CAPITULO 22
El trío de magos condujo a Er'ril por el
patio principal del Edificio. Detrás de él había dos guardias
pertrechados con espadas largas. En cualquier caso, Er'ril no era
un peligro para nadie: iba atado de los tobillos a los hombros con
cadenas que le limitaban la zancada, le hacían arrastrar los pies y
hacían que cada paso suyo resonara. Mientras avanzaba penosamente
por el camino del jardín de piedras blancas, miró el cielo azul con
un mohín, casi cegado ante la luz de la tarde después de haber
pasado tantos días encerrado en las mazmorras de la
ciudadela.
El sol se dirigía ya hacia el oeste y los
jardines del patio estaban sumidos en la sombra. Sólo las ramas
altas del enorme árbol koa'kona, el antiguo símbolo de A'loa Glen,
se extendían por encima de los muros y se elevaban hacia la cálida
luz del sol. La visión de aquel árbol debería haberlo confortado,
pero los gritos de batalla procedentes del otro lado de los muros
del castillo hicieron de aquella imagen un símbolo de la
desesperación. Era como si las ramas muertas del árbol se
debatieran también contra su propia desaparición.
Para acabar de reforzar esa impresión,
alrededor de la base del tronco del árbol, entre sus raíces
nudosas, se había congregado un grupo de magos vestidos con túnicas
negras que lo rodeaban. Diez hombres musculosos estaban apoyados en
unas hachas largas con expresión sombría cerca de allí. Er'ril casi
podía oler la amenaza que se elevaba de aquella ciénaga de
maldad.
Sin embargo, no fue sólo aquello lo que
percibió: sintió el humo en la nariz y vio cómo éste teñía el cielo
mientras alrededor de la ciudad se oía el fragor de los tambores y
los cuernos. Al principio, parecía que la batalla estuviera junto
al castillo; incluso era posible oír órdenes voceadas. Luego,
aquellos ruidos enmudecieron, como si la batalla se hubiera alejado
de allí. Er'ril sabía que aquello no era cierto. El mar puede
engañar con el sonido. De hecho, la batalla se estaba desarrollando
alrededor de toda la isla.
Desde lo alto de la torre situada más hacia
el oeste ya había contemplado el inicio del ataque. Había visto
cómo los barcos de los Jinetes Sangrientos y los dragones de los
mer'ai arremetían contra las fuerzas apostadas allí y cómo unos
monstruos se habían alzado desde las profundidades del mar; los
barcos de los berserker habían abierto las filas de los barcos
dre'rendi; vio ráfagas de flechas encendidas y rocas que hostigaron
a los dragones y a sus jinetes. Al poco, la espuma de las olas era
toda sangre y entrañas. Los cascos de los barcos calcinados
quedaban encallados contra el borde anegado de la ciudad. Los
cuerpos de las víctimas, tanto amigos como enemigos, flotaban en
medio de todos aquellos escombros. Algunas torres de la ciudad se
habían convertido en fuentes de llamas cuando la brea y el aceite
almacenados en ellas prendieron con las antorchas de los atacantes.
Por todas partes había restos de la masacre.
Mientras aquello sucedía, Shorkan se había
limitado a permanecer de pie junto a la ventana de la habitación de
la torre y a contemplar la batalla que estaba teniendo lugar a sus
pies. No mostró ninguna emoción. Finalmente, tal vez respondiendo a
una señal sólo conocida por él, Shorkan se volvió y les ordenó
dirigirse a las catacumbas para efectuar los últimos preparativos
del ritual nocturno. No parecía muy preocupado por la batalla que
tenía lugar en la parte baja de la ciudad.
Aquella falta de preocupación era lo que más
indignaba a Er'ril. Si aquel desalmado se hubiera regodeado ante la
destrucción, o mostrado algún indicio de humanidad, Er'ril se
habría sentido mejor. Aquella falta total de interés por la masacre
demostraba la poca humanidad que le quedaba a aquel ser envuelto en
la piel de su hermano.
Mientras cruzaban el jardín, Er'ril miró
atentamente la espalda de Shorkan. La única emoción que había
logrado de aquel hombre había sido una mirada de sospecha cuando
había sugerido que tal vez hubiera un traidor en el grupo de
Shorkan. Pero cuando Er'ril se negó a entrar en detalles, el
interés del Pretor disminuyó rápidamente.
Sin embargo, Er'ril había logrado algo. Por
mucho que aquel falso hermano hiciera el papel de un semidiós
estoico, Er'ril sabía que algo del Shorkan que él conocía estaba
todavía detrás de aquel rostro frío. Nada noble o inicuo, pero sí
las caras más abyectas de su hermano, que en su tiempo Shorkan
intentaba mantener ocultas o bajo control.
Cuando Shorkan era más joven, su orgullo y
confianza habían superado de largo su sentido común. Odiaba, por
ejemplo, perder en juegos de estrategia. Aquella rabia infantil
prevalecía todavía bajo esa túnica blanca. Aunque el rostro del
Pretor continuaba impasible, Er'ril sabía que el pensamiento y la
sangre de Shorkan se agitaban pensando en quién podría ser aquel
traidor. Er'ril había plantado una semilla de sospecha y había
confiado en la naturaleza innoble de su hermano para convertir
aquel germen en un verdadero núcleo de desconfianza. Cualquiera que
se centrara tan sólo en sospechar de quienes tenía al lado podía
muy bien no saber defenderse de un ataque de frente.
Aquélla era la esperanza de Er'ril.
El escozor que sentía en los tobillos y el
dolor que le producía el roce de las esposas hicieron que se
sintiera aliviado al llegar al otro lado del patio principal. En el
muro del jardín había una puerta hecha de madera de carpe esculpida
en forma de rosal enroscado que permanecía cerrada a los
visitantes.
Era la entrada a las catacumbas
subterráneas, el lugar en que durante los últimos siglos eran
enterrados los hermanos fallecidos en A'loa Glen. Sus pasillos se
hundían en el núcleo volcánico de la isla. Había quien decía que
los túneles que la recorrían eran pasadizos naturales hechos con
las corrientes de lava fundida de cuando se creó la isla. Sin
embargo, ahora los pasillos no guardaban gran parecido con esas
estructuras naturales. Siglos de pies arrastrándose habían pulido
la piedra negra hasta darle un lustre brillante, y los primeros
artistas de la ciudad trabajaron con mucha habilidad las paredes y
los techos con esculturas y frontispicios.
Sin embargo, más allá del brillo de siglos,
Er'ril siempre había notado la roca natural de la isla. Era como el
latido de un corazón cuando uno reposa la cabeza en el pecho de un
amante. Siempre estaba ahí, eterna.
Er'ril supuso que, por este motivo, el sitio
había sido elegido como cripta de enterramiento de la isla y por
ello también habían enterrado allí el Diario Ensangrentado. En
aquellos túneles subterráneos, el tiempo parecía carecer de
significado. Era el lugar adecuado para preservar el pasado y
proteger el futuro.
De repente, el lamento agudo de las bisagras
enmohecidas devolvió a Er'ril a la realidad y apartó de sí los
recuerdos del pasado. A pesar de que se encontraba muy cerca del
comienzo de las catacumbas, los pasillos parecían alejarlo del paso
eterno del tiempo.
—Cierra la puerta en cuanto hayamos pasado
—ordenó Shorkan al guardián de la entrada—. Nadie debe
molestarnos.
El soldado asintió cuando Shorkan ya había
pasado por delante de él y entrado en las catacumbas. Denal le
siguió, mientras Greshym se quedaba en la retaguardia, andando
detrás de Er'ril.
Después de la puerta había una escalera que
descendía hacia el primer piso de las catacumbas. Aquél era el
lugar donde se enterró a los hermanos más antiguos, unas criptas
estrechas selladas con losas grabadas. Un par de antorchas
flanqueaban la entrada. Denal asió una de ellas. Shorkan, en
cambio, se limitó a levantar una mano y surgió de ella una bola de
fuego de plata que giraba sobre sí misma y que quedó flotando
delante de él mientras abría camino.
Los pasos del grupo y la cadena de Er'ril
resonaban de forma apagada por el pasillo. Sus sombras se agitaban
en la pared con los parpadeos de la antorcha.
Greshym andaba al ritmo lento de Er'ril, en
la retaguardia. El hombre de los llanos se dio cuenta de que el
mago oscuro quería hablar con él, pero que temía que los demás le
oyeran. También era evidente que el cansancio había hecho mella en
el anciano y no podía mantener el ritmo de los otros magos más
jóvenes. Er'ril miró atrás y vio el dolor de las articulaciones
reflejado en el rostro del anciano; observó cómo Greshym apretaba
su única mano con fuerza en la vara.
—Prepárate —masculló Greshym, agotado, con
un tono de voz más bajo que el furtivo susurro de un amante
secreto.
Er'ril asintió, pero no respondió.
El pasillo proseguía su espiral hacia las
profundidades del corazón de la isla. Había otros pasillos que se
ramificaban y atravesaban el pasillo principal.
—Sería fácil perderse aquí —susurró Greshym
con la respiración entrecortada mientras andaban; los otros dos
magos se encontraban a bastante distancia—. Jamás se ha hecho un
mapa de estos túneles. Es fácil desaparecer aquí.
Er'ril se limitó a bufar con desdén y burla.
Greshym intentaba darle a entender que escapar era posible. Pero,
naturalmente, esa oportunidad sólo la tendría cuando Er'ril
liberara el Diario Ensangrentado y otorgara el Libro al mago negro
anciano.
Conforme el grupo penetraba más
profundamente en el mundo de los muertos, los grabados en las
lápidas resultaban más legibles puesto que la antigüedad de las
tumbas era menor. Al poco, llegaron incluso a pasar por delante de
algunos nichos abiertos, tumbas que aguardaban a sus futuros
ocupantes.
—Aun así —prosiguió Greshym—, es algo que
hay que tener en cuenta.
Shorkan los condujo más abajo, pasaron
delante de más tumbas y se dirigieron al lugar donde las paredes
tenían el tacto áspero de la piedra natural. La profundidad de las
catacumbas llegaba a niveles en donde el propio mar reclamaba los
túneles, pero el grupo no iba tan lejos. Shorkan los llevó, sin
advertencia previa, fuera del túnel principal y los encaminó por
unos pasadizos laterales estrechos. Prosiguió sin vacilación por el
laberinto de pasadizos entrecruzados y salas, desplazándose de
forma certera hacia su objetivo.
Por fin, Shorkan tomó un pasillo que
terminaba en una sala. Las paredes a ambos lados eran de roca
natural, pero delante de ellas había una pared de hielo negro que
iba del suelo al techo. Su superficie oscura casi parecía fluir,
como si aquel hielo se fundiera y se volviera a helar en un ciclo
eterno.
Shorkan se acercó a la defensa helada. El
brillo de la esfera encendida que llevaba arrojaba sus reflejos
contra aquella barrera sólida. Con una mirada de desagrado, Shorkan
se volvió de espaldas a aquella visión.
—El mago que hizo este conjuro para ti,
Er'ril, tenía una gran habilidad. Lleva siglos resistiéndose a mis
ataques.
—Me debía un favor —respondió Er'ril,
encogiéndose de hombros.
—No bromees conmigo. El hermano Kallon
empleó el último aliento que le quedaba antes de morir y la magia
que el Libro te concedió para crear esta tumba para el Diario
Ensangrentado. Murió al acabar el conjuro y se llevó el secreto con
él.
Er'ril rió con brusquedad.
—No seas tan melodramático, hermano. No hay
ningún gran secreto, ni ningún misterio arcano. Sencillamente, el
hermano Kallon era mejor mago que tú. Y lo sabes. Ya antes de crear
el Libro te lamentabas a menudo de la increíble habilidad de aquel
mago anciano, de que siempre te superaba. Por eso, cuando me di
cuenta de que corría peligro, le pedí ayuda a él. Era mejor que
tú.
El rostro de Shorkan seguía impertérrito,
pero Er'ril se dio cuenta de que la rabia contenida hacía que las
llamas de la esfera brillaran con más intensidad.
—Es posible que el hermano Kallon tuviera
más habilidad que yo en aquel tiempo. Pero, después de cinco
siglos, he mejorado mi destreza y mi talento.
Er'ril se encogió de hombros y señaló con la
cabeza el muro de hielo.
—Ah... sí, claro. Pero veo que todavía no
eres lo suficientemente bueno como para vencer al hermano Kallon.
Su conjuro, como una burla, sigue siendo una prueba de su
superioridad.
El semblante de Shorkan por fin reaccionó.
Una furia salvaje le estalló en la mirada a la vez que separaba los
labios con un gruñido fiero; la frente se le oscureció, como si de
ella fuera a salir una tormenta amenazadora.
—¡Esta noche todo terminará! El hechizo del
hermano Kallon será derrotado por uno creado por mí. Su muerte
lejana habrá sido en vano, y tanto el Libro como tú habréis
desaparecido con la salida de la luna.
Er'ril se quedó tranquilo ante la furia de
Shorkan. Luego habló lentamente y con intención.
—Esto habrá que verlo, querido hermanito.
Kallon ya te ha vencido antes... y volverá a hacerlo esta
noche.
Shorkan estaba furioso y la ira estaba a
punto de ahogarle. Se volvió hacia Denal.
—¡Preparad los cuchillos y el anillo mágico!
—ordenó, furioso.
El niño mago colocó la antorcha en un
soporte de la pared y se apresuró hacia adelante. Tras agacharse,
sacó dos cuchillos con la empuñadura en forma de rosa de unas
fundas que llevaba en la muñeca y una larga vela blanca de un
bolsillo. Greshym se acercó al muchacho, dejó la vara y tomó uno de
los puñales. El anciano miró a Er'ril, claramente preocupado por el
acoso del hombre de los llanos a Shorkan. Como no halló respuesta
alguna en el rostro de Er'ril, siguió ayudando al muchacho. Denal
encendió la vela con un gesto de la mano y luego empezó a verter la
cera dibujando con ella un círculo amplio delante del muro de
hielo. Se disponían a reproducir el momento en que el Diario
Ensangrentado se creó.
Mientras aquel par hacía los preparativos,
Shorkan se acercó a Er'ril.
—Lo conseguiré —proclamó con rabia—. Venceré
al hermano Kallon y destruiré lo que él se empeñó en preservar. Y,
al hacerlo, veré cómo tu corazón estalla mientras todas tus
esperanzas y esfuerzos se derrumban ante ti. ¡Voy a ser testigo de
tu fracaso! —Shorkan sacó un puñal de la manga y lo sostuvo frente
a Er'ril—. ¿Lo reconoces?
Ahora era Er'ril quien tuvo que fingir
desinterés. Al ver aquel puñal antiguo y desgastado se quedó sin
aliento.
—Es el cuchillo de caza de padre...
Shorkan lo miró con intención.
—Me lo entregaste la noche de la creación
del Libro, ¿te acuerdas?
Er'ril palideció al recordarlo. En efecto,
para el conjuro de la creación del Libro él tuvo que prestar a su
hermano ese cuchillo. Lo había creído perdido para siempre. Ver
cómo aquel recuerdo de su padre era empleado para una causa tan
pérfida debilitó su actitud decidida. Shorkan se inclinó sobre
Er'ril.
—Sé que nuestro padre significaba mucho para
ti, Er'ril. Me complacerá ver que este objeto suyo nos ayuda a
destruir todo cuanto tú amas.
Er'ril no quiso dejarse avasallar por la
vehemencia de su hermano. Las siguientes palabras dirigidas a
Shorkan las lanzó como flechas.
—Sólo si antes descubres al traidor que hay
entre nosotros.
Shorkan hizo un gesto hacia los dos hombres
que tenía detrás de él. Er'ril se mantuvo impasible; por fin la
semilla había germinado en un suelo propicio. Su posición había
quedado clara: si Shorkan pretendía emplear el recuerdo de su padre
para desanimarlo, él contestaría con las mismas armas.
—Hermano, tienes un traidor cerca de ti...
en esta misma habitación. Lo juro por la sepultura de nuestro padre
y su espíritu eterno.
El espanto y la desazón hicieron mella en
Shorkan. Este conservaba suficientes recuerdos como para saber que
Er'ril no haría un juramento como aquél a no ser que fuera
cierto.
—Entonces, ¿por qué me adviertes de ello?
¿Qué truco es éste?
—No es un truco. Te lo digo porque saberlo
no te beneficiará. Es demasiado tarde, hermano. Has caído en la
trampa. Si no encuentras al traidor antes de que salga la luna,
serás traicionado esta misma noche. Y, si logras destruir al
traidor, te quedarás sin uno de los elementos clave del conjuro de
la liberación. Sea como sea, el Libro quedará a salvo. No tienes
ningún modo de librarte de esta situación.
Er'ril se acercó a Shorkan y habló en tono
grave.
—Has sido vencido, hermano.
Shorkan temblaba de rabia.
—¡No! —Levantó el puñal de su padre y
arremetió contra la garganta de Er'ril—. ¡Jamás vencerás!
—¡Basta! —ordenó Greshym—. Shorkan, si matas
a Er'ril el conjuro no funcionará. Te está engañando con ese
juramento. No le escuches. Sólo está intentando engañarte para que
lo mates. ¡Está mintiendo!
Dejó reposar la punta del cuchillo en la
base del cuello, luego Shorkan bajó el arma y se volvió hacia los
dos magos. Su voz era gélida.
—No. Er'ril ha dicho la verdad. Entre
nosotros hay un traidor. —Alzó la mano desocupada hacia Greshym—.
He amenazado a Er'ril sólo para descubrir quién es.
Greshym levantó la mano en un gesto de
protección, pero Shorkan se volvió hacia Denal y le lanzó una
llamarada de fuego negro desde la mano. Mientras la magia iba
fluyendo, Shorkan habló:
—El silencio de Denal ha mostrado su corazón
rebelde. Si hubiera matado a Er'ril habría destruido toda
posibilidad de destruir el Libro. Tu oportuna advertencia, Greshym,
ha demostrado tu fidelidad.
Shorkan hizo un gesto con la muñeca para
cortar el flujo de magia. Denal quedó tendido en el suelo, atado de
la cabeza a los pies, con lazos de fuego negro, como una mosca en
una telaraña, incapaz de moverse y de hablar.
Shorkan se volvió hacia Er'ril.
—Hermano, tu plan ha fracasado. No necesito
la cooperación de este traidor, sólo su cuerpo. Denal, aunque atado
y preso, podrá seguir desempeñando su papel en este conjuro. Luego
os mataré a ambos. —Shorkan dio un paso atrás, hacia Er'ril—. Ya
ves, hermanito. Ahora el que ha sido derrotado eres tú.
El rostro de Er'ril se mantuvo impasible.
Hasta el momento, su plan estaba funcionando perfectamente. Shorkan
había caído en su trampa como un conejito. Aun así, no quería
confiar demasiado en ello.
La luna iba a asomar, y en aquella función
todavía quedaba un acto por interpretar.
Elena se reunió con los demás en la cubierta
del Caballo Pálido. Delante de ellos,
los acantilados inmensos de la isla de Maunsk cubrían por completo
el cielo en dirección oeste. El sol ya se había puesto detrás de
los picos gemelos de la isla. Bajo la sombra de aquellos
acantilados y montañas parecía como si hubiera llegado el tiempo
del crepúsculo. El mar adquirió el tono azul de la medianoche
mientras el verde intenso de la isla iba adoptando un tono oscuro
amenazador. Sólo el cielo celeste en lo alto indicaba que todavía
faltaba bastante tiempo para que la luna asomara. Aun así, Elena se
abrazó con fuerza el pecho. La noche se aproximaba demasiado
rápidamente.
Meric se aproximó a ella por detrás.
—Lo siento —dijo el elfo con expresión
dolida.
Elena giró la cabeza, incapaz de mirarlo
directamente.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué tuviste que
llamar a las fuerzas de tu reina hasta aquí? ¡Creí que podía
confiar en ti!
Meric permaneció en silencio durante un buen
rato. Luego habló:
—Envié desde Port Rawl un pájaro de Mama
Freda con una solicitud de ayuda a mi madre. Pensé que eso te
protegería. No quería que cayeras en la trampa de los magos oscuros
en A'loa Glen. Pensé que, con la isla destruida, tú dejarías de
lado el estandarte de bruja y esta guerra contra el Señor de las
Tinieblas acabaría. Como entonces estarías libre de esta
responsabilidad, me dije que entonces regresarías a Stormhaven y
reclamarías lo que te pertenece.
—Sabes que jamás haría eso —replicó ella,
decidida—. Con o sin Libro, voy a continuar luchando contra la
maldad que anida aquí.
—Lo sé. El problema es que me he dado cuenta
de ello demasiado tarde. Después de los sufrimientos que vivimos en
Shadowbrook, creí que escapar era la mejor salida. Sin embargo,
cuando escuché las historias de los dre'rendi y los mer'ai, vi que
aquello era una tontería. Es imposible que tú vuelvas la espalda a
la maldad que hay aquí sin perder algo de ti misma y, aunque lo
hicieras, la maldad seguiría acosándote. —Su tono de voz se volvió
más suave—. Pero éste no es el único motivo por el que sabía que no
abandonarías esta lucha.
Ella se volvió hacia él y, con un tono de
voz más duro de lo que pretendía, preguntó:
—¿Ah, sí? Y entonces, ¿por qué?
Él la miró con ojos brillantes.
—Cuando Tol'chuk y yo te volvimos a
encontrar, me di cuenta de lo mucho que habías cambiado. Y no sólo
en tu aspecto físico. Tu cambio iba más allá. Fue algo que me
impresionó profundamente, Por fin vi a la elfa que hay en ti. Vi a
nuestro rey en ti. Supe entonces que jamás abandonarías Alasea y
que yo estaría para siempre a tu lado.
»Lo siento mucho —prosiguió en voz baja
apartando la vista—, debería habértelo dicho. Supuse que antes de
que ella llegara ya tendríamos el Libro y nos habríamos ido.
—Levantó de nuevo la vista—. Ahora que el halcón del sol ha
emprendido el vuelo, nos queda menos tiempo. Pronto los barcos de
guerra de mi reina estarán aquí.
Elena notó que la rabia que sentía contra
Meric empezaba a remitir.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—No más de un día.
Elena también miró hacia el cielo.
—Entonces, seguramente no importa. Al
amanecer, o habremos salido de la isla con el Libro, o habremos
muerto. —Se volvió hacia Meric y posó una mano en su hombro—.
Meric, que lo que has hecho no te abrume. En ocasiones, se
comprende demasiado tarde la verdad que el corazón esconde —dijo,
pensando en Er'ril—. Créeme que lo sé.
Meric la miró agradecido y su porte volvió a
adoptar algo de su posición confiada.
Elena lo disculpó con un gesto silencioso,
le acarició levemente el brazo y luego se volvió para examinar el
barco, Flint y los zo'ol estaban concentrados en hacer pasar la
nave entre las rocas traicioneras que rodeaban la isla de Maunsk.
Se voceaban órdenes de un lado a otro y, a la vez, iban corrigiendo
lentamente el avance del barco.
—Elena, ¿podemos hablar un momento?
Al volverse, Elena se topó con su hermano,
que se le acercaba desde la escotilla del barco con la vara en su
mano enguantada.
—¿De qué se trata?
—Es Er'ril.
Elena tuvo que esforzarse para no dibujar
una mueca de dolor. No sentía ningún deseo de hablar acerca del
hombre de los llanos, pero tampoco se veía capaz de ignorar las
preocupaciones de Joach.
—¿Qué, exactamente?
Joach se puso a su lado y se pasó la mano
por la barba pelirroja que le empezaba a asomar en la barbilla y
las mejillas. Elena se sobresaltó al ver aquel gesto. Le recordaba
mucho a su padre. También él se frotaba la barbilla de ese modo
cuando tenía que comunicar algo difícil. Por primera vez, Elena vio
en su hermano al hombre que albergaba. Se dijo entonces que Joach
había dejado de ser aquel niño que corría despreocupado por los
campos con ella. En los ojos verdes del muchacho volvió a encontrar
el porte adusto de su padre.
—Si Er'ril está vivo, habrá pasado más de un
cuarto de luna con los magos negros.
—Lo sé —respondió ella con tono
cortante.
Joach suspiró.
—Lo que quiero decir es que si Er'ril
todavía está vivo, puede que ya no sea el hombre que fue. Yo sé
hasta qué punto la magia negra puede corromper y doblegar la
voluntad de las personas.
—Er'ril lo resistirá —insistió ella con
intención de poner fin a aquella conversación. Elena temía que
Joach renovara su turbación.
Joach, sin embargo, insistió.
—Espero que tengas razón, Elena. De verdad.
Pero, por favor, te lo ruego: si lo encuentras en la isla será
mejor que primero asumas lo peor, por si acaso.
Elena miró fijamente a su hermano. Le estaba
pidiendo que dejara de confiar en Er'ril. Sabía que, en el fondo,
su hermano tenía razón, pero tuvo que contenerse para no propinarle
un bofetón. ¡Er'ril jamás los traicionaría!
Joach se dio cuenta de su enfado y habló con
más suavidad.
—Piénsalo, Elena. Primero, aquella estatua
del wyvern negro; ahora Er'ril raptado por los magos negros. Parece
como si aquel sueño que tuve se estuviera conviniendo en realidad.
—Levantó la vara y unas volutas de fuego negro se agitaron por su
superficie—. Es posible que al final mi sueño fuera cierto.
—Ya lo hablamos con Flint y Moris. ¿De qué
sirve volver a sacar el tema? ¿Acaso intentas asustarme? —protestó
Elena.
—Sí, Elena. Estoy intentando asustarte
—replicó Joach con ademán severo.
Ella quiso darse la vuelta y agitó una mano
para despedirse, pero Joach la tomó por el brazo.
—Escúchame —le susurró—. Te estoy diciendo
esto porque... porque... —miró a su alrededor en cubierta para
asegurarse de que nadie estaba escuchando— porque hace un momento
estaba durmiendo en mi camarote y... y lo he vuelto a soñar. ¡El
mismo sueño! El ataque del wyvern, el resplandor de mi vara para
apartarlo, Er'ril que nos encierra en lo alto de la torre y se nos
viene encima con una mirada asesina...
—No. —Elena negó con la cabeza.
Joach volvió a apretarle el brazo.
—Por lo menos sé precavida con él. ¡Es lo
único que te pido! —Luego, la soltó.
Elena estuvo a punto de caer de espaldas al
intentar zafarse de las palabras de su hermano, pero, antes de que
pudiera responder, un grito agudo resonó en toda la cubierta
procedente de popa. Era Flint. Se encontraba junto al timón y
señalaba hacia adelante.
—¡La entrada a la gruta! ¡Ya casi hemos
llegado! ¡Recoged vuestro equipaje y preparaos para
desembarcar!
Elena avanzó hacia la proa del barco,
dispuesta a observar cómo se acercaban. Joach la detuvo.
—¿Elena?
Elena no era capaz de mirarlo a la
cara.
—Lo sé, Joach. Iré con cuidado.
Apretó el puño y miró la mancha de humo que
distinguía a la lejana isla de A'loa Glen.
—Sin embargo, si han logrado corromper a
Er'ril, se lo haré pagar a todos. No quedará nada en pie en esa
isla.
Ante aquella vehemencia Joach retrocedió.
Elena no quiso hacer caso a la mirada angustiada de su hermano. Si
Meric había sido capaz de traicionarla, ¿por qué no iban a hacerlo
los demás? ¿Acaso tía Mycelle no había huido con Kral y los
mutantes? Elena se volvió y examinó a sus compañeros. ¿Con quién
podía contar ante la batalla que se avecinaba? Tol'chuk estaba
apenado, consumido por sus propias preocupaciones. Apenas conocía a
Mama Freda. Incluso Flint, el inquebrantable, sólo era humano y
podía ser engañado o controlado con la misma facilidad con que
Joach lo había sido por Greshym. ¿Y qué decir de su propio hermano?
Miró de soslayo a Joach, que sostenía la vara que había matado a
sus padres. ¿Cuándo empezaría a contaminarle la magia negra?
Elena sacudió la cabeza y miró a otro lado.
Recordó entonces el rostro de Er'ril y la mirada tranquila de sus
ojos grises. Notó que en su corazón algo había muerto. Ya no podía
ser por más tiempo la niña asustada que había confiado en todos los
demás. Era preciso que endureciera el ánimo ante los días que
estaban por venir.
Elena se volvió para mirar por última vez el
cielo oscuro que distinguía a A'loa Glen.
—Lo siento, Er'ril.
Joach vio que su hermana se alejaba. Era
consciente de que sus palabras le habían dolido, pero Elena tenía
que oírlas. Era preciso que fuera prudente. Aunque tenía la
apariencia de una mujer hecha y derecha, Joach creía que una parte
de ella continuaba siendo su hermana menor. No obstante, cuando vio
cómo se alejaba, Joach se dio cuenta de que aquello ya no era
cierto. La niña, su candor, había desaparecido. Elena era una mujer
tanto de espíritu como de cuerpo.
Joach se volvió y, por un instante, lamentó
haber hablado con ella. Sin embargo, cada vez que recordaba el modo
en que Greshym lo había controlado, encerrado en su propia mente,
se convencía de que su decisión había sido la apropiada. Sabía que
Er'ril podía ser hechizado con la misma facilidad. Y, por otra
parte, dijeran lo que dijeran los demás, él ahora estaba totalmente
convencido de que su sueño era realmente profético. Por eso la
había advertido.
Joach asió resuelto la vara y se acercó a la
borda junto a los demás, que contemplaban su aproximación a la
isla.
Cuando el barco rodeó la isla de Maunsk, los
acantilados se abrieron ante ellos. Un canal de aguas profundas
conducía hacia el corazón de la isla. Arriba, las velas chasqueaban
mientras la nave se encaminaba hacia la derecha. Se dirigían
directamente hacia un canal estrecho. Un leve estremecimiento
sacudió todo el barco cuando la quilla rozó contra una roca.
—¡No os preocupéis! —gritó Flint desde
popa—. ¡Es la última!
Tenía razón. El Caballo Pálido se deslizó suavemente entre las
paredes altas del barranco. Unas cortinas verdes de hojas cubrían
la pared a ambos lados. Unas flores de color rosa y azul lavanda se
abrían al calor de las últimas horas de la tarde, con unas
fragancias tan intensas que la dulzura casi se podía percibir con
la lengua.
Mientras el barco transitaba por el canal
que dividía las dos cimas de la isla, nadie habló. El canal trazó
una curva suave hacia la izquierda y luego discurrió en una curva
larga hacia la derecha. Finalmente se abrió en una amplia bahía.
Mientras el barco penetraba en aquella extensión amplia, Flint hizo
rizar las velas. Al instante, el barco aminoró la marcha. Joach
miró alrededor. No veía ningún muelle ni playa en la que dejar el
barco. De hecho, toda la bahía estaba rodeada por unos acantilados
inmensos semejantes a los del canal. Encima de todo aquello,
imponentes, los dos picos de la isla parecían precipitarse contra
el barco.
Joach frunció el entrecejo y se acercó al
marinero zo'ol que conocía.
—Xin, ¿sabes adonde vamos?
El hombre, de escasa estatura, ató un cabo,
se irguió y se encogió de hombros.
—Mis hombres y yo permaneceremos en el
barco. Y ese pequeño, Tok, se quedará con nosotros.
—Dime, ¿adónde vamos?
Xin señaló el lado opuesto de la bahía.
Allí, una larga y estrecha cascada de agua se precipitaba desde las
cimas para estallar en un mar de espuma a los pies del
acantilado.
—El hermano anciano dice que vais en esa
dirección —le contestó el zo'ol.
—¡He tirado el ancla! ¡Todos a cubierta con
el equipaje! ¡Ya! Vamos a ir a la orilla remando —les gritó
Flint.
Joach se volvió y vio que los otros dos
zo'ol quitaban la lona de un bote de remos que estaba atado al lado
de estribor del barco. Iba a recoger su equipaje cuando Xin lo tomó
por el brazo y lo detuvo.
Los ojos verdes del zo'ol Xin brillaban
levemente.
—Como vidente, noto en tu corazón miedo y
preocupación, Joach, hijo de Morin'stal. —Levantó entonces un dedo
para acariciar la pálida cicatriz del ojo abierto que lucía en su
frente oscura—. El miedo proviene de algo que tu ojo interno ha
visto.
—¿Mi sueño...? —Joach estaba
sorprendido.
Xin no le hizo caso, levantó una mano y tocó
la frente de Joach.
—Tienes que saber una cosa. Igual que los
ojos normales pueden ser engañados, el ojo espiritual de un vidente
también puede serlo. Todavía no sabes dominar por completo tu
poder. No permitas que él te controle. — Xin desplazó el dedo basta
el pecho de Joach—. Es preciso que aprendas a ver también desde
aquí.
Joach estaba aturdido y no sabía qué
decir.
—Yo... yo... lo intentaré.
Xin asintió y sacó un objeto de debajo de la
camisa. Era el colgante de diente de dragón que Joach le había dado
a cambio de su nombre. Xin lo apretó en la palma de la mano.
—Hemos compartido los nombres y los
corazones. Recuérdalo. Si me necesitas, toma la perla negra y lo
sabré.
Al oír aquellas palabras, Joach frunció el
ceño. Tocó la gran perla fina que llevaba en el bolsillo y se
preguntó si eran sólo supersticiones de la tribu de los zo'ol o si
realmente en aquel intercambio de regalos había algo realmente
mágico. Acarició la perla y asintió hacia Xin.
—No lo olvidaré.
Xin, contento, volvió a su tarea con los
cabos.
Joach se apresuró para cumplir las órdenes
de Flint. Al poco, cargaba ya con sus cosas al hombro y la vara en
la mano. Se acercó a los demás. Todos estaban dispuestos.
El bote de remos ya había sido descargado y
ahora aguardaba junto al barco en las plácidas aguas. Una escalera
de cuerdas descendía hasta él. Tol'chuk se encontraba ya en el bote
y sostenía la escalera. Flint ayudó a Mama Freda a pasar por encima
de la borda.
Luego el resto fue descendiendo por el cabo
resbaladizo y tomó asiento. En cuanto todos estuvieron a bordo,
Flint hizo un gesto con el brazo y la escalera se levantó. Los tres
zo'ol y el pequeño Tok los despidieron con los brazos mientras que
Tol'chuk, sentado en popa, remaba. La corpulencia y los fuertes
brazos del ogro alejaron rápidamente el bote del barco.
—A la izquierda del salto de agua tiene que
haber una playa estrecha —explicó Flint.
Tol'chuk hizo un gruñido de asentimiento y
remó con más fuerza. El rugido profundo del salto del agua era
mayor conforme se acercaban. Al cabo de un rato notaron incluso las
salpicaduras. Joach miró atrás y vio el Caballo Pálido a su espalda. Después de tanto
tiempo a bordo de aquel pequeño barco, casi le parecía su casa. En
el bolsillo apretó la perla negra de Xin y se volvió a mirar cómo
el bote cambiaba de dirección y se apartaba suavemente de la
cascada.
Al cabo de unas cuantas paladas llegaron a
una playa estrecha. El rugido del salto de agua era ensordecedor.
Tras intercambiarse señales con las manos, Tol'chuk saltó del bote
al bajío y arrastró la embarcación hasta la playa. Joach se
sorprendió al comprobar la fuerza del ogro.
En cuanto el bote quedó bien asentado, todos
desembarcaron. Las salpicaduras violentas de las aguas los
empaparon a todos.
—Seguidme. No os separéis —gritó Flint al
grupo.
Los precedió por aquella playa estrecha de
arena gruesa y piedras, y se encaminaron en dirección al salto de
agua. Cuando llegaron, Flint señaló hacia un punto.
Delante de ellos había una abertura entre la
cascada y la pared empapada del acantilado. Los condujo hasta allí.
En cuanto se aproximaron vieron que detrás del salto de agua había
una gruta. Flint les indicó que lo siguieran hacia el interior de
aquella caverna.
Mientras circularon entre el estruendo de
las aguas y la pared de piedra se vieron forzados a andar en fila
india. Sin embargo, en cuanto llegaron a la gruta, volvieron a
agruparse. Joach miró a su alrededor con sorpresa. La caverna
terminaba a tan sólo unos pocos palmos mientras que él suponía que
encontrarían un túnel secreto o algo así.
—¿Adónde vamos ahora? —gritó por encima del
estrépito de las aguas.
Flint extrajo el pequeño puño de hierro de
Er'ril de un envoltorio de piel de foca y lo alzó para que todos lo
pudieran ver.
—Igual que en el Arco del Archipiélago, éste
es otro lugar rico en poder elemental. Desde aquí, la guarda puede
abrir el camino hacia la ciudad —explicó.
Joach miraba las paredes de piedra negra de
la cueva cuando la voz de Flint le hizo volver la cabeza de nuevo.
Estaba señalando hacia el salto de agua.
—¡Vamos por ahí! Cogeos de las manos para
formar una cadena.
Flint, con la guarda de hierro en una mano,
tendió la otra a Elena. Ella se dispuso a asirla cuando él negó con
la cabeza.
—¡Piel con piel! Tendrás que quitarte los
guantes.
Ella asintió y lo hizo. En la penumbra de la
cueva, las dos manos de Elena casi parecían brillar en su color
rubí. Tomó la mano de Flint y luego acercó la otra a Joach. Como su
hermano llevaba la vara, él tuvo que colocársela en las correas del
equipaje y luego sacarse los guantes. En cuanto estuvo listo, tomó
a Elena de la mano. Su tacto era frío y a Joach le pareció que asía
a la misma luna. Le apretó la palma de la mano para darle
confianza. Ella le sonrió levemente, pero su sonrisa era tan fría
como su mano. Luego se volvió y ofreció la otra mano a Meric. Al
poco, el grupo quedó unido con Tol'chuk cerrando la cadena.
Flint los miró atentamente y asintió.
—¡No rompáis la cadena hasta que hayamos
cruzado! No estoy seguro del lugar de la isla adonde llegaremos.
Estas guardas tienen que ser empuñadas por un maestro en magia.
¡Así que permaneced muy alerta!
Luego se dio la vuelta, levantó el puno de
hierro y se acercó al salto de agua. Conforme se acercaba, la
cortina de agua adoptó un aspecto vidrioso. Flint avanzó hacia
adelante arrastrando consigo a los demás. Conforme acercaba la
guarda, el agua tomó la apariencia de un cristal traslúcido, y la
ancha bahía y el barco desaparecieron de la vista. Al otro lado de
la cascada se veían unos edificios de ladrillos blancos y torres
que se elevaban hasta las nubes.
¡A'loa Glen!
Flint los guió a través de la puerta como si
estuvieran pasando por una entrada normal y corriente. Primero pasó
él y a continuación Elena. Joach los siguió. Cuando Flint pasó de
la cueva detrás del salto de agua y posó de nuevo sus pies en la
isla de A'loa Glen sólo sintió un leve cosquilleo en la piel.
Sin embargo, en cuanto Joach atravesó el
portal, la imagen apacible de la ciudad se deshizo en añicos. De
inmediato sintió el asalto espeluznante de los gritos y los golpes
de la batalla. Aquel ruido le hizo estremecer. El humo le penetró
en la nariz y el aullido atronador de los dragones al morir
resonaba a su alrededor procedente de las piedras quemadas por el
sol. Con un único paso había quedado sumido en una vorágine. Joach
miró atrás y vio que Tol'chuk salía detrás de Mama Freda; luego, la
puerta se cerró.
Se encontraban en medio de una plaza
anodina, situada en uno de los niveles más elevados de la ciudad.
No muy lejos, Joach distinguió las almenas y las torres de su
antigua prisión, el extenso Edificio de A'loa Glen. Por un momento,
el corazón se le encogió. ¿Cómo podían pensar en penetrar en
aquella fortaleza tan sólida? Mientras lo miraba, le pareció
advertir algo extraño. Clavó la vista en el lugar y se estremeció
al ver lo que faltaba.
—¡El árbol! —gritó, mientras levantaba el
brazo y señalaba—. ¡El koa'kona ha desaparecido!
Las ramas muertas del poderoso símbolo de
A'loa Glen acostumbraban a sobresalir por encima del patio central
para extenderse como una corona por encima del Edificio. ¡Y ahora
no estaba!
Sin tiempo apenas para ponderar aquel
presagio, una voz surgió por la esquina de un edificio en ruinas.
El tono era agudo y siseante.
—Llevamosss mucho tiempo esssperando
vuessstra llegada.
Joach se dio la vuelta de un salto. Por
todas las calles había skal'tum que se abrían paso hacia la plaza.
Incluso por las innumerables ventanas oscuras unos rostros pálidos
los miraban sonriendo con sus dientes afilados.
El grupo había ido a parar s no nido de
skal'tum. Era una emboscada.
Un monstruo inmenso entró a la plaza. Era el
skal'tum más grande que Joach había visto en su vida. Extendió las
alas, dio contra un pilar antiguo y lo rompió. Se inclinó hacia
ellos con un siseo.
—¡Vuessstro retrassso nosss ha dado mucha
hambre!
Sy-wen sentía los brazos quemados, pero no
hizo caso de aquel dolor. Sabía que no le pertenecía, que era del
dragón. Miró el ala derecha de Ragnar'k. Se habían acercado
demasiado a una de las torres de la ciudad cuando, de repente,
estalló en llamas. La llamarada de fuego y escombros había tomado
por sorpresa a Ragnar'k, y sólo pudieron librarse de morir gracias
a un descenso en picado repentino y un giro del dragón.
Aun así, Ragnar'k tenía las escamas
cubiertas de ampollas y laceradas, y el borde delantero del ala
presentaba una herida enorme. Ragnar'k volaba guardando cierta
distancia respecto a los límites de la ciudad. Ahora se encontraban
encima de las olas para regresar a la flota, que estaba en una
situación apurada. Aunque los barcos del enemigo les lanzaban
flechas al pasar, su vuelo les permitía estar por encima de su
alcance. La pregunta era hasta cuándo iba a durar aquella
situación. Ragnar'k estaba cada vez más débil a causa del ala
herida y perdía altura rápidamente.
Más abajo, en la flota de los dre'rendi,
reinaba el caos. Los barcos que les atacaban, por lo general más
pequeños que los barcos de guerra de los Jinetes Sangrientos, se
desplazaban entre la flota. Las flechas volaban por encima de las
olas, algunas encendidas y otras envenenadas. Casi todos los barcos
de guerra con la proa en forma de dragón estaban siendo acosados
por aquellas embarcaciones más pequeñas y rápidas. Igual que la
rémora de los tiburones, las escaleras y los ganchos de abordaje de
los barcos del enemigo se habían adherido a los flancos de los
barcos más grandes. El combate era cruento en las cubiertas y
jarcias.
Por doquier se oían gritos y órdenes.
Pero no todo estaba perdido. Entre los
barcos del adversario, el mar tampoco era amigable. Los mer'ai y
sus dragones surgían de las profundidades y provocaban estragos en
ellos. Las garras y los colmillos de los dragones se clavaban a las
quillas y a los hombres por igual. Por todas partes se hundían
barcos, y los berserkers que caían al agua eran pasto para los
dragones.
Sin embargo, tampoco los mer'ai estaban
seguros en su mar. Unas bestias con tentáculos agarraban a dragones
y jinetes desprevenidos. Lo peor de la batalla submarina tenía
lugar cerca de la ciudad. Un enorme leviatán se había quedado
dentro de un nido de aquellos monstruos. Unos tentáculos pálidos
ondulantes herían al gigante. Parecía como si el leviatán se
deslizara en un mar de llamas pálidas y parpadeantes. Los dragones,
con y sin jinetes, se debatían por liberar a la criatura, pero
incluso desde aquella altura, Sy-wen se dio cuenta de que el animal
no lograría sobrevivir a las heridas que había sufrido. Las aguas
alrededor de las torres hundidas estaban llenas de espuma roja. Los
barcos destrozados y los cadáveres obstruían los estrechos canales
de la ciudad sumergida.
Sy-wen quiso apartar de sí todo aquel dolor
e hizo llegar a Ragnar'k un ruego. Tenemos
que informar al Corazón de Dragón.
Ragnar'k dobló la cabeza para mirarla con
uno de sus ojos negro y cristalino.
No te fallaré, vínculo
mío.
Dificultado por el ala herida, todo su
cuerpo se estremeció cuando se dispuso a tomar distancia del mar.
Ella se le acercó más al cuello y lo acarició. Quería que su
montura tuviera más fuerza. Tenían que llegar hasta el
almirante.
—Kast, si me oyes —susurró—, une tu corazón
al de Ragnar'k. Os necesito a ambos.
Sabía que en cuanto Ragnar'k tomaba forma,
Kast dejaba de saber lo que ocurría. Aun así, la muchacha
necesitaba por dentro que él la escuchara. Sy-wen se sentía cansada
de todo un día volando y luchando y se permitió cerrar por un
instante los ojos. Al sentir el viento en los oídos, el estrépito
de la batalla se convirtió en un rugido apagado.
Kast, escúchame,
le urgió en silencio.
Desde algún punto de su interior, surgió la
respuesta. Sy-wen no era capaz de discernir si procedía de dentro
de ella o del dragón. Ambos eran un mismo espíritu.
Estoy aquí,
Sy-wen.
Ella abrió los ojos.
—¿Kast?
Los dos estamos aquí,
mi vínculo. Aquella voz era la de Ragnar'k.
¿Cómo es
posible?, les preguntó a ambos.
Creo que después del
relámpago, la línea entre los dos se ha empezado a desdibujar
—respondió Kast—. Ahora veo lo que el dragón
ve, pero como si fuera un sueño.
¿Y puedes
hablarme?, preguntó Sy-wen.
A Ragnar'k le supone
un esfuerzo, ya que entonces le resulta más difícil controlar
él.
Sy-wen percibió la confirmación silenciosa
del dragón a algo que era casi incómodo para él. A Ragnar'k no le
gustaba admitir sus puntos débiles.
Tenemos que dejar de
hablar —dijo Sy-wen—. Ragnar'k necesita
toda su energía. Tenemos que llegar al Corazón de Dragón y al
almirante.
Lo sé, ya lo he visto.
Ragnar'k sólo me ha permitido un momento de unión para animarte.
Quería que supieras que estoy ahí. Al darse cuenta de tu
desesperación ha intentado aliviarte, aun a costa de su propio
bienestar.
Sy-wen acarició un costado de su montura y
percibió una sensación reconfortante del dragón.
Realmente los dos sois
mi vínculo.
Tengo que
marcharme —dijo Kast—. Buen viaje a
ambos. Tus noticias tienen que llegar a la flota.
Sy-wen notó que Kast se marchaba. A
continuación, le pareció que Ragnar'k incrementaba la velocidad y
que el calor de su cuerpo aumentaba. El dragón dibujó un ángulo
sobre la batalla que se desplegaba más abajo. Aunque el humo le
empañaba la vista, el Corazón de Dragón
de tres mástiles se podía distinguir a lo lejos. Por lo general el
barco se mantenía en la retaguardia de la contienda, y el almirante
dirigía la flota con el sonido de los cuernos y las palomas
mensajeras.
Por el momento, el combate estaba en tablas
y ninguna de las partes cedía. Pero aquello no podía durar mucho
más tiempo. Las fuerzas oscuras ganarían, a no ser que Sy-wen
llegara a tiempo hasta el barco.
Al examinar las defensas del enemigo había
visto dos detalles esenciales, una información muy necesaria que
era preciso comunicar a los Jinetes Sangrientos. Primero, habían
distinguido varios puntos en la ciudad desierta donde había
skal'tum apostados. Como aquellas bestias huían de la luz del sol,
había resultado difícil localizarlas. Sin embargo, el
extraordinario olfato del dragón les permitió descubrirlos. Sy-wen
calculaba que había por lo menos otras dos legiones, o tal vez
tres, que todavía se mantenían como defensa de la isla. Apretó los
dientes. ¡Quedaban tantos monstruos con vida! Creía que la batalla
del Sargazo habría reducido su número de forma más drástica.
Al volver la vista hacia la ciudad asediada,
Sy-wen se dio cuenta de que la velocidad era esencial. La flota
tenía que alcanzar y dominar los muelles antes del atardecer. Si
lograban poner los pies en la isla, podrían emplear los edificios
en ruinas y las torres caídas como elementos de protección contra
los skal'tum. En alta mar la flota sería demasiado vulnerable a las
bestias aladas, y el curso de la batalla resultaría favorable para
el enemigo.
Sin embargo, la noticia sobre los skal'tum
no era lo peor. Sy-wen observó que se acercaban al Corazón de Dragón. Tenían que apresurarse.
Tengo que bajar,
dijo Ragnar'k. El dolor en el brazo derecho de Sy-wen era peor.
Aquel vuelo forzado les estaba pasando factura.
Tú sólo llévanos ahí.
Si es preciso, nada.
La batalla era mayor conforme se acercaban a
las aguas de la refriega. Al poco rato, los extremos de los
mástiles se dibujaron justo debajo de las alas del dragón. Las
flechas procedentes de los barcos enemigos los alcanzaron,
salpicando el vientre de Ragnar'k, si bien, hasta el momento, las
gruesas escamas lo protegían de sufrir mal alguno.
Al cabo de unos instantes habían pasado lo
peor de la batalla y se deslizaban por encima de las olas hacia la
parte posterior de la flota. El Corazón de
Dragón se encontraba frente a ellos.
Ragnar'k tuvo que subir un poco para
remontar la borda del barco. Su aterrizaje en cubierta fue más bien
un golpe patoso. Los espolones de plata se clavaron en cubierta, y
el ala derecha herida golpeó un mástil. Sy-wen sintió un dolor
agónico en el brazo aunque por fin los dos se quedaron quietos.
Ragnar'k cayó desplomado.
Sy-wen se enderezó en su asiento.
—¡Sangre de dragón! —gritó—. ¡Traed ahora
mismo el brebaje!
No se atrevía a cambiar el conjuro e invocar
a Kast ahora; Ragnar'k estaba demasiado herido.
Los hombres, que se habían apartado ante la
caída del dragón, se acercaron. El almirante saltó de la cubierta
de popa y gritó para que los hombres cumplieran las órdenes de
Sy-wen. Al instante les acercaron un tonel.
Sy-wen observó por primera vez las
quemaduras del dragón. Aquella visión le revolvió el estómago. Sólo
el olor indicaba la profundidad del daño, incluso más que el dolor.
Miró la piel quemada. De las escamas negras, ahora laceradas y
terriblemente blancas, le salía un líquido claro de color
amarillento. Incluso se le podían ver los huesos a través del
tejido desgarrado del borde delantero del ala. No se había dado
cuenta, hasta ahora, de la gravedad de las heridas de Ragnar'k.
¿Cómo había podido recorrer una distancia tan larga?
Pronto recibió la respuesta.
Tu corazón, mi
vínculo... No podría fallarte.
Se inclinó hacia adelante y abrazó el enorme
cuello. Se incorporó rápidamente en cuanto colocaron un barril
delante del hocico del dragón y el almirante en persona se acercó
con un hacha en la mano. Abrió con un golpe la tapa del
barril.
—¡Bebe! —le ordenó.
A Ragnar'k no le hacía falta que lo
apremiaran para eso. El olor de la sangre le atraía. En Sy-wen, el
hambre de sangre parecía estar a punto de superar el dolor por las
quemaduras. Ragnar'k bajó el hocico y bebió la sangre almacenada.
Al cabo de unos instantes el barril estaba vacío.
De forma casi inmediata, Sy-wen notó también
las propiedades curativas de la sangre de dragón. El dolor que
sentía en el brazo se alivió, como si se lo hubieran calmado con
agua fresca, y a punto estuvo de suspirar de alivio.
Ragnar'k apartó el barril con el
hocico.
—¿Necesitas más? —le preguntó Sy-wen.
No. Ragnar'k es
fuerte. La sangre de esos dragones enclenques es
suficiente.
Sy-wen suspiró aliviada. Al ver que el
carácter altanero del dragón había regresado, supo que
efectivamente él estaba mucho mejor.
—Entonces, mi vínculo poderoso, tengo que
consultar con los demás.
Ragnar'k le lanzó un bufido de desdén, como
si aquellos asuntos estuvieran por debajo de sus intereses.
Sy-wen sonrió al notar que la arrogancia de
su compañero aumentaba, se deslizó del asiento a cubierta y estuvo
a punto de caer al suelo, pues tenía las piernas cansadas de volar
durante todo el día. Sin embargo, logró tenerse de pie gracias a la
mano del almirante.
—Gracias —le dijo.
Sy-wen, con la mano todavía posada en el
costado del dragón, se volvió hacia Ragnar'k.
Ahora, a descansar,
vínculo mío.
Vuelve pronto. Él
se dio la vuelta y le dio un golpecito con la punta del hocico.
Echo de menos tu olor.
—Y yo el tuyo —dijo ella en voz alta. Luego
retiró la mano.
Sy-wen y el almirante se retiraron unos
pasos mientras el conjuro tenía lugar. Las alas y las escamas
explotaron de forma violenta delante de ellos, se arremolinaron y
se replegaron sobre sí mismas hasta que sólo quedó la forma de un
hombre desnudo agazapado sobre la cubierta.
Kast se levantó y dio un paso tambaleante al
frente, tenía el brazo derecho marcado con una herida profunda que
le iba del hombro a la muñeca. Pero para cuando Sy-wen se abalanzó
hacia él, la herida empezó a palidecer y adquirir un tono rosado.
Ella se desplomó en los brazos del hombre, mientras el almirante
ordenaba con un gesto a un marinero que fuera a buscar unos
pantalones bombachos y una camisa.
Sy-wen sintió el calor de su piel desnuda
contra la mejilla y deseó estar siempre en brazos de Kast; sin
embargo, la urgencia de las noticias que traían exigía que pronto
se tuvieran que separar de nuevo.
Kast se inclinó junto a ella.
—Yo también echaba de menos tu olor —le
susurró.
Sy-wen levantó la mirada hacia él con las
mejillas ardiendo. Él la besó con fervor una única vez. A Sy-wen le
temblaron las rodillas, pero él tenía unos brazos fuertes que no la
dejarían caer.
Uno de los guerreros se acercó
apresuradamente, demasiado pronto, con los brazos cargados de
ropa.
Kast acarició las mejillas de Sy-wen con la
punta de los dedos, y luego le recorrió el cuello. A continuación
se vistió rápidamente. Mientras se colocaba los pantalones empezó a
hablar con el almirante.
—Tenemos que enviar un mensaje a los demás
capitanes. Está a punto de producirse un cambio en la batalla y
tenemos que estar preparados.
—Venid —ordenó el almirante en cuanto Kast
estuvo vestido—. Nos retiraremos a mi camarote. Le diré a Bilatus
que acuda a escuchar lo que nos tenéis que contar.
Kast asintió. Tomó a Sy-wen por un brazo y
juntos siguieron al almirante. Sy-wen se dio cuenta de que la
batalla parecía haber dado más vigor al almirante, que empezaba a
estar entrado en años. El hombre andaba con más brío, e incluso los
ojos le brillaban ante la excitación de la batalla.
Cuando llegaron al camarote encontraron al
chamán fornido estudiando atentamente un montón de libros y mapas.
Bilatus levantó la cabeza calva con las mejillas enrojecidas por el
calor de la habitación. Se incorporó con un pequeño gemido.
—Señor Kast, señora Sy-wen, no sabía que
hubierais regresado.
El almirante dio un paso al frente.
—¿No has oído el golpe en cubierta y todo el
alboroto?
Bilatus adoptó una expresión de disculpa y
señaló la mesa que estaba llena de objetos.
—Mis libros... Cuando estudio, pierdo el
mundo de vista.
El almirante le dio una palmadita amistosa
en el hombro mientras se arrellanaba en un asiento.
—Nada me complace más. Ésta es la función
del chamán. Tú te dedicas a tus manuscritos y mapas, y dejas que
los guerreros manejemos las armas.
El almirante, que era muy alto, hizo una
señal a Sy-wen y a Kast para que acercaran las sillas con cojines
que había cerca del hogar.
En cuanto se hubieron acomodado, el
almirante se levantó de la silla y empezó a andar a grandes
zancadas por la habitación. Tenía demasiada energía para una
habitación tan pequeña. Sy-wen se dio cuenta de que el hombre tenía
muchas ganas de regresar a cubierta y oler la batalla.
—¿Qué noticias traéis? —preguntó.
Kast miró a Sy-wen, pero ella le hizo un
gesto para que hablara él. Kast explicó rápidamente que habían
localizado en las ruinas de la ciudad unas legiones de skal'tum que
todavía no habían entrado en combate.
—En cuanto el sol se ponga, emprenderán el
vuelo y atacarán. Es preciso que lleguemos a la isla antes de que
eso ocurra. Tenemos que ocupar los edificios para tener una buena
defensa contra esos monstruos.
La narración de Kast hizo que la marcha del
almirante se apaciguara. Al terminar la explicación, éste se había
detenido con la mirada encendida.
—Eso son muy malas noticias —dijo Bilatus
desde la mesa cercana—. Nos dices que dediquemos todas nuestras
fuerzas en atacar directamente los muelles de la ciudad. Si podemos
controlar el muelle tal vez podamos sobrevivir.
El almirante apretó el puño.
—Tenemos que hacer algo más que sobrevivir.
Tenemos que ganar. El Señor de las Tinieblas no nos permitirá
sobrevivir a media victoria. Si no arrancamos sus fuerzas de la
isla y la tomamos, los dre'rendi nos habremos quedado sin mares
seguros donde navegar. —El almirante empezó a andar de nuevo—. Nos
habéis traído unas noticias muy importantes. Es preciso que
advierta a todos los demás y reconduzca las fuerzas.
Se dispuso a dirigirse hacia la puerta, pero
Sy-wen lo detuvo.
—Antes de hacer algo, traemos otras
noticias.
El almirante se volvió y Sy-wen se dio
cuenta del fuego que le brillaba en los ojos. Aquél era un
verdadero guerrero. Para él la charla y la estrategia no eran tan
importantes como la espada y la lanza.
—¿Qué hay más? —preguntó.
Sy-wen tragó saliva y habló
rápidamente:
—Nos arriesgamos a sobrevolar el castillo de
la ciudad para ver que más nos aguardaba. En uno de los patios
centrales observamos que aquel árbol tan majestuoso había sido
talado y que sus ramas estaban siendo cortadas.
—¿Y bien?
Kast respondió:
—Ese árbol ha sido siempre una fuente de
energía mágica. Esta acción repentina de los magos negros me parece
muy sospechosa.
Sy-wen asintió.
—Además, alrededor del tocón del árbol hemos
visto un círculo de hombres vestidos con túnicas negras que daban
vueltas y cantaban. Y sobre el tocón había una niña encadenada que
se retorcía.
La impetuosidad del almirante se calmó
cuando empezó a comprender lo que le estaban intentando
decir.
—Están intentando invocar algún tipo de
magia negra para vencernos.
—Así es —respondió Kast—. Así que, además de
atacar en los muelles deberíamos estar preparados para cualquier
sorpresa. Me temo que lo peor está todavía por venir.
El almirante asintió con seriedad. Al
acercarse a la puerta, su paso se aceleró más por el apremio que
por la excitación.
—Tengo que alertar a la flota.
Al ir a agarrar el pasador de la puerta se
oyó un golpe repentino al otro lado de la misma.
—¡Señor! Tenéis que subir a cubierta. Está
pasando algo.
El almirante volvió la vista hacia ellos.
Ahora, la preocupación se había abierto paso entre su furia. Todos
se levantaron para seguirlo y salieron precipitadamente del
camarote, de tal forma que el Jinete Sangriento que había traído el
aviso estuvo a punto de caer al suelo.
En cuanto estuvieron arriba, Sy-wen se dio
cuenta de inmediato de la dirección de la que provenía el problema.
En cubierta todas las vistas estaban clavadas hacia el norte, en
dirección a la isla. Sy-wen se apresuró hacia la barandilla del
barco junto con los demás.
En el campo de batalla parecía que un gran
silencio se hubiera desplomado sobre las aguas, como si los
combatientes hubieran contenido el aliento todos a la vez. A lo
lejos, la isla se recortaba con detalle mientras el sol se hundía
al oeste. Desde el pico central de la isla, exactamente desde la
construcción que la coronaba, se elevaba un muro oscuro contra el
cielo azul, una columna de oscuridad que no podía ser confundida
con el humo. Era un faro negro enorme, una voluta de luz siniestra
arrojada desde las profundidades de un mundo subterráneo.
—¿Qué es esto? —preguntó el almirante.
Nadie le supo responder.
Mientras miraban, esa lanza de oscuridad
empezó a ladearse, como si fuera una torre que se desmoronara en
dirección oeste.
—¡Madre Dulcísima... no! —gimió
Sy-wen.
En aquel instante adivinó que aquel faro
siniestro procedía del tocón mágico del árbol koa'kona después de
que sus últimos vestigios de magia blanca hubieran sido corrompidos
para obtener aquel fin espeluznante.
La columna oscura siguió descendiendo hasta
que apuntó hacia el sol poniente.
—No es posible que tengan un poder como éste
—farfulló Kast.
Mientras todos miraban, el extremo de la
columna de oscuridad se abrió como si de una rosa horripilante se
tratara y se extendió por todo el cielo del oeste, derramando su
oscuridad como un borrón de tinta en el horizonte. Un crepúsculo
inquietante se abatió sobre el mar y cubrió el sol. Sy-wen sólo
había visto aquel cambio en la calidad de la luz una vez, cuando
era una niña y vio un eclipse solar. Tal era la iluminación ahora.
No era de noche, pero tampoco era ya de día. Era una luz
crepuscular carente de sombra que pesaba en el espíritu igual que
la presión de los mares profundos.
—Nos están quitando el sol —constató
Bilatus—. ¿Para qué?
Sy-wen sí lo sabía. Apartó la vista del
cielo del oeste y miró a la isla de nuevo.
—Para eso —musitó señalando.
Kast, Bilatus y el almirante se volvieron.
Una nueva amenaza se extendía sobre el mar procedente de la isla.
Bajo aquella extraña luz, unas bandadas de seres alados emergieron
de la ciudad como una neblina pálida que se cernía hacia la
flota.
—Los skal'tum han emprendido el vuelo —dijo
Sy-wen.
El almirante miró atentamente aquella
amenaza que se les aproximaba.
—Entonces, hemos llegado demasiado
tarde.