CAPITULO 12
Elena se desperezó lentamente. Se debatió
contra las cuerdas que la retenían, pero entonces se dio cuenta de
que sólo se trataba de una manta pesada que la arropaba
firmemente.
—Ssss, querida. Estás a salvo.
Elena volvió la cabeza y vio a una anciana
que se movía por una pequeña habitación. Elena dio un pequeño grito
de sobresalto cuando la anciana se dio la vuelta hacia la cama.
Sobre la pequeña nariz de la mujer sólo había piel. No tenía ojos.
Elena se estremeció al verlo.
—¿Quién...? ¿Dónde...?
Quiso ponerse de pie. Por el modo en que
sentía el estómago se dio cuenta de que se encontraba en un
camarote pequeño. Miró a su alrededor. Un arcón, una mesa maciza y
la cama. No había ni siquiera un ojo de buey.
Elena intentó decir algo, pero una tos
repentina la asfixió; la respiración se le entrecortó y por fin
arrojó una flema negra del cuello. Después, con los ojos anegados
en lágrimas, se desplomó en la cama de plumas de oca, demasiado
débil para resistirse a nada.
La anciana, con el pelo cano peinado en un
moño sobre la cabeza, se volvió hacia Elena mientras revolvía con
una rama de sauce en una taza humeante. Olía a canela y a hierbas
medicinales.
—Bebe esto. —La mujer le acercó la taza—. Sé
que tu magia te puede ayudar, pero nunca debes dejar de lado
cualquier ayuda adicional.
Elena lo rechazó por prudencia. Al hacerlo
notó que algo hurgaba debajo de las mantas, al final de la cama.
Apartó los pies en el mismo instante en que un rostro melenudo
surgía de debajo de un pliegue de la manta. El animal parpadeó con
sus inmensos ojos negros mientras la miraba y luego retorció una
cola cubierta de piel de color dorado y marrón.
—Tikal..., Tikal... ¡Eres malo! —dijo aquel
animal con tono malhumorado.
Elena notó un olor agrio procedente de
aquella parte de la cama. El animal parecía extrañamente
disgustado, tenía la cabeza doblada y enrollaba la cola alrededor
del cuello.
La anciana riñó al animal y lo apartó.
—Lo siento, querida —dijo. Se sentó al borde
de la cama todavía con la taza en las manos—. Tikal todavía se
encuentra mal por el viaje en barco. Normalmente utiliza el orinal.
Luego iré a buscar sábanas limpias.
Ella hizo una mueca en dirección al
animalillo que hizo que éste se alejara y se posara en la mesa
cercana. La anciana se volvió hacia Elena.
—Está nervioso porque la última vez que los
dos estuvimos a bordo de un barco velero fue cuando fuimos
apresados por los traficantes de esclavos.
Elena no percibía nada amenazador por parte
de la mujer, pero se dijo que mientras permaneciera desnuda bajo
las sábanas se sentía vulnerable.
—¿Estoy entre traficantes de esclavos?
—preguntó con voz ronca y la garganta seca.
La mujer sonrió.
—¡Oh, no, mi niña! ¿No te acuerdas de nada?
—Rió de forma amigable—. Te rescatamos de un barco en llamas.
Bueno, en realidad, lo hizo Tol'chuk. Te encontró casi inconsciente
en la bodega. Por suerte, los ogros tienen muy buena vista cuando
hay poca luz y, gracias a la piedra, te localizó rápidamente. Un
poco más y el humo te hubiera matado.
Elena se acordó de las garras afiladas y de
la forma oscura que se le echó encima después de subir la
trampilla.
—¿Tol'chuk?
—Sí. —La mujer acarició la rodilla de Elena,
que estaba cubierta por las mantas—. Por suerte ya nos
encontrábamos navegando cuando vimos el incendio, lo cual nos dio
ventaja respecto a cualquier otro barco de Port Rawl. Bueno, y
ahora bebe este elixir de raíz de marjal y helenio. Te ayudará a
despejar el humo del pecho. Es posible que la tos empeore durante
la próxima hora, pero las hierbas ayudarán a disolver la flema y te
aliviarán. —Sonrió con amabilidad y le acercó de nuevo la taza—. Lo
que más necesitas es descansar.
Entonces Elena la tomó. La taza estaba
caliente y le calmó las manos, que sentía pegajosas. Casi podía
percibir las propiedades curativas a través de la taza.
—¿Y mi hermano? —preguntó temerosa
levantando los ojos por encima de la taza.
—Logramos recuperaros a todos
excepto...
Un golpe en la puerta las interrumpió.
—¡Entra! —exclamó la mujer.
Una figura familiar entró en la habitación.
Los brazos delgados, la nariz aguileña... y aunque su cabellera no
era más que un puñado de cabellos plateados era,
inconfundiblemente, Meric.
—Tengo preparada otra olla de agua caliente
—empezó a decir. Entonces abrió los ojos con sorpresa al ver a
Elena—. ¡Te has despertado! —dijo con alegría, algo poco habitual
en una persona altiva como él y tan poco dada a grandes emociones.
Elena se dio cuenta de que utilizaba un bastón para acercarse a
ellas—. Ya veo que has conocido a Mama Freda —dijo cuando se apoyó
en los pies de la cama—. Sin su habilidad para las curas, ninguno
de nosotros estaría aquí para contarlo.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó ella al
observar rastros de cicatrices en la cara.
Él fue a responder cuando Mama Freda lo
interrumpió.
—Más tarde habrá tiempo para explicarse
historias. Ahora mismo me gustaría que esta muchacha se levantara y
se moviera un poco. Lleva casi todo un día en cama. Creo que un
pequeño paseo al aire libre le irá bien para los pulmones.
Meric asintió, pero clavó la mirada en Elena
y no se movió.
Mama Freda suspiró.
—Caballero, necesitaríamos un momento de
intimidad.
—¡Oh, sí, claro! —respondió el elfo,
sorprendido—. Lo siento —musitó mientras se erguía—. Es que ha
cambiado tanto... Flint ya nos lo había dicho. Pero al despertar de
esta manera es... bueno, resulta... todavía más sorprendente.
—Deja que termine su bebida tranquila —le
recomendó Mama Freda mientras lo obligaba a marcharse.
Meric miró de nuevo a Elena antes de
abandonar la habitación.
—Podría ser la primera hija del antiguo rey
Dresdin —musitó mientras se marchaba—. Su parecido con los tapices
antiguos es sorprendente.
En cuanto el elfo se hubo marchado, Mama
Freda sacó una bata gruesa del arcón.
—En cuanto termines con las hierbas, te
acompañaré a cubierta.
Elena asintió y empezó a tomar lentamente
sorbos del elixir. El olor a canela no lograba disimular del todo
el sabor amargo de las hierbas medicinales. Aun así, la bebida
estaba caliente y le aliviaba la aspereza que sentía en la
garganta. Cuando cerró los ojos y aspiró el aroma, intentó no
pensar en Er'ril, ni en lo que había descubierto en las bodegas del
malogrado Skipjack. Aquel recuerdo era
demasiado reciente y ningún elixir de ningún lugar podría aliviar
aquel dolor.
—¿Estás bien? —preguntó Mama Freda—. ¿Está
demasiado caliente?
Elena abrió los ojos y se dio cuenta de que
las lágrimas le empañaban la vista.
—No. La infusión está bien —musitó. ¿Cómo
era posible que aquella mujer sin ojos se hubiera dado cuenta de
sus lágrimas? Dejó de lado aquellos misterios, suspiró y se bebió
por completo el resto que quedaba en la taza.
—Ya estoy —empezó a decir. Pero la curandera
ya había adelantado el brazo para recoger la taza vacía.
—Entonces, salgamos a tomar un poco el aire.
—Mama Freda la ayudó a ponerse de pie y le puso la bata sobre los
hombros. La anciana la abrazó rápidamente y le susurró al oído—. Un
tiempo a solas es la mejor medicina para todas las heridas.
Elena se dio cuenta de que la mujer percibía
el dolor del corazón.
—Espero que tengáis razón —susurró,
devolviéndole el abrazo.
Mama Freda acarició la mejilla de Elena con
una mano cálida y luego se volvió para guiarla fuera de la
habitación. Tikal se colocó en el hombro de la curandera. Elena se
alegró de que el bastón de la anciana la impidiera moverse
demasiado rápido, porque sentía las piernas como las de un recién
nacido, demasiado débiles y poco firmes. Por suerte no tenían que
ir muy lejos. Bastaba con pasar por un pasillo hacia abajo y luego
subir una escalera empinada.
Tras levantar la escotilla de la cubierta
superior, Mama Freda ayudó a Elena a salir al aire limpio de la
mañana. Las brisas frescas le parecieron hielo en los pulmones.
Elena tosió un poco, pero se mantuvo en su sitio, disfrutando de la
luz brillante del sol y del viento suave. Pronto sintió que la
fuerza le volvía a las extremidades.
—Tienes mejor aspecto —dijo una voz ronca a
sus espaldas.
Llena se volvió y vio a Tol'chuk, que estaba
en la borda del barco con una sonrisa torpe que hacía que los
dientes amarillos le brillaran bajo el sol. Se acercó al ogro
enorme y lo abrazó.
—Gracias por arriesgar la vida para
salvarme.
En cuanto dejó de abrazarlo, Tol'chuk señaló
la bolsa que llevaba en el muslo.
—La piedra no me permitía otra opción. De
todos modos, unas llamas pequeñas no son una gran amenaza para la
piel gruesa de los ogros.
—Bueno, de todos modos, gracias —insistió
ella acariciándole el brazo. Miró hacia cubierta—. ¿Dónde está
Mycelle?
El rostro de Tol'chuk se cubrió de
dolor.
—Se ha marchado.
A Elena se le encogió el corazón. No se
sentía capaz de afrontar más muertes.
—Está... Se ha... ¿muerto?
Tol'chuk tomó a Elena por el brazo con un
gesto de disculpa y corrigió el error.
—A veces yo es tonto de la cabeza. Mycelle
es bien. Ella y Kral y los mutantes se ha ido para detener los
ejércitos del Señor Oscuro en el norte. Ha dejado una carta para ti
explicándotelo todo.
Elena suspiró aliviada. No estaban muertos,
aunque tenía la cabeza demasiado embotada como para pensar en lo
que implicaba la partida de los demás. Más tarde valoraría esa
pérdida, pero ahora mismo no quería sufrir. Tenía el corazón
demasiado débil.
Se oyó otra voz familiar a popa. Volvió la
vista atrás y vio a Flint al timón con unos cuantos marineros de
piel oscura. Por el color sonrosado de las mejillas del anciano
fraile, parecía que estaba sumido en una acalorada discusión con
ellos. La saludó de lejos y luego prosiguió la conversación.
—¡Elena! —Joach se acercó rápidamente hacia
ella; él y Tok habían estado practicando lucha en cubierta con unos
bastones—. ¡Estás levantada!
Ella aguantó bien el abrazo porque se sentía
muy contenta de que todos estuvieran a salvo. Pero aquellas
atenciones la empezaban a cansar.
Joach se tensó y adoptó una mirada
severa.
—Como me vuelvas a tirar por la borda de
nuevo... —la riñó, pero fue incapaz de mantener aquel enojo
fingido—. ¡Alabada sea la Madre, Elena! ¡Estás bien!
Mama Freda se dio cuenta de que ella se
sentía cansada.
—Vamos, dejadla en paz —dijo, chasqueando la
lengua a Joach y apartándolo con el bastón. Desde su hombro, Tikal
también reñía al muchacho con gritos agudos. En cuanto Joach se
calmó, Mama Freda se volvió hacia Elena—. Vamos a andar un poco y
luego volverás abajo.
Se acercaron a la borda, donde permanecieron
de pie mirando el mar abierto. A su alrededor se erguían islas
verdes con orillas de acantilados escarpados. Elena se dijo que
tenían que haber entrado en el Archipiélago mientras ella dormía.
Escudriñó el horizonte. El cielo estaba despejado de cualquier
rastro de humo negro.
—El barco se hundió rápidamente —explicó
Mama Freda—. Buscamos entre las aguas durante medio día y no
encontramos ningún rastro de él.
—Ya se había marchado —farfulló ella.
Mama Freda no dijo nada y se limitó a
colocar la mano sobre la de Elena. En el cielo, una gaviota llamaba
a gritos a otra. Elena escuchaba sus gritos con la vista clavada en
el oleaje mientras el barco navegaba llevado por corrientes y
brisas.
De pronto, la mascota de Mama Freda, que
había estado parloteando en voz baja mientras intentaba deshacer la
trenza de la curandera, empezó a dar gritos. Elena levantó la vista
hacia lo alto cuando las gaviotas que volaban sobre sus cabezas
empezaron a gritar. Tikal se agazapó con fuerza contra la nuca de
la curandera con los ojos llenos de espanto. Tenía la vista clavada
en el cielo.
—¿Qué le ocurre? —quiso saber Elena.
El rostro ciego de Mama Freda también miró
hacia arriba.
—Yo veo lo que Tikal ve —contestó con tono
preocupado—. Su vista es más aguda que la de las personas. Un
pájaro raro se acerca.
—Es el wyvern. —Elena escrutó los cielos en
busca de una mancha negra—. Seguramente está regresando.
—Es extraño... —musitó la curandera.
Entonces Elena lo vio. Bajaba en picado
desde el sol, como si hubiera nacido de entre sus fuegos.
Atravesaba el cielo azul, precipitándose bajo las nubes blancas y
con el plumaje brillante, como si fuera de fuego.
Elena y Mama Freda retrocedieron rápidamente
mientras el pájaro se lanzaba directamente sobre ellas. Elena
tropezó con el bastón de la anciana y cayó. Oyó gritos de asombro
cuando los demás vieron al atacante, pero la vista de Elena estaba
clavada en el picado de aquel predador alado.
Era demasiado pequeño para ser un wyvern.
¿Qué podía ser?
Levantó la mano roja contra aquello,
esforzándose por encontrar algo con que abrirse la piel y poder
liberar una ráfaga de fuego.
Pero ya era demasiado tarde.
Cuando el ave se precipitó sobre ella, Elena
se agachó. Para su sorpresa, de repente desplegó las alas
brillantes y puso fin a aquella caída en picado con un elegante
aterrizaje en la borda del barco. El animal se posó en la
barandilla, con la respiración entrecortada y las alas levemente
abiertas.
El brillo intenso de las plumas se
desvaneció lo suficiente como para mostrar el blanco níveo de las
alas. Miró fijamente a Elena con los ojos negros y la cabeza
levemente inclinada.
—Es el halcón del sol —dijo Meric
sobrecogido.
El elfo pasó junto a Elena mientras ella se
ponía de pie con cuidado, temerosa de hacer cualquier tipo de
movimiento delante de aquella ave inmensa.
—¿Un halcón del sol? —preguntó Elena.
Se acordó entonces del pequeño halcón de
luna que había conducido a Meric hacia ella hacía ya tanto
tiempo.
—Es el pájaro de la reina Tratal
—respondió—. El heraldo de la Casa de la Estrella de la
Mañana.
Entretanto, Flint se había acercado.
—Pero ¿por qué está aquí? —preguntó.
Meric se volvió hacia ellos.
—Ella viene de camino. La reina en persona
ha abandonado Stormhaven.
—Pero ¿para qué? —quiso saber Elena.
Meric se volvió hacia ella con una mirada
llena de preocupación.
—Regresa para reclamar las tierras de las
que nuestros antepasados fueron desposeídos. —Señaló con un gesto
al pájaro—. El vuelo del halcón del sol anuncia la víspera de una
guerra.
Las sensaciones regresaron a él como si
fueran una vieja pesadilla.
Primero notó en la piel algo de tacto tan
frío que parecía casi una quemadura. Luego oyó un ruido: un coro de
aullidos lejanos y a la vez tan próximos como el aliento de un
amante. Los gritos le retumbaban en la cabeza, exigiéndole que
volviera a sucumbir en la inconsciencia. Se debatió contra aquella
urgencia que afloraba entre la oscuridad asfixiante. La recompensa
de aquel esfuerzo fue la explosión final de los sentidos: un hedor
asfixiante que apestaba a muerte y una ráfaga de luz blanca que
hizo añicos la oscuridad.
—Se está despertando —dijo una voz detrás de
aquella luz cegadora.
El náufrago anegado en aquel mar de
sensaciones logró por fin levantar la cabeza. Recogió los pedazos
de recuerdos de lo que había visto como si fueran las piezas de un
puzzle. Se encontraba tendido sobre una losa de piedra dura, fría y
tan rígida como el mármol de una cripta. La caricia del aire gélido
en la piel le hizo notar que estaba desnudo.
Cuando volvió la cabeza, vio unas paredes
hechas con bloques de granito apilados. Unas ventanas en forma de
hendidura, en lo alto de la pared, dejaban pasar una escasa luz del
sol y una brisa fría.
De nuevo la voz áspera habló a su
espalda.
—Está resistiendo.
—La magia lo protege —contestó otra voz que
le resultó extrañamente familiar, como un susurro de un antepasado
fallecido hacía tiempo—. Las artes negras no lo podrán
abatir.
El hombre, al oírlos, se debatía por
comprender sus palabras, pero, por el momento, sólo habitaba en sus
sentidos; no le importaba quién hablaba. Incluso la pregunta de
quién era él todavía no había acudido a su mente aturdida.
—¿Qué hacemos con él? Debería haber muerto
cuando entró en el Dique.
—Es la guarda de hierro —respondió esa voz
familiar con un tono contrariado—. El talismán tenía el poder de
abrirlo. En cuanto a lo de sobrevivir en esa ruta siniestra, la
magia del Diario Ensangrentado lo protege.
Mientras aquel ser adormecido se despertaba
por completo, se empezó a dar cuenta de algo más que de olores y
estremecimientos de la piel. Empezó a centrarse de nuevo en asuntos
más importantes. ¿Dónde estaban los demás? Levantó la mano para
tocarse el rostro y se acarició los labios con un dedo. ¿Quién soy?, pensó.
—Olvida ese plan nuevo. Deberíamos matarlo
sin más —insistió la voz desagradable. Observó que el que hablaba
era un anciano que tenía la voz gastada por el paso de los
inviernos.
—No —rechazó el otro. La voz de este otro
hombre estaba, en cambio, repleta del vigor de la juventud.
—¿Por qué? ¿Qué diferencia hay? De todos
modos, la bruja vendrá. Pensará que está muerto. ¿Por qué no hacer
que eso sea verdad?
—Venga o no la niña, mi decisión no
cambiará.
—Pero Elena debería...
Las voces y la sala desaparecieron de la
conciencia del hombre. Una palabra empezó a brillar como una
antorcha en su mente: Elena. Y una imagen surgió y reemplazó al
nombre: unos ojos verdes imponentes, la curva suave del cuello y
las mejillas, una cabellera del color intenso del atardecer. Bastó
aquel recuerdo para que el resto volviera a él.
Primero acudió a su mente sólo un amasijo de
imágenes: una mano de hierro levantada como una escultura negra...
El desgarro de realidad cuando la estatua se convirtió en un
recipiente de energías siniestras... El cuerpo que se debatía al
ser atrapado y arrastrado por una marea feroz hacia las fauces
negras de aquel recipiente. Y entonces... entonces... una oscuridad
tan profunda y atávica que no había palabras para
describirla.
Se estremeció ante ese recuerdo y lo
rechazó. Pero, al hacerlo, afloró un torrente enfurecido de caras
antiguas y de historias del pasado. Cinco siglos de recuerdos
llenaron rápidamente el vacío enorme de su conciencia.
Madre de todos los cielos, ¿qué había
hecho?
Er'ril dio un respingo cuando puso en orden
todos sus pensamientos. Se esforzó por incorporarse mientras la
rabia y el dolor le encendían la piel desnuda.
—Elena... —musitó en tono de disculpa.
Dos siluetas asomaron a ambos lados. Conocía
muy bien al anciano vestido con una túnica oscura, con el rostro
avejentado por el paso del tiempo y los ojos nublados por
centenares de inviernos.
—Greshym.
El antiguo mago oscuro inclinó la cabeza con
burla y levantó el muñón del puño derecho a modo de saludo
cruel.
—Ya veo que por fin tu mente se
despierta.
Er'ril no le hizo caso y se volvió hacia el
otro hombre. Mientras el mago oscuro tenía la espalda encorvada, el
otro era alto, tenía la espalda erguida y era ancho de hombros.
Llevaba el pelo negro cuidadosamente cortado y tenía los ojos
idénticos a los de Er'ril. Eran del color gris de las mañanas de
los días de nieve, y lo distinguía como miembro de la casa Standi.
Sin embargo, lejos de encontrar el calor del parentesco compartido
en la mirada del otro, en los ojos de aquél no había más que
frialdad y oscuridad. A Er'ril le pareció que contemplaba una tumba
abierta. El espanto le impidió articular palabra.
En cambio, al otro hombre no le ocurrió lo
mismo.
—Bienvenido, querido hermano —dijo—. Ha
pasado mucho tiempo...
—Shorkan —balbució por fin Er'ril.
La sonrisa de su hermano no era cálida en
absoluto; sólo era promesa de dolor.
—Ya era hora de que nos volviésemos a
ver.
—Tú no eres mi hermano. Sólo eres un
monstruo que lleva su cara —le espetó Er'ril tras escupirle a la
cara.
Shorkan no se molestó en limpiarse la saliva
de la mejilla. Se limitó a suspirar.
—Aprenderás a tenerme aprecio. Lo
juro.
—¡Eso nunca! —contestó Er'ril con un
bufido.
Shorkan levantó una mano e hizo una señal
con los dedos. Detrás de Er'ril asomó una tercera persona, un
espectador que había permanecido callado hasta entonces.
Cuando Er'ril lo vio, el susto estuvo a
punto de hacerle perder de nuevo la conciencia.
—¡No! —exclamó mientras recordaba aquella
lejana noche en la posada cuando había atravesado con la espada la
espalda del muchacho y lo había clavado en el suelo de madera—. ¡Yo
te maté!
El pequeño se encogió de hombros con los
ojos brillantes y fieros.
—No te preocupes, hombre de los llanos. No
te guardo rencor. Es preciso algo más que una espada normal para
cortar mis ataduras con el mundo.
Aquél era Denal, el niño mago, el tercer y
último miembro del grupo de magos que había creado el Diario
Ensangrentado cinco siglos atrás. O, por lo menos, era lo que
quedaba de él, la maldad que se había liberado de aquel hechizo.
Hasta entonces, Er'ril había pensado siempre que había acabado con
la parte malvada del niño.
Shorkan dio un paso al frente.
—Ahora que tenemos reunidos a todos los
participantes de aquella aciaga noche en Winterfell, podemos
proseguir —anunció.
Er'ril miró al grupo de magos.
—No permitiré que ninguno de vosotros haga
daño alguno a Elena.
—Te equivocas al valorar mis intenciones,
hermano. Ahora que por fin estás aquí, la bruja apenas tiene
importancia. Si lo logramos, ella sólo será un juguete para el
amo.
—Si logramos ¿el qué? —preguntó
Er'ril.
Greshym fue quien respondió:
—Enmendar nuestro error.
Er'ril miró a aquel grupo de rostros
despiadados. Shorkan acabó la explicación:
—Ahora que estamos juntos pretendemos
cambiar el hechizo con tu ayuda y destruir el Libro. Queremos
eliminar para siempre el Diario Ensangrentado.