CAPITULO 22

El trío de magos condujo a Er'ril por el patio principal del Edificio. Detrás de él había dos guardias pertrechados con espadas largas. En cualquier caso, Er'ril no era un peligro para nadie: iba atado de los tobillos a los hombros con cadenas que le limitaban la zancada, le hacían arrastrar los pies y hacían que cada paso suyo resonara. Mientras avanzaba penosamente por el camino del jardín de piedras blancas, miró el cielo azul con un mohín, casi cegado ante la luz de la tarde después de haber pasado tantos días encerrado en las mazmorras de la ciudadela.
El sol se dirigía ya hacia el oeste y los jardines del patio estaban sumidos en la sombra. Sólo las ramas altas del enorme árbol koa'kona, el antiguo símbolo de A'loa Glen, se extendían por encima de los muros y se elevaban hacia la cálida luz del sol. La visión de aquel árbol debería haberlo confortado, pero los gritos de batalla procedentes del otro lado de los muros del castillo hicieron de aquella imagen un símbolo de la desesperación. Era como si las ramas muertas del árbol se debatieran también contra su propia desaparición.
Para acabar de reforzar esa impresión, alrededor de la base del tronco del árbol, entre sus raíces nudosas, se había congregado un grupo de magos vestidos con túnicas negras que lo rodeaban. Diez hombres musculosos estaban apoyados en unas hachas largas con expresión sombría cerca de allí. Er'ril casi podía oler la amenaza que se elevaba de aquella ciénaga de maldad.
Sin embargo, no fue sólo aquello lo que percibió: sintió el humo en la nariz y vio cómo éste teñía el cielo mientras alrededor de la ciudad se oía el fragor de los tambores y los cuernos. Al principio, parecía que la batalla estuviera junto al castillo; incluso era posible oír órdenes voceadas. Luego, aquellos ruidos enmudecieron, como si la batalla se hubiera alejado de allí. Er'ril sabía que aquello no era cierto. El mar puede engañar con el sonido. De hecho, la batalla se estaba desarrollando alrededor de toda la isla.
Desde lo alto de la torre situada más hacia el oeste ya había contemplado el inicio del ataque. Había visto cómo los barcos de los Jinetes Sangrientos y los dragones de los mer'ai arremetían contra las fuerzas apostadas allí y cómo unos monstruos se habían alzado desde las profundidades del mar; los barcos de los berserker habían abierto las filas de los barcos dre'rendi; vio ráfagas de flechas encendidas y rocas que hostigaron a los dragones y a sus jinetes. Al poco, la espuma de las olas era toda sangre y entrañas. Los cascos de los barcos calcinados quedaban encallados contra el borde anegado de la ciudad. Los cuerpos de las víctimas, tanto amigos como enemigos, flotaban en medio de todos aquellos escombros. Algunas torres de la ciudad se habían convertido en fuentes de llamas cuando la brea y el aceite almacenados en ellas prendieron con las antorchas de los atacantes. Por todas partes había restos de la masacre.
Mientras aquello sucedía, Shorkan se había limitado a permanecer de pie junto a la ventana de la habitación de la torre y a contemplar la batalla que estaba teniendo lugar a sus pies. No mostró ninguna emoción. Finalmente, tal vez respondiendo a una señal sólo conocida por él, Shorkan se volvió y les ordenó dirigirse a las catacumbas para efectuar los últimos preparativos del ritual nocturno. No parecía muy preocupado por la batalla que tenía lugar en la parte baja de la ciudad.
Aquella falta de preocupación era lo que más indignaba a Er'ril. Si aquel desalmado se hubiera regodeado ante la destrucción, o mostrado algún indicio de humanidad, Er'ril se habría sentido mejor. Aquella falta total de interés por la masacre demostraba la poca humanidad que le quedaba a aquel ser envuelto en la piel de su hermano.
Mientras cruzaban el jardín, Er'ril miró atentamente la espalda de Shorkan. La única emoción que había logrado de aquel hombre había sido una mirada de sospecha cuando había sugerido que tal vez hubiera un traidor en el grupo de Shorkan. Pero cuando Er'ril se negó a entrar en detalles, el interés del Pretor disminuyó rápidamente.
Sin embargo, Er'ril había logrado algo. Por mucho que aquel falso hermano hiciera el papel de un semidiós estoico, Er'ril sabía que algo del Shorkan que él conocía estaba todavía detrás de aquel rostro frío. Nada noble o inicuo, pero sí las caras más abyectas de su hermano, que en su tiempo Shorkan intentaba mantener ocultas o bajo control.
Cuando Shorkan era más joven, su orgullo y confianza habían superado de largo su sentido común. Odiaba, por ejemplo, perder en juegos de estrategia. Aquella rabia infantil prevalecía todavía bajo esa túnica blanca. Aunque el rostro del Pretor continuaba impasible, Er'ril sabía que el pensamiento y la sangre de Shorkan se agitaban pensando en quién podría ser aquel traidor. Er'ril había plantado una semilla de sospecha y había confiado en la naturaleza innoble de su hermano para convertir aquel germen en un verdadero núcleo de desconfianza. Cualquiera que se centrara tan sólo en sospechar de quienes tenía al lado podía muy bien no saber defenderse de un ataque de frente.
Aquélla era la esperanza de Er'ril.
El escozor que sentía en los tobillos y el dolor que le producía el roce de las esposas hicieron que se sintiera aliviado al llegar al otro lado del patio principal. En el muro del jardín había una puerta hecha de madera de carpe esculpida en forma de rosal enroscado que permanecía cerrada a los visitantes.
Era la entrada a las catacumbas subterráneas, el lugar en que durante los últimos siglos eran enterrados los hermanos fallecidos en A'loa Glen. Sus pasillos se hundían en el núcleo volcánico de la isla. Había quien decía que los túneles que la recorrían eran pasadizos naturales hechos con las corrientes de lava fundida de cuando se creó la isla. Sin embargo, ahora los pasillos no guardaban gran parecido con esas estructuras naturales. Siglos de pies arrastrándose habían pulido la piedra negra hasta darle un lustre brillante, y los primeros artistas de la ciudad trabajaron con mucha habilidad las paredes y los techos con esculturas y frontispicios.
Sin embargo, más allá del brillo de siglos, Er'ril siempre había notado la roca natural de la isla. Era como el latido de un corazón cuando uno reposa la cabeza en el pecho de un amante. Siempre estaba ahí, eterna.
Er'ril supuso que, por este motivo, el sitio había sido elegido como cripta de enterramiento de la isla y por ello también habían enterrado allí el Diario Ensangrentado. En aquellos túneles subterráneos, el tiempo parecía carecer de significado. Era el lugar adecuado para preservar el pasado y proteger el futuro.
De repente, el lamento agudo de las bisagras enmohecidas devolvió a Er'ril a la realidad y apartó de sí los recuerdos del pasado. A pesar de que se encontraba muy cerca del comienzo de las catacumbas, los pasillos parecían alejarlo del paso eterno del tiempo.
—Cierra la puerta en cuanto hayamos pasado —ordenó Shorkan al guardián de la entrada—. Nadie debe molestarnos.
El soldado asintió cuando Shorkan ya había pasado por delante de él y entrado en las catacumbas. Denal le siguió, mientras Greshym se quedaba en la retaguardia, andando detrás de Er'ril.
Después de la puerta había una escalera que descendía hacia el primer piso de las catacumbas. Aquél era el lugar donde se enterró a los hermanos más antiguos, unas criptas estrechas selladas con losas grabadas. Un par de antorchas flanqueaban la entrada. Denal asió una de ellas. Shorkan, en cambio, se limitó a levantar una mano y surgió de ella una bola de fuego de plata que giraba sobre sí misma y que quedó flotando delante de él mientras abría camino.
Los pasos del grupo y la cadena de Er'ril resonaban de forma apagada por el pasillo. Sus sombras se agitaban en la pared con los parpadeos de la antorcha.
Greshym andaba al ritmo lento de Er'ril, en la retaguardia. El hombre de los llanos se dio cuenta de que el mago oscuro quería hablar con él, pero que temía que los demás le oyeran. También era evidente que el cansancio había hecho mella en el anciano y no podía mantener el ritmo de los otros magos más jóvenes. Er'ril miró atrás y vio el dolor de las articulaciones reflejado en el rostro del anciano; observó cómo Greshym apretaba su única mano con fuerza en la vara.
—Prepárate —masculló Greshym, agotado, con un tono de voz más bajo que el furtivo susurro de un amante secreto.
Er'ril asintió, pero no respondió.
El pasillo proseguía su espiral hacia las profundidades del corazón de la isla. Había otros pasillos que se ramificaban y atravesaban el pasillo principal.
—Sería fácil perderse aquí —susurró Greshym con la respiración entrecortada mientras andaban; los otros dos magos se encontraban a bastante distancia—. Jamás se ha hecho un mapa de estos túneles. Es fácil desaparecer aquí.
Er'ril se limitó a bufar con desdén y burla. Greshym intentaba darle a entender que escapar era posible. Pero, naturalmente, esa oportunidad sólo la tendría cuando Er'ril liberara el Diario Ensangrentado y otorgara el Libro al mago negro anciano.
Conforme el grupo penetraba más profundamente en el mundo de los muertos, los grabados en las lápidas resultaban más legibles puesto que la antigüedad de las tumbas era menor. Al poco, llegaron incluso a pasar por delante de algunos nichos abiertos, tumbas que aguardaban a sus futuros ocupantes.
—Aun así —prosiguió Greshym—, es algo que hay que tener en cuenta.
Shorkan los condujo más abajo, pasaron delante de más tumbas y se dirigieron al lugar donde las paredes tenían el tacto áspero de la piedra natural. La profundidad de las catacumbas llegaba a niveles en donde el propio mar reclamaba los túneles, pero el grupo no iba tan lejos. Shorkan los llevó, sin advertencia previa, fuera del túnel principal y los encaminó por unos pasadizos laterales estrechos. Prosiguió sin vacilación por el laberinto de pasadizos entrecruzados y salas, desplazándose de forma certera hacia su objetivo.
Por fin, Shorkan tomó un pasillo que terminaba en una sala. Las paredes a ambos lados eran de roca natural, pero delante de ellas había una pared de hielo negro que iba del suelo al techo. Su superficie oscura casi parecía fluir, como si aquel hielo se fundiera y se volviera a helar en un ciclo eterno.
Shorkan se acercó a la defensa helada. El brillo de la esfera encendida que llevaba arrojaba sus reflejos contra aquella barrera sólida. Con una mirada de desagrado, Shorkan se volvió de espaldas a aquella visión.
—El mago que hizo este conjuro para ti, Er'ril, tenía una gran habilidad. Lleva siglos resistiéndose a mis ataques.
—Me debía un favor —respondió Er'ril, encogiéndose de hombros.
—No bromees conmigo. El hermano Kallon empleó el último aliento que le quedaba antes de morir y la magia que el Libro te concedió para crear esta tumba para el Diario Ensangrentado. Murió al acabar el conjuro y se llevó el secreto con él.
Er'ril rió con brusquedad.
—No seas tan melodramático, hermano. No hay ningún gran secreto, ni ningún misterio arcano. Sencillamente, el hermano Kallon era mejor mago que tú. Y lo sabes. Ya antes de crear el Libro te lamentabas a menudo de la increíble habilidad de aquel mago anciano, de que siempre te superaba. Por eso, cuando me di cuenta de que corría peligro, le pedí ayuda a él. Era mejor que tú.
El rostro de Shorkan seguía impertérrito, pero Er'ril se dio cuenta de que la rabia contenida hacía que las llamas de la esfera brillaran con más intensidad.
—Es posible que el hermano Kallon tuviera más habilidad que yo en aquel tiempo. Pero, después de cinco siglos, he mejorado mi destreza y mi talento.
Er'ril se encogió de hombros y señaló con la cabeza el muro de hielo.
—Ah... sí, claro. Pero veo que todavía no eres lo suficientemente bueno como para vencer al hermano Kallon. Su conjuro, como una burla, sigue siendo una prueba de su superioridad.
El semblante de Shorkan por fin reaccionó. Una furia salvaje le estalló en la mirada a la vez que separaba los labios con un gruñido fiero; la frente se le oscureció, como si de ella fuera a salir una tormenta amenazadora.
—¡Esta noche todo terminará! El hechizo del hermano Kallon será derrotado por uno creado por mí. Su muerte lejana habrá sido en vano, y tanto el Libro como tú habréis desaparecido con la salida de la luna.
Er'ril se quedó tranquilo ante la furia de Shorkan. Luego habló lentamente y con intención.
—Esto habrá que verlo, querido hermanito. Kallon ya te ha vencido antes... y volverá a hacerlo esta noche.
Shorkan estaba furioso y la ira estaba a punto de ahogarle. Se volvió hacia Denal.
—¡Preparad los cuchillos y el anillo mágico! —ordenó, furioso.
El niño mago colocó la antorcha en un soporte de la pared y se apresuró hacia adelante. Tras agacharse, sacó dos cuchillos con la empuñadura en forma de rosa de unas fundas que llevaba en la muñeca y una larga vela blanca de un bolsillo. Greshym se acercó al muchacho, dejó la vara y tomó uno de los puñales. El anciano miró a Er'ril, claramente preocupado por el acoso del hombre de los llanos a Shorkan. Como no halló respuesta alguna en el rostro de Er'ril, siguió ayudando al muchacho. Denal encendió la vela con un gesto de la mano y luego empezó a verter la cera dibujando con ella un círculo amplio delante del muro de hielo. Se disponían a reproducir el momento en que el Diario Ensangrentado se creó.
Mientras aquel par hacía los preparativos, Shorkan se acercó a Er'ril.
—Lo conseguiré —proclamó con rabia—. Venceré al hermano Kallon y destruiré lo que él se empeñó en preservar. Y, al hacerlo, veré cómo tu corazón estalla mientras todas tus esperanzas y esfuerzos se derrumban ante ti. ¡Voy a ser testigo de tu fracaso! —Shorkan sacó un puñal de la manga y lo sostuvo frente a Er'ril—. ¿Lo reconoces?
Ahora era Er'ril quien tuvo que fingir desinterés. Al ver aquel puñal antiguo y desgastado se quedó sin aliento.
—Es el cuchillo de caza de padre...
Shorkan lo miró con intención.
—Me lo entregaste la noche de la creación del Libro, ¿te acuerdas?
Er'ril palideció al recordarlo. En efecto, para el conjuro de la creación del Libro él tuvo que prestar a su hermano ese cuchillo. Lo había creído perdido para siempre. Ver cómo aquel recuerdo de su padre era empleado para una causa tan pérfida debilitó su actitud decidida. Shorkan se inclinó sobre Er'ril.
—Sé que nuestro padre significaba mucho para ti, Er'ril. Me complacerá ver que este objeto suyo nos ayuda a destruir todo cuanto tú amas.
Er'ril no quiso dejarse avasallar por la vehemencia de su hermano. Las siguientes palabras dirigidas a Shorkan las lanzó como flechas.
—Sólo si antes descubres al traidor que hay entre nosotros.
Shorkan hizo un gesto hacia los dos hombres que tenía detrás de él. Er'ril se mantuvo impasible; por fin la semilla había germinado en un suelo propicio. Su posición había quedado clara: si Shorkan pretendía emplear el recuerdo de su padre para desanimarlo, él contestaría con las mismas armas.
—Hermano, tienes un traidor cerca de ti... en esta misma habitación. Lo juro por la sepultura de nuestro padre y su espíritu eterno.
El espanto y la desazón hicieron mella en Shorkan. Este conservaba suficientes recuerdos como para saber que Er'ril no haría un juramento como aquél a no ser que fuera cierto.
—Entonces, ¿por qué me adviertes de ello? ¿Qué truco es éste?
—No es un truco. Te lo digo porque saberlo no te beneficiará. Es demasiado tarde, hermano. Has caído en la trampa. Si no encuentras al traidor antes de que salga la luna, serás traicionado esta misma noche. Y, si logras destruir al traidor, te quedarás sin uno de los elementos clave del conjuro de la liberación. Sea como sea, el Libro quedará a salvo. No tienes ningún modo de librarte de esta situación.
Er'ril se acercó a Shorkan y habló en tono grave.
—Has sido vencido, hermano.
Shorkan temblaba de rabia.
—¡No! —Levantó el puñal de su padre y arremetió contra la garganta de Er'ril—. ¡Jamás vencerás!
—¡Basta! —ordenó Greshym—. Shorkan, si matas a Er'ril el conjuro no funcionará. Te está engañando con ese juramento. No le escuches. Sólo está intentando engañarte para que lo mates. ¡Está mintiendo!
Dejó reposar la punta del cuchillo en la base del cuello, luego Shorkan bajó el arma y se volvió hacia los dos magos. Su voz era gélida.
—No. Er'ril ha dicho la verdad. Entre nosotros hay un traidor. —Alzó la mano desocupada hacia Greshym—. He amenazado a Er'ril sólo para descubrir quién es.
Greshym levantó la mano en un gesto de protección, pero Shorkan se volvió hacia Denal y le lanzó una llamarada de fuego negro desde la mano. Mientras la magia iba fluyendo, Shorkan habló:
—El silencio de Denal ha mostrado su corazón rebelde. Si hubiera matado a Er'ril habría destruido toda posibilidad de destruir el Libro. Tu oportuna advertencia, Greshym, ha demostrado tu fidelidad.
Shorkan hizo un gesto con la muñeca para cortar el flujo de magia. Denal quedó tendido en el suelo, atado de la cabeza a los pies, con lazos de fuego negro, como una mosca en una telaraña, incapaz de moverse y de hablar.
Shorkan se volvió hacia Er'ril.
—Hermano, tu plan ha fracasado. No necesito la cooperación de este traidor, sólo su cuerpo. Denal, aunque atado y preso, podrá seguir desempeñando su papel en este conjuro. Luego os mataré a ambos. —Shorkan dio un paso atrás, hacia Er'ril—. Ya ves, hermanito. Ahora el que ha sido derrotado eres tú.
El rostro de Er'ril se mantuvo impasible. Hasta el momento, su plan estaba funcionando perfectamente. Shorkan había caído en su trampa como un conejito. Aun así, no quería confiar demasiado en ello.
La luna iba a asomar, y en aquella función todavía quedaba un acto por interpretar.
Elena se reunió con los demás en la cubierta del Caballo Pálido. Delante de ellos, los acantilados inmensos de la isla de Maunsk cubrían por completo el cielo en dirección oeste. El sol ya se había puesto detrás de los picos gemelos de la isla. Bajo la sombra de aquellos acantilados y montañas parecía como si hubiera llegado el tiempo del crepúsculo. El mar adquirió el tono azul de la medianoche mientras el verde intenso de la isla iba adoptando un tono oscuro amenazador. Sólo el cielo celeste en lo alto indicaba que todavía faltaba bastante tiempo para que la luna asomara. Aun así, Elena se abrazó con fuerza el pecho. La noche se aproximaba demasiado rápidamente.
Meric se aproximó a ella por detrás.
—Lo siento —dijo el elfo con expresión dolida.
Elena giró la cabeza, incapaz de mirarlo directamente.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué tuviste que llamar a las fuerzas de tu reina hasta aquí? ¡Creí que podía confiar en ti!
Meric permaneció en silencio durante un buen rato. Luego habló:
—Envié desde Port Rawl un pájaro de Mama Freda con una solicitud de ayuda a mi madre. Pensé que eso te protegería. No quería que cayeras en la trampa de los magos oscuros en A'loa Glen. Pensé que, con la isla destruida, tú dejarías de lado el estandarte de bruja y esta guerra contra el Señor de las Tinieblas acabaría. Como entonces estarías libre de esta responsabilidad, me dije que entonces regresarías a Stormhaven y reclamarías lo que te pertenece.
—Sabes que jamás haría eso —replicó ella, decidida—. Con o sin Libro, voy a continuar luchando contra la maldad que anida aquí.
—Lo sé. El problema es que me he dado cuenta de ello demasiado tarde. Después de los sufrimientos que vivimos en Shadowbrook, creí que escapar era la mejor salida. Sin embargo, cuando escuché las historias de los dre'rendi y los mer'ai, vi que aquello era una tontería. Es imposible que tú vuelvas la espalda a la maldad que hay aquí sin perder algo de ti misma y, aunque lo hicieras, la maldad seguiría acosándote. —Su tono de voz se volvió más suave—. Pero éste no es el único motivo por el que sabía que no abandonarías esta lucha.
Ella se volvió hacia él y, con un tono de voz más duro de lo que pretendía, preguntó:
—¿Ah, sí? Y entonces, ¿por qué?
Él la miró con ojos brillantes.
—Cuando Tol'chuk y yo te volvimos a encontrar, me di cuenta de lo mucho que habías cambiado. Y no sólo en tu aspecto físico. Tu cambio iba más allá. Fue algo que me impresionó profundamente, Por fin vi a la elfa que hay en ti. Vi a nuestro rey en ti. Supe entonces que jamás abandonarías Alasea y que yo estaría para siempre a tu lado.
»Lo siento mucho —prosiguió en voz baja apartando la vista—, debería habértelo dicho. Supuse que antes de que ella llegara ya tendríamos el Libro y nos habríamos ido. —Levantó de nuevo la vista—. Ahora que el halcón del sol ha emprendido el vuelo, nos queda menos tiempo. Pronto los barcos de guerra de mi reina estarán aquí.
Elena notó que la rabia que sentía contra Meric empezaba a remitir.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—No más de un día.
Elena también miró hacia el cielo.
—Entonces, seguramente no importa. Al amanecer, o habremos salido de la isla con el Libro, o habremos muerto. —Se volvió hacia Meric y posó una mano en su hombro—. Meric, que lo que has hecho no te abrume. En ocasiones, se comprende demasiado tarde la verdad que el corazón esconde —dijo, pensando en Er'ril—. Créeme que lo sé.
Meric la miró agradecido y su porte volvió a adoptar algo de su posición confiada.
Elena lo disculpó con un gesto silencioso, le acarició levemente el brazo y luego se volvió para examinar el barco, Flint y los zo'ol estaban concentrados en hacer pasar la nave entre las rocas traicioneras que rodeaban la isla de Maunsk. Se voceaban órdenes de un lado a otro y, a la vez, iban corrigiendo lentamente el avance del barco.
—Elena, ¿podemos hablar un momento?
Al volverse, Elena se topó con su hermano, que se le acercaba desde la escotilla del barco con la vara en su mano enguantada.
—¿De qué se trata?
—Es Er'ril.
Elena tuvo que esforzarse para no dibujar una mueca de dolor. No sentía ningún deseo de hablar acerca del hombre de los llanos, pero tampoco se veía capaz de ignorar las preocupaciones de Joach.
—¿Qué, exactamente?
Joach se puso a su lado y se pasó la mano por la barba pelirroja que le empezaba a asomar en la barbilla y las mejillas. Elena se sobresaltó al ver aquel gesto. Le recordaba mucho a su padre. También él se frotaba la barbilla de ese modo cuando tenía que comunicar algo difícil. Por primera vez, Elena vio en su hermano al hombre que albergaba. Se dijo entonces que Joach había dejado de ser aquel niño que corría despreocupado por los campos con ella. En los ojos verdes del muchacho volvió a encontrar el porte adusto de su padre.
—Si Er'ril está vivo, habrá pasado más de un cuarto de luna con los magos negros.
—Lo sé —respondió ella con tono cortante.
Joach suspiró.
—Lo que quiero decir es que si Er'ril todavía está vivo, puede que ya no sea el hombre que fue. Yo sé hasta qué punto la magia negra puede corromper y doblegar la voluntad de las personas.
—Er'ril lo resistirá —insistió ella con intención de poner fin a aquella conversación. Elena temía que Joach renovara su turbación.
Joach, sin embargo, insistió.
—Espero que tengas razón, Elena. De verdad. Pero, por favor, te lo ruego: si lo encuentras en la isla será mejor que primero asumas lo peor, por si acaso.
Elena miró fijamente a su hermano. Le estaba pidiendo que dejara de confiar en Er'ril. Sabía que, en el fondo, su hermano tenía razón, pero tuvo que contenerse para no propinarle un bofetón. ¡Er'ril jamás los traicionaría!
Joach se dio cuenta de su enfado y habló con más suavidad.
—Piénsalo, Elena. Primero, aquella estatua del wyvern negro; ahora Er'ril raptado por los magos negros. Parece como si aquel sueño que tuve se estuviera conviniendo en realidad. —Levantó la vara y unas volutas de fuego negro se agitaron por su superficie—. Es posible que al final mi sueño fuera cierto.
—Ya lo hablamos con Flint y Moris. ¿De qué sirve volver a sacar el tema? ¿Acaso intentas asustarme? —protestó Elena.
—Sí, Elena. Estoy intentando asustarte —replicó Joach con ademán severo.
Ella quiso darse la vuelta y agitó una mano para despedirse, pero Joach la tomó por el brazo.
—Escúchame —le susurró—. Te estoy diciendo esto porque... porque... —miró a su alrededor en cubierta para asegurarse de que nadie estaba escuchando— porque hace un momento estaba durmiendo en mi camarote y... y lo he vuelto a soñar. ¡El mismo sueño! El ataque del wyvern, el resplandor de mi vara para apartarlo, Er'ril que nos encierra en lo alto de la torre y se nos viene encima con una mirada asesina...
—No. —Elena negó con la cabeza.
Joach volvió a apretarle el brazo.
—Por lo menos sé precavida con él. ¡Es lo único que te pido! —Luego, la soltó.
Elena estuvo a punto de caer de espaldas al intentar zafarse de las palabras de su hermano, pero, antes de que pudiera responder, un grito agudo resonó en toda la cubierta procedente de popa. Era Flint. Se encontraba junto al timón y señalaba hacia adelante.
—¡La entrada a la gruta! ¡Ya casi hemos llegado! ¡Recoged vuestro equipaje y preparaos para desembarcar!
Elena avanzó hacia la proa del barco, dispuesta a observar cómo se acercaban. Joach la detuvo.
—¿Elena?
Elena no era capaz de mirarlo a la cara.
—Lo sé, Joach. Iré con cuidado.
Apretó el puño y miró la mancha de humo que distinguía a la lejana isla de A'loa Glen.
—Sin embargo, si han logrado corromper a Er'ril, se lo haré pagar a todos. No quedará nada en pie en esa isla.
Ante aquella vehemencia Joach retrocedió. Elena no quiso hacer caso a la mirada angustiada de su hermano. Si Meric había sido capaz de traicionarla, ¿por qué no iban a hacerlo los demás? ¿Acaso tía Mycelle no había huido con Kral y los mutantes? Elena se volvió y examinó a sus compañeros. ¿Con quién podía contar ante la batalla que se avecinaba? Tol'chuk estaba apenado, consumido por sus propias preocupaciones. Apenas conocía a Mama Freda. Incluso Flint, el inquebrantable, sólo era humano y podía ser engañado o controlado con la misma facilidad con que Joach lo había sido por Greshym. ¿Y qué decir de su propio hermano? Miró de soslayo a Joach, que sostenía la vara que había matado a sus padres. ¿Cuándo empezaría a contaminarle la magia negra?
Elena sacudió la cabeza y miró a otro lado. Recordó entonces el rostro de Er'ril y la mirada tranquila de sus ojos grises. Notó que en su corazón algo había muerto. Ya no podía ser por más tiempo la niña asustada que había confiado en todos los demás. Era preciso que endureciera el ánimo ante los días que estaban por venir.
Elena se volvió para mirar por última vez el cielo oscuro que distinguía a A'loa Glen.
—Lo siento, Er'ril.
Joach vio que su hermana se alejaba. Era consciente de que sus palabras le habían dolido, pero Elena tenía que oírlas. Era preciso que fuera prudente. Aunque tenía la apariencia de una mujer hecha y derecha, Joach creía que una parte de ella continuaba siendo su hermana menor. No obstante, cuando vio cómo se alejaba, Joach se dio cuenta de que aquello ya no era cierto. La niña, su candor, había desaparecido. Elena era una mujer tanto de espíritu como de cuerpo.
Joach se volvió y, por un instante, lamentó haber hablado con ella. Sin embargo, cada vez que recordaba el modo en que Greshym lo había controlado, encerrado en su propia mente, se convencía de que su decisión había sido la apropiada. Sabía que Er'ril podía ser hechizado con la misma facilidad. Y, por otra parte, dijeran lo que dijeran los demás, él ahora estaba totalmente convencido de que su sueño era realmente profético. Por eso la había advertido.
Joach asió resuelto la vara y se acercó a la borda junto a los demás, que contemplaban su aproximación a la isla.
Cuando el barco rodeó la isla de Maunsk, los acantilados se abrieron ante ellos. Un canal de aguas profundas conducía hacia el corazón de la isla. Arriba, las velas chasqueaban mientras la nave se encaminaba hacia la derecha. Se dirigían directamente hacia un canal estrecho. Un leve estremecimiento sacudió todo el barco cuando la quilla rozó contra una roca.
—¡No os preocupéis! —gritó Flint desde popa—. ¡Es la última!
Tenía razón. El Caballo Pálido se deslizó suavemente entre las paredes altas del barranco. Unas cortinas verdes de hojas cubrían la pared a ambos lados. Unas flores de color rosa y azul lavanda se abrían al calor de las últimas horas de la tarde, con unas fragancias tan intensas que la dulzura casi se podía percibir con la lengua.
Mientras el barco transitaba por el canal que dividía las dos cimas de la isla, nadie habló. El canal trazó una curva suave hacia la izquierda y luego discurrió en una curva larga hacia la derecha. Finalmente se abrió en una amplia bahía. Mientras el barco penetraba en aquella extensión amplia, Flint hizo rizar las velas. Al instante, el barco aminoró la marcha. Joach miró alrededor. No veía ningún muelle ni playa en la que dejar el barco. De hecho, toda la bahía estaba rodeada por unos acantilados inmensos semejantes a los del canal. Encima de todo aquello, imponentes, los dos picos de la isla parecían precipitarse contra el barco.
Joach frunció el entrecejo y se acercó al marinero zo'ol que conocía.
—Xin, ¿sabes adonde vamos?
El hombre, de escasa estatura, ató un cabo, se irguió y se encogió de hombros.
—Mis hombres y yo permaneceremos en el barco. Y ese pequeño, Tok, se quedará con nosotros.
—Dime, ¿adónde vamos?
Xin señaló el lado opuesto de la bahía. Allí, una larga y estrecha cascada de agua se precipitaba desde las cimas para estallar en un mar de espuma a los pies del acantilado.
—El hermano anciano dice que vais en esa dirección —le contestó el zo'ol.
—¡He tirado el ancla! ¡Todos a cubierta con el equipaje! ¡Ya! Vamos a ir a la orilla remando —les gritó Flint.
Joach se volvió y vio que los otros dos zo'ol quitaban la lona de un bote de remos que estaba atado al lado de estribor del barco. Iba a recoger su equipaje cuando Xin lo tomó por el brazo y lo detuvo.
Los ojos verdes del zo'ol Xin brillaban levemente.
—Como vidente, noto en tu corazón miedo y preocupación, Joach, hijo de Morin'stal. —Levantó entonces un dedo para acariciar la pálida cicatriz del ojo abierto que lucía en su frente oscura—. El miedo proviene de algo que tu ojo interno ha visto.
—¿Mi sueño...? —Joach estaba sorprendido.
Xin no le hizo caso, levantó una mano y tocó la frente de Joach.
—Tienes que saber una cosa. Igual que los ojos normales pueden ser engañados, el ojo espiritual de un vidente también puede serlo. Todavía no sabes dominar por completo tu poder. No permitas que él te controle. — Xin desplazó el dedo basta el pecho de Joach—. Es preciso que aprendas a ver también desde aquí.
Joach estaba aturdido y no sabía qué decir.
—Yo... yo... lo intentaré.
Xin asintió y sacó un objeto de debajo de la camisa. Era el colgante de diente de dragón que Joach le había dado a cambio de su nombre. Xin lo apretó en la palma de la mano.
—Hemos compartido los nombres y los corazones. Recuérdalo. Si me necesitas, toma la perla negra y lo sabré.
Al oír aquellas palabras, Joach frunció el ceño. Tocó la gran perla fina que llevaba en el bolsillo y se preguntó si eran sólo supersticiones de la tribu de los zo'ol o si realmente en aquel intercambio de regalos había algo realmente mágico. Acarició la perla y asintió hacia Xin.
—No lo olvidaré.
Xin, contento, volvió a su tarea con los cabos.
Joach se apresuró para cumplir las órdenes de Flint. Al poco, cargaba ya con sus cosas al hombro y la vara en la mano. Se acercó a los demás. Todos estaban dispuestos.
El bote de remos ya había sido descargado y ahora aguardaba junto al barco en las plácidas aguas. Una escalera de cuerdas descendía hasta él. Tol'chuk se encontraba ya en el bote y sostenía la escalera. Flint ayudó a Mama Freda a pasar por encima de la borda.
Luego el resto fue descendiendo por el cabo resbaladizo y tomó asiento. En cuanto todos estuvieron a bordo, Flint hizo un gesto con el brazo y la escalera se levantó. Los tres zo'ol y el pequeño Tok los despidieron con los brazos mientras que Tol'chuk, sentado en popa, remaba. La corpulencia y los fuertes brazos del ogro alejaron rápidamente el bote del barco.
—A la izquierda del salto de agua tiene que haber una playa estrecha —explicó Flint.
Tol'chuk hizo un gruñido de asentimiento y remó con más fuerza. El rugido profundo del salto del agua era mayor conforme se acercaban. Al cabo de un rato notaron incluso las salpicaduras. Joach miró atrás y vio el Caballo Pálido a su espalda. Después de tanto tiempo a bordo de aquel pequeño barco, casi le parecía su casa. En el bolsillo apretó la perla negra de Xin y se volvió a mirar cómo el bote cambiaba de dirección y se apartaba suavemente de la cascada.
Al cabo de unas cuantas paladas llegaron a una playa estrecha. El rugido del salto de agua era ensordecedor. Tras intercambiarse señales con las manos, Tol'chuk saltó del bote al bajío y arrastró la embarcación hasta la playa. Joach se sorprendió al comprobar la fuerza del ogro.
En cuanto el bote quedó bien asentado, todos desembarcaron. Las salpicaduras violentas de las aguas los empaparon a todos.
—Seguidme. No os separéis —gritó Flint al grupo.
Los precedió por aquella playa estrecha de arena gruesa y piedras, y se encaminaron en dirección al salto de agua. Cuando llegaron, Flint señaló hacia un punto.
Delante de ellos había una abertura entre la cascada y la pared empapada del acantilado. Los condujo hasta allí. En cuanto se aproximaron vieron que detrás del salto de agua había una gruta. Flint les indicó que lo siguieran hacia el interior de aquella caverna.
Mientras circularon entre el estruendo de las aguas y la pared de piedra se vieron forzados a andar en fila india. Sin embargo, en cuanto llegaron a la gruta, volvieron a agruparse. Joach miró a su alrededor con sorpresa. La caverna terminaba a tan sólo unos pocos palmos mientras que él suponía que encontrarían un túnel secreto o algo así.
—¿Adónde vamos ahora? —gritó por encima del estrépito de las aguas.
Flint extrajo el pequeño puño de hierro de Er'ril de un envoltorio de piel de foca y lo alzó para que todos lo pudieran ver.
—Igual que en el Arco del Archipiélago, éste es otro lugar rico en poder elemental. Desde aquí, la guarda puede abrir el camino hacia la ciudad —explicó.
Joach miraba las paredes de piedra negra de la cueva cuando la voz de Flint le hizo volver la cabeza de nuevo. Estaba señalando hacia el salto de agua.
—¡Vamos por ahí! Cogeos de las manos para formar una cadena.
Flint, con la guarda de hierro en una mano, tendió la otra a Elena. Ella se dispuso a asirla cuando él negó con la cabeza.
—¡Piel con piel! Tendrás que quitarte los guantes.
Ella asintió y lo hizo. En la penumbra de la cueva, las dos manos de Elena casi parecían brillar en su color rubí. Tomó la mano de Flint y luego acercó la otra a Joach. Como su hermano llevaba la vara, él tuvo que colocársela en las correas del equipaje y luego sacarse los guantes. En cuanto estuvo listo, tomó a Elena de la mano. Su tacto era frío y a Joach le pareció que asía a la misma luna. Le apretó la palma de la mano para darle confianza. Ella le sonrió levemente, pero su sonrisa era tan fría como su mano. Luego se volvió y ofreció la otra mano a Meric. Al poco, el grupo quedó unido con Tol'chuk cerrando la cadena.
Flint los miró atentamente y asintió.
—¡No rompáis la cadena hasta que hayamos cruzado! No estoy seguro del lugar de la isla adonde llegaremos. Estas guardas tienen que ser empuñadas por un maestro en magia. ¡Así que permaneced muy alerta!
Luego se dio la vuelta, levantó el puno de hierro y se acercó al salto de agua. Conforme se acercaba, la cortina de agua adoptó un aspecto vidrioso. Flint avanzó hacia adelante arrastrando consigo a los demás. Conforme acercaba la guarda, el agua tomó la apariencia de un cristal traslúcido, y la ancha bahía y el barco desaparecieron de la vista. Al otro lado de la cascada se veían unos edificios de ladrillos blancos y torres que se elevaban hasta las nubes.
¡A'loa Glen!
Flint los guió a través de la puerta como si estuvieran pasando por una entrada normal y corriente. Primero pasó él y a continuación Elena. Joach los siguió. Cuando Flint pasó de la cueva detrás del salto de agua y posó de nuevo sus pies en la isla de A'loa Glen sólo sintió un leve cosquilleo en la piel.
Sin embargo, en cuanto Joach atravesó el portal, la imagen apacible de la ciudad se deshizo en añicos. De inmediato sintió el asalto espeluznante de los gritos y los golpes de la batalla. Aquel ruido le hizo estremecer. El humo le penetró en la nariz y el aullido atronador de los dragones al morir resonaba a su alrededor procedente de las piedras quemadas por el sol. Con un único paso había quedado sumido en una vorágine. Joach miró atrás y vio que Tol'chuk salía detrás de Mama Freda; luego, la puerta se cerró.
Se encontraban en medio de una plaza anodina, situada en uno de los niveles más elevados de la ciudad. No muy lejos, Joach distinguió las almenas y las torres de su antigua prisión, el extenso Edificio de A'loa Glen. Por un momento, el corazón se le encogió. ¿Cómo podían pensar en penetrar en aquella fortaleza tan sólida? Mientras lo miraba, le pareció advertir algo extraño. Clavó la vista en el lugar y se estremeció al ver lo que faltaba.
—¡El árbol! —gritó, mientras levantaba el brazo y señalaba—. ¡El koa'kona ha desaparecido!
Las ramas muertas del poderoso símbolo de A'loa Glen acostumbraban a sobresalir por encima del patio central para extenderse como una corona por encima del Edificio. ¡Y ahora no estaba!
Sin tiempo apenas para ponderar aquel presagio, una voz surgió por la esquina de un edificio en ruinas. El tono era agudo y siseante.
—Llevamosss mucho tiempo esssperando vuessstra llegada.
Joach se dio la vuelta de un salto. Por todas las calles había skal'tum que se abrían paso hacia la plaza. Incluso por las innumerables ventanas oscuras unos rostros pálidos los miraban sonriendo con sus dientes afilados.
El grupo había ido a parar s no nido de skal'tum. Era una emboscada.
Un monstruo inmenso entró a la plaza. Era el skal'tum más grande que Joach había visto en su vida. Extendió las alas, dio contra un pilar antiguo y lo rompió. Se inclinó hacia ellos con un siseo.
—¡Vuessstro retrassso nosss ha dado mucha hambre!
Sy-wen sentía los brazos quemados, pero no hizo caso de aquel dolor. Sabía que no le pertenecía, que era del dragón. Miró el ala derecha de Ragnar'k. Se habían acercado demasiado a una de las torres de la ciudad cuando, de repente, estalló en llamas. La llamarada de fuego y escombros había tomado por sorpresa a Ragnar'k, y sólo pudieron librarse de morir gracias a un descenso en picado repentino y un giro del dragón.
Aun así, Ragnar'k tenía las escamas cubiertas de ampollas y laceradas, y el borde delantero del ala presentaba una herida enorme. Ragnar'k volaba guardando cierta distancia respecto a los límites de la ciudad. Ahora se encontraban encima de las olas para regresar a la flota, que estaba en una situación apurada. Aunque los barcos del enemigo les lanzaban flechas al pasar, su vuelo les permitía estar por encima de su alcance. La pregunta era hasta cuándo iba a durar aquella situación. Ragnar'k estaba cada vez más débil a causa del ala herida y perdía altura rápidamente.
Más abajo, en la flota de los dre'rendi, reinaba el caos. Los barcos que les atacaban, por lo general más pequeños que los barcos de guerra de los Jinetes Sangrientos, se desplazaban entre la flota. Las flechas volaban por encima de las olas, algunas encendidas y otras envenenadas. Casi todos los barcos de guerra con la proa en forma de dragón estaban siendo acosados por aquellas embarcaciones más pequeñas y rápidas. Igual que la rémora de los tiburones, las escaleras y los ganchos de abordaje de los barcos del enemigo se habían adherido a los flancos de los barcos más grandes. El combate era cruento en las cubiertas y jarcias.
Por doquier se oían gritos y órdenes.
Pero no todo estaba perdido. Entre los barcos del adversario, el mar tampoco era amigable. Los mer'ai y sus dragones surgían de las profundidades y provocaban estragos en ellos. Las garras y los colmillos de los dragones se clavaban a las quillas y a los hombres por igual. Por todas partes se hundían barcos, y los berserkers que caían al agua eran pasto para los dragones.
Sin embargo, tampoco los mer'ai estaban seguros en su mar. Unas bestias con tentáculos agarraban a dragones y jinetes desprevenidos. Lo peor de la batalla submarina tenía lugar cerca de la ciudad. Un enorme leviatán se había quedado dentro de un nido de aquellos monstruos. Unos tentáculos pálidos ondulantes herían al gigante. Parecía como si el leviatán se deslizara en un mar de llamas pálidas y parpadeantes. Los dragones, con y sin jinetes, se debatían por liberar a la criatura, pero incluso desde aquella altura, Sy-wen se dio cuenta de que el animal no lograría sobrevivir a las heridas que había sufrido. Las aguas alrededor de las torres hundidas estaban llenas de espuma roja. Los barcos destrozados y los cadáveres obstruían los estrechos canales de la ciudad sumergida.
Sy-wen quiso apartar de sí todo aquel dolor e hizo llegar a Ragnar'k un ruego. Tenemos que informar al Corazón de Dragón.
Ragnar'k dobló la cabeza para mirarla con uno de sus ojos negro y cristalino.
No te fallaré, vínculo mío.
Dificultado por el ala herida, todo su cuerpo se estremeció cuando se dispuso a tomar distancia del mar. Ella se le acercó más al cuello y lo acarició. Quería que su montura tuviera más fuerza. Tenían que llegar hasta el almirante.
—Kast, si me oyes —susurró—, une tu corazón al de Ragnar'k. Os necesito a ambos.
Sabía que en cuanto Ragnar'k tomaba forma, Kast dejaba de saber lo que ocurría. Aun así, la muchacha necesitaba por dentro que él la escuchara. Sy-wen se sentía cansada de todo un día volando y luchando y se permitió cerrar por un instante los ojos. Al sentir el viento en los oídos, el estrépito de la batalla se convirtió en un rugido apagado.
Kast, escúchame, le urgió en silencio.
Desde algún punto de su interior, surgió la respuesta. Sy-wen no era capaz de discernir si procedía de dentro de ella o del dragón. Ambos eran un mismo espíritu.
Estoy aquí, Sy-wen.
Ella abrió los ojos.
—¿Kast?
Los dos estamos aquí, mi vínculo. Aquella voz era la de Ragnar'k.
¿Cómo es posible?, les preguntó a ambos.
Creo que después del relámpago, la línea entre los dos se ha empezado a desdibujar —respondió Kast—. Ahora veo lo que el dragón ve, pero como si fuera un sueño.
¿Y puedes hablarme?, preguntó Sy-wen.
A Ragnar'k le supone un esfuerzo, ya que entonces le resulta más difícil controlar él.
Sy-wen percibió la confirmación silenciosa del dragón a algo que era casi incómodo para él. A Ragnar'k no le gustaba admitir sus puntos débiles.
Tenemos que dejar de hablar —dijo Sy-wen—. Ragnar'k necesita toda su energía. Tenemos que llegar al Corazón de Dragón y al almirante.
Lo sé, ya lo he visto. Ragnar'k sólo me ha permitido un momento de unión para animarte. Quería que supieras que estoy ahí. Al darse cuenta de tu desesperación ha intentado aliviarte, aun a costa de su propio bienestar.
Sy-wen acarició un costado de su montura y percibió una sensación reconfortante del dragón.
Realmente los dos sois mi vínculo.
Tengo que marcharme —dijo Kast—. Buen viaje a ambos. Tus noticias tienen que llegar a la flota.
Sy-wen notó que Kast se marchaba. A continuación, le pareció que Ragnar'k incrementaba la velocidad y que el calor de su cuerpo aumentaba. El dragón dibujó un ángulo sobre la batalla que se desplegaba más abajo. Aunque el humo le empañaba la vista, el Corazón de Dragón de tres mástiles se podía distinguir a lo lejos. Por lo general el barco se mantenía en la retaguardia de la contienda, y el almirante dirigía la flota con el sonido de los cuernos y las palomas mensajeras.
Por el momento, el combate estaba en tablas y ninguna de las partes cedía. Pero aquello no podía durar mucho más tiempo. Las fuerzas oscuras ganarían, a no ser que Sy-wen llegara a tiempo hasta el barco.
Al examinar las defensas del enemigo había visto dos detalles esenciales, una información muy necesaria que era preciso comunicar a los Jinetes Sangrientos. Primero, habían distinguido varios puntos en la ciudad desierta donde había skal'tum apostados. Como aquellas bestias huían de la luz del sol, había resultado difícil localizarlas. Sin embargo, el extraordinario olfato del dragón les permitió descubrirlos. Sy-wen calculaba que había por lo menos otras dos legiones, o tal vez tres, que todavía se mantenían como defensa de la isla. Apretó los dientes. ¡Quedaban tantos monstruos con vida! Creía que la batalla del Sargazo habría reducido su número de forma más drástica.
Al volver la vista hacia la ciudad asediada, Sy-wen se dio cuenta de que la velocidad era esencial. La flota tenía que alcanzar y dominar los muelles antes del atardecer. Si lograban poner los pies en la isla, podrían emplear los edificios en ruinas y las torres caídas como elementos de protección contra los skal'tum. En alta mar la flota sería demasiado vulnerable a las bestias aladas, y el curso de la batalla resultaría favorable para el enemigo.
Sin embargo, la noticia sobre los skal'tum no era lo peor. Sy-wen observó que se acercaban al Corazón de Dragón. Tenían que apresurarse.
Tengo que bajar, dijo Ragnar'k. El dolor en el brazo derecho de Sy-wen era peor. Aquel vuelo forzado les estaba pasando factura.
Tú sólo llévanos ahí. Si es preciso, nada.
La batalla era mayor conforme se acercaban a las aguas de la refriega. Al poco rato, los extremos de los mástiles se dibujaron justo debajo de las alas del dragón. Las flechas procedentes de los barcos enemigos los alcanzaron, salpicando el vientre de Ragnar'k, si bien, hasta el momento, las gruesas escamas lo protegían de sufrir mal alguno.
Al cabo de unos instantes habían pasado lo peor de la batalla y se deslizaban por encima de las olas hacia la parte posterior de la flota. El Corazón de Dragón se encontraba frente a ellos.
Ragnar'k tuvo que subir un poco para remontar la borda del barco. Su aterrizaje en cubierta fue más bien un golpe patoso. Los espolones de plata se clavaron en cubierta, y el ala derecha herida golpeó un mástil. Sy-wen sintió un dolor agónico en el brazo aunque por fin los dos se quedaron quietos. Ragnar'k cayó desplomado.
Sy-wen se enderezó en su asiento.
—¡Sangre de dragón! —gritó—. ¡Traed ahora mismo el brebaje!
No se atrevía a cambiar el conjuro e invocar a Kast ahora; Ragnar'k estaba demasiado herido.
Los hombres, que se habían apartado ante la caída del dragón, se acercaron. El almirante saltó de la cubierta de popa y gritó para que los hombres cumplieran las órdenes de Sy-wen. Al instante les acercaron un tonel.
Sy-wen observó por primera vez las quemaduras del dragón. Aquella visión le revolvió el estómago. Sólo el olor indicaba la profundidad del daño, incluso más que el dolor. Miró la piel quemada. De las escamas negras, ahora laceradas y terriblemente blancas, le salía un líquido claro de color amarillento. Incluso se le podían ver los huesos a través del tejido desgarrado del borde delantero del ala. No se había dado cuenta, hasta ahora, de la gravedad de las heridas de Ragnar'k. ¿Cómo había podido recorrer una distancia tan larga?
Pronto recibió la respuesta.
Tu corazón, mi vínculo... No podría fallarte.
Se inclinó hacia adelante y abrazó el enorme cuello. Se incorporó rápidamente en cuanto colocaron un barril delante del hocico del dragón y el almirante en persona se acercó con un hacha en la mano. Abrió con un golpe la tapa del barril.
—¡Bebe! —le ordenó.
A Ragnar'k no le hacía falta que lo apremiaran para eso. El olor de la sangre le atraía. En Sy-wen, el hambre de sangre parecía estar a punto de superar el dolor por las quemaduras. Ragnar'k bajó el hocico y bebió la sangre almacenada. Al cabo de unos instantes el barril estaba vacío.
De forma casi inmediata, Sy-wen notó también las propiedades curativas de la sangre de dragón. El dolor que sentía en el brazo se alivió, como si se lo hubieran calmado con agua fresca, y a punto estuvo de suspirar de alivio.
Ragnar'k apartó el barril con el hocico.
—¿Necesitas más? —le preguntó Sy-wen.
No. Ragnar'k es fuerte. La sangre de esos dragones enclenques es suficiente.
Sy-wen suspiró aliviada. Al ver que el carácter altanero del dragón había regresado, supo que efectivamente él estaba mucho mejor.
—Entonces, mi vínculo poderoso, tengo que consultar con los demás.
Ragnar'k le lanzó un bufido de desdén, como si aquellos asuntos estuvieran por debajo de sus intereses.
Sy-wen sonrió al notar que la arrogancia de su compañero aumentaba, se deslizó del asiento a cubierta y estuvo a punto de caer al suelo, pues tenía las piernas cansadas de volar durante todo el día. Sin embargo, logró tenerse de pie gracias a la mano del almirante.
—Gracias —le dijo.
Sy-wen, con la mano todavía posada en el costado del dragón, se volvió hacia Ragnar'k.
Ahora, a descansar, vínculo mío.
Vuelve pronto. Él se dio la vuelta y le dio un golpecito con la punta del hocico. Echo de menos tu olor.
—Y yo el tuyo —dijo ella en voz alta. Luego retiró la mano.
Sy-wen y el almirante se retiraron unos pasos mientras el conjuro tenía lugar. Las alas y las escamas explotaron de forma violenta delante de ellos, se arremolinaron y se replegaron sobre sí mismas hasta que sólo quedó la forma de un hombre desnudo agazapado sobre la cubierta.
Kast se levantó y dio un paso tambaleante al frente, tenía el brazo derecho marcado con una herida profunda que le iba del hombro a la muñeca. Pero para cuando Sy-wen se abalanzó hacia él, la herida empezó a palidecer y adquirir un tono rosado. Ella se desplomó en los brazos del hombre, mientras el almirante ordenaba con un gesto a un marinero que fuera a buscar unos pantalones bombachos y una camisa.
Sy-wen sintió el calor de su piel desnuda contra la mejilla y deseó estar siempre en brazos de Kast; sin embargo, la urgencia de las noticias que traían exigía que pronto se tuvieran que separar de nuevo.
Kast se inclinó junto a ella.
—Yo también echaba de menos tu olor —le susurró.
Sy-wen levantó la mirada hacia él con las mejillas ardiendo. Él la besó con fervor una única vez. A Sy-wen le temblaron las rodillas, pero él tenía unos brazos fuertes que no la dejarían caer.
Uno de los guerreros se acercó apresuradamente, demasiado pronto, con los brazos cargados de ropa.
Kast acarició las mejillas de Sy-wen con la punta de los dedos, y luego le recorrió el cuello. A continuación se vistió rápidamente. Mientras se colocaba los pantalones empezó a hablar con el almirante.
—Tenemos que enviar un mensaje a los demás capitanes. Está a punto de producirse un cambio en la batalla y tenemos que estar preparados.
—Venid —ordenó el almirante en cuanto Kast estuvo vestido—. Nos retiraremos a mi camarote. Le diré a Bilatus que acuda a escuchar lo que nos tenéis que contar.
Kast asintió. Tomó a Sy-wen por un brazo y juntos siguieron al almirante. Sy-wen se dio cuenta de que la batalla parecía haber dado más vigor al almirante, que empezaba a estar entrado en años. El hombre andaba con más brío, e incluso los ojos le brillaban ante la excitación de la batalla.
Cuando llegaron al camarote encontraron al chamán fornido estudiando atentamente un montón de libros y mapas. Bilatus levantó la cabeza calva con las mejillas enrojecidas por el calor de la habitación. Se incorporó con un pequeño gemido.
—Señor Kast, señora Sy-wen, no sabía que hubierais regresado.
El almirante dio un paso al frente.
—¿No has oído el golpe en cubierta y todo el alboroto?
Bilatus adoptó una expresión de disculpa y señaló la mesa que estaba llena de objetos.
—Mis libros... Cuando estudio, pierdo el mundo de vista.
El almirante le dio una palmadita amistosa en el hombro mientras se arrellanaba en un asiento.
—Nada me complace más. Ésta es la función del chamán. Tú te dedicas a tus manuscritos y mapas, y dejas que los guerreros manejemos las armas.
El almirante, que era muy alto, hizo una señal a Sy-wen y a Kast para que acercaran las sillas con cojines que había cerca del hogar.
En cuanto se hubieron acomodado, el almirante se levantó de la silla y empezó a andar a grandes zancadas por la habitación. Tenía demasiada energía para una habitación tan pequeña. Sy-wen se dio cuenta de que el hombre tenía muchas ganas de regresar a cubierta y oler la batalla.
—¿Qué noticias traéis? —preguntó.
Kast miró a Sy-wen, pero ella le hizo un gesto para que hablara él. Kast explicó rápidamente que habían localizado en las ruinas de la ciudad unas legiones de skal'tum que todavía no habían entrado en combate.
—En cuanto el sol se ponga, emprenderán el vuelo y atacarán. Es preciso que lleguemos a la isla antes de que eso ocurra. Tenemos que ocupar los edificios para tener una buena defensa contra esos monstruos.
La narración de Kast hizo que la marcha del almirante se apaciguara. Al terminar la explicación, éste se había detenido con la mirada encendida.
—Eso son muy malas noticias —dijo Bilatus desde la mesa cercana—. Nos dices que dediquemos todas nuestras fuerzas en atacar directamente los muelles de la ciudad. Si podemos controlar el muelle tal vez podamos sobrevivir.
El almirante apretó el puño.
—Tenemos que hacer algo más que sobrevivir. Tenemos que ganar. El Señor de las Tinieblas no nos permitirá sobrevivir a media victoria. Si no arrancamos sus fuerzas de la isla y la tomamos, los dre'rendi nos habremos quedado sin mares seguros donde navegar. —El almirante empezó a andar de nuevo—. Nos habéis traído unas noticias muy importantes. Es preciso que advierta a todos los demás y reconduzca las fuerzas.
Se dispuso a dirigirse hacia la puerta, pero Sy-wen lo detuvo.
—Antes de hacer algo, traemos otras noticias.
El almirante se volvió y Sy-wen se dio cuenta del fuego que le brillaba en los ojos. Aquél era un verdadero guerrero. Para él la charla y la estrategia no eran tan importantes como la espada y la lanza.
—¿Qué hay más? —preguntó.
Sy-wen tragó saliva y habló rápidamente:
—Nos arriesgamos a sobrevolar el castillo de la ciudad para ver que más nos aguardaba. En uno de los patios centrales observamos que aquel árbol tan majestuoso había sido talado y que sus ramas estaban siendo cortadas.
—¿Y bien?
Kast respondió:
—Ese árbol ha sido siempre una fuente de energía mágica. Esta acción repentina de los magos negros me parece muy sospechosa.
Sy-wen asintió.
—Además, alrededor del tocón del árbol hemos visto un círculo de hombres vestidos con túnicas negras que daban vueltas y cantaban. Y sobre el tocón había una niña encadenada que se retorcía.
La impetuosidad del almirante se calmó cuando empezó a comprender lo que le estaban intentando decir.
—Están intentando invocar algún tipo de magia negra para vencernos.
—Así es —respondió Kast—. Así que, además de atacar en los muelles deberíamos estar preparados para cualquier sorpresa. Me temo que lo peor está todavía por venir.
El almirante asintió con seriedad. Al acercarse a la puerta, su paso se aceleró más por el apremio que por la excitación.
—Tengo que alertar a la flota.
Al ir a agarrar el pasador de la puerta se oyó un golpe repentino al otro lado de la misma.
—¡Señor! Tenéis que subir a cubierta. Está pasando algo.
El almirante volvió la vista hacia ellos. Ahora, la preocupación se había abierto paso entre su furia. Todos se levantaron para seguirlo y salieron precipitadamente del camarote, de tal forma que el Jinete Sangriento que había traído el aviso estuvo a punto de caer al suelo.
En cuanto estuvieron arriba, Sy-wen se dio cuenta de inmediato de la dirección de la que provenía el problema. En cubierta todas las vistas estaban clavadas hacia el norte, en dirección a la isla. Sy-wen se apresuró hacia la barandilla del barco junto con los demás.
En el campo de batalla parecía que un gran silencio se hubiera desplomado sobre las aguas, como si los combatientes hubieran contenido el aliento todos a la vez. A lo lejos, la isla se recortaba con detalle mientras el sol se hundía al oeste. Desde el pico central de la isla, exactamente desde la construcción que la coronaba, se elevaba un muro oscuro contra el cielo azul, una columna de oscuridad que no podía ser confundida con el humo. Era un faro negro enorme, una voluta de luz siniestra arrojada desde las profundidades de un mundo subterráneo.
—¿Qué es esto? —preguntó el almirante.
Nadie le supo responder.
Mientras miraban, esa lanza de oscuridad empezó a ladearse, como si fuera una torre que se desmoronara en dirección oeste.
—¡Madre Dulcísima... no! —gimió Sy-wen.
En aquel instante adivinó que aquel faro siniestro procedía del tocón mágico del árbol koa'kona después de que sus últimos vestigios de magia blanca hubieran sido corrompidos para obtener aquel fin espeluznante.
La columna oscura siguió descendiendo hasta que apuntó hacia el sol poniente.
—No es posible que tengan un poder como éste —farfulló Kast.
Mientras todos miraban, el extremo de la columna de oscuridad se abrió como si de una rosa horripilante se tratara y se extendió por todo el cielo del oeste, derramando su oscuridad como un borrón de tinta en el horizonte. Un crepúsculo inquietante se abatió sobre el mar y cubrió el sol. Sy-wen sólo había visto aquel cambio en la calidad de la luz una vez, cuando era una niña y vio un eclipse solar. Tal era la iluminación ahora. No era de noche, pero tampoco era ya de día. Era una luz crepuscular carente de sombra que pesaba en el espíritu igual que la presión de los mares profundos.
—Nos están quitando el sol —constató Bilatus—. ¿Para qué?
Sy-wen sí lo sabía. Apartó la vista del cielo del oeste y miró a la isla de nuevo.
—Para eso —musitó señalando.
Kast, Bilatus y el almirante se volvieron. Una nueva amenaza se extendía sobre el mar procedente de la isla. Bajo aquella extraña luz, unas bandadas de seres alados emergieron de la ciudad como una neblina pálida que se cernía hacia la flota.
—Los skal'tum han emprendido el vuelo —dijo Sy-wen.
El almirante miró atentamente aquella amenaza que se les aproximaba.
—Entonces, hemos llegado demasiado tarde.