CAPITULO 25
Elena seguía a Er'ril y su fanal. Le
hubiera gustado que él avanzara con más rapidez, pero la segunda
explosión que habían sufrido lo había vuelto precavido. A
diferencia del prudente hombre de los llanos, esas explosiones le
hacían desear avanzar a ciegas y rápidamente hacia adelante. Sentía
un gran temor y preocupación por Joach y los demás. ¿Acaso aquellas
explosiones tenían algo que ver con el guardia infame? Se forzó a
mantenerse al mismo ritmo que Er'ril. No podía apartarse de su
lado, por lo menos no mientras él tuviera el Diario
Ensangrentado.
Mientras avanzaba, vigilando con cuidado por
donde caminaba, miró con asombro el juego de luces y sombras que se
dibujaba en la espalda del hombre. Ya había visto el torso desnudo
de Er'ril en otras ocasiones, pero jamás con dos brazos. Al
principio le había resultado muy difícil conciliar aquella imagen
con la que tenía en el recuerdo. Observaba ahora una simetría que
antes, simplemente, no existía. Clavó la mirada en el hombro con el
nuevo brazo. No había ninguna cicatriz que los separara, aunque sí
se advertía un límite. Er'ril tenía el hombro y la espalda
bronceados y, aunque aquel brazo nuevo también tenía un color
cobrizo, no exhibía un bronceado tan intenso. Era fácil distinguir
el punto por donde el antiguo Er'ril se había unido al nuevo.
Elena sintió la boca seca y se humedeció los
labios. Le hubiera gustado recorrer con un dedo aquella línea fina
que separaba la piel de color cobrizo con la bronceada y descubrir
con certeza si aquél era el mismo Er'ril que le había sido
arrebatado. Si él le ofreciera algún indicio claro, algo que le
permitiera abrazarlo de nuevo... El aire frío de las catacumbas la
hizo estremecer. Había pasado mucho tiempo desde la última ocasión
en que sintió su piel en la mejilla. Rogó ardientemente que él le
mostrara algún indicio de sus verdaderas intenciones.
Elena apretó la guarda de hierro contra el
pecho. Su tacto frío le recordó que tenía que ser precavida.
Todavía no había llegado el momento de bajar la guardia. Sin
embargo, incluso el olor a sudor que Er'ril dejaba detrás de sí le
recordaba los momentos en que él había estado cerca de ella. Elena
apretó la guarda con fuerza. Ya no era una niña impresionable; el
destino de Alasea dependía de su buen juicio y control. Tenía que
mantenerse firme.
De repente, Er'ril se detuvo delante de
ella.
Elena, ensimismada en su pensamiento, estuvo
a punto de golpearlo por la espalda. Se quedó quieta tan cerca de
él que percibió en su cuerpo desnudo el calor que él irradiaba. Un
estremecimiento la recorrió. Aquel olor le llenaba los sentidos.
Elena se tensó, temerosa de moverse, incluso de respirar, por si él
la oía.
Er'ril se agachó lentamente y se alejó,
apartando su calor de ella. Elena suspiró en silencio con una
mezcla de alivio y decepción. Aunque nadie la podía ver, Elena
también se agachó, movida seguramente por el instinto que le hacía
seguir siempre las instrucciones de Er'ril.
Entonces vio el motivo de aquella repentina
precaución del hombre. Una luz tintineante surgió desde el pasillo
lateral que tenían delante. Cuando se inclinó con Er'ril, Elena
observó que aquél era el mismo pasillo que conducía a la escalera
secreta de Flint. No se había dado cuenta de que hubiesen avanzado
tanto. Sus preocupaciones y problemas le habían distorsionado la
sensación de distancia.
Er'ril bajó la luz del fanal al mínimo, lo
colocó en el suelo y avanzó por el pasillo para escrutar las
sombras que había cerca del recodo de la pared. Al inclinarse, se
palpó la espalda y ocultó el Diario Ensangrentado bajo el cinturón
del pantalón, en la base de la espalda. A continuación, sacó el
puñal de bruja de Elena y lo sostuvo frente a él.
Por un instante, Elena se paralizó al ver la
rosa dorada en la cubierta del Libro, que sobresalía por debajo del
cinturón de Er'ril. Aquella rosa casi parecía brillar bajo la débil
luz del fanal cercano. Sólo tenía que extender las manos y le
arrebataría el Libro. Acercó los dedos, pero los cerró en un puño.
Podía ser una trampa. Retiró el brazo y se agazapó al lado de
Er'ril. Se dijo que aguardaría hasta ver quién más había en los
pasillos.
Como Er'ril le había dicho, Elena estaba
convencida de que la única seguridad cierta radicaba en mantenerse
oculta.
Mientras aguardaba, la muchacha oyó la
respiración del hombre de los llanos, semejante a la de los lobos
cuando están al acecho de un venado. Al cabo de un rato, el sonido
de unas pisadas en el pasillo lateral aumentó y la luz de una
antorcha recortó una silueta. Elena estaba segura de que era el
guardia infame que regresaba a su madriguera. Pero, conforme la
figura se acercaba, vio que estaba en un error. Era Joach, su
propio hermano.
El alivio le puso en la punta de la lengua
el nombre, pero se dijo que después de guardar prudencia durante
tanto tiempo era mejor controlar aquella necesidad repentina. Se
dijo que tal vez ahí, oculta y atenta, podría obtener una respuesta
segura sobre la lealtad de Er'ril.
Joach se acercó con la vara en una mano,
ajeno al lobo que le acechaba en la oscuridad. Er'ril habría podido
matar con facilidad a su hermano, pero, en lugar de ello se
enderezó y salió de las sombras.
—¡Er'ril! —gritó Joach, retrocediendo
asustado.
Elena vio que Joach llevaba un vendaje en la
mano derecha. ¿Qué le había ocurrido? ¿Dónde estaban los
demás?
—Joach, ¿qué estás haciendo por aquí solo?
Este no es un sitio seguro.
Er'ril volvió a envainar la daga en el
cinturón.
Sin embargo, Joach parecía ciego a los
movimientos del hombre.
—Tu... tu... brazo —farfulló por fin.
Joach logró salir de su estupor y levantó la
vara contra Er'ril. Unas llamas de fuego negro brotaron a lo largo
de toda la madera.
Er'ril no se amedrentó ante la exhibición de
Joach y levantó su nuevo brazo.
—No tengas miedo. Era la llave para liberar
el Diario Ensangrentado del hechizo que lo protegía. Mi brazo era
el que activaba el conjuro y, con la liberación de esa magia, lo he
recuperado. Dime, ¿dónde está Elena?
Joach negó con la cabeza y retrocedió un
paso hacia el pasillo lateral. Tenía una expresión de desconfianza
y la mirada vidriosa. Elena observó que el muchacho no dejaba de
pensar en aquel sueño recurrente que había tenido.
—¡Jamás te lo diré! Primero, el guardia
infame ha intentado averiguarlo y no lo ha conseguido. Y ahora,
vienes tú con las mismas. ¡No voy a permitir que te acerques a
Elena!
—Pero ¿de qué guardia infame hablas? —repuso
Er'ril con enfado—. ¿De qué estás hablando?
Joach alzó la vara. Er'ril contuvo su enojo
al ver la respuesta del muchacho. Levantó los dos brazos.
—Ya me imagino lo que te parece todo esto.
Por eso te pedí que vinieras con nosotros. Flint y Moris creyeron
que tu sueno no era un tejido, porque creían que era imposible que
yo recuperara mi brazo, pero yo sabía que era posible. No dije nada
para proteger el Libro. —La voz de Er'ril era resuelta y firme—.
Mírame, Joach. Yo no estoy corrompido. No sé qué ocurrirá a
continuación, pero compréndeme y créeme, Joach, cuando te digo que
no quiero hacerle ningún daño a tu hermana. Yo... yo... le guardo
mucho aprecio.
Elena tuvo que contener un grito de
sobresalto y un sollozo. Deseó dar un paso al frente y mostrarse
para finalizar aquella farsa, pero se dijo que lo que ocurriera a
continuación podría mostrar la verdad de las palabras de
Er'ril.
Joach bajó levemente la vara. Las palabras
de Er'ril le habían suavizado la mirada.
—¿Cómo puedo fiarme de ti, Er'ril? Ya sabes
cómo termina mi sueño.
—Los sueños, sean tejidos o no, pueden
confundir. De todos modos, es posible que pueda darte la respuesta
que quieres. —Er'ril acercó las manos a la espalda—. Tal vez esto
lo consiga.
Joach retrocedió con cautela.
Er'ril sacó el Libro del cinturón y lo
tendió hacia Joach.
—Aquí tienes el Diario Ensangrentado.
Joach se sorprendió.
—Durante quinientos inviernos ha sido
responsabilidad mía —dijo—. Pero ahora quiero que tú lo lleves.
Creo que mi papel como guardián del Diario Ensangrentado ha tocado
a su fin. Como no me permites acercarme a tu hermana, tú deberás
entregárselo a ella. —Er'ril dio un paso al frente y colocó el
Libro desgastado junto a la entrada al pasillo lateral. Luego dio
un paso atrás.
—Apártame de esta responsabilidad.
Elena estaba asombrada. Sin duda, aquello
era una señal clara de la lealtad de Er'ril. Un ser del Corazón
Oscuro era incapaz de renunciar al Libro.
Al parecer, Joach pensó lo mismo. Pero,
mientras el ofrecimiento de Er'ril había despertado esperanzas en
Elena, a Joach lo hizo volver más receloso. La expresión de su
hermano se ensombreció cuando dejó en el suelo la antorcha y se
acercó. Levantó el brazo con la vara en alto y miró a Er'ril con
una gran desconfianza, se inclinó lentamente, cogió el Libro del
suelo y retrocedió veloz para apartarse de Er'ril.
Sin embargo, el hombre de los llanos no hizo
ningún gesto contra Joach. Elena tenía la vista clavada en Er'ril;
la sospecha de Joach le impedía mostrarse. Aunque la entrega del
Libro parecía en verdad en contradicción con lo que haría cualquier
esbirro del Oscuro.
Elena sabía que su seguridad reposaba en el
conjuro espectral que la ocultaba.
—Llévale el Libro, Joach. El deber que juré
cumplir hace tanto tiempo ha terminado. A partir de ahora, Elena ya
no me necesita.
Elena rodeó a Er'ril con cuidado y se puso
delante de él para mirarlo mientras decía estas últimas palabras.
Su mirada reflejaba una mezcla de dolor y alivio. ¿Qué significado
tenían esas emociones? Elena se quedó delante de él, muy cerca, e
intentó encontrar la respuesta en el rostro del hombre. Una única
lágrima recorrió la mejilla de Er'ril. Elena hizo el gesto de
levantar los dedos para limpiársela y supo la verdad: Er'ril no
estaba corrompido.
—Tiene todas las páginas en blanco
—intervino Joach.
Elena bajó el brazo y volvió la mirada hacia
Joach. Su hermano tenía el Libro en una mano y hojeaba las páginas.
Desde donde estaba, Elena veía también las páginas blancas y
limpias.
—Esto no es el Diario Ensangrentado —declaró
Joach—. Es un truco.
Elena se volvió hacia Er'ril con los ojos
llenos de ira. Aquel cambio repentino fue como una llamarada de
fuego descontrolado que abrasó todo el pesar que había sentido
instantes atrás.
Elena retrocedió con un traspié. Se maldijo
a sí misma por ser tan ciega. ¿Por qué no había considerado
siquiera la posibilidad de que el Libro fuera falso?
—No es una trampa, muchacho —repuso Er'ril
con voz hosca. Joach seguía todavía con el Libro en alto asiéndolo
por la cubierta.
—¿Y tú crees que voy a tragarme esa mentira?
¿De alguien que en mis pesadillas aparece con dos brazos?
Er'ril negó con la cabeza con expresión
enfurecida.
—Piensa lo que quieras, Joach. No puedo
hacer nada más para probarte que digo la verdad si no es
entregándote el Libro. —Er'ril retrocedió y asió el fanal—. Dáselo
a Elena. Es todo lo que te pido. —Levantó la luz y se volvió hacia
la espiral que subía por las catacumbas—. Mi hermano está en algún
lugar de ahí arriba. Ahora está muy débil. Voy a enfrentarme a él
ahora que ya no soy de ninguna utilidad para Elena.
Joach retrocedió y Er'ril pasó por delante
de la entrada del pasillo lateral. En cuanto Er'ril se alejó, Joach
se puso el Libro debajo de la camisa, agarró la antorcha y se
precipitó por las profundidades del pasillo lateral a toda prisa,
como si huyera de algún tipo de amenaza que imaginara de
Er'ril.
Elena, sin embargo, aguardó en aquel cruce
de caminos. Observó que la luz de la antorcha de Joach se
desvanecía en el pasillo lateral mientras que el brillo del fanal
de Er'ril desaparecía por la curva del pasillo de las catacumbas.
Se quedó quieta, incapaz de moverse, preguntándose qué camino
tomar. Apretó la guarda contra el vientre y rezó para que le diera
alguna señal.
En aquel momento, más que en ningún otro,
deseó que tía Mycelle estuviera allí. Necesitaba la sabiduría y los
consejos prácticos de aquella mujer.
Por fin, Elena se decidió por el pasillo
lateral, convencida de que sin duda aquél era el camino más seguro.
Aunque el Libro fuera una trampa, era mejor volver a reunirse con
Joach y los demás. Seguro que tía Mycelle aprobaría aquella
decisión tan juiciosa... ¿y si no fuera así?
Elena se quedó quieta en el umbral de la
entrada. Tiempo atrás, en Shadowbrook, tía Mycelle le había
comentado que seguramente había un motivo por el cual la persona
destinada a portar el estandarte de la libertad fuera una mujer y
no un hombre. En aquel tiempo, su tía le había contado su propia
teoría: el destino último de Alasea no tenía que depender de la
capacidad mágica de una mujer, sino de la fuerza de su
corazón.
Mientras Elena meditaba sobre aquellas
palabras, las dos fuentes de luz se desvanecieron por completo y
las sombras se desplomaron sobre ella. En la oscuridad, vio la
única lágrima de Er'ril, que había brillado como la plata a la luz
de la antorcha.
Elena salió del pasillo lateral y regresó a
las catacumbas oscuras. Mentalmente intentó razonar aquella
decisión. Tenía que seguir a Er'ril para descubrir su verdadera
lealtad, pero a la muchacha no le hacía falta esa justificación
para su decisión. Ya tenía los pies en la explanada en espiral y se
movía cada vez con mayor rapidez. Estaba convencida. Su corazón no
le permitiría alejarse del lado de Er'ril.
Y, de momento, eso era suficiente.
Meric corría delante de Tol'chuk y Mama
Freda por las calles de A'loa Glen. A su alrededor, la ciudad
estaba sumida en el caos y unas columnas de humo mancillaban el
horizonte. Detrás de las murallas de piedra se oía el eco de gritos
y aullidos. La ciudadela situada en lo alto del Monte Orr seguía
retumbando mientras ladrillos y trozos de muro se precipitaban
desde lo alto y caían con un enorme estrépito en las calles más
bajas. En los cielos, los vientres hinchados de los barcos de
guerra permanecían suspendidos en el aire, trazando círculos
lentos, como los buitres. Detrás de la cortina de humo, las puntas
aguzadas de los rayos atravesaban el aire procedentes de los barcos
suspendidos.
—¡Ellos va a atacar otra vez! —gritó
Tol'chuk a Meric—. Un ataque más y el castillo es una ruina.
Meric se detuvo y miró hacia lo alto en el
momento en que pasó una bandada de pájaros monstruosos que agitaban
las alas nerviosos. Eran más skal'tum aterrados. Desde su huida de
las catacumbas, el grupo había avistado muchas fracciones como
aquella del ejército de los skal'tum. Los monstruos, forzosamente
separados en grupos, intentaban escapar a la llegada de los barcos
de guerra de los elfos. Meric imaginó los ojos de esos monstruos
clavados en lo alto del cielo.
En cuanto los skal'tum pasaron, Meric
observó que Tol'chuk tenía razón. Otras cinco Nubes Tormentosas se
disponían a formar un círculo en lo alto de la colina. El
Acecho Solar, el buque insignia de su
madre, se encontraba todavía suspendido en lo alto de aquel
castillo humeante. Al verlo se le encogió el corazón. Todo esto
ocurría por su culpa.
—¡Tenemos que ir más rápido! —gritó Meric
por encima del fragor de la batalla.
Tol'chuk se acercó. Tenía el rostro lívido
de cansancio. Había cargado con Mama Freda la mayor parte del
camino. Sacó de su funda el Try'sil, el martillo de los enanos, que
llevaba a la espalda.
—Nosotros está suficiente cerca. Encuentra
nosotros ahora una plaza despejada y prueba.
Meric negó con la cabeza.
—No lo verán jamás a no ser que nos pongamos
debajo mismo de sus narices.
Tol'chuk señaló a los barcos que tomaban
posición.
—O nosotros lo prueba ahora, o nosotros lo
pierde todo.
Meric suspiró con fuerza. Aunque estaba
convencido de que aquello no serviría de nada, el ogro tenía razón.
Por lo menos tenían que intentarlo. No podían hacer añicos las
esperanzas de esa tierra sin antes intentar avisar a la flota y
alejar a los barcos. Meric escrutó los cielos para encontrar un
indicio, algún modo de redimir aquel error. Sentía el corazón
encogido por el dolor de aquella traición suya.
Mama Freda intervino cerca de
Tol'chuk.
—Tikal ha encontrado una plaza grande arriba
a la izquierda. Podríamos llegar ahí en un instante.
—Vamos —propuso Meric y se lanzó a correr
hacia allí.
Tol'chuk se colocó a Mama Freda debajo de
uno de sus enormes brazos y corrió tras él. La anciana curandera
iba guiándolos a gritos, y al poco rato, el trío llegó a un patio
abierto. Tol'chuk dejó a Mama Freda en el suelo para que ella
cogiera a su tamarinco y se retirara a un lado de la plaza.
Tol'chuk siguió a Meric al centro de la
plaza.
—Rápido, elfo —le urgió Tol'chuk.
—Ya lo sé, ogro —repuso Meric con dureza. Al
instante, en su mirada asomó una expresión de disculpa por su
brusquedad. Tol'chuk se había limitado a expresar la preocupación
de todos.
—Levanta bien el martillo. Voy a hacer lo
posible para que salga algo muy vistoso.
Tol'chuk hizo un gruñido de asentimiento y
levantó los brazos hacia el cielo con el martillo en alto. Meric
invocó su magia y concentró los vientos a su alrededor. En cuanto
quedó aislado por ellos, mezcló los vientos secos y los húmedos y
provocó un chisporroteo de energía gracias a la fricción de los dos
tipos de viento. Luego tomó más energía del aire que, gracias a los
barcos que había en lo alto, estaba rebosante de ella. Al instante
la ropa le crujió y empezó a oscilar entre chispas.
—¡Prepárate! —gritó Meric—. Sostén el
martillo con fuerza.
Con las manos en alto, Meric hizo acopio de
energía en las puntas de los dedos hasta convertirla en una esfera
de rayos que lentamente empezó a girar y brillar en la plaza
sombreada. El elfo sabía que una luz tan débil llamaría muy poco la
atención. Necesitaba algo más. Hizo más acopio de energía hasta que
todo el cuerpo le tembló. Todos los pelos del cuerpo se le erizaron
y se agitaron, y una leve capa de sudor le hizo brillar la cara y
los brazos. Las puntas de los dedos empezaron a quemarle a causa de
su proximidad con la esfera de rayos. Le habría gustado darle una
última advertencia al ogro, pero era demasiado tarde.
Volvió la vista hacia Tol'chuk y el ogro lo
miró a él. Con un gesto final de hombros, Meric lanzó toda su
energía de rayos contra el martillo. La bola de energía dio contra
el hierro. El Try'sil había sido forjado con rayos, podía soportar
aquella fuerza, recordaría su origen y lo proclamaría por los
cielos.
Desde la cabeza del martillo un rayo
brillante de color plata y azul salió despedido hacia los barcos en
lo alto. El trueno retumbó por toda la plaza. Tol'chuk cayó hacia
atrás, con los brazos quemados hasta los codos.
Meric, resguardado por sus vientos, también
salió disparado hacia atrás, pero se mantuvo de pie. Observó cómo
el relámpago salía despedido entre dos barcos de guerra.
—¡Miradlo! —rezó Meric—. ¡Mirad abajo!
Tol'chuk se intentó levantar del suelo
adoquinado, pero Mama Freda se colocó a su lado y le aplicó un
bálsamo en la piel chamuscada y humeante. Tol'chuk parecía más
molesto que aliviado ante las atenciones de la anciana
curandera.
—¿Ha funcionado?
Meric escrutó los barcos encima de él. No
advirtió señal alguna de que los barcos hubieran reconocido aquel
relámpago como una señal. Seguramente, se dijo, ante el espectáculo
de rayos que se desarrollaba entre los numerosos barcos, la
tripulación apenas se habría apercibido de la intervención de
Meric.
—No —dijo con amargura—. Mi gente son ante
todo seres de aire y nube. Es necesario algo más que un chispazo
para que miren abajo.
—Nosotros vuelve a intentar —insistió
Tol'chuk poniéndose de pie.
Meric negó con la cabeza.
—He utilizado casi toda la energía que me
quedaba. Necesitaría descansar durante casi un cuarto de luna para
repetir lo que acabo de hacer.
—Entonces es imposible.
Tol'chuk volvió la vista cansada hacia las
cinco Nubes Tormentosas que se arremolinaban alrededor de lo alto
del pico.
—Deberíamos regresar a las catacumbas
—propuso Meric—. Al menos así podríamos apartar a los demás de
ahí.
—Nosotros no lo consigue...
Un rugido aterrador se desparramó
repentinamente por la plaza proveniente de detrás de ellos. Los
tres se volvieron a tiempo para ver cómo una enorme forma de alas
negras bordeaba la parte superior de la torre y se precipitaba en
picado hacia ellos. Meric y los demás se apartaron despavoridos. Un
gesto brusco de las alas escamosas redujo la velocidad de caída e
hizo aterrizar la bestia contra el suelo de piedra con un chirrido
de uñas.
Meric vio entonces a la diminuta jinete que
había sobre aquella bestia.
—¡Sy-wen!
La pequeña mer'ai estaba demacrada y
exhausta. Parecía como si hubiera perdido sustancia a causa de los
horrores del día.
—¡Gracias a la Madre Dulcísima! Vi ese
destello y deseé que fueras tú. —Miró entonces por la plaza—.
¿Dónde se encuentran la bruja y los demás?
Meric se acercó con rapidez sin atender al
giro de cabeza que el dragón hizo en dirección hacia él. Los
enormes ojos negros de Ragnar'k parecían estar absorbiéndolo.
—¡No tenemos tiempo para explicaciones!
¿Podríais llevarme hasta el enorme barco que hay sobre el
castillo?
Sy-wen adoptó una expresión muy seria.
—Llevo intentando acercarme a él desde que
la flota llegó para impedir que efectuaran el asalto. Pero entre
los rayos y los vientos de esa maldita mujer no he logrado ningún
progreso.
Meric miró entonces al dragón.
—Si tu montura lo permite, yo os podría
guiar hasta allí.
Sy-wen se volvió hacia el dragón. Un
intercambio silencioso de palabras tuvo lugar entre ambos.
—Ragnar'k lo permite. Pero tenemos que
apresurarnos.
Sy-wen señaló con la cabeza hacia arriba.
Meric se volvió. Las cinco Nubes Tormentosas ya estaban acumulando
energía en las quillas. Meric se volvió y vio que la mer'ai le
ofrecía la mano desde el cuello del dragón.
—Monta detrás de mí.
Meric, sin siquiera dirigir una señal de
agradecimiento con la cabeza al dragón, que todavía lo miraba con
un desdén notorio, se acercó y agarró la mano de Sy-wen. En el
breve instante que necesitó para colocarse y asir a Sy-wen por la
cintura, el dragón extendió las alas y se apoyó en las robustas
patas.
—¡Agárrate fuerte! —gritó Sy-wen.
Luego el mundo desapareció de debajo de
ellos. Ragnar'k dio un salto hacia adelante con un batir de las
alas y les llevó por encima de la plaza.
La voz de Tol'chuk atronó para desearles
suerte y velocidad, pero la mayor parte de las palabras se perdió
cuando las alas del dragón los empezaron a elevar por el cielo.
Ragnar'k subió por encima de las torres más altas de la ciudad y
luego se ladeó en dirección oeste, tras dar una vuelta alrededor de
los precipicios que formaban el Monte Orr. Tenían los vientres de
los barcos de guerra justo sobre la cabeza, y Meric notó los rayos
que flotaban desde ellos.
Ragnar'k continuó ladeándose para ganar
altura. Muy lentamente, tal vez demasiado, el dragón fue elevándose
por el cielo. Meric miró atrás y vio las quillas de las cinco Nubes
Tormentosas cargadas de energía.
—¡Rápido! —gimió Meric, dirigiéndose tanto a
sí mismo como al dragón.
Seguramente Ragnar'k le oyó. De pronto, el
dragón retrocedió ladeándose peligrosamente sobre una de las puntas
de las alas. Meric contempló la extensión de la ciudad y el océano
tan distantes bajo sus pies. Cuando Ragnar'k descendió en picado,
las alas del dragón encontraron una fuerte corriente ascendente y
salieron despedidos a toda velocidad hacia lo alto del ciclo. Al
poco rato quedaron por encima de todo el ejército, excepto del
Acecho Solar, el buque insignia que
tenían directamente delante de ellos. Ragnar'k se ladeó y se
dirigió hacia él.
Sy-wen se inclinó sobre el cuello del
dragón, lo cual hizo que Meric también tuviera que agacharse.
Ragnar'k se apresuró.
—¡Colocaos encima del barco! —gritó Meric al
oído de Sy-wen.
El dragón estaba ahora lo suficientemente
cerca del barco para que Meric pudiera distinguir a los miembros de
su tripulación. Al timón de popa vio a uno de ellos, con su
habitual mechón de color cobrizo en su pelo plateado. Era Richald,
su hermano mayor. Conforme se aproximaban, Meric vio también a la
alta mujer que guiaba la proa del barco. El pelo plateado le
brillaba a causa de la energía.
—Madre —susurró.
La mujer pareció oírle y miró al dragón con
una expresión que no era precisamente de bienvenida. El fuego le
brillaba en los ojos y les dirigió un gesto irritado con la mano.
De repente, unos vientos se les vinieron encima.
—Cada vez que nos acercamos hace eso —gritó
Sy-wen mientras Ragnar'k luchaba por mantener su posición.
Meric retiró una mano de la cintura de la
mer'ai y levantó la palma contra los vientos. Lanzó su magia, que
flaqueaba con rapidez, y se defendió del ataque de su madre. Los
vientos se aplacaron, aunque sólo de modo leve. Encaramado en el
dorso del dragón, Meric vio la expresión asombrada de su
madre.
—¡Id hacia allá! —urgió Meric a Sy-wen a la
vez que retiraba la magia.
Ragnar'k aprovechó la pausa de la ventisca y
se precipitó hacia el barco, pasando por encima de los mástiles. En
cuanto estuvo encima, Meric soltó el otro brazo de Sy-wen y se dejó
caer por la parte trasera del dragón. Se desplomó entre volteretas
hacia el barco mientras Sy-wen lanzaba un grito de sorpresa.
Debajo de él, las cinco Nubes Tormentosas
lanzaron de repente una explosión de energía, formando una estrella
brillante por debajo de ellos. Meric se precipitó hacia el centro
de aquel espectáculo tremendo. Extendió entonces los brazos y
descendió empleando la magia para frenar y controlar la caída.
Meric enderezó el cuerpo, movió las piernas y se coló entre las
jarcias y las velas. Luego se desplomó con fuerza sobre la cubierta
del Acecho Solar, lo cual le provocó un
terrible dolor en la pierna derecha, que se le dobló y lo hizo caer
de rodillas, de forma que el hueso roto le atravesó el muslo. No se
lamentó, tenía suerte de continuar con vida.
Meric levantó el rostro con expresión
agónica. Estaba rodeado. Un hombre se abrió paso entre los demás;
llevaba una espada larga y fina, pero la bajó al verlo.
—¡Hermano! —dijo el hombre con una sorpresa
contenida.
—Richald.
Meric inclinó la cabeza como si aquél fuera
un encuentro habitual de dos hermanos en un día soleado. Richald
miró de arriba abajo el cuerpo de su hermano y frunció la nariz
ante lo que vio. Meric estaba cubierto de quemaduras, cicatrices y
ahora tenía una pierna rota; no parecía miembro de la casa
real.
Al ver a su hermano, Meric intervino:
—Tienes que detener a madre. ¡No debe atacar
de nuevo!
A su alrededor, la estrella de energía
parpadeaba. Meric percibía la energía que almacenaba ahora el
Acecho Solar. La cubierta temblaba bajo
las piernas.
El grupo de elfos se abrió ante Meric y una
mujer refulgente de poder se acercó a él procedente de proa. Tenía
la piel brillante y la mirada le resplandecía en demasía. Meric
supuso que su madre se había unido al almacén de energía que había
debajo. La voz le temblaba por el esfuerzo que tenía que hacer para
contener aquel poder.
—¿Por qué razón debería parar, hijo mío?
¿Acaso no era eso lo que deseabas?
Meric intentó mirar a su madre, pero el
brillo de sus ojos le hacía daño a la vista.
—Me equivoqué, madre. El destino de esta
gente depende de lo que ocurra ahora en la isla. No debemos
interferir.
—A mí no me importa nada el destino de esta
gente.
Meric se aclaró la garganta.
—Pues a mí, sí —dijo con tono
desafiante.
—Llevas demasiado tiempo vagando por la
tierra sucia, hijo mío —proclamó la mujer con un gesto de desdén
ante aquella respuesta.
—Es cierto. Por eso puedo juzgar mejor si
merece la pena salvar a estas gentes.
La madre bajó la mano mientras reflexionaba
sobre esas palabras.
—¿Y qué sería de nuestro linaje monárquico?
—prosiguió Meric.
—¿De qué estás hablando, Meric? —La mujer
puso una expresión interrogante.
—Si no te importa esta gente, entonces
piensa en nosotros. El último heredero de nuestro rey está luchando
ahí abajo. Si destruís esta isla, destruiréis la mitad del linaje
élfico.
Aquellas palabras convencieron a la reina
elfa, pero no demostró una gran emoción. Simplemente, se limitó a
darse la vuelta y hacer un gesto hacia Richald.
—Retira el Acecho
Solar. Descargaremos nuestra carga en el mar.
—¡No! ¡Aguarda! —gritó Meric—. Yo sé dónde
emplear mejor toda esta energía.
—¿Dónde? —preguntó su madre con ojos
encendidos.
Meric no contestó. Hizo un gesto para que
Richald lo ayudara a acercarse a la borda. Tuvo que reprimir un
grito de dolor mientras se ponía de pie. A lo lejos, vio la forma
de alas oscuras de Ragnar'k que daba la vuelta y se dirigía de
nuevo hacia el barco. En cuanto estuvo lo suficientemente cerca,
Meric hizo un gesto con el brazo a Sy-wen.
—¡Guiadnos hacia la batalla del mar!
¡Mostradnos las peores refriegas! ¡Ha llegado el momento de acabar
con ellas! ¡Utilizaremos el poder del Acecho
Solar para aplacar al enemigo!
En cuanto obtuvo el gesto de aprobación de
Sy-wen, Meric se desplomó sobre la borda. El dolor de la pierna
rota y su estado débil se habían apoderado por fin de él.
—¿Te preocupan mucho las gentes de esta
tierra? —lo interrogó su madre con una actitud fría y
desapasionada.
Meric se volvió hacia ella, esta vez
insensible al brillo de sus ojos.
—Así es, madre. Daría mi vida por
ellos.
La reina Tratal tendió una mano y la posó en
la de él. Le dio un rápido apretón afectuoso, y luego levantó el
otro brazo. A su señal, el Acecho Solar
dio la vuelta y siguió al dragón.
—Si es así como has dicho, pongamos fin a
todo esto.
Greshym estaba apoyado contra la pared de
una vieja destilería situada en algún lugar de las calles llenas de
escombros de A'loa Glen. Tenía la respiración entrecortada y
resollaba entre los labios fruncidos por el dolor. La creación tan
rápida del portal después de luchar contra Shorkan le había costado
un precio muy alto al anciano. Al reposar su energía en la magia
negra, vaciar de golpe toda su fuente de poder le agotaba también
físicamente. En aquel momento, sintió el peso de todos y cada uno
de los quinientos inviernos de su vida. Incluso el aire le
resultaba demasiado espeso para poderlo respirar.
A la sombra de aquel antiguo edificio en
ruinas, Greshym apoyó la cabeza contra los ladrillos fríos. Sólo
había sido capaz de huir hasta la ciudad. Si hubiera tenido todas
su fuerzas habría sido capaz de crear un portal lo suficientemente
fuerte como para transportarlo hasta Blackhall. Aunque no se habría
atrevido. Las últimas palabras de Er'ril estaban cargadas de razón.
En cuanto Shorkan informara de su traición al Señor de las
Tinieblas, él sería un hombre acabado. Cualquier monstruo
endemoniado o ser siniestro andaría en pos de él.
Greshym miró el Edificio, que se alzaba a lo
lejos. El segundo ataque de los barcos voladores había hecho caer
la torre situada más al este. Su chapitel se denominaba, con
acierto, La Lanza Rota debido a que su parapeto se había venido
abajo. Sin embargo, ahora sólo era un amasijo humeante de piedras.
Greshym se dijo con amargura que pronto el nombre sería otro; algo
así como El Montículo Humeante.
—Lástima que Shorkan no estuviera allí —se
lamentó en voz alta.
Si los barcos hubieran abatido la Lanza del
Pretor, se dijo, la mayoría de problemas de Greshym habrían
terminado. Si Shorkan moría, la traición del anciano mago en las
catacumbas se habría silenciado. Pero aquel día no tenía a los
dioses a su favor. Todos sus cuidadosos planes encaminados a
obtener el Libro no sólo habían fracasado estrepitosamente sino
que, además, le habían condenado.
Greshym se apartó de la pared y avanzó por
la avenida. Necesitaba huir de la isla, pero antes necesitaba un
baño de magia. ¿Dónde podría obtenerlo? Se agazapó durante un
momento allí donde la calle de antiguas cervecerías desembocaba en
una plaza amplia y buscó con la vista la presencia de skal'tum.
Todo lo que quedaba de las inmensas legiones eran unas cuantas
bandadas desperdigadas de animales asustados. En su débil estado,
sin ni siquiera la vara, podría convertirse con facilidad en una
presa para aquellos monstruos. Como sabían que él era uno de los
magos negros que los había conducido hacia aquella carnicería, sin
duda no lo tratarían con amabilidad.
Greshym dobló la esquina con sigilo, oculto
en lo posible bajo las sombras más oscuras del sol poniente.
Mientras avanzaba le pareció captar un rastro que le conmovió el
corazón marchito. Se impresionó tanto que estuvo a punto de caer al
suelo. Apoyó el muñón de su brazo contra la pared con la
respiración entrecortada. ¿Acaso había esperanzas? ¿Era producto de
su imaginación? En cuanto recuperó el aliento y se hubo
tranquilizado, Greshym olisqueó el rastro. Aquel aroma tan
placentero le hizo entornar los ojos de gusto.
Si no hubiera tenido tanta hambre,
probablemente no lo habría detectado. Volvió a olerlo. Conocía
aquel olor. ¡Era magia negra! En algún sitio cerca de él alguien o
algo olía a poder, poder salvaje y sin explotar. La imagen de
Shorkan le acudió a la cabeza, pero abandonó la idea de inmediato.
El Pretor no sólo evitaría las calles sino que además, después de
haber atravesado el anillo mágico y haber aguantado el combate, sin
duda carecía del acopio de magia que percibía. Se preguntó de dónde
podía provenir.
Greshym, revigorizado por el olor, se apartó
de la pared y empezó a seguir el rastro. El anciano mago siguió la
pista de aquel perfume de magia, deteniéndose en todas las esquinas
para olisquear el aire. Poco a poco, conforme el olor se volvía
cada vez más fuerte e intenso, Greshym incrementó la velocidad de
su marcha por las calles polvorientas. Sentía mucha hambre y tenía
la vista nublada, pero, aun así, prosiguió, atraído por aquel
aroma. La nariz le hacía de vista, guiándolo directamente hacia el
caudal de magia.
Por fin, avanzó a toda prisa por una calle
estrecha que se encontraba en lo más alto de la avenida. A pesar de
que el aire estaba viciado por el humo del castillo que se alzaba
más arriba, aquel aroma a magia era inconfundible. La fuente de
poder se encontraba al doblar la esquina. Greshym avanzó más
lentamente por precaución. Con ese poder podría escapar de la
isla.
Greshym se deslizó con cuidado por la base
cuadrada de una estatua inmensa. En cuanto estuvo en la esquina,
cerró los ojos y se concentró mientras respiraba
trabajosamente.
Primero tenía que ver con qué iba a
encontrarse. Tras inclinarse hacia adelante forzó la vieja espalda
y miró al otro lado de la esquina. Lo que se encontró en el
callejón de enfrente era más de lo que podía haber imaginado y
estuvo a punto de hacerle dar un traspié y ponerlo en evidencia,
pero Greshym logró apartarse a tiempo y tuvo que taparse la boca
para reprimir un grito de sorpresa y alegría.
¡Era el niño! ¡Su niño! ¡El hermano de la
bruja! ¡Qué suerte la suya! Tal vez, a la postre, los dioses sí
estaban de su lado.
Lo que había visto al otro lado de la
esquina continuaba emborronándole el pensamiento. El chico se
encontraba en el centro del callejón, mirando ensimismado la torre
vecina. Además, Greshym observó que el niño asía una vara, una vara
de madera de poi que habría reconocido en cualquier sitio. ¡Era su
vara! ¡La que él había creído perdida para siempre! Sin duda el
muchacho la había encontrado.
Greshym cerró los ojos y se sumergió en el
olor de magia pura de la vara. Se relamió los labios. La volvería a
tener. ¡Los volvería a tener a todos: la vara, el niño y su magia!
Pero antes debía trazar un plan.
Greshym consideró la situación. Sabía que no
podía arrebatar sin más la vara al muchacho. Era evidente que
estaba vinculada a él, porque había visto corrientes de fuego negro
en su superficie. Apretó el puño con enojo. Había abandonado la
vara y ahora, para recuperarla, tenía que serle entregada de forma
voluntaria. La pregunta era cómo lograrlo. ¿Cómo podía hacer que el
muchacho le cediera la vara?
El mago lanzó un pensamiento de prueba por
la esquina y sonrió al descubrir que las antiguas ataduras de su
hechizo continuaban en el muchacho, desgastadas, pero todavía
presentes. Nadie se las había eliminado. De todos modos, ¿cómo lo
podría hacer? No existía ningún mago con la habilidad para ello.
Sería muy sencillo volver a atar esos lazos antiguos y atrapar de
nuevo al muchacho en su mente, convirtiéndolo en su servidor. Pero
aquello tampoco le serviría de nada. Obtener la vara de ese modo
sería prácticamente lo mismo que arrebatársela. Para conservar el
poder de la magia de la vara, ésta tenía que serle entregada
voluntariamente y de corazón. De lo contrario, no era más que una
vara normal y corriente.
Greshym siguió dando vueltas a aquel
pensamiento. Tenía que apresurarse porque temía que aparecieran los
demás compañeros de la bruja. La pregunta era cómo hacer que el
muchacho confiara en él. Luego, como una luz en medio de la noche
más oscura, se le ocurrió la respuesta. No podía forzar al muchacho
ni esclavizarlo, pero podía emplear los restos de magia que Joach
todavía albergaba en la mente.
Greshym sabía lo que tenía que hacer. Era
muy fácil emplear la magia para llegar a aquellos lazos que tan
bien conocía y tirar de ellos. Tal vez no podría lograr que el
muchacho se comportara como una marioneta, pero seguramente sí
podría tirar con fuerza suficiente para conmoverle el
corazón.
Tras decidir lo que tenía que hacer, Greshym
empleó la magia que le quedaba. Estaba muy débil, y la poca magia
que necesitaba lo agotaba igual que si estuviera haciendo el mayor
de los hechizos. Greshym dobló la esquina con un traspié. No le
costó nada forzar un gemido cuando cayó sobre los adoquines de la
calle.
Joach se dio la vuelta rápidamente al oír el
ruido con una mirada amenazadora. La vara se inflamó de fuego
negro. Para Greshym, la magia que emanaba de la vara era como el
calor de una hoguera en medio de una tormenta de invierno. Luego,
las llamas de la vara se desvanecieron con la misma rapidez con que
habían aparecido. Joach se acercó rápidamente hacia Greshym y se
arrodilló junto al mago. Tenía una mirada solícita y
preocupada.
—¡Elena! —exclamó—. ¿Qué te ha ocurrido?
¿Cómo has logrado salir de ahí?
Greshym sonrió mientras tiraba y aflojaba
las distintas hebras de magia que creaban aquella ilusión óptica en
el muchacho.
—No lo sé —dijo con voz débil y sin tener
que aparentar debilidad o confusión.
Greshym era consciente de que su voz en
Joach sonaba igual que la de su hermana.
—Tenemos que huir de estas calles —dijo
Joach, asiéndole de los hombros para ayudarlo.
—Sí. Sí, tenemos que ocultarnos.
En su estado, Greshym, permitió que el niño
lo llevara. El mago acarició en secreto la madera de poi. Y en
silencio se dijo: Ya falta poco.
—Parece que Meric ha logrado convencer de la
retirada a la flota de los elfos. Tenemos que subir a la torre y
hacerles una señal.
—¿Para escapar?
Joach asintió mientras asía con más fuerza a
Greshym.
—Elena, guarda las fuerzas.
Mientras avanzaban trabajosamente por la
calle encaminándose a la puerta de la torre vecina, Joach le
dirigió una mirada intensa y sonrió con cansancio.
—Parece que no podemos escapar a nuestro
destino —dijo, y luego señaló con la cabeza la puerta que había
delante de ellos—. Tenemos que subir.
Greshym torció el cuello para mirar el
parapeto de la torre, sin comprender aquella frase críptica del
muchacho. Frunció el ceño. ¿Por qué pensaba el muchacho que tenían
que subir al Chapitel de los Difuntos?
Er'ril, desesperado, abrió con un golpe de
hombro la puerta de hierro alabeada. Se quedó mirando la
destrucción del patio central. Los escombros y el humo cubrían toda
la plaza. Todavía había fuegos, la mayoría provenientes del tocón
humeante del antiguo árbol koa’kona, cubierto ahora de cráteres.
Er'ril se estremeció ante la destrucción de aquel árbol
poderoso.
Sin embargo, igual que él, aquel árbol había
vivido mucho más de lo necesario. Se dijo que ambos no eran más que
restos viejos y antiguos de la gloria pasada de Alasea. Ahora que
el Diario Ensangrentado había salido a la luz, su deber con los
siglos había terminado. A partir de ahora, el destino de aquellas
tierras descansaría en hombros más jóvenes. De ellos dependería
derrocar al Señor de las Tinieblas de su trono de poder. Si las
profecías eran ciertas, la bruja y el Libro eran la única esperanza
de aquella tierra. Él ofrecería toda la fuerza de sus brazos, pero
a partir de ahora, según la profecía y el destino, la bruja tenía
que proseguir sola el camino.
Al pensar en todo aquello sintió una
opresión en el pecho. Se apretó con fuerza la mano contra las
costillas. Se dijo que tal vez aquel dolor se debiera al terrible
calor y a que tenía los pulmones llenos de humo, pero no podía
engañarse por completo. Se había considerado el caballero de Elena,
y parte de su dolor se debía a que jamás volvería a compartir la
familiaridad que había tenido hasta el momento con ella. Supuso que
a partir de ahora, el Libro lo reemplazaría. A partir de aquel día,
él le resultaría tan útil a Elena como las ramas quemadas del
koa'kona muerto.
Miró el brazo que había recuperado y
masculló un juramento. Había conseguido muy poco y había perdido
mucho.
Tras escrutar el patio abierto en busca de
peligros o enemigos, suspiró y prosiguió hacia adelante. En el
cielo vio un enorme barco suspendido que se retiraba de la
ciudadela. Tenía la quilla de hierro cubierta de rayos y Er'ril
supuso que aquélla era la causa de toda la destrucción. En silencio
agradeció la ayuda de esos aliados desconocidos; su intervención
había desbaratado el control de la isla por parte de los magos.
Delante de él, el castillo parecía muerto y abandonado. Er'ril sólo
deseaba que aquello no hubiera ahuyentado a Shorkan.
Tras salir de las catacumbas, miró las
torres. Al instante, notó en la piel el calor de la plaza y comenzó
a sudar copiosamente. Er'ril miró detenidamente la destrucción
completa de la torre del este. Por la parte abatida de aquella ala
del castillo pudo contemplar la ciudad y el océano que había
detrás. Desde allí se veían los barcos en combate. La batalla
todavía proseguía en las aguas que rodeaban la isla.
Er'ril se volvió a la vez que les deseaba
suerte a todos. Su objetivo estaba muy cerca. Luego se encaró a la
torre situada más hacia el oeste donde se encontraba la guarida de
Shorkan. En lo alto, bañada por los últimos rayos del sol poniente,
Er'ril distinguió una figura negra apostada en el parapeto de la
torre. Al principio le pareció que se trataba de un ser vivo, pero
luego advirtió lo que era en realidad. Era la estatua de ebon'stone
del wyvern. Si lo que había dicho Greshym era cierto, aquélla era
una de las cuatro puertas del Dique que conducían a la fuente de
poder del Señor de las Tinieblas.
Er'ril se detuvo para coger la espada larga
del cadáver de uno de los guardianes de las catacumbas, que yacía
cubierto de ampollas, y entró en el patio. Se dijo que si no
encontraba a Shorkan por lo menos haría desplomar la estatua. Tal
vez la caída desde tanta altura podría hacer añicos aquella
presencia maléfica.
Mientras rodeaba el cráter del centro del
patio, Er'ril tuvo que esquivar los cadáveres vestidos con túnicas
negras que se encomiaban tendidos y carbonizados sobre el sucio
reventado. Los miró con el ceño fruncido. Aquéllos habían sido
discípulos de los magos negros.
Cuando se disponía a continuar, le pareció
oír un grito sofocado y el sonido de algo que chocaba contra las
piedras unos pasos más atrás. Se dio la vuelta rápidamente, se
agachó y examinó el grupo de cadáveres. Todo estaba quieto. Luego
se puso de pie. Seguramente, se dijo, el viento y las ruinas del
castillo lo habían confundido.
Tras contemplar un instante más aquellos
cuerpos, Er'ril se volvió. Cruzó rápidamente el resto del patio
descubierto, temeroso de que alguien lo pudiera avistar desde los
cientos de ventanas oscuras de alrededor. Sin embargo, nadie lanzó
flecha alguna, ni se oyó ningún grito de alarma por la presencia de
un intruso. Al cabo de un rato empujaba con fuerza las enormes
puertas calcinadas y destrozadas de la entrada al castillo.
Mientras Elena veía cómo Er'ril desaparecía
dentro del castillo oscuro, se puso de pie y se frotó la rodilla
que se había torcido al tropezar con una piedra suelta. Er'ril
había estado a punto de descubrirla. Cuando el hombre de los llanos
se dio la vuelta, Elena se asustó y se quedó quieta, como un conejo
asustado, con el rostro sólo a un palmo por encima de los cadáveres
oscuros. Todavía sentía el hedor de la carne carbonizada.
Tras incorporarse de nuevo, Elena se dirigió
hacia el castillo. La rodilla le dolía mucho, y el dolor le llegaba
hasta el muslo. Podía andar, pero avanzaba muy lentamente. Elena
contempló el enorme tamaño del Edificio, la antigua ciudadela de
A'loa Glen. Aquellas ventanas negras parecían contemplarla en su
desnudez y aunque nadie la podía ver, se sentía indefensa. Suspiró.
Ahora no había manera de seguir al hombre de los llanos, por lo
menos no a la velocidad con que él avanzaba. Seguramente a estas
alturas Er'ril ya se había perdido en las profundidades del
castillo. Jamás lo encontraría. Si hubiera ido con más cuidado por
donde pisaba...
Elena se tuvo que morder el labio para
reprimir el dolor que sentía en la pierna y retrocedió marchando a
la pata coja. ¿Adonde iría Er'ril? Dijo que buscaba a su hermano,
pero ¿era cierta aquella afirmación? Volvió la mirada hacia la
torre que había llamado la atención de Er'ril cuando entró en el
patio. Los últimos rayos del sol teñían de azul el parapeto
occidental de la torre.
Entonces, desde el otro lado del patio
destrozado, se dio cuenta de lo que Er'ril había visto. En lo alto
de un chapitel había la estatua de alas negras del wyvern, la
estatua de ebon'stone de los magos negros.
Mientras la miraba, una ráfaga de brisa le
hizo estremecer la piel desnuda. Elena se abrazó el pecho con los
brazos en un intento por apañar el temor que sentía en su interior.
Aunque todavía no sabía con certeza las intenciones del hombre de
los llanos, todavía temía por él.
De repente, los ojos se le llenaron de
lágrimas y le emborronaron la vista. Ya había estado una vez a
punto de perder a Er'ril con la magia negra de la estatua, y se
dijo que no podía enfrentarse de nuevo a una pérdida como aquélla.
La herida todavía estaba en carne viva. Miró la torre para ver si
distinguía alguna señal del hombre de los llanos que la pudiera
orientar.
—Ve con cuidado, Er'ril —susurró mientras el
viento barría aquel patio destrozado—. Regresa a mí.
En los pasillos oscuros de la torre, Er'ril
avanzó más rápidamente. Conocía bien el Edificio y sabía el camino
más corto para llegar hasta la Lanza del Pretor. Las piernas lo
llevaron prestas hacia su destino mientras sentía que el fuego del
corazón se le avivaba. Se dijo que cuando se enfrentara a su
hermano, no tenía que permitir que la desesperación le hiciera ir
más lento o lo debilitara. Como la magia negra de Shorkan estaba
ahora a un nivel muy bajo, aquélla sería la oportunidad que Er'ril
tendría para liberar aquella tierra de la maldad de su
hermano.
El hombre de los llanos subió por la
escalera a saltos de tres en tres y se precipitó por los pasillos
oscuros. Al poco rato, se encontró subiendo por la escalera de
caracol de la torre. Detuvo el paso para poder mirar por las
ventanas estrechas que había a lo largo de aquel tramo, y contempló
la batalla que tenía lugar alrededor de la isla. El sol ya se había
hundido en el horizonte del oeste y había encendido el cielo con su
fuego. Abajo, la batalla en el agua proseguía.
Cuando Er'ril pasó por delante de otra
ventana situada más arriba, un destello le llamó la atención y lo
hizo detenerse. ¿Qué era eso? El crepúsculo había comenzado a
cubrir el mar, y en aquella oscuridad creciente, Er'ril vio que
unos destellos de luz salían despedidos de uno de los enormes
barcos volantes. Esas lanzas de luz estallaban sobre los barcos y
dragones que luchaban y apartaban de los barcos las bandadas de
skal'tum. El barco se deslizaba lánguidamente por el aire y,
mientras atravesaba el campo de batalla, iba sembrando la
destrucción entre el enemigo que se encontraba bajo su casco. El
estallido del trueno seguía sus pasos.
Er'ril, de nuevo agradecido a aquellos
aliados desconocidos, se permitió imaginar la victoria. La
desesperación que sentía en su corazón remitió levemente, emprendió
de nuevo la ascensión por la escalera con un nuevo ímpetu y, al
rato, llegó a lo alto. Las puertas que conducían a las habitaciones
de la torre del Pretor estaban abiertas. Er'ril se detuvo y apretó
con fuerza la espada. Desconfió de una invitación tan abierta como
aquélla.
Penetró con precaución en el estudio de
Shorkan. Estaba vacío, y la lumbre apagada. Er'ril avanzó con
sigilo por las habitaciones cercanas con la espada por delante. El
pequeño dormitorio, igual que el cuarto de baño, estaba vacío y
notó que no habían sido utilizados desde hacía tiempo. Supuso que
tal vez, a la postre, Shorkan no había regresado allí. Er'ril acabó
el recorrido en la sala central y la escrutó atentamente. Se detuvo
en medio de la amplia alfombra y aguzó el oído por si percibía
alguna señal del mago negro.
Vio y oyó aquello de forma simultánea. En el
suelo, una parte del tapiz que cubría la pared ondeó levemente con
el susurro del batir de alas de un pájaro. Er'ril se acercó con
mucho cuidado de no hacer ruido y utilizó la punta de la espada
para apartar a un lado la pieza de seda.
Detrás del tapiz había una pequeña puerta de
madera de roble parcialmente entreabierta. A través de aquella
estrecha abertura, Er'ril sintió el olor del mar y el humo. Abrió
la puerta un poco más y vio que detrás había una escalera secreta
que conducía hacia una trampilla situada encima. La luz iluminaba
la escalera desde arriba. Er'ril sabía adonde conducía todo
aquello; y sintió en los oídos el latido de su corazón.
Er'ril, temeroso de que las bisagras viejas
pudieran hacer ruido, se deslizó por la abertura y subió las
escaleras. Esta vez subió un escalón cada vez, y observó
atentamente dónde posaba los pies. En lo alto, la trampilla estaba
abierta hacia el cielo. Er'ril se acercó a ella y contuvo el
aliento. Tras hacer girar la empuñadura de la espada en la palma
derecha de la mano, desenvainó también el puñal que llevaba en el
cinturón.
En cuanto tuvo las dos manos armadas, Er'ril
saltó por la trampilla y entró con una voltereta sobre el suelo de
piedra de la torre. Se apoyó en la espalda y se puso de pie de un
salto a la vez que se hacía una imagen de cuanto le rodeaba.
Su hermano, lleno de quemaduras y ampollas,
se encontraba al otro lado de la torre. A aquella altura por encima
del mar, la luz del sol todavía bañaba la punta del chapitel. Las
piedras del parapeto relucían como si fueran de oro, resaltando el
contorno de la estatua de ebon'stone que había detrás de Shorkan.
Los ojos de color rubí de la estatua brillaban sobre la cabeza de
Shorkan iluminados por la luz del sol. Las alas de ebon'stone
estaban extendidas a ambos lados de su hermano, tomo si el wyvern
estuviera a punto de emprender el vuelo.
—Er'ril, parece que nos volvemos a ver —dijo
Shorkan sin temor alguno en sus palabras.
—¡Esta vez será la última! —respondió Er'ril
alzando tanto la espada como el puñal.
Shorkan miró las armas con poco interés,
pero sí observó los dos brazos de Er'ril.
—Así que éste era el secreto del hechizo de
protección del Libro. La carne. —Shorkan negó con la cabeza—. Jamás
hubiera imaginado que el hermano Kallon tuviera los arrestos
suficientes como para sacrificarte a ti, Er'ril. No es raro que me
confundiera durante tanto tiempo.
Er'ril se encogió de hombros y rodeó la
trampilla para dirigirse hacia su hermano. Contempló con cautela la
estatua del wyvern.
—¿Qué piensas hacer con la puerta del Dique,
Shorkan? ¿Qué planes tiene el Señor de las Tinieblas para las demás
estatuas?
Shorkan dibujó una expresión de sorpresa
mientras Er'ril se le acercaba.
—Parece que un pajarito te ha hablado al
oído, hermanito. Buscas respuestas a unas preguntas que van más
allá del alcance de tu comprensión.
—Según Greshym, eso mismo se podría decir de
ti.
La ira brilló en los ojos de Shorkan.
—Como eres mi hermano, te daré una
respuesta, algo que te tendrá en vela toda la noche. —Shorkan
señaló la estatua del wyvern—. Las puertas del Dique son más
peligrosas para Alasea que el mismísimo Corazón Oscuro. Habéis
estado luchando contra el enemigo equivocado, Er'ril, durante todo
este tiempo.
—Mientes. Greshym ya me ha dicho que el
Dique es la fuente de magia negra del Corazón Oscuro.
Shorkan negó con la cabeza.
—¡Qué poco comprendes! Realmente, es una
pena. ¿Por esa información mezquina entregaste el Diario
Ensangrentado? Si es así, el Libro le salió muy barato a Greshym.
De todos modos, él pagará por su traición.
—Greshym no tiene el Libro —afirmó Er'ril
mientras levantaba más la espada—. Digamos que está de camino hacia
la bruja.
Aquellas palabras lograron que a su hermano
la piel ennegrecida alrededor del ojo derecho se le contrajera en
un guiño.
—Dime, pues, ¿dónde está Greshym?
—Ha huido.
Shorkan miró la espada de Er'ril que
reflejaba los últimos rayos de sol. El hombre de los llanos se
encontraba ya a unos pocos pasos.
—Entonces, tendré que hacer lo mismo,
hermano.
Antes de que Er'ril se pudiera mover,
Shorkan giró un brazo hacia atrás y tocó la estatua del wyvern. Los
dedos le quedaron salpicados de fuego negro y a continuación, la
estatua pasó a ser una talla de sombras y no de piedra. La luz del
sol desapareció en sus profundidades. Shorkan se colocó entre las
alas y penetró en aquella fuente de oscuridad.
—¡Adiós, hermano!
Er'ril se precipitó hacia él, pero salió
despedido hacia atrás a causa de una fuerza invisible. Sólo las
piedras del parapeto impidieron que se precipitara al vacío, y se
golpeó la cabeza contra la piedra con un ruido fuerte. Er'ril, sin
embargo, no atendió al dolor y la conmoción que sentía en la
cabeza, y se puso de pie. Escrutó el tejado de la torre. Estaba
vacío. La estatua y su hermano habían desaparecido.
Er'ril se acercó al borde de la torre y oteó
el cielo. La luz del sol bañaba las torres de la ciudadela y unos
pocos chapiteles de la ciudad. ¿Adonde había ido Shorkan?
Luego, de repente, distinguió un borrón
negro a sólo un tiro de flecha del borde oeste de la torre. Era
aquel wyvern de sombras, vivo y deslizándose por los chapiteles
dorados de la ciudad que había abajo. Er'ril comprendió ahora cómo
había sido transportado hasta allí. Pensar que en una ocasión había
sido engullido y transportado por aquella oscuridad siniestra le
estremeció el alma.
—¡Maldito seas, Shorkan! —gritó Er'ril
contra la silueta que se alejaba.
De repente, como si su hermano hubiera oído
aquel grito, el wyvern se ladeó con brusquedad en el aire y cayó en
picado hacia el castillo, deslizándose muy cerca de los chapiteles
bañados por el sol de la ciudad.
Er'ril forzó la vista para atisbar lo que
había obligado a Shorkan a cambiar la dirección de su vuelo.
Entonces lo vio: eran dos figuras que se encontraban en lo alto de
un chapitel cercano. Desde la lejanía, Er'ril reconoció la vara y
al muchacho de pelo rojizo que la llevaba: Joach.
Al reconocer al hermano de Elena, de repente
la visión de Er'ril se volvió extraña; se sintió envuelto de una
extraña nitidez. Era el sueño de Joach... Había creído que
separándose de él podría huir de su destino. Sin embargo, ahora
éste se imponía.
Er'ril apoyó los puños en el parapeto de
piedra y miró detenidamente a la otra figura que se encontraba en
el chapitel. Por la descripción que Joach había hecho de su sueño,
tenía que ser Elena. Pero conforme miraba atentamente al acompáñame
de Joach, el corazón le dio un vuelco. Junto a Joach no había una
mujer. Observó que aquel acompañante tenía la espalda encorvada. La
luz del sol le brillaba en la calva y en la coronilla arrugada. Sin
embargo, lo que le confirmó las sospechas fue la túnica negra que
lucía el hombre.
—¡Greshym!
Er'ril sintió que las piernas le flaqueaban
al recordar que había confiado el Diario Ensangrentado al muchacho.
¿Qué estaba haciendo Joach con Greshym? ¿Acaso el muchacho los
estaba traicionando?
Er'ril se apartó precipitadamente del borde
de la torre. Se dio la vuelta y entró con rapidez por la trampilla.
Había algo que iba muy mal. ¡Tenía que detenerlos!
Er'ril atravesó a toda velocidad el estudio
de Shorkan y se precipitó hacia la escalera de la torre. Mientras
corría se dijo que el destino de A'loa Glen dependía de lo veloz
que fuera, si bien se acordaba también de la revelación que Joach
le había hecho del sueño: Er'ril estaba condenado a morir en la
torre por un destello de fuego negro.
A pesar de ser consciente del futuro que le
aguardaba, Er'ril siguió corriendo.
Parecía que su sino no había
terminado.
En el patio del castillo, Elena se asía la
garganta, atemorizada. El estruendo de una ráfaga instantes atrás
le había hecho volver la vista hacia arriba y había visto cómo la
estatua del wyvern desaparecía de su sitio en la torre y se
deslizaba y daba vueltas junto al muro de la torre.
¿Qué había hecho Er'ril? ¿Acaso aquello lo
había hecho él?
Elena, con el corazón latiéndole con fuerza,
no pudo evitar recordar el sueño de Joach. Su hermano había
insistido en que aquella pesadilla era un tejido profético y, según
la descripción de Joach, la primera parte de su visión consistía en
un ataque por parte de un monstruo de sombras oscuras. Elena
observó que el wyvern se ladeaba para marcharse.
El sueño se estaba volviendo realidad.
De algún modo, Er'ril había desatado a la
bestia, pero Elena no sabía si lo había hecho con mala intención o
sin saberlo. Lo que sí sabía a ciencia cierta era que el sueño de
Joach acababa de dar comienzo. Retrocedió hacia la entrada a las
catacumbas. No podía aguardar más. Sabía adonde tenía que ir. El
destino la llamaba para que cumpliera su misión en lo alto del
Chapitel de los Difuntos. Tenía que estar junto a Joach.
En lo alto, el wyvern abrió su pico negro en
un grito silencioso y cayó en picado contra la muralla del castillo
para luego desaparecer de la vista.
Había comenzado todo.
Elena se dio la vuelta y corrió con toda la
rapidez que le permitía la rodilla herida. Aunque Er'ril se
encontraba en algún lugar del castillo, sabía que no lo estaba
abandonando. En cierto modo, se acercaba hacia él. Estaban
destinados a encontrarse en lo alto de la torre vecina y ella no
iba a perderse la cita.
No dejaba de repasar una y otra vez el sueño
de Joach. Sabía el final: el asesinato de Er'ril. Apretó en el puño
la guarda de hierro y corrió a más velocidad. Aunque el destino
estuviera escrito en la roca más dura, estaba dispuesta a hacerlo
añicos con su propia magia. Se juró a sí misma no permitir que
Er'ril fuera asesinado si su corazón todavía era puro.
Sin embargo, a pesar de su determinación,
una parte de ella todavía se estremecía con temor. ¿Cómo lograría
saberlo a ciencia cierta? ¿Cómo se podía valorar la pureza de
corazón de una persona? Elena apartó de sí aquellos
pensamientos.
Tenía que encontrar un modo de
hacerlo.