su cuerpo como
su espíritu.
Al otro lado de la vara, las cosas no le
iban mejor a Greshym. Tenía el rostro bañado en sudor, y la
respiración entrecortada.
Joach era consciente de que la situación
estaba a punto de resolverse. O él se desvanecería por falta de
sangre, o Greshym agotaría las fuerzas. Lo que ocurrió en realidad,
sorprendió a los dos contrincantes. La vara explotó delante de
ellos en una lluvia de fragmentos punzantes.
Joach cayó hacia atrás, igual que el mago
negro.
Los dos se miraron, acribillados por las
astillas. La vara había desaparecido. Ahora no era más que un
montón de trozos de madera.
Al mirarlas, Greshym se apartó de la pared.
La llamarada de magia negra procedente de la destrucción de la vara
lo había revitalizado, pero todavía se tambaleaba un poco. Esta
batalla le había costado muy cara. El mago negro miró a
Joach.
—Vas a pagar por esto, muchacho. Te aseguro
que volveremos a encontrarnos.
Y, tras decir aquellas palabras, Greshym
hizo un gesto con la mano y detrás de él se mostró una puerta. El
mago negro entró en ella y desapareció al instante.
De repente, Joach se desvaneció, cansado y
afectado por la pérdida de sangre.
Er'ril lo tomó al instante por los hombros.
Joach no podía levantar siquiera la vista. Se limitó a mirar a
Elena, que yacía en el suelo.
—Lo siento.
Er'ril respondió con voz áspera, aunque no
descortés.
—Los dos tenemos las manos manchadas, Joach.
Ambos hemos sido confundidos de igual modo por el miedo a la
traición. —Er'ril agarró a Joach por debajo del brazo y lo acercó a
Elena—. Ya es hora de que dejemos el pasado de lado. Para tener
alguna opción a salvar a tu hermana, tenemos que actuar con
rapidez. —Er'ril cogió con fuerza el brazo de Joach—. Y tenemos que
hacerlo juntos.
Joach miró a Er'ril sin siquiera
parpadear.
—¿Qué tengo que hacer?
Er'ril, ayudado por Joach, tendió a Elena
sobre una manta delgada que el muchacho llevaba en su mochila.
Aunque el sol ya se había puesto y la luna llena había empezado a
crecer, la piedra todavía recordaba el calor del día y le mantenía
caliente el cuerpo. Elena, desnuda y tendida hacia las estrellas,
parecía esculpida en marfil. Estaba muy pálida. La herida en el
centro del pecho parecía uno de aquellos portales negros de los
magos oscuros.
Er'ril le acarició la mejilla. Estaba muy
fría. Respiraba tan lentamente que el hombre se vio conteniendo su
propia respiración para hacerla acorde a la de ella. Si no fuera
porque la magia la sustentaba, ella ya habría fallecido. Er'ril le
miró las manos. La Rosa de color rubí intenso presentaba ahora sólo
una mancha suave de color rosado; sólo le quedaba una gota de
magia. Si ésta se agotaba, Elena moriría.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Joach.
Er'ril contempló el trabajo del muchacho.
Tal como le había pedido, Joach había aplicado unas vendas hechas
con su camisa en la herida de espada. Su tejido áspero ayudaría a
contener la pérdida de sangre. Er'ril miró el vendaje y recordó de
repente que había sido él quien había hundido la espada. No podía
apartar la vista de ahí.
—¿Er'ril?
Joach le tocó el codo. Er'ril se echó atrás
y sacudió la cabeza. No tenía tiempo para recrearse en su
sentimiento de culpa. Aquello no era bueno para Elena.
—Estamos preparados —dijo con voz ronca—.
Toma la guarda.
Er'ril se arrodilló y colocó el Diario
Ensangrentado sobre la herida circular del pecho. La rosa dorada
brilló con la creciente luz de la luna.
Joach tomó el pequeño puño de hierro del
suelo y se lo entregó a Er'ril. El caballero negó con la
cabeza.
—No puedo tocar el Libro o la guarda a
partir de ahora.
—¿Qué estamos intentando hacer? —preguntó
Joach por fin.
Terminó la pregunta con un sollozo. Estaba
perdiendo su actitud resuelta. Er'ril se dijo que aquello era
natural. Después de vendar la profunda herida, el muchacho tenía
las manos bañadas con la sangre de su propia hermana, y el aire
apestaba al olor de su carne quemada, el resultado duro y
desagradable de lo que él y Er'ril le habían hecho.
—Voy a intentar explicártelo. —Er'ril le
hizo un gesto al niño para que se arrodillara al otro lado de
Elena—. Cuando se creó el Libro, el hechizo quedó incompleto. El
mago joven, Denal, no cedió su espíritu al Libro. Sin embargo, la
presencia de Shorkan y Greshym bastó para iniciar la magia y
vincularme a mí también. Desde entonces, el Diario Ensangrentado me
sana y me mantiene con vida. Si logramos agregar el espíritu de
Denal al libro, entonces el conjuro puede volver a empezar, y esta
vez, Elena tiene que ser la vinculada. Entonces, la magia del Libro
la curará y la protegerá a ella.
Joach asintió, pero tenía una mirada llena
de dudas y temores.
—¿Y dices que el espíritu de Denal está
atrapado en el puño de hierro? —preguntó Joach levantando la
guarda.
—No está atrapado. Está almacenado en él.
Denal cedió voluntariamente su espíritu.
Joach miró la guarda atentamente.
—¿Qué tengo que hacer con esto?
—Coloca el puño de hierro sobre el Libro.
Cuando el hechizo se inicie, verás un destello de luz blanca y el
Libro se abrirá de golpe. Entonces tenemos que tomar cada uno de
los brazos de Elena y hacer que sus manos cierren el Libro y
terminen el hechizo. Ninguno de nosotros tenemos que tocarlo.
Joach acercó las manos temblorosas a su
hermana y colocó el pequeño puño de hierro sobre la cubierta del
Libro. Estuvo girando sobre sí mismo hasta que el muchacho encontró
el equilibrio adecuado. En cuanto lo logró, Joach se volvió
atrás.
—Y ahora, ¿qué?
—Esperaremos.
Y así lo hicieron. El paso del tiempo fue
una agonía. Todo cuanto podían hacer era contemplar cómo la
respiración de Elena era cada vez más débil. Er'ril se dio cuenta
de que Joach tenía la mirada clavada en las manos de su hermana.
Las tenía tan pálidas como el resto del cuerpo. Ninguno de los dos
quiso mencionarlo.
Mientras aguardaban, la luna continuó su
ascenso por el cielo, llena y brillante. En cuanto alcanzó el
parapeto y la luz dio por completo en el Libro, el puño se empezó a
abrir lentamente, como una rosa de media noche deleitándose en el
brillo de la luna.
Joach miró a Er'ril y contuvo el aliento.
Er'ril hizo lo mismo, temeroso de molestar en lo que estaba
ocurriendo.
Al poco tiempo, el puño se abrió por
completo y apoyó la palma de la mano sobre la rosa dorada. Entonces
Er'ril se acordó de cuando, en aquella ocasión lejana, los tres
magos habían colocado las palmas de las manos sobre el Libro, igual
que ahora lo hacía la mano de hierro. Le pareció oír incluso el
cántico susurrado en la lejanía. No era una única voz. Eran
tres.
Unos vientos se levantaron alrededor de la
torre y el Libro se estremeció levemente.
Er'ril, sin parpadear, vio que el pequeño
puño empezaba a desaparecer y se hundía en el Libro. Mientras esto
ocurría, los vientos aumentaron y el temblor del Libro se
incrementó. El cántico subió de tono y Er'ril intercambió una
mirada con Joach, que estaba al otro lado del cuerpo de Elena.
Quería que el muchacho estuviera preparado. Joach pareció darse
cuenta de su pensamiento y asintió con una única inclinación de
cabeza. Ambos temían moverse.
Al cabo de un rato, la guarda se había
desdibujado y se había convertido en una mano fantasmagórica. A
continuación, desapareció por completo. No quedó ninguna señal del
puño de hierro. Denal se había unido al Libro.
Al terminar aquel acto, el Libro se posó en
el pecho de Elena y los vientos amainaron. Er'ril frunció el ceño.
¿Qué significaba aquello? Siguió aguardando pero no ocurrió
nada.
Joach dejó oír un gemido de dolor.
Luego, como obedeciendo a una señal
misteriosa, el Libro saltó de repente del pecho de Elena y quedó
suspendido a un palmo de su piel ennegrecida.
Joach se echó para atrás.
—¡Madre Dulcísima! —farfulló.
La cubierta del Libro se abrió y dejó ver
las páginas vacías que contenía. Entonces, del pergamino blanco
surgió un resplandor brillante que atravesó el cielo nocturno.
Er'ril apartó la vista de aquel brillo cegador, estaba seguro de
que aquel haz de luz había alcanzado la luna. La torre se
estremeció bajo sus pies.
—¿Er'ríl? —El muchacho tenía la voz
aterrada.
—¡Ha llegado el momento, Joach! —ordenó
Er'ril con voz seria—. ¡Toma la muñeca de Elena y acércale la mano
al Libro!
Er'ril procedió con el brazo derecho de
Elena mientras que Joach lo imitaba con el brazo izquierdo. De este
modo los dos le colocaron las manos debajo del Libro con las palmas
dirigidas hacia la cubierta.
—Cuando diga tres, haremos que cierre el
Libro con las manos. Luego apártate de ella.
Er'ril se acordó de la última vez que había
hecho aquella ceremonia. Había acabado al otro lado de habitación
de la posada.
Er'ril contó y, al decir tres, cerraron el
Libro con las palmas de Elena. Por suerte, ambos se apartaron con
rapidez. El estallido que se produjo a continuación partió en dos
la oscuridad. Er'ril salió despedido contra la puerta de la torre
mientras que Joach chocó contra el muro del parapeto. El muchacho
cayó boca abajo con las manos en la cabeza.
Er'ril no se quiso tapar la cara. Se
incorporó sobre un codo y vio que Elena se elevaba por encima del
suelo de la torre. Aunque inconsciente e inmóvil, permaneció
suspendida en el aire, bañada por una luz que hería la vista. El
resplandor procedía del Libro, que ella sostenía entre las manos.
Se dijo que parecía una estrella caída del cielo. Elena refulgía en
su gloria. Desde aquella altura, posiblemente aquella imagen podía
verse en toda la costa.
—¡Joach! ¡Mira esto!
Lentamente, Joach levantó la cabeza, y luego
se incorporó y disfrutó de aquella luz.
Lentamente, el cuerpo de Elena se movió bajo
la luz. Er'ril observó que se revolvía. Entonces, ella apartó una
mano del Libro y se frotó la cara, como si estuviera despertando de
una siesta. Lentamente, el brillo se replegó en el Libro. Las
piernas se le fueron inclinando hasta que por fin los dedos de los
pies rozaron el tejado de la torre. Se puso de pie mientras
apretaba, asombrada, el Libro contra el pecho. Los ojos, que tenía
muy abiertos, reflejaban el brillo que todavía quedaba en el Libro.
¡Estaban increíblemente vivos! La cabellera le colgaba como una
cortina de fuego por la espalda.
Er'ril jamás la había visto tan
hermosa.
Elena se volvió hacia él con una sonrisa
dulce de alivio y alegría. Alzó el Libro con las dos manos. La rosa
dorada de la cubierta todavía brillaba con intensidad, pero también
se estaba desvaneciendo.
—El Diario Ensangrentado —dijo.
Er'ril inclinó la cabeza ligeramente a la
vez que cruzaba los brazos contra el pecho, en un gesto antiguo de
honor que hacían los vasallos a los magos.
—Por fin, el Libro y la bruja están
unidos.
A pesar de aquella reverencia solemne, le
fue imposible reprimir una gran sonrisa. Para su gozo, Elena
tampoco pudo lograrlo.
Elena bajó el Libro y la sonrisa de Er'ril
desapareció. El círculo ennegrecido de piel quemada de Elena seguía
ahí. La muchacha se dio cuenta de su mirada y, con un gesto de
preocupación, se tocó la herida. Esta entonces se deshizo bajo sus
dedos, desapareciendo y mostrando una piel suave y perfecta.
—Estoy curada-dijo Elena, sorprendida.
—A partir de ahora, el Libro te protegerá
—dijo Er'ril en voz baja e incapaz de ocultar su pesar.
En su interior se debatían sentimientos
antagónicos. Aunque Er'ril no cambiaría nada de lo ocurrido, era
consciente de que a partir de ahora Elena ya no lo necesitaría para
nada. Por ello, la reverencia que le acababa de hacer era también
su despedida. A partir de aquel día, Elena no envejecería jamás
mientras que él sí lo haría. La cesión del Libro marcaba el final
de la vida inmortal de Er'ril.
Mientras Joach se acercaba a saludar a su
hermana y ofrecerle una manta delgada, Er'ril se acercó las manos y
contempló los huesos y las venas. Casi podía sentir el peso del
tiempo desplomándose sobre él.
Mientras los dos hermanos se volvían a
encontrar, Er'ril apenas logró oír las disculpas y perdones que se
susurraban. Las lágrimas les recorrían las mejillas mientras Joach
abrazaba con fuerza a su hermana. Necesitaba curarse tanto como
Elena y Er'ril sabía que, con el tiempo, el muchacho se
recuperaría.
Er'ril bajó las manos. A partir de ahora, su
tiempo ya no era ilimitado. Envejecería como cualquier otro ser
humano. Después de vivir quinientos inviernos, no tenía derecho a
lamentarse por el paso inevitable del tiempo. Aun así, mientras
Er'ril contemplaba a Elena, sus miradas se cruzaron y ella le
sonrió bajo la luz de la luna.
Y, por una vez, Er'ril rogó para que el
tiempo se detuviera.
Elena se separó del abrazo de Joach y le
entregó el Libro. En cuanto tuvo los dos brazos desocupados, se
quitó la manta de los hombros y la envolvió alrededor del cuerpo
cubriéndolo bien. A Elena aquel ataque de pudor le pareció un poco
tonto después de haber corrido por toda A'loa Glen desnuda como el
día en que nació. Pero, conforme la inmediatez de sus padecimientos
menguaba, se dio cuenta de la incomodidad de Joach y Er'ril al ver
su piel desnuda.
Luego, Joach le ofreció de nuevo el Diario,
pero Elena negó con la cabeza.
—¿Puedes guardármelo un poco más? —le pidió
a su hermano.
—¿Estás segura? —preguntó Joach dubitativo,
sosteniendo el Libro apartado de él como si de una serpiente
venenosa se tratara.
—Confío en ti, Joach —dijo con una risa
leve.
Él le devolvió la sonrisa y miró la cubierta
del Diario. La rosa dorada todavía brillaba suavemente bajo la luz
de la noche.
—¿Crees que deberíamos abrirlo?
—Más tarde. Otro día. —La magia y las
sorpresas que Elena había experimentado le bastaban para dos
vidas—. Deberíamos aguardar a que estemos juntos. Es algo que
merece la pena ser compartido con todos.
Joach asintió y se colocó cuidadosamente el
Libro bajo el brazo. Se acercó al parapeto para contemplar el fin
de la guerra. Elena también miró durante un instante el mar. Tras
la huida de los magos negros, los defensores de la isla se hundían
en todos los frentes. El resto de la batalla era más de
mantenimiento que verdadero combate. Con la salida del sol, la
Guerra de las Islas habría terminado.
Tras volver la espalda ante aquella vista,
Elena vio que Er'ril miraba el cielo y la ciudad iluminados por la
luz de la luna, al acecho de cualquier otro peligro posible. El
mismo protector de siempre. Bajo la luz de la luna, todavía
descamisado, parecía una escultura de bronce.
Se le acercó y se colocó a su lado. Durante
un instante no dijo nada.
—Er'ril...
—¿Sí...? —Él no se volvió para no abandonar
la guardia.
Elena le tocó el hombro derecho desnudo e
hizo lo que había deseado hacer en las catacumbas mientras lo
seguía. Recorrió con un dedo la línea pálida por donde su brazo
recuperado se le unía al hombro, ahí donde el nuevo Er'ril se unía
al antiguo. Ella sabía que a partir de ahora, entre los dos nada
volvería a ser igual. Él había terminado su misión, y Elena
presentía que en el futuro el poder del Libro se interpondría de
forma creciente entre ellos. Aquel pensamiento la hizo estremecer.
¿Había algún modo de retener al nuevo Er'ril y no perder al
antiguo?
El hombre de los llanos se estremeció ante
su caricia. Elena bajó la mano para asirle la muñeca. Suavemente,
le obligó a apartar la vista del parapeto.
—¿Elena?
—Sshhh —le regañó ella.
Entonces le tomó la muñeca izquierda y se
acercó las palmas de las manos. Las miró detenidamente durante un
instante, como si fuera una adivinadora de feria. Una era la nueva
y la otra, la antigua; sin embargo, ambas tenían el mismo aspecto.
¿Quién era él realmente?
Er'ril revolvió las muñecas que ella le
asía, se soltó y cogió las de ella con suavidad y cautela.
—Creí... creí que te había perdido.
—Yo pensé lo mismo de ti.
Ella entonces se inclinó hacia él con los
ojos anegados en lágrimas.
Er'ril, siempre protector, le recorrió los
brazos con las manos y la abrazó calurosamente. Ella sintió dos
brazos que la rodeaban y la protegían después de los horrores
experimentados aquel día. Se apoyó en él. Cuando Er'ril sintió la
mejilla contra su cuerpo, se puso rígido como si fuera una
escultura. Luego Elena notó que se relajaba y volvía a ser de carne
y hueso. Se abrazaron sin decir nada, conscientes de que aquel
abrazo significaba mucho más que un consuelo y sin querer hablar de
ello por miedo a estropear aquel momento.
Elena se hundió en su calor y supo que allí
estaba la respuesta a sus temores. Dos brazos la rodeaban por
completo y no podía decir dónde comenzaba un Er'ril y dónde acababa
el otro. En aquel abrazo no había un Er'ril nuevo y otro antiguo.
Había uno solo. Y ella no lo perdería, ni siquiera por la promesa
de inmortalidad del Libro.
Er'ril la abrazó con más fuerza.
El recuerdo de la guerra y la magia
desaparecieron mientras ella escuchaba los latidos de su corazón.
El tiempo se detuvo. Las estrellas cesaron su baile sin fin y la
luna se quedó helada en el cielo de la noche. En aquel momento sólo
existían ellos dos. Y, por primera vez desde que tuvo que abandonar
los campos de frutales de su familia, Elena supo que estaba en
casa.
De repente, a sus espaldas, un rugido rompió
la paz del momento. Elena y Er'ril se volvieron, todavía abrazados.
Una forma alada y negra descendió sobre sus cabezas.
Desde el otro lado del tejado, Joach se
volvió hacia ellos con la mirada llena de excitación.
—¡Son Sy-wen y Ragnar'k! ¡Seguramente la luz
del Libro les ha hecho acudir!
Elena y Er'ril se separaron lentamente. El
mundo los llamaba, precedido por el aullido del dragón. Sin
embargo, antes de que Er'ril se alejara más, Elena le acarició la
barbilla y lo hizo detenerse. Luego se le acercó y lo besó en la
mejilla por donde antes había circulado una única lágrima.
Elena lo miró, y sólo dijo dos
palabras:
—Muchas gracias.
Luego se volvieron y observaron cómo el
dragón trazaba círculos en el aire. La guerra había terminado, y
Elena pensó en quienes no habían podido compartir aquella victoria
con ella: Mycelle, Kral, Mogweed y Fardale. ¿Qué estarían
haciendo?
Elena contempló las estrellas y rogó para
que estuvieran bien.
Mientras el último rayo de sol se desvanecía
en el oeste, Mycelle guió a su caballo por el enrevesado camino del
paso de la montaña. Los demás se encontraban también en el grupo
que ella encabezaba y avanzaban lentamente entre aquellas rocas
resbaladizas. El Paso de las Lágrimas tenía ese nombre a causa de
las gotas brillantes que había desparramadas por las piedras del
camino y que procedían de las cataratas cercanas del Río del
Espejo. El rumor atronador del río era el ruido que llevaba
acompañándolos tres días y tres noches. Para entonces, el estruendo
había logrado que a Mycelle le dolieran los dientes de tanto
apretar la boca. Incluso la diminuta serpiente de la jungla que
llevaba alrededor de la muñeca se mostraba inquieta, revolviéndose
en círculos lentos, como si intentara buscar algún modo de librarse
de aquel estrépito.
Mycelle calmó al pakagolo con una caricia
mientras su caballo, Grisson, atravesaba
con cuidado aquel terreno pedregoso. Al frente, los bosques de los
Altos Occidentales se extendían por todo el horizonte, como un mar
verde interminable. Por más que aquellos bosques umbríos provocaban
aprensión, para ella eran una vista agradable. Mycelle no sólo
ansiaba dejar atrás el rugido del paso de la montaña para entrar en
la tranquilidad del bosque, sino que además aquellos bosques habían
sido su hogar durante un tiempo. Bajo aquella enramada verde había
muchos seres y pueblos misteriosos así como su propia gente, los
si'lura.
Mycelle levantó una mano y deseó que su
carne perdiera sustancia. Los dedos entonces se le extendieron y
agitaron bajo la luz primera de la luna como los zarcillos de
alguna especie de enredadera nocturna. Después de haber recuperado
sus habilidades de mutante, sentía un aprecio renovado por su
pueblo y la consolaba saber que estaba a punto de volver a entrar
en el bosque que era su hogar. Sin embargo, el regreso con los
clanes tribales todavía tenía que esperar. Primero tenía que
cumplir con su palabra y unirse a Tyrus en su lucha contra la
Desolación. Mycelle sólo daría por cumplidos su juramento y su
deber si recuperaban el Castillo Mryl. Mycelle volvió a desear que
la mano le volviera a su forma habitual y bajó el brazo.
En cuanto llegaron a terreno llano, Mycelle
espoleó a su montura para que cogiera más brío y se dirigiera hacia
el bosque. Aunque la noche acababa de caer, Mycelle se negaba a
levantar otro campamento junto al ruido de aquellas cascadas
atronadoras.
Miró a los demás. Fardale se mantenía a su
lado, corriendo entre los arbustos y escarbando como una sombra
oscura. Detrás de ella, Mogweed cabalgaba junto al príncipe Tyrus.
Kral y el trío de mujeres dro guardaban la retaguardia. El grupo
había hablado poco desde que pasaron el manantial del Río del
Espejo. Después de varios días de viaje duro, todos se sentían
cansados de cabalgar y estaban exhaustos. Reinaba el mal humor y el
desánimo. Excepto en el caso del príncipe Tyrus.
El antiguo pirata parecía poco afectado por
la duración del viaje. Incluso a esas horas su risa resonaba por el
camino. Mientras los demás estaban ya agotados, aquel hombre
parecía superarse ante las dificultades. Su ánimo aumentaba con
cada legua que se aproximaba a su casa solariega, el Castillo Mryl,
que se elevaba por encima de la Muralla del Norte.
Mycelle, algo molesta ante tanta alegría,
sacudió las riendas para que Grisson
avanzara con más rapidez. En cuanto el caballo hubo bordeado un
trecho de la cara del precipicio le pareció que entraba en otro
mundo, un mundo de suspiros y ruidos acallados. La risa de Tyrus y
el rugido tremendo de las cataratas se vieron interrumpidos de
inmediato por el precipicio. Mycelle se sintió aliviada e hizo que
Grisson marchara a un paso más tranquilo
para así disfrutar del momento. Fardale se acercó más al lindero
del bosque y la mujer tuvo así unos instantes de extraña
soledad.
Mientras disfrutaba de aquella paz, Mycelle
se apartó del lobo e hizo que Grisson
siguiera el lindero del bosque. El paisaje constaba de forma
predominante de robles y alisos, una mezcla de árboles de montaña y
de valle. También había unos cuantos arces diseminados a su
alrededor. Mycelle inspiró profundamente para paladear el olor del
bosque: barro, hojas, cortezas y musgo.
Mientras inhalaba esos olores entrecerró los
ojos. El aroma de aquel bosque le evocó imágenes de su infancia
perdida y unas lágrimas le surcaron las mejillas. Aquella reacción
la sorprendió y la obligó a sorberse la nariz y secarse las
lágrimas.
Luego, desde algún lugar delante de ellos,
surgió una música. Tuvieron que pasar algunos instantes para que
ella se diera cuenta realmente. Era un sonido que llegaba más al
corazón que a la mente, y que envolvió con sus notas y acordes el
dolor que le había provocado la sensación de pérdida de su infancia
y su hogar. Mycelle inclinó la cabeza, incapaz de discernir si
aquellos sonidos tan suaves eran reales o sólo eran recuerdos
antiguos. Mientras escuchaba, le pareció reconocer aquella melodía
de profunda tristeza. Se preguntó dónde lo había oído.
Grisson prosiguió
la marcha por el lindero del bosque. Al doblar un recodo, Mycelle
halló la respuesta a sus preguntas. En un pequeño claro se erguía
la silueta del trovador, recortada por la luz de la luna. El
personaje, ataviado con una túnica y una capucha hechas de retales
de ropa de colores distintos, estaba tan quieto como los árboles.
Sólo la dulce voz que emanaba del interior de las sombras de la
capucha sugería la presencia de vida.
Mycelle conocía la silueta. Había encontrado
al mismo trovador en otra ocasión, en un bosque costero, cuando se
dirigía hacia Port Rawl. Sabía que debajo de aquel abrigo
abigarrado no había ni hombre ni mujer, sino una especie de sombra
o fantasma.
Mycelle descabalgó muy lentamente de la
silla, e hizo un gesto a Grisson para
que se quedara quieto, temerosa de que aquella aparición se
desvaneciera. Quería saber por qué aquel fantasma la perseguía.
Mientras se encaminaba hacia el claro bañado por la luz de la luna,
la silueta se volvió hacia ella con un crujido de hojas y, con un
solo brazo, le hizo una seña para que se acercara mientras mantenía
el rostro oculto en la sombra de la capucha.
Cuando Mycelle se encontró suficientemente
cerca observó que, de hecho, la capa era un entramado complicado de
hojas verdes y otoñales. Incluso la mano de la sombra estaba
cubierta de hojas. No se le veía ni el menor indicio de piel. De
todos modos, Mycelle se dijo que tampoco podía esperar verlo, pues
debajo de aquellas hojas no había nada más.
De repente, detrás de Mycelle, se oyó un
aullido agudo. La mujer se volvió y vio que Fardale estaba en el
borde del claro. Tenía los ojos de color ámbar muy abiertos y
parecían iluminados por una luz interior.
Entonces la melodía terminó.
Mycelle se volvió a dar la vuelta, temerosa
de que la presencia del lobo hubiera ahuyentado al ser espectral.
Sin embargo, observó que el cantante seguía en el centro del claro,
sin cantar, eso sí, pero todavía con el brazo tendido hacia ella y
la palma abierta, como si pidiera limosna.
Mycelle, insegura, se volvió hacia Fardale
con la intención de que diera a buscar a los demás. Sin embargo,
observó que el lobo sacudía la cola y de su garganta brotaba un
aullido extraño. Mycelle clavó la mirada en los ojos de color ámbar
del lobo y le abrió la mente. Le rogó que le contara lo que sus
sentidos percibían, con la confianza de que tal vez él le pudiera
dar una pista de por qué aquel fantasma la acechaba en los
caminos.
Sólo recibió una imagen del lobo: Una bellota negra. La respuesta la sorprendió y,
de pronto, recordó la semilla de roble germinada que había
encontrado en el montículo de hojas después del primer encuentro
con el cantante. Se preguntó si acaso el lobo le estaba intentando
decir que la aparición la quería recuperar. Frunció el ceño y se
volvió para encontrarse al cantante todavía inmóvil y con el brazo
extendido.
Fardale volvió a aullar con
intensidad.
Mycelle retrocedió hacia el caballo sin
apartar la vista de la aparición.
—Ve a buscar a los demás —ordenó al
lobo.
Fardale vaciló, pero luego se dio la vuelta
rápidamente.
Mycelle palpó entre el equipaje. ¿Cómo
sabían Fardale o aquella aparición que ella no había tirado la
bellota? Había pensado en hacerlo varias veces, pero cuando veía
aquel pequeño brote diminuto que salía por encima del capuchón de
la bellota siempre se había frenado. Era un ser vivo, y Mycelle no
podía tirarlo sin más contra el sucio de piedra o entre los
escombros.
¿Dónde había metido la maldita
bellota?
Mientras Mycelle rebuscaba, no dejaba de
mirar la figura cubierta de hojas. Aquel cantante misterioso no se
haba movido.
Tras palpar el bolsillo lateral de una
bolsa, notó la forma de esa semilla lisa y extrañamente caliente.
Mycelle la sacó en el mismo instante en que el resto del grupo se
acercó con estrépito al lindero del bosque. Levantó una mano para
que se detuvieran y luego los hizo desmontar.
Un cuanto todos hubieron descabalgado, los
llevó hasta el claro.
La voz bronca de Kral no era la más adecuada
para susurrar.
—¿Qué es eso?
Mycelle sacudió la cabeza y dio un paso al
frente. En cuanto estuvo suficientemente cerca, alargó el brazo y
colocó la bellota en la mano cubierta de hojas. La semilla brillaba
con intensidad, reflejada contra la luz de la luna, de forma que
todos la pudieron ver.
—¡Es la bellota que le di a Elena en el
bosque de las arañas! —exclamó entonces Mogweed con gran
asombro.
Los dedos del espectro se cerraron sobre la
semilla. La aparición se acercó el puño al pecho con la cabeza
inclinada. De nuevo empezó el cántico; pero esta vez no tenía un
tono de voz lastimero sino que ahora se advertían en él algunos
acordes de esperanza.
Todos permanecieron inmóviles.
Mientras miraban, un brillo suave brotó de
la figura en tanto el cántico proseguía. Mycelle observó con
detenimiento para ver que no era la capa exterior la que brillaba,
sino algún punto de su interior. La luz se reflejaba en el amasijo
de hojas, como cuando se ve una lumbre distante contemplada entre
los árboles.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tyrus con tono
brusco.
Mycelle lo hizo callar con un gesto.
La canción adoptó un tono cada vez más
fuerte y rico y menos etéreo. Por su parte la luz se intensificó
más y se volvió casi cegadora. Mycelle levantó una mano para
protegerse la vista. Luego, de repente, la canción cesó y el brillo
se apagó.
La mujer, deslumbrada por la intensidad de
la luz, necesitó un momento para ver con claridad. Entonces observó
que la figura continuaba en su sitio, convertida en una escultura
de hojas.
De repente, una ventada penetró en el claro
e hizo estremecer la figura, como si hubiera sentido frío. Con
aquel leve movimiento, la capa de la aparición cayó al suelo y dejó
caer las hojas, que se arremolinaron con el viento. Pero esta vez
el trovador no se desvaneció con el aire.
Entre las hojas caídas surgió una mujer de
belleza singular. La luz de la luna le bañaba la piel, dándole un
tono cremoso. Tenía la cabeza inclinada y el torso cubierto de
forma recatada con mechones del color de la miel caliente.
La mujer tenía el puño apretado a la altura
de la garganta. Lentamente, bajó el brazo y abrió la mano. La
bellota era ahora una cáscara hueca partida en dos. La cantante la
dejó caer en el suelo cubierto de hojas y levantó el rostro hacia
ellos. Bajo la luz de las estrellas los ojos le brillaban con un
intenso color violeta.
Mogweed tosió y retrocedió con un
traspié.
—¡Es Nee'lahn! —exclamó.