CAPITULO 5

Tras abrirse paso en la oscuridad, Mycelle se despertó con una luz tan intensa que la cegó. El resplandor la hizo pestañear. ¿Acaso aquello era el Gran Puente que la conduciría a su siguiente vida? Si así era, se dijo, jamás se habría imaginado que el paso fuera tan doloroso. Sentía una quemazón por todo el cuerpo, y una picazón intensa que la envolvía tanto por dentro como por fuera... pero, ¿por dentro y por fuera de qué? Carecía de conciencia cierta sobre sí misma, y sólo el dolor definía los límites de su cuerpo.
—Quieta, mi niña —murmuró una voz sin cuerpo que tenía cerca de la cabeza.
—¿Don... de estoy? —preguntó, sin saber si hablaba con los labios o con la mente.
Fuera como fuera, quien hablaba le respondió la pregunta.
—Estás a salvo... por lo menos de momento.
Esa voz... Conocía esa voz...
—¿Madre...? —Pero cuando hubo dicho esto, Mycelle se dio cuenta de que no podía ser—. ¿Mama...?
Entonces todos los recuerdos se le agolparon, como un torrente intenso de imágenes, sonidos y olores que iban poniéndose en su sitio. Mycelle se acordó del calor de la habitación, del elfo quemado y del animalito de melena dorada de la anciana curandera.
—Mama Freda.
—Eso es, mi niña. No te esfuerces. El paka'golo no ha terminado.
Mycelle seguía sin sentir su cuerpo. Se preguntó si estaba tendida boca arriba o boca abajo. Esa luz cegadora le ocupaba toda la mente. De repente, un espasmo fortísimo la sacudió por todo su ser. Se arqueó con violencia.
—Cuida que tenga la cabeza vuelta a un lado —dijo Mama Freda—. Si no tienes cuidado podría ahogarse. Así es. Muy bien.
Mycelle tosió y escupió. ¿Qué estaba ocurriendo? El último recuerdo que tenía era que se había tragado el veneno que llevaba en su vial de jade. Recordó que se había desplomado contra el suelo, contenta por haber protegido a Elena con su vida y aliviada por el hecho de que el veneno no fuera ni doloroso, ni tuviera sabor alguno. ¿Cómo era posible que todavía siguiera con vida? Durante un momento horrible, la atormentó el pensamiento de haber fallado. Todavía estaba con vida. ¿Le podría arrebatar alguien el secreto del lugar donde se encontraba Elena?
—No... No puedo... Elena.
—¡Basta de forcejeos! —ordenó Mama Freda—. He dicho que estás a salvo. Los soldados de la guardia se han ido con su botín. Creyeron que habías muerto a causa del veneno.
Una nueva voz intervino.
—Estaba muerta.
—¡Bah! La muerte no es tan definitiva como la mayoría supone. Es como la difteria en los niños. Si se pilla a tiempo, se puede curar.
Se oyó una risa burlona.
—Pues a mí todavía me parece muerta.
Mycelle reconoció de repente aquella voz, aquella arrogancia maliciosa. Era Meric.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto?
—Está amaneciendo. Está a punto de terminar. O mejora ahora, o la perdemos para siempre.
Las voces pasaron a un segundo plano cuando un estruendo llenó de repente los oídos de Mycelle. Si hubiera sabido dónde tenía las manos se habría dado golpes contra las orejas. ¿Qué estaba ocurriendo? En la mente le bullían miles de preguntas, pero el ruido, la luz cegadora y la intensa quemazón le hacían muy difícil pensar. Con todos los sentidos inundados se dio cuenta de que algo estaba por encima de todo el dolor y la confusión.
Como un náufrago afanándose por asirse a un madero flotante, Mycelle se dirigió hacia lo que le parecía algo donde apoyarse, un elemento sólido dentro de aquella dimensión intangible. Era algo que chispeaba y brillaba como una joya bajo la luz del sol mientras se desplazaba lentamente por lo más íntimo de su ser. ¿Qué era aquello? Notó la magia que lo rodeaba y que brotaba de él como el calor de una lumbre. Parecía que la envolvía y que a su paso refrescaba levemente la quemazón que sentía.
Sintió entonces algo que le pareció reconocer. Mycelle se esforzó por apartar la niebla de su conciencia y se sirvió de aquella nueva magia mediante su talento de buscadora. ¿Qué era aquel rastro que le resultaba tan extrañamente familiar? Estudió detenidamente aquello con su talento. El distintivo elemental era poco habitual: moho, tierra y un leve toque de carbón negro. De repente, supo por qué le resultaba tan familiar. Era la magia elemental que había percibido antes en el almacén de Mama Freda, entre las hierbas que se secaban y las estanterías de medicinas. Era algo procedente de más allá de las tierras de Alasea.
Conforme examinaba la magia, ésta se hizo mayor y entró a formar parte de ella. Aquella fuente de poder elemental se acercó, como procedente de algún abismo, deslizándose y reptando hacia donde su mente se ocultaba. Con su acercamiento, la magia se intensificaba. Unos trazos de color azul y verde se arremolinaron alrededor para apartar la luz cegadora. Luego, aquel extraño elemento la poseyó, le quemó la magia y se la ahogó. Mycelle notó que perdía algo que era vital para ella.
Sintió entonces que se ahogaba, que era incapaz de respirar. Aquella extraña sensación la embargaba y la envolvía por completo. Se debatió mientras la conciencia de su cuerpo regresaba a ella en una ráfaga lacerante.
—Sostenle los brazos. ¡Inmovilízala!
—No puedo...
—¡Maldita sea! Si es preciso siéntate sobre ella, pájaro escuálido.
Mycelle se esforzaba por tomar aire. Se debatía por jadear, ahogada.
—Tikal...Tikal...Tikal...
—¡Aparta esa cola!
Se oyó el grito contrariado del animal.
—¡Ha llegado el momento, Meric! El paka'golo asciende por la garganta. ¡Ahora, o vive o muere!
—¡Madre Dulcísima!
—Ayúdame. Hay que mantenerle las mandíbulas abiertas. Acércame esa mordaza. ¡No, eso no! ¡Allí!
Se oyó un insulto pronunciado en voz baja. Luego, Mycelle notó unos labios cerca del oído.
—No te resistas. Deja que pase.
Mycelle no sabía de qué estaba hablando la anciana. De repente, la espalda se le retorció con un espasmo crispado. Las lágrimas le acudieron a los ojos.
Entonces Mycelle profirió un chillido desgarrador, como si estuviera expulsando de sí su propia vida. En cierto modo, es lo que estaba haciendo. Mycelle sintió que algo se retorcía y se enrollaba procedente del interior de su garganta y se deslizaba a través de los labios abiertos mientras ella gritaba. Tenía sensación de ahogo y era incapaz de respirar mientras ese algo salía de ella, deslizándosele por la lengua para salir por fin de su cuerpo.
En cuanto la garganta quedó desocupada, el cuerpo se le desplomó con un espasmo mientras respiraba de forma entrecortada. Empezó a distinguir unas formas acuosas: unos rostros borrosos, movimientos y luces vacilantes. Se acercó la mano al rostro. Estaba bañada en sudor. La visión se le fue aclarando con cada respiración.
—Mantente echada, mi niña. Descansa. Mantén los ojos cerrados.
Mycelle no se resistió a aquellas palabras porque se sentía demasiado cansada para oponerse. Se limitó a obedecer. Notó una tabla de madera debajo de la espalda. No era una cama mullida sino más bien una mesa desnuda. No se movió. Dejó que los temblores y las suaves convulsiones de los brazos se le calmaran. La respiración se le volvió menos entrecortada y la piel húmeda se le enfrió. Alguien abrió una ventana y la brisa fresca le levantó piel de gallina en las piernas y los brazos. Entonces se dio cuenta de que estaba desnuda.
Por fin, el pudor y la timidez le hicieron abrir los ojos. Parpadeó ante la luz, aunque sólo la luz suave del sol naciente bañaba la habitación. Cerca de ella oyó unas voces que susurraban:
—... está viva, pero necesita la picadura del paka'golo para mantenerla con vida.
Mycelle se apoyó con los codos en la mesa. Un gemido se le escapó de los labios. Tenía los músculos agarrotados, como si hubiera estado batallando con las dos espadas durante toda una noche.
Al mirar a su alrededor, Mycelle vio que se encontraba en el almacén de la botica de la curandera. Una serie de estanterías de madera repletas de botellas, frascos y petacas copaban la habitación, excepto la parte posterior de la misma en la que ella yacía sobre una mesa de madera de roble. En la pared cercana se alineaban unas pequeñas jaulas de alambre. Desde aquellas pequeñas celdas, unos seres extraños miraban alrededor con los ojos brillantes ante la luz del nuevo sol. Las especies eran de lo más diverso: seres con plumas pero sin alas, lagartijas con una línea de púas que le recorría la espalda y unos roedores peludos diminutos que se hinchaban con el aire y sisearon al observar que olla se movía. Mycelle sabía por sus viajes que esos seres no procedían de Alasea, sino que venían de lugares mucho más remotos.
La mujer se incorporó para sentarse y Mama Freda se acercó desde el banco de las jaulas. Meric, envuelto en vendajes, se acercó renqueante detrás de ella con una muleta. Fardale avanzó junto al elfo. Por lo menos el lobo, oculto en los establos de los caballos, había logrado escapar también a las garras de la guardia infame.
Al llegar a la mesa, Mama Freda cubrió la desnudez de Mycelle con una sábana, y la ayudó a incorporarse al borde de la mesa.
—Pronto recuperarás todas tus fuerzas.
—Pero, ¿c... cómo? —preguntó Mycelle con dificultad—. El veneno...
—Extracto de belladona —respondió Mama Freda—. Un veneno bastante corriente... pero yo tengo mis métodos.
Mycelle observó que la anciana estaba intentando ocultarle alguna cosa.
—Contadme.
Mama Freda miró a Meric. Éste asintió.
—Al fin y al cabo, un día u otro tendrá que saberlo —constató el elfo.
La curandera se volvió hacia una jaula cercana que había detrás de la mesa. Mycelle, aunque todavía se sentía embotada, se volvió a mirar.
—Un Yrendl —explicó Mama Freda mientras asía el pestillo de la jaula diminuta—, la selva está repleta de venenos de muchos tipos, pero, como en todas las cosas, siempre hay un equilibrio. Los dioses de la selva crearon un ser especial que ayuda a proteger a nuestras tribus de los venenos.
Mama Freda se volvió. Una especie de serpiente de color púrpura con manchas azules y verdes se le enredaba por la muñeca y entre los dedos.
—Se llaman paka'golo. En la lengua de mi gente significa aliento de vida. Estas serpientes están bañadas en magia elemental. Mientras la mayoría de las serpientes lleva veneno en sus dientes, la mordedura de un paka'golo se lleva consigo la ponzoña.
Mama Freda acercó a Mycelle la serpiente para que la viera de cerca. La mujer acercó la mano con curiosidad hacia aquel animal extraño. Éste sacó la pequeña lengua roja de entre sus mandíbulas hendidas para inspeccionarle los dedos. A continuación, la serpiente estiró el cuerpo para pasar de los dedos de la anciana curandera a la palma de la mano de Mycelle. Ella había creído que el animal estaría frío y viscoso, pero aquella piel escamosa resultó ser extrañamente cálida y lisa. El paka'golo serpenteó por su antebrazo con movimientos lentos y luego se detuvo en él, como si de una hermosa joya se tratase.
Fardale se acercó a olisquear de cerca la serpiente.
Mycelle apartó la vista del animal. Había algo que no acababa de comprender.
—Yo misma preparé mi propio veneno —dijo—. Conozco su potencia. Acostumbra a matar incluso antes de que la sustancia llegue al estómago por lo que es demasiado rápido para que haya cura alguna.
Mama Freda suspiró y asintió.
—Sí, es cierto. Por eso el nombre que mi gente dio a los paka'golo era muy apropiado. Porque realmente son los que llevan el aliento de vida. Además de curar a los envenenados, pueden devolver la vida a quienes mueren por veneno.
—¿Cómo es posible?
Mama Freda se encogió de hombros.
—Hace falta algo más que su mordedura. Es preciso que la serpiente penetre en el cuerpo envenenado del fallecido.
Mycelle frunció el ceño, pero no parpadeó. Jamás había querido dejar de ver la realidad tal como era. Recordó entonces la agitación que había sentido en el estómago, las náuseas y la sensación de que la magia le atravesaba la carne. La serpiente había estado en su interior. Recordó incluso cómo se había deslizado y retorcido por la garganta hasta salirle por los labios. Mama Freda prosiguió:
—Una vez en tu interior, emplean la magia para liberar de veneno los tejidos y para fundir el cuerpo del enfermo con su espíritu, de forma que pasan a ser parte del mismo.
Aquella última parte era lo que parecía preocupar a Mama Freda. Apartó la vista de Mycelle.
—Díselo todo —ordenó Meric dando un paso renqueante hacia adelante.
Mama Freda se volvió con los finos labios firmemente apretados.
—Ahora tú y la serpiente sois un único ser. Estáis unidas. Las dos compartís una vida única.
—¿Qué significa esto? —quiso saber Mycelle, temerosa de repente de la respuesta que pudiera obtener.
—Ahora estás ligada para siempre a este paka'golo. Durante la primera noche de cada luna llena, la serpiente tendrá que morderte. Al estar unidas, tú necesitas la magia de sus dientes para mantenerte con vida y ella necesita tu sangre para sobrevivir. Sin su magia, tú morirás.
Mycelle miró a la serpiente con los ojos abiertos de espanto. Sin duda, aquella anciana estaba loca. Conjuró su talento para detectar magia elemental y comprobó la magia de la serpiente. No sintió nada. Aliviada, volvió a intentarlo para asegurarse, y de nuevo sólo sintió un gran vacío. Miró a la serpiente para escrutar su magia. Mientras se concentraba en ello, la preocupación se reflejó en su rostro. Nada.
Tras levantar la mirada, contempló a Meric y dirigió sus sentidos hacia él, en busca de su rastro de rayos y tormentas. Abrió los ojos con espanto. De nuevo no sentía nada. Se incorporó más, tensa y asustada.
—Estoy... estoy ciega —susurró.
Meric se acercó con una mirada preocupada. Mycelle se dio cuenta por primera vez de que la sensación de embotamiento que tenía en la cabeza no se debía sólo a la cura sino a la muerte de su espíritu. Miró con espanto, primero a Mama Freda y luego a Meric.
—Ya no puedo buscar más —afirmó—. Mi don elemental ha desaparecido.
—Siempre se paga un precio —intervino Mama Freda con voz tranquila.
Meric se acercó al borde de la mesa con la mano levantada para consolarla, pero se detuvo de repente. Se inclinó ante ella y le contempló detenidamente la cara.
—¡Tus ojos! —gritó—. ¡Han cambiado!
Mycelle alzó las manos hacia la cara para comprobar el nuevo horror que la aguardaba. La serpiente que llevaba enroscada en la muñeca siseó levemente ante el movimiento repentino.
—Ahora son de color dorado y están rasgados —le explicó Meric. Miró al lobo que estaba sentado al lado—. Son como los de Fardale.
Mycelle apretó los puños contra sus mejillas. Aquello era imposible. No se atrevía ni siquiera a tener la esperanza.
—Jamás había visto un cambio igual —dijo Mama Freda—. Ella...
Mycelle dejó de escuchar. Con cuidado y mucha prudencia, miró al interior de su corazón y acarició aquella parte del espíritu que se había marchitado y muerto hacía ya tanto tiempo. Ahí donde en un tiempo no había habido nada, ahora sentía una resistencia que le resultaba familiar. Forzó suavemente la sensación y sintió cómo los huesos y los tendones, atrapados durante tanto tiempo en una única forma, cambiaban y se fundían. La carne paralizada, cual estanque helado en primavera, se desvaneció. Se irguió sobre unas piernas de barro junto a la mesa y la sábana que la cubría se le deslizó por los hombros en cuanto los huesos cedieron.
El paka'golo siseó y se retorció con más fuerza alrededor del brazo mientras el lugar donde se apoyaba se iba fundiendo.
Mycelle levantó a la serpiente hacia los ojos. ¿Qué milagro era ese? El paka'golo no sólo le había devuelto la vida sino que además le había hecho recuperar su origen. Mycelle deseó que su carne recuperara la solidez y regresara a la forma con la que estaba más familiarizada.
—P... puedo volver... a... a mudar —explicó con voz rota al grupo que la miraba con asombro mientras unas lágrimas de alegría le recorrían las mejillas—. No sólo estoy viva sino que además vuelvo a ser si'lura.
Los ojos de Fardale la miraron brillantes en su intenso color ámbar, y por primera vez después de incontables inviernos las imágenes acudieron a la mente de Mycelle en el idioma con que sus gentes se expresaban. Un lobo muerto, acompañado por su manada afligida, vuelve a la vida. La manada proclama su júbilo.
Joach permanecía en la borda de estribor del Brisa de Mar mientras el sol se elevaba sobre el océano. Escudriñó el punto más occidental del Archipiélago. El barco navegaba hacia el norte bordeando la costa. A su alrededor, el amanecer hacía que las islas distantes pasaran de ser montículos negros amenazadores a montañas verdes inmensas. Las nieblas teñían las cumbres de un color rosado con la luz de la mañana. Incluso desde ahí, Joach percibía el agradable olor del follaje exuberante de las islas que la brisa temprana llevaba hacia el mar.
—Hay mucha belleza aquí —dijo una voz grave detrás de él.
Joach no necesitó girarse para saber que se trataba de Moris, el fornido fraile de piel negra.
—Y también muchos peligros —agregó Joach con tono sombrío.
—Éste ha sido siempre el camino de la vida —murmuró el religioso. Moris se acercó a la borda y se sentó junto a Joach—. Vengo de visitar a tu hermana. Sigue igual. Todavía vive, pero está prisionera de los venenos.
Joach no dijo nada. El temor por la vida de su hermana le atenazaba la garganta.
—¿Por qué esos goblins la han atacado? ¿Acaso el Señor de las Tinieblas los envió?
Moris frunció el ceño con ademán preocupado.
—No estamos seguros. Se dice que los goblins son unos vengadores sanguinarios. Es posible que cuando tu hermana destruyó a aquel grupo de goblins de la piedra en las ruinas de la antigua academia situada cerca de vuestra casa, la historia llegara a oídos de esta calaña de bestias, e incluso de las tribus costeras de los drak'il.
—¿Y han estado buscándola durante todo este tiempo?
—Eso parece. De todos modos, a mí me parece ver la mano del Corazón Oscuro en todo esto. Estaba demasiado bien coordinado, excesivamente bien dirigido. Alguien guía a estos monstruos.
Joach asió con más fuerza la vara de madera de poi que llevaba en la mano izquierda.
—¿Cuánto falta para Port Rawl?
Moris se volvió para otear la línea de la costa que estaban pasando y luego miró las velas hinchadas.
—Si el viento no amaina llegaremos a puerto justo antes de la puesta de sol.
Joach se volvió para mirar al fraile fornido.
—¿Elena podrá resistir hasta entonces?
Moris le posó una mano en el hombro. Al principio, a Joach no le gustó aquel gesto tranquilizador, pero luego, toda su valentía se vino abajo y, convertido de nuevo en un muchacho, se apoyó contra aquel hombre.
—La magia de Elena es muy potente —lo consoló Moris—. Y su voluntad es todavía mayor.
—No puedo permitir que muera —gimió Joach en el hombro del fraile—. Prometí a mi padre que cuidaría de ella. Y, ante el mínimo indicio de peligro, ha estado a punto de perder la vida a mi lado.
—No te culpes. Piensa que al utilizar tu magia has apartado a los drak'il, y nos has permitido escapar. Por lo menos ahora ella tiene una oportunidad.
Joach se aferró con fuerza a aquella esperanza. Tal vez Moris tuviera razón: por lo menos la magia negra lo había ayudado a proteger a su hermana. Eso tenía que tener algún significado. Se apartó de la mano de Moris, y se irguió a la vez que se pasaba el antebrazo por la nariz y sorbía un poco los mocos.
—Aun así —prosiguió Moris—, tienes que ir con mucho cuidado con el encanto que puede ejercer la vara. Es un talismán corrupto y su magia resulta muy seductora.
Joach miró detenidamente toda la madera de poi. El baño aceitoso hacía que la superficie fuera resbaladiza. ¿Seductor? Aquélla no era la palabra más exacta para describirla. Sólo la necesidad de proteger a su hermana lo había forzado a conjurar las artes siniestras de la vara. Acarició con otro dedo la superficie pulida. ¿Estaba siendo realmente sincero consigo mismo? Una parte de él sabía que había sido la furia, más que el amor fraternal, lo que lo obligó a iniciar su ataque contra aquellos goblins de mar asesinos.
—Se muy prudente, muchacho —agregó Moris—. En ocasiones un arma cuesta un precio demasiado alto.
Joach no dijo nada, ni para mostrar su asentimiento, ni para oponerse. Sin embargo, sabía en su corazón que estaba dispuesto a pagar cualquier precio por mantener segura a Elena. Todavía recordaba la mirada seria de su padre cuando le encargó que velara por Elena. Aquél había sido el último encargo que su padre le había hecho.
Joach no estaba dispuesto a deshonrar la memoria de su padre con un fracaso.
Moris le dio una palmadita en la espalda antes de regresar a sus tareas.
—Tanto tú como tu hermana tenéis una gran fuerza de voluntad. Para mí la esperanza yace en la fuerza de vuestros corazones jóvenes.
Joach enrojeció ante aquellas palabras e intentó musitar las gracias, pero sólo logró proferir un gorjeo incómodo.
Moris se apartó de su lado y fue hacia popa. Joach, solo ya con sus pensamientos, se volvió hacia el océano. Inclinado sobre la borda contempló las aguas azules. De vez en cuando los delfines seguían la estela de proa, pero aquella mañana las aguas estaban tan vacías como su propio espíritu.
—¡Qué lejos hemos llegado, Elena! —musitó, mirando el mar.
Entonces fue cuando Joach vio un rostro que lo miraba desde debajo de las aguas. Al principio, pensó que era tan sólo su propio reflejo en las olas cristalinas, pero luego, cuando se dio cuenta del error, sintió un terrible ahogo en la garganta. Aquella visión no era un reflejo suyo, sino que era alguien que se elevaba por encima de las aguas, suspendido en una burbuja que brillaba con magia.
Joach abrió la boca para dar la alarma cuando el espanto al reconocer la figura le impidió articular palabra. ¡Conocía a ese hombre! Esa cara estrecha, el bigote fino debajo de la nariz ganchuda, incluso la mirada desdeñosa. Aquel rostro llevaba habitando todas sus pesadillas durante muchas lunas.
¡Era el asesino de sus padres!
El rostro sonriente se elevó por encima de las aguas; el pelo castaño lacio surgió seco del mar, sin haber sufrido el contacto de las salpicaduras de agua salada. Detrás del hombre, el mar hervía con las formas de cientos de drak'il.
—Así que crees que habéis llegado muy lejos, ¿verdad, muchachito? —dijo Rockingham con mofa después de haber escuchado, evidentemente, el comentario que Joach había hecho para sí—. Es una lástima que esa distancia no haya sido lo suficientemente larga como para escapar de mí.
Kral andaba por la estrecha celda lanzando miradas furibundas a los guardias desde el otro lado de las barras gruesas de hierro. El lugar apestaba a cuerpos malolientes, y el tintineo de las cadenas resonaba procedente de otras celdas. En una de ellas, un prisionero sollozaba suavemente. Kral no podía atender a nada de eso mientras sentía cómo las manos le ardían de ganas de asir el mango de nogal de su hacha. ¡Maldita sea la intervención de esos desdichados! Golpeó con el puño contra la pared.
—Para liberar a nosotros no sirve que te rompas los huesos del mano —le indicó Tol'chuk a su espalda.
La voz de Tol'chuk era tan severa e implacable como una piedra de moler granito. Los otros dos ocupantes de la celda habían permanecido tan callados que Kral casi había olvidado su presencia. En la celda con él estaban el ogro, encorvado en el suelo de paja con las manos y los pies atados con las enormes cadenas que se emplean para manejar caballos de carga, y Mogweed, tendido en un catre estrecho con una mano sobre los ojos.
—Estábamos tan cerca —musitó Kral con los dientes apretados. Se permitió demostrar su disgusto aunque ocultaba el verdadero motivo de su enojo—. Elena precisa toda la protección que le podamos ofrecer, y ahora no sólo hemos sido apartados de su lado sino que además su tía ha muerto. Si no nos hubieran descubierto, habríamos podido marcharnos por la mañana.
—Todos nosotros ha perdido mucho esto último noche —dijo Tol'chuk con voz apesadumbrada.
Entonces Kral cayó en la cuenta de que Mycelle, además de ser la tía adoptiva de Elena, también era la madre del ogro. No había pensado en qué medida la pérdida de Mycelle, muerta por propia voluntad, podía haber afectado a aquel ser inmenso. Hizo un esfuerzo por adoptar una actitud más calmada y de simpatía.
—Lo siento, Tol'chuk. Me he equivocado. Tu madre hizo todo cuanto estaba en su mano por proteger a la niña.
—Nosotros encontrará un modo de reunir con los demás —afirmó Tol'chuk con semblante sombrío.
—¿Cómo?
—Nosotros tiene que conseguir la bolsa mía. En cuanto ella salga a la luz, el Corazón de mi gente nos guiará hacia ella.
Kral frunció el ceño. Había olvidado la herramienta del ogro, aquel pedazo de piedra del corazón que unía el espíritu del ogro con la magia que contenía su interior. La piedra preciosa contenía las almas de los fallecidos entre las gentes de Tol'chuk. Normalmente atinaba como un canal espiritual que trasladaba los espíritus al nuevo mundo. Sin embargo, la tierra había lanzado un maleficio contra aquella piedra debido a una atrocidad antigua cometida por un antepasado de Tol'chuk. La maldición había adoptado la forma de un gusano negro que se encontraba agazapado en el núcleo de la piedra preciosa. La Calamidad, que así se llamaba, atrapaba dentro de la piedra las almas de los fallecidos en las tribus de los ogros, y no les permitía llegar al nuevo mundo.
Tol'chuk había recibido la misión de romper el maleficio de su antepasado. Pero el ogro no conocía el modo en que debía hacerlo. Tol'chuk sólo tenía como guía el impulso de la magia contenida en la piedra.
—¿Y crees que la piedra nos podrá guiar adonde se oculta Elena? —preguntó Kral—. ¿Aunque no sepamos lo de Mycelle?
Tol'chuk retiró levemente su enorme corpachón de los barrotes, y volvió la espalda ligeramente hacia Kral. Las cadenas de hierro tintinearon.
—Si nosotros logra escapar...
Kral dio la espalda a sus compañeros y se acercó a la puerta de barrotes. Dio un golpe en ellos para atraer la atención de los dos guardias que había al final del pasillo.
—¡Eh! ¡Vosotros, centinelas! Tengo que hablar con vuestro jefe.
Uno de los dos carceleros, un tipo corpulento de pelo oscuro peinado en punta, nariz partida y ojos bizcos, hizo un gesto de rechazo hacia Kral.
—Calla esa bocaza, o sacaré el cuchillo para cortarte la lengua.
El carcelero retomó la conversación que mantenía con su compañero, un granuja de cabeza rapada con cara picada.
—Pero ¿qué crees que estás haciendo? —preguntó Mogweed a su espalda.
Kral lo miró por encima del hombro. El mutante, pálido, se apoyaba en los codos y lo miraba fijamente.
—Estoy intentando ver cómo abrirnos paso y huir de aquí —contestó el hombre de las montañas.
—¿Con un miembro de la guardia infame? ¿Te has vuelto loco? Lo mejor que nos puede ocurrir es que se olviden de nosotros.
—No es muy probable. Los traficantes de esclavos no son muy descuidados con sus propiedades.
—Entonces, tal vez sea mejor dejar que nos vendan. En cuanto salgamos de la prisión y nos alejemos del guardia infame y sus malditos pajarracos, tendremos más opciones para escapar.
En una situación normal, Kral habría aceptado el buen juicio de Mogweed. Pero no se podía arriesgar a separarse del ogro. Ahora Tol'chuk era su único vínculo con la bruja.
—No. Permaneceremos juntos —dijo—. Por otra parte, no tenemos tiempo. Si no aparecemos, Er'ril partirá con la luna nueva.
Mogweed volvió a tenderse en la cama y se colocó de nuevo un brazo sobre los ojos cansados.
—Tal vez sea lo mejor —musitó.
La cobardía del mutante irritaba mucho a Kral. Se giró de nuevo hacia la puerta y la volvió a golpear con el puño. Los barrotes de hierro se sacudieron en sus bisagras.
—¡Tengo noticias para tu jefe! —volvió a gritar a los carceleros—. Una información que puede rendir mucho más que mi precio en el mercado de esclavos.
El carcelero del pelo erizado gruñó ante aquella interrupción y desenvainó el cuchillo, pero el otro centinela lo asió por el codo.
—¿Qué tipo de noticias? —preguntó el carcelero de la piel picada sin soltar a su compañero.
—Sólo se las contaré a vuestro jefe, ese hombre de los cuervos amaestrados.
El carcelero corpulento del cuchillo profirió una retahíla de blasfemias. Se zafó de su compañero, pero éste no cejó. Aunque hablaban entre susurros, los oídos de Kral, aguzados por los rastreos de cada invierno en la montaña, captaron sus palabras.
—Espera, Jakor. Deja que ese idiota de la barba nos cuente eso que quiere decir. Puede que el señor Parak nos pague una recompensa.
Jakor torció los labios con desprecio, pero envainó de nuevo el arma.
—Estás loco, Bass. No tiene nada. Sólo está intentando salvar el pellejo. Es posible que haya oído que la secta Yuli está buscando eunucos nuevos, e intenta evitar que se la corten.
—No es de extrañar —repuso Bass con una risita—. Pero, dime, ¿qué podemos perder? Sacudámosle hasta que vengan los que les aplicarán la marca del hierro. Tal vez sepa algo que nos sea de provecho.
Jakor se encogió de hombros.
—Coge ese juego de grilletes.
Bass obedeció sin perder la sonrisa, y cogió un par de grilletes oxidados que había colgados de la pared. Conforme los carceleros se acercaron a la puerta, los grilletes emitían un tintineo metálico. Jakor hizo un gesto con la cabeza a su compañero.
—Tíraselos.
Bass se mantuvo alejado de los barrotes y lanzó el juego de grilletes hacia Kral. Jakor se acercó a la puerta, sacando pecho para demostrar su autoridad.
—¡Póntelos!
Kral se acercó más a los barrotes y dejó entrever en el brillo de sus ojos algo de la bestia siniestra que llevaba en su interior. Jakor palideció y dio un paso hacia atrás. Kral sonreía de forma salvaje. ¡Cómo le gustaría arrancarle la garganta! Sin embargo, en lugar de ello, se apartó de los barrotes y recogió los grilletes de entre el heno sucio.
—Átatelos por detrás de la espalda —balbució Jakor.
Tenía el puñal desenvainado. Kral se dijo que posiblemente el centinela ya se estuviera arrepintiendo de su decisión de hacer caso al prisionero, pero ahora no se sentía capaz de retractarse sin perder la dignidad frente a su compañero.
Kral, preocupado por lo que el corazón cobarde de Jakor era capaz de hacer, cumplió las órdenes del centinela. En cuanto acabó, se quedó de cara a la puerta, en actitud de espera.
Jakor sacó un grupo de llaves del cinto, abrió la puerta, e hizo un gesto al hombre de las montañas para que saliera.
Kral no ofreció resistencia, salió de la celda y pasó al pasillo. Jakor apretaba con tanta fuerza el puñal en las costillas de Kral que hizo que una gota de sangre le recorriera el costado.
Tras cerrar de nuevo la puerta, Bass tomó la iniciativa.
—Sígueme, prisionero.
Jakor mantenía el puñal apretado contra la espalda de Kral mientras pasaban por delante de la hilera de celdas. En la celda de al lado había dos hombres que roncaban, y, en la siguiente, una mujer tendida en el suelo con dos niños harapientos en el camastro. Cuando pasó junto a ellos, la mujer, escuálida, miró a Kral con ojos desesperanzados.
Tras las celdas entraron en la sala de guardia. Estaba vacía y la lumbre hacía tiempo que se había apagado. Al parecer, esos centinelas eran los únicos apostados ahí esa mañana. Era probable que, con el amanecer, la guarnición se llenara de otros miembros de la guardia. Kral se dijo que si tenía que liberarse, lo tendría que hacer ya mismo.
Bass le miró por encima del hombro.
—Creo que en lugar de molestar al señor Parak tal vez podríamos encadenar a este bastardo en la sala del inquisidor. A esta hora siempre está vacía. Ese borracho no llega nunca antes de que el sol esté en lo alto.
Jakor se rió, pero no pudo de ocultar su nerviosismo.
—Buena idea, Bass. Así el tipo cantará.
Kral puso mala cara. Esos centinelas se habían propuesto torturarlo para arrebatarle su secreto. En Port Rawl, la oportunidad era para los que blandían el acero con mayor rapidez y tenían mayor astucia.
Kral dejó que lo acosaran a punta de espada y lo hicieran pasar por un laberinto de pasillos cercano. El hedor metálico a sangre seca y a putrefacción llenaba los pasillos. Unas celdas de piedra con puertas de roble y refuerzos de hierro señalaban su paso. Kral oyó gemidos sordos así como el débil sonido metálico de las cadenas en aquellas celdas cerradas. En aquel lugar, el terror y la tortura eran la moneda de cambio del encargado de interrogar a los presos, que además obtenía una recompensa excelente por arrebatar secretos de los prisioneros.
El pasillo desembocaba en una habitación sin ventanas. La sala no tenía puerta; así, los gritos de los torturados servían para debilitar la voluntad de los otros prisioneros. En el centro de la habitación había un brasero enorme y frío. Los hierros para marcar se encontraban cuidadosamente colgados encima, preparados para las llamas y la carne. En la pared opuesta pendían cuchillos y otras herramientas afiladas, utilizadas para arrancar la piel de las personas y hacer perforaciones en los huesos. Cerca, había un bastidor del que pendían correas de cuero cuidadosamente enrolladas, con la punta manchada de un negro intenso a causa de la sangre derramada durante mucho tiempo.
Kral ocultó la sonrisa debajo de la barba. El horror y el espanto que empañaban las paredes de aquella sala le producían un gran placer. Se sintió excitado y la boca se le secó de deseo.
El carcelero de la cara picada se acercó a la pared por la derecha de Kral. Unas cadenas colgaban de unos hierros clavados firmemente en los bloques de piedra. Bass tiró de una cadena haciendo que los eslabones sonaran con estrépito.
—Creo que éstas pueden aguantar incluso a una bestia como tú —dijo Bass a Kral.
Kral se forzó a adoptar una postura neutra y ocultar así la excitación que le producía la habitación en la magia negra que le recorría las venas.
—No hay cuchillo capaz de hacerme soltar la lengua.
Jakor apoyó la punta de la espada en un costado de Kral.
—Si no hablas, entonces mi espada soltará tu lengua... para siempre. Tengo un perro que disfruta comiendo restos de carne.
Kral dejó que lo acercaran a la cadena. No temía ninguna de las torturas que aquel par pudiera infligirle. En lo más profundo de su mente recordaba cómo se bahía debatido entre las llamas lacerantes del fuego oscuro cuando su amo le otorgó el don de la Legión en las celdas de la fortaleza de Shadowbrook. Ni la espada más afilada, ni la llama más intensa eran comparables a la agonía que su espíritu sufrió al ser convertido en una herramienta del Corazón Oscuro.
Kral se apoyó contra la roca fría mientras los dos carceleros le ataban los tobillos y las muñecas con las nuevas cadenas y luego le quitaban los grilletes que le habían puesto antes. Jakor se alejó un poco del hombre de las montañas con los hombros levemente relajados, evidentemente aliviado por tener al prisionero seguro en los eslabones de hierro forjado.
Bass fue hacia un cabrestante e hizo girar su tirador una y otra vez. Las cadenas atadas a los pies y las manos de Kral se tensaron y le estiraron el cuerpo sobre la piedra hasta que las muñecas le quedaron tan tirantes que la punta de las gastadas botas apenas rozaba la rejilla que había en el suelo. Kral bajó la vista a la fosa que se abría a sus pies. Se preguntó cuántas almas torturadas habrían muerto desangradas en aquel mismo agujero. Un escalofrío le recorrió la piel y le erizó el vello del cuerpo. Pero aquél no era momento de regocijarse ante pensamientos tan agradables.
Levantó la vista para mirar a los dos carceleros. Se dijo que seguramente ahora el sol ya brillaba en el cielo y se sintió harto de tener que jugar con ese par de estúpidos.
Jakor cometió el error de mirar a Kral a los ojos en aquel momento, y seguramente notó la muerte cerca, como un venado al ser perseguido por un lobo. Abrió la boca para advertir a su compañero, pero ¿qué podía decir?
Kral entrecerró los ojos a la vez que se mordía el labio inferior para paladear el sabor de la sangre. Aquel sabor suave le llenó la boca como si fuera el más delicioso de los vinos. Invocó la ebon'stone a la que estaba sometido. Con su magia de la roca, Kral era capaz de oler el hierro de su hacha. Sabía que estaba oculta en un almacén cercano, entre el botín obtenido por la guardia durante la noche pasada. Percibió entonces la piel de lobo que recubría el filo manchado. Nadie se había molestado en desenvainar un arma tan corriente.
Entonces, Kral, alejado ya de sus compañeros, no tenía nada que temer por ser descubierto. Por lo tanto, pronunció las palabras que precisaba para invocar su magia y masculló el conjuro con la lengua ensangrentada.
Seguramente Bass le oyó.
—¿Qué? ¿Qué está diciendo?
Los tacones de las botas de Jakor rascaron el sucio mientras retrocedía.
—Esto no me gusta nada.
Kral sonrió. No. Ciertamente a ese hombre todo aquello no le iba a gustar nada. La sangre le ardía por el conjuro, la carne se le fundía con las llamas, los huesos se le doblaban y alargaban como si fueran de hierro caliente.
—¡Madre de todos los cielos! —gritó Bass.
Kral se soltó de los grilletes y cayó al suelo, con las manos convertidas en patas, y las uñas, en garras. El pelaje empezó a aflorar espeso por los poros, y la barba se le retrajo por las mejillas, mientras abría las mandíbulas en un aullido silencioso.
Los carceleros ya se habían dado a la fuga.
Kral corrió tras ellos atendiendo más a su olfato que a la vista. Como la ropa le limitaba los movimientos, se arrancó las prendas de cuero y de lana con los dientes. La transformación continuó mientras corría. Los músculos de las piernas se le hincharon y notó que tenía más huesos. El cuello se le contrajo mientras la laringe se le combaba. Abrió el hocico y proclamó su persecución con su nueva voz.
El aullido maléfico del lobo acosaba a los carceleros por el pasillo. De nuevo él era la Legión.
El monstruo distinguió a sus presas cuando ambos corrían a toda prisa por el pasillo. La Legión percibía su sangre, notaba el latido asustado de los corazones de ambos hombres. Con la gruesa lengua rozó los colmillos afilados, que estaban deseosos por hundirse en la carne.
Entonces, el lobo se desplomó sobre la primera de sus presas: el soldado de rostro picado. La bestia se le aproximó por los talones y entre sacudidas y gruñidos le arrancó los ligamentos de la corva. El carcelero aulló de dolor y espanto, y chocó contra el suelo duro. Al caer, se oyó el crujido de sus huesos. Pero la Legión no se detuvo. Prefirió dejar que el hombre se retorciera y gimiera, y saltó por encima de la presa caída para perseguir a la otra. Era muy consciente de la voluntad de su amo. No podía permitir que la alarma surgiera en aquellos pasillos; la Legión todavía tenía una presa más grande a la que había que hacer salir de su escondrijo. Era el ser que compartía con ella la magia negra, ese otro guardia infame que se había interpuesto entre la Legión y el rastro de su última presa: la niña-bruja Elena.
En el último momento, el carcelero se volvió con una espada en actitud amenazadora. Sin embargo, la Legión, bajo su aspecto de lobo, no temía nada hecho con metal. Dio un salto y dejó que el filo lo atravesara. El hombre cayó a un lado e intentó zafarse del arma ensangrentada con mirada de triunfo y de satisfacción en el rostro.
Para la Legión, la terrible herida no era nada importante porque la magia reparaba los tejidos desgarrados. Dio un giro y se precipitó contra la garganta del hombre. El terror bañaba los ojos de la presa. Los labios de la Legión se abrieron con una sonrisa lobuna, y dejaron ver todos los colmillos. Entonces arremetió contra el hombre y un flujo de sangre caliente brotó a chorros y llenó la garganta sedienta de aquel ser demoníaco. Cuando el carcelero murió, dejó oír un grito débil mientras se agitaba bajo el peso del lobo. La Legión tuvo que contener las ganas de desollar el hombre y disfrutar de los órganos tiernos que albergaba. Dio un salto sobre las patas y se volvió hacia la otra víctima herida.
—¡No, os lo ruego! ¡Madre Dulcísima! ¡No!
El carcelero de la cara picada levantó un brazo sobre su rostro y gritó. La Legión le arrancó el brazo de un solo bocado. Nada podía interponerse entre él y la garganta de su presa. El grito de miedo y terror resonó por todo el pasillo, pero la Legión siguió en su afán por rasgar el rostro del hombre. En aquellas salas de cuchillos de desuello y carne chamuscada, los gritos de espanto eran algo habitual.
Cuando la vida hubo abandonado ese cuerpo caliente, la Legión se alejó precipitadamente. Atravesó el resto del pasillo y abrió el pestillo de la puerta. Con precaución, entró en la sala de guardia desocupada, con el hocico bien levantado. A lo lejos percibió el rastro de los cuervos y la magia negra.
Siguió aquel olor.
El lobo demoníaco se convirtió casi en una sombra negra que circulaba con rapidez mientras se precipitaba por los pasillos oscuros. De vez en cuando, unos faroles con poca llama iluminaban tenuemente los pasillos, pero por lo demás, la oscuridad se convirtió en el manto que la Legión lucía mientras se precipitaba en pos de aquel rastro. Bajó a toda prisa por una escalera; pasó por una sala abierta donde el ruido de cazuelas y voces dando órdenes indicaba que la comida de la mañana estaba a punto de ser servida. El monstruo no cedió a la tentación de aquellos olores. Si quería huir con el ogro y el mutante no podía permitirse tener detrás al maldito guardia infame. Además, la Legión recordaba el toque paralizante de los picos de los cuervos, y la venganza espoleaba todavía más su ansia.
Al poco, el lobo había atravesado la guarnición hasta llegar al ala nordeste. Olisqueó por debajo de la puerta. Era el rastro de un ave. Había encontrado a su presa. Levantó las orejas al oír el leve ruido de unos ronquidos.
La Legión comprobó el cerrojo con una pata. Cerrado. En Port Rawl nadie dormía con la puerta abierta, ni siquiera en el corazón de la guarnición de la ciudad.
La Legión, alzada sobre las dos patas, soltó un aullido que hizo estremecer a las mismísimas piedras del edificio y que atravesó la puerta de madera maciza. Desde el otro lado de la puerta, la Legión oyó cómo su presa se despertaba con un bufido de sorpresa. Los hombres de toda la guarnición se despertaron asustados. La penumbra del bosque profundo acababa de penetrar en sus aposentos.
La Legión se dijo que el guardia infame que había al otro lado de la puerta reconocería el grito de su amo en el aullido y no podría evitar contestarlo. Entonces oyó unos pies desnudos que se acercaban por el suelo de piedra. La puerta se entreabrió: un ojo, y luego otro, miraron al exterior.
La Legión no aguardó la invitación a entrar. Se abalanzó, empujando la puerta, contra el señor Parak, que cayó con sus escuálidas posaderas al suelo. Los cuervos, reunidos todos en la habitación, formaron una nube negra de plumas y graznidos.
Antes de que el oficial de la guardia infame pudiera reaccionar, tenía los dientes de la Legión en la garganta. Por fin, el señor Parak reconoció a aquella alma gemela.
—No —gimió el hombre—. Servimos al mismo amo.
Como respuesta, el lobo emitió un ulular hambriento. Luego, la Legión desgarró la garganta del señor Parak con un aullido que atravesó todos los pasillos de la guarnición. Era la primera vez que disfrutaba de la sangre siniestra de otro guardia infame. Cuando ésta le bajó por la garganta, la magia de su presa también se apoderó de él. La Legión había creído que el placer sangriento no podía ir más allá del que sentía durante una caza, pero se había equivocado. La magia que ahora ingería mientras desgarraba con los dientes la carne y los tendones, convertía la sangre de las vírgenes en una bebida insulsa. El poder arcano penetró en la Legión. Levantó el hocico por encima de la garganta destrozada y aulló su placer.
El fuego y la lujuria hicieron mella en las entrañas de la Legión. Las extremidades de aquella bestia flaquearon tras aquel envite, mientras la sangre absorbía la magia de su enemigo. De forma análoga, la nube de cuervos bajó sobre el lobo demoníaco, pero, en lugar de posarse en la espalda de la Legión, el grupo penetró en la carne del lobo, desapareciendo como aves de caza marinas en las olas del mar. La Legión supo que aquello era normal. Igual que había absorbido con la sangre la magia del guardia infame, ahora su carne se hacía con los demás demonios.
La Legión lanzó un grito de poder y hambre mientras sentía cómo su magia iba creciendo. Ahora tenía una idea aproximada de lo que sería hacer suya a la bruja y absorber su magia. Con aquel pensamiento, se marchó y regresó a los pasillos. Nadie lograría interponerse entre él y aquella experiencia.
Conforme avanzaba a toda prisa, todo aquel que oía su aullido se desplomaba contra el suelo. La magia paralizadora del otro guardia infame estaba ahora a disposición de la Legión. Con un poder como aquél, llegar al almacén y recuperar el talismán de su amo fue cosa hecha. Los dientes ensangrentados arrancaron la piel de lobo del filo del hacha y así puso fin al hechizo. Su cuerpo se desvaneció y pasó a ser de nuevo el cuerpo desnudo de un hombre.
Kral, de pie y descalzo sobre la piedra fría, tomó uno de los uniformes dorados y negros de guardia que colgaban en el almacén. No se ajustaba muy bien a su talla inmensa, pero se colocó una capa en los hombros para tapar aquel fallo. Entre el montón de objetos requisados encontró las bolsas de sus compañeros, que parecían estar esperando a ser cogidas. Kral, descalzo, se colocó el equipaje a la espalda y luego se afianzó el hacha en el cinto. A continuación, abandonó la sala con aire satisfecho.
En los pasillos de la guarnición reinaba el pánico. Como si de un hormiguero derrumbado se tratase, los hombres iban de un lado a otro. Un guardia se le acercó.
—¡Coge una espada! ¡Hay una manada de lobos suelta!
Dicho eso, el soldado se marchó. Kral avanzó entre la confusión reinante.
Llegó por fin al pasillo de celdas donde estaban sus compañeros. Por suerte, ningún carcelero había acudido a sustituir a los dos que había asesinado. Tomó un aro de llaves de un gancho de la pared y se acercó a la puerta de barrotes.
Mogweed y Tol'chuk se encontraban en la entrada, nerviosos por el ajetreo reinante. Mogweed abrió los ojos con sorpresa al reconocer al enorme guardia que se les acercaba.
—¡Kral!
El hombre de las montañas puso la llave en el cerrojo oxidado, abrió la puerta y liberó de sus grilletes a Tol'chuk. El ogro se apresuró fuera de la celda.
—¿Cómo has logrado...?
—Ahora no es el momento de historias —repuso Kral sin más—. Salgamos mientras el camino todavía esté abierto.
Oral le pasó a Tol'chuk su macuto y a Mogweed su pesada bolsa. El ogro abrió la petaca y, tras revolver en el interior, encontró la piedra del corazón que llevaba oculta en un bolsillo interior y la extrajo.
—Sigue aquí.
—Hemos tenido suerte —dijo Kral. Señaló con la cabeza la piedra de rubí—. ¿Seguro que podrá guiarnos de nuevo hasta Elena?
Tol'chuk alzó la piedra. La superficie facetada brillaba con un intenso color rosado. La hizo girar levemente hacia el este; la piedra brilló entonces como un pequeño sol de color rubí.
—Sí —afirmó el ogro a la vez que señalaba el camino—. El Corazón nos conducirá hacia ella.
Kral sonrió mientras sentía todavía el sabor de la sangre y la magia en la garganta.
—Perfecto. Entonces, ¡que comience la búsqueda!