CAPITULO 10
—¿Quién anda ahí? —retumbó una voz en la
oscuridad cercana a la posada.
La niebla ocultaba perfectamente a un
centinela apostado en una hornacina oscura. A su espalda, detrás de
la puerta cerrada de la posada, se oían tambores y el tañido
desafinado de una lira acompañado de risotadas estentóreas. Bajo el
dintel un único farol iluminaba una señal descolorida en la que se
leía: POSADA LA MADRIGUERA DEL LOBO.
—Hemos venido a hablar con Tyrus —dijo
Jaston.
Mycelle se situó junto a Jaston. Habían
dejado al resto del grupo cerca de los muelles, protegidos por
Tol'chuk y Kral. La piedra del corazón de su hijo los había guiado
hasta el borde del agua, y les exigía ir hacia adelante con su luz
intensa. Para seguir los designios de la piedra hacía falta
alquilar un barco. Tras una discusión encendida habían decidido
contactar con el jefe de la casta de los muelles y buscar una
tripulación y un pequeño barco. Jefe de casta de los muelles sólo
era un título de respetabilidad que, de hecho, enmascaraba al jefe
de los piratas de Port Rawl. No había negocio en los muelles que no
pasara por el pago de un arancel a aquel bergante.
—¿Qué negocios os traen a hablar con el
señor Tyrus a tan altas horas de la noche?
Mycelle bufó. En Port Rawl, el manto de la
medianoche protegía todos los pactos de los piratas que se
celebraban por lo general en tabernas cargadas de humo como aquélla
y al cabo de varias jarras de cerveza...
—Eso es asunto nuestro —respondió en tono
sombrío.
—Muy bien. Entonces que quede para vosotros.
De todos modos, si molestáis a Tyrus con asuntos que no son de su
interés, él mismo os cortará la lengua y os la entregará en pago
por vuestros esfuerzos. No es un hombre que se ande con
tonterías.
—Agradecemos la advertencia —dijo Mycelle y
lanzó una moneda de plata a aquel hueco oscuro. La moneda
desapareció, pero no llegó a dar al suelo. La plata atraía siempre
la vista de los piratas.
En la entrada se oyó un golpeteo fuerte; era
el ruido que hace la empuñadura de un arma en la puerta. Era
evidente que la secuencia era un código. En la puerta se abrió una
pequeña mirilla.
—Tyrus tiene visitantes —dijo el guardián—.
Unos desconocidos... con plata.
La diminuta puerta de la mirilla se cerró y
la entrada se abrió. Las risas y la música surgieron del interior
de la posada, dejando un rastro de humo de pipa y de hedor a
cuerpos sucios.
—Entrad —dijo el guardián.
Bajo la luz de las antorchas lograron ver
por fin por primera vez el rostro de aquel hombre. Era un hombre de
tez morena con un rostro no menos lleno de cicatrices que Jaston y
que le hizo un guiño obsceno a Mycelle cuando pasó.
Ella le respondió con una sonrisa, que,
lejos de ser amigable, le mostró el acero que escondía detrás de
sus bellos rasgos. Él apartó la mirada rápidamente en cuanto hubo
cerrado la puerta.
Mycelle examinó la sala que se le abría
delante. La parroquia abarrotaba las mesas bastas, que estaban
hechas con maderos que parecían proceder de barcos naufragados.
Había incluso algunos tablones que ostentaban los nombres antiguos
de los barcos de donde procedían: el Cisne
Cantor, el Esymethra y el
Aleta de Tiburón. Mycelle se dijo que
posiblemente aquellos barcos no se habían hundido a causa de una
tormenta. En realidad parecía una colección de trofeos; y supuso
que las historias aparejadas a esos nombres eran sangrientas.
En las mesas había hombres rudos procedentes
de todas las tierras de Alasea y aledaños. Mycelle vio unos cuantos
guerreros de piel negra procedentes de los Eriales del Sur; hombres
de las Estepas llenos de tatuajes y con anillos en la nariz;
gigantes de cejas espesas que habitaban por lo general en los
Túmulos Ajados, e incluso un par de hombres yunk, gentes pálidas y
ágiles, procedentes ni más ni menos que de las Islas de Kell. Al
parecer, toda la inmundicia de los países iba a parar a Port
Rawl.
Sin embargo, por más que aquellas gentes
eran de lo más diverso, todos tenían dos características en común:
una mirada dura y calculadora, incluso cuando sonreían, y
cicatrices. No había ni un solo rostro carente de un corte de
espada o de una quemadura de antorcha que lo desfigurara. Algunas
heridas parecían recientes.
Mientras Mycelle seguía a Jaston observó que
en las mesas no sólo había hombres. Se sorprendió tanto que
tropezó. La pequeña serpiente de la muñeca siseó ante aquel
movimiento repentino.
En una esquina oscura, distinguió a un trío
de mujeres vestidas con prendas negras de cuero y capas iguales.
Sobre la mesa, entre las tazas de kafeé humeante, había tres juegos
de espadas gemelas cruzadas. Las tres tenían el pelo rubio y largo,
y lo llevaban anudado en una trenza que les pendía por la espalda.
Mycelle podría haber pasado por su hermana, y, en cierto modo, así
era. Las tres eran soldados mercenarios dio del Castillo Mryl,
donde ella había aprendido el arte de la espada hacía ya mucho
tiempo. Fue en esos tiempos, durante su formación, cuando Mycelle
escogió parecerse a las mujeres altas y rubias de los bosques del
norte. Aquella forma era la que había adoptado para siempre. Iba
muy bien con su carácter.
Se preguntó que podría estar haciendo aquel
trío dro entre piratas. Ciertamente, las espadas dro estaban
siempre a disposición de quien pagara por ellas, pero las dro
tenían que servir siempre a una causa noble que se adecuara a su
formación sagrada; su cometido no era, en ningún caso, otorgar su
poder y habilidad a los piratas.
Una de los miembros del trío advirtió la
presencia de Mycelle. La mujer abrió levemente los ojos azules con
asombro; fue su única reacción pero, aun así, para una dro aquello
era casi un grito.
Jaston se acercó a Mycelle y le tocó el
codo.
—Me han dicho que Tyrus está en la
habitación de atrás. Hemos tenido suerte. Nos va a atender de
inmediato.
Mycelle asintió. Estaba tan sorprendida por
aquel descubrimiento que ni siquiera se había dado cuenta que el
cieno la había dejado sola un instante. El hombre con el que Jaston
había estado hablando se encontraba cerca; era un tipo con aspecto
de oficial que lucía el sombrero en forma de cono típico de los
escribas. Tras un golpeteo impaciente de pies, el escriba agitó un
libro de contabilidad gastado para darles prisa. Mycelle observó
que el hombre tenía las yemas de los dedos manchadas de tinta
negra. Al parecer, incluso los piratas tenían que llevar la cuenta
de los saqueos acumulados.
Mycelle dejó a un lado el misterio de esas
dro. Por el momento, era preciso alquilar un barco. Si Elena estaba
en peligro, tal como percibía Cassa Dar y confirmaba la piedra de
corazón de Tol'chuk, no tenían tiempo para valorar los motivos por
los que un trío de guerreras se encontraban en una posada sórdida
de Port Rawl.
—Vamos a encontrarnos con ese pirata y
larguémonos —gruñó Mycelle.
Jaston siguió al delgado escriba que los
hizo pasar a un pasillo privado a través de una cortina, y luego
hacia una puerta de pequeñas dimensiones que se encontraba al
final. El hombre flaco no dejaba de apartarse mechones de pelo
castaño debajo del sombrero. Dio un golpe en la puerta.
—¡Adelante! —atronó una voz.
El escriba se volvió, les dirigió una mirada
horrible y abrió la puerta.
—El señor Tyrus os atenderá.
Jaston fue el primero en entrar. Con una
señal rápida de la mano, un gesto habitual utilizado entre los
cazadores de las ciénagas letales, señaló que el paso era seguro,
pero que había que vigilar detrás.
Mycelle sentía el peso del acero que llevaba
a la espalda. Le sorprendió un poco que los guardias no les
exigieran dejar atrás las armas; de hecho, ella habría podido
llevar un puñal o dos sin que nadie se diera cuenta. Aquella simple
falta de precaución la hizo sentir más intranquila que si los
guardias le hubieran hecho dejar todas las armas que llevaba. Se
preguntó cómo podía ser el formidable adversario que estaban a
punto de conocer.
Mycelle entró en la habitación y quedó
sorprendida ante lo que descubrió. Tyrus se encontraba sentado a la
mesa, solo, con la comida a medio terminar delante de él y un libro
abierto en la mano. No había ningún guardia. Aun así, Mycelle tenía
la certeza de que el hombre estaba muy bien protegido. Notó que el
peligro emanaba de él igual que el calor de una chimenea encendida.
Aunque había perdido su habilidad como buscadora, observó también
que aquel poder no nacía de la magia negra, sino de la habilidad y
el entrenamiento. Él era su propia protección y no temía nada de
ellos.
Tras secarse los labios, Mycelle se
apercibió de que él observaba todos sus gestos y juzgaba los puntos
fuertes y débiles. Le dirigió una sonrisa y le hizo una simple
inclinación de cabeza. Ella devolvió el saludo de la misma manera.
Era el saludo de dos guerreros.
Fuera o no peligroso, Mycelle no estaba
preparada para la belleza de Tyrus. Era un hombre más joven de lo
que ella había imaginado, de no más de treinta inviernos, espaldas
anchas y una sonrisa todavía más amplia. Con una cabellera espesa
de color rubio rojizo, llevaba un peinado cuidado y tocado con
aceites, el bigote cortado de forma esmerada y una fina barba
recortada; para Mycelle, el hombre podía pasar perfectamente por un
príncipe encantador de alguno de los muchos reinos de Alasea.
—Por favor, acercaos y tomad asiento —les
invitó con tono cordial—. Me he tomado la libertad de ordenar una
jarra de cerveza de la ciénaga para el caballero y creo que los dro
sienten predilección por el kaffeé. No os preocupéis por el resto
de vuestro grupo en los muelles. Mientras charlemos están bajo mi
protección.
Jaston miró a Mycelle. Aquel hombre ya sabía
demasiado sobre ellos. Mycelle se aclaró la garganta, agradeció la
gentileza y, a la vez que Jaston, tomó el asiento que les había
ofrecido.
—Como parece que ya sabéis tantas cosas,
seguro que tenéis noticia de que queremos alquilar un barco.
—Así es, para rescatar a una niña...
Se detuvo con la intención de que ellos le
dieran más detalles. Al observar su silencio, su sonrisa se hizo
más amplia. Mycelle observó entonces otro detalle de aquel rey de
piratas tan bien parecido. No tenía ninguna cicatriz. Eso la
preocupó mucho. ¿Cómo ese hombre había logrado abrirse paso hasta
el puesto más alto entre aquellos hombres rudos sin que recibiera
ninguna marca de combate? ¿Qué tipo de guerrero podía ser?
No se pudo contener y, sin darse cuenta,
formuló la pregunta.
—¿Cómo aprendisteis a luchar tan bien?
La sonrisa del hombre se apagó levemente.
Era de suponer que esperaba una pregunta así. Pero al instante el
rostro se le volvió a iluminar.
—¡Ah, sois observadora! Aunque hace mucho
tiempo que abandonasteis el Castillo Mryl, os mantenéis en forma.
A menudo un ojo observador es más importante
que la espada más afilada.
A Mycelle le sorprendió oír esas palabras.
Aquella expresión era un antiguo adagio que su maestra de espada le
había dicho hacía ya mucho tiempo en el transcurso de su
formación.
El señor Tyrus tomó un vaso de vino tinto y,
con más rapidez de lo que Mycelle logró ver, sacó una espada larga
con la otra mano. Ella retrocedió a la vez que echaba la silla
atrás y desenvainaba las espadas. Pero fue demasiado lenta. El
hombre tenía ya la punta de la espada en el cuello de Jaston. El
cieno no había tenido siquiera tiempo para levantar la mano.
El jefe de los piratas soltó una risotada
alegre y cálida, y retiró la espada.
—Estaba valorando vuestra velocidad. Lo
siento, pero no me he podido resistir a comprobar vuestro
entrenamiento dro.
Mycelle todavía estaba abrumada ante aquella
amenaza repentina. Aquel hombre se movía con la gracia y la
velocidad de una serpiente. Mantuvo las espadas en guardia, y dio
por supuesto que podría negociar de igual modo yendo bien armada.
No iba a ser cogida por sorpresa otra vez.
Tyrus miró con ojos alegres las espadas. En
su mirada no había destello de dureza ni de cálculo, sino simple
diversión. Mycelle vio que él tampoco había vuelto a envainar la
espada. En realidad la había dejado sobre la mesa. Por el brillo
del acero, Mycelle se dijo que era un arma antigua. Y si Mycelle no
estaba en un error, parecía como si la hoja hubiera sido templada
por lo menos cien veces durante su forja. Aquélla era una técnica
que los forjadores de espadas no empleaban desde muchos siglos
atrás. En general, era un arma tan bella como quien la empuñaba.
Mycelle se preguntó a qué acaudalado propietario habría arrebatado
el pirata aquella excelente arma.
Por fin, él soltó la empuñadura del arma y
dejó ver su diseño. Tenía una forma sencilla, carecía de joya
alguna y no llevaba ningún dorado ni filigrana; sólo era un arco de
acero en forma de leopardo de las nieves en el momento de
atacar.
Mycelle abrió la boca con asombro. ¡Madre
Dulcísima! Recordó el trío dro del comedor. De repente lo
comprendió todo. Entonces se levantó, se postró de rodillas y cruzó
las espadas ante sí, inclinando la cabeza entre las hojas.
—Pero, ¿Mycelle? —Jaston estaba
confuso.
—Excelencia —dijo ella sin atender a la
pregunta del cieno.
—¡Oh, vaya! ¡Vamos, ponte de pie, mujer!
—ordenó Tyrus—. No tienes que inclinarte ni arrastrarte ante mí. No
me debes ninguna lealtad. Juraste fidelidad a mi padre, no a
mí.
Mycelle levantó el rostro y envainó las
armas. Buscó a tientas la silla y la volvió a colocar en su
sitio.
Tras sentarse escrutó el rostro y los ojos
divertidos del hombre. Entonces reconoció al padre en el rostro del
hijo. La última vez que había visto a Tyrus sólo era un muchacho.
Se sintió embargada de recuerdos antiguos.
—Príncipe Tylamon Royson. —Ella pronunció su
verdadero nombre.
—Por favor, aquí sólo soy Tyrus.
La mente de Mycelle se agitaba en mil
direcciones.
—Pero ¿qué ocurrió? ¿Por qué estáis
aquí?
—La Muralla del Norte ha sido derruida, y el
Castillo Mryl ha caído.
—¡¿Qué?!
Mycelle no se habría sorprendido más si el
hombre le hubiera dicho que el sol ya no volvería a salir jamás. El
Castillo Mryl custodiaba la Muralla del Norte, una antigua
barricada de granito macizo que no había sido construida por las
manos del hombre, sino que había sido levantada por la propia
Tierra. Medía una legua de alto y mil de ancho, y constituía la
frontera más al norte de los Altos Occidentales. Aquella masa de
piedra separaba el bosque oscuro, el Marjal de la Desdicha, del
verdor de los Altos. Si la Muralla del Norte había caído...
—¿Cuánto hace que ocurrió?
Por primera vez, Tyrus adquirió una
expresión sombría.
—Hace casi una década.
Mycelle palideció.
—¿Y el Marjal de la Desdicha?
—Mis espías dro me informan con regularidad.
La Desolación del Marjal de la Desdicha ha llegado ya hasta la
Piedra de Tor.
—¿Tan rápido? Eso es casi un cuarto del
camino hacia el interior del gran bosque.
Él se limitó a mirarla fijamente, dándole
tiempo para que se hiciera a la idea. El pensamiento de Mycelle se
volvió hacia su propia gente, los si'lura. Los Altos Occidentales
eran su hogar, su morada verde. Si la Desolación del Marjal
continuaba su avance repugnante por el bosque, pronto las tribus de
si'lura estarían condenadas a huir de la seguridad de los bosques
y, muy probablemente, perecerían en las montanas de la
Dentellada.
—¿C... cómo cayó el Castillo Mryl?
—Hace muchos inviernos enviamos exploradores
al Marjal que, al regresar, informaron de luces extrañas y de seres
deformes que deambulaban en las alturas, cerca de las tierras
antiguas de las gentes de las montañas, cerca de Tor Amon y la
Ciudadela. Pero hubo un invierno en que nuestros exploradores no
regresaron.
—¿Los enanos?
Mycelle no pudo reprimir el dirigir una
mirada a Jaston, que mantenía una expresión estoica.
Tyrus asintió.
—Los ejércitos atrincherados de los enanos
llevaban mucho tiempo quietos y no sabíamos qué cabía esperar de
ellos. Entonces mi padre reunió a las dro para que hicieran honor a
su promesa.
—No tuve noticia de ello —puntualizó Mycelle
mientras la vergüenza le sonrojaba las mejillas.
Tyrus hizo caso omiso a sus palabras. Tenía
la vista clavada en el pasado.
—Aquel invierno, de la profundidad de las
montañas salió algo, algo procedente del núcleo oscuro de Tor Amon.
Alimentada y aguijoneada por la magia negra, la Desolación del
Marjal se hizo mayor. Los ejércitos de mi padre no pudieron
resistirse ante aquella fuerza y, finalmente, él murió defendiendo
la última de las torres.
A Tyrus se le anegaron los ojos de pena y
rabia.
—Lo siento —dijo Mycelle, aunque, incluso en
sus propios oídos, aquellas palabras le parecieron vacuas—. Tu
padre era un gran hombre.
Tyrus no hizo ademán de haberla escuchado.
La historia que contaba parecía un torrente crecido cayendo en un
barranco seco.
—La noche anterior a su muerte me hizo
partir con la última dro. Él sabía que iba a morir al día siguiente
y no quería que su descendencia muriera. Si alguna vez había una
oportunidad de recuperar nuestras tierras y reparar la Muralla del
Norte, uno de la Sangre tenía que sobrevivir.
Mycelle comprendió aquella cautela
necesaria. La Muralla del Norte no era una losa de granito sin más.
Ella misma había colocado las dos manos en la gran muralla y había
jurado fidelidad al Leopardo de la Nieve, el padre de Tyrus, el rey
del Castillo Mryl. Conforme ella había pronunciado sus palabras, la
piedra le había ido calentando las manos hasta casi quemárselas. La
Muralla del Norte era un ser viviente, y ella incluso le había
notado el corazón gracias a su habilidad como buscadora. El alma de
aquel montón de granito no se encontraba en la piedra misma, sino
en el hombre al cual juró fidelidad, el rey de Mryl. Los dos
estaban unidos para siempre. La Sangre y la Piedra.
Mycelle miró intensamente a Tyrus. Él era la
nueva Sangre de la Muralla.
—Así que huí —dijo Tyrus con un tono de voz
que en realidad era un grito—, abandoné a mi padre y dejé que
muriera a manos de la Desolación. Huí tan rápido y tan lejos como
pude, hasta llegar aquí. Cuando me di cuenta de que no podía
escapar más lejos, mi ira estalló y no conoció límites. Dejé que la
sangre me hirviera por estas calles y en el frío de los mares. No
todo lo que hice durante aquel tiempo fue noble, ni siquiera bueno.
Ningún hombre podía oponerse a mi paso. —Se rió de forma áspera, de
forma muy distinta a sus risas alegres de instantes atrás—. Al cabo
de dos años de desvaríos, mi sangre se enfrió por fin y me di
cuenta de que me había convertido en el jefe de todos estos
piratas.
Dejó de hablar, tomó la antigua espada de su
familia y la envainó. El silencio, majestuoso, se impuso como un
cuarto interlocutor en aquella sala.
—Debería haber estado allí —dijo Mycelle por
fin.
—No —dijo él sin más.
Su mirada había perdido ya algo de su
acaloramiento y de su alegría y ahora sus ojos sólo parecían
cansados y secos.
—Aunque lo parezcas, tú no eres dro.
Aquellas palabras la hirieron, pero no podía
culparlo. A pesar de que jamás había oído las llamadas para que
fuera a la Muralla del Norte, se sentía todavía como si hubiera
traicionado su promesa.
—¿Por qué acabaste aquí?
—Es el lugar adonde mi padre me envió
—respondió—. Al ser Sangre de la Muralla, la tierra le habló y le
hizo enviarme aquí, para que me consumiera durante casi una década
entre esos hombres rudos.
—Pero ¿por qué?
—Para esperar el regreso de aquella que
daría su sangre para salvar los Altos Occidentales.
Mycelle pensó que hablaba de Elena y de su
magia de la sangre. Las profecías alrededor de la muchacha parecían
surgir a cada paso y por todas las tierras de Alasea.
Tyrus dirigió una mirada grave a Mycelle y
echó por tierra sus suposiciones.
—Vine aquí a esperar a aquella que era dro y
no lo era, la que es capaz de cambiar el rostro con la misma
facilidad que las estaciones.
El corazón de Mycelle se le encogió en el
pecho.
—Vine para esperar tu llegada.
—E... eso, bueno, e... eso es imposible
—balbució.
—Tú eres si'lura —dijo sin más y sin atender
a la cara de espanto de Mycelle.
Jaston la miró sorprendido desde su asiento
y profirió un grito ahogado.
—Estás loco —dijo él—. Conozco a Mycelle
desde antes de que ella...
Mycelle le posó una mano en el codo y
sacudió la cabeza, haciéndolo callar y confirmando además la
veracidad de la afirmación de Tyrus. Cuando Jaston lo comprendió
todo, Mycelle no observó el horror que le había supuesto, sino que
advirtió el dolor por una traición.
—Lo siento, Jaston...
Él se apartó de la mano de ella.
Mycelle se volvió hacia Tyrus.
—¿Qué quieres de mí?
—Que vengas conmigo al Castillo Mryl.
Un roce de capas indicó la presencia de
otras personas detrás de ella. Jaston se volvió a mirar, pero
Mycelle no. Sabía que aquel ruido se había hecho expresamente para
indicar una presencia. Las dro eran capaces de moverse con el mismo
silencio que los fantasmas. El trío de mujeres guerreras
seguramente llevaban todo el rato ahí.
—Con o sin promesas antiguas, no me es
posible abandonar a Elena —dijo sin más.
Tyrus sonrió, de nuevo divertido.
—Me temo que deberás hacerlo; de lo
contrario la bruja que proteges morirá. —Se puso de pie y ella vio
el granito en su mirada—. Eso ha dicho la Muralla.
Tol'chuk se sentía preocupado por su madre.
Llevaba ausente un corto rato y, aunque imaginaba que para hacer
tratos con piratas era mejor no apresurarse, no podía impedir que
su corazón la reclamara. La había perdido cuando él era muy
pequeño, para encontrarla de nuevo y verla morir. Ahora que había
vuelto de nuevo a la vida temía que ella partiera de su lado aunque
fuera por un momento muy breve o movida por una necesidad más
grave.
Fardale se acercó desde el lugar donde
estaba vigilando el campamento en los muelles. Los ojos de color
ámbar le brillaban en la oscuridad nebulosa. En cuanto se acercó,
el lobo le envió una imagen borrosa: Un
cachorro de lobo acurrucado en el vientre de su madre. Con
ello le informaba de que todo estaba en calma, aunque aquella
imagen tan maternal de madre e hijo no hizo más que causar más
pesar en Tol'chuk.
El ogro se incorporó sobre sus patas con
garras y siguió a Fardale mientras éste paseaba junto al grupo.
Necesitaba moverse, distraerse. Se alegró al ver que Mogweed salía
de las sombras y se dirigía hacia ellos.
El delgado mutante saludó a su hermano y el
lobo prosiguió su ronda de vigilancia. Tol'chuk se quedó junto a
Mogweed. Era evidente que el hombre quería hablar.
—Estoy seguro de que Mycelle está bien —dijo
Mogweed.
—Yo lo sabe —dijo Tol'chuk—. Ella tiene
talento con las dos espadas y no teme a los piratas.
Mogweed miró a los callejones cubiertos de
niebla que partían del muelle.
—Pero, aun así, estás preocupado.
Tol'chuk no dijo nada. Había veces en que
aquel mutante no acertaba con el modo de dirigirse a él, pero de
vez en cuando, aquel hombre lo sorprendía por su empatía.
—No tienes nada que temer, Tol'chuk. Además
de su habilidad con las espadas, Mycelle es una excelente mutante.
Con su habilidad es capaz de escaparse de cualquier atadura,
incluso, si lo precisa, puede salir volando.
Tol'chuk apoyó una mano en el hombro de
Mogweed. Había notado la nostalgia que albergaban las palabras del
mutante. Por un instante, le pareció que comprendía lo atrapado que
se podía sentir Mogweed en aquella forma única. Para él, escapar
era imposible. Tol'chuk le quiso brindar algo de esperanza.
—Si mi madre ha logrado recuperar sus
habilidades...
—No es lo mismo —lo interrumpió en tono
irritado Mogweed—. Para curarme a mí, quiero decir a Fardale y a
mí, hace falta algo más que una serpiente.
—Encontraremos el modo.
Mogweed volvió sus ojos bañados en lágrimas
hacia Tol'chuk.
—Realmente me gustaría confiar en ello,
Tol'chuk, pero nos estamos quedando sin tiempo.
De repente, Fardale corrió hacia ellos. Las
imágenes eran apresuradas, vagas, pero el significado era claro. Se
aproximaba un grupo grande.
Tol'chuk siguió de nuevo al lobo para
dirigirse hacia donde una calle oscura se introducía en el negro
corazón del puerto. Kral se puso a su lado con el arma en la mano.
Meric, Mama Freda y los demás se quedaron atrás. Mogweed se retiró
para acercarse a los caballos y el carromato.
De la niebla surgió un grupo oscuro y
abultado. Cuando se acercaron, aquellas siluetas fantasmagóricas
tomaron forma sólida. Tol'chuk distinguió a su madre, que
encabezaba el grupo, el cieno a uno de sus lados y un desconocido
alto al otro. Mycelle levantó una mano en señal de saludo, con la
palma abierta hacia adelante, en señal de que los que iban con ella
no pretendían nada malo. Aun así, Tol'chuk se dio cuenta de que
Kral no abandonaba el hacha.
Mycelle no les dirigió ninguna sonrisa de
saludo al llegar hasta ellos. Traía malas noticias. Detrás de ella,
Tol'chuk vio un trío de formas oscuras: mujeres con trenzas tan
rubias como las de su madre, todas ellas armadas con las espadas
cruzadas típicas. Podrían haber sido hermanas de su madre.
Por último el ogro detectó incluso un cierto
parecido de su madre con el desconocido que iba a su lado. Al igual
que las mujeres, el desconocido podía haber sido pariente de su
madre, tal vez un hermano menor. También la vestimenta que llevaba
era la misma mezcla de cuero gastado y acero, pero en lugar de
espadas gemelas cruzadas a la espalda, él ostentaba una larga
espada en la cintura.
—Tenemos un barco —afirmó Mycelle sin más,
apartando así toda la atención sobre los desconocidos. Su tono de
voz no demostraba ninguna alegría.
—¿Quiénes son los demás? —quiso saber
Kral.
—La tripulación y los guerreros que han
jurado que os llevarán con seguridad allí donde está Elena
—respondió ella con voz tensa.
Tol'chuk captó el significado exacto de
aquellas palabras.
—¿Qué tú quiere decir con os llevarán?
—Que no voy a viajar con vosotros. He sido
llamada a seguir otro camino —respondió ella, sin atreverse a
mirarle a los ojos.
Aquella noticia atravesó el grupo como si
fuera un rayo.
—¿Cómo?
Tol'chuk no pudo reprimir el dolor en el
tono de voz con que habló. Entonces el desconocido dio un paso
hacia adelante.
—Hemos dispuesto un pequeño balandro, muy
práctico para esquivar los problemas del Archipiélago, y una
tripulación de cuatro personas.
El hombre señaló a un grupo de cuatro
hombres de piel oscura que se encontraban de pie detrás de él.
Llevaban plumas en el cabello y tenían los ojos del color
penetrante del jade. Unas cicatrices, que no parecían ser de guerra
sino parte de un ritual antiguo, les marcaban las cejas. Las
cicatrices pálidas entrecruzadas formaban un dibujo distinto en
cada una de las frentes de los hombres. Tol'chuk se dijo que
parecían marcados con letras rúnicas.
—Esta tripulación os servirá perfectamente
en el camino que se os abre —prosiguió el desconocido—. Los zo'ol
son unos guerreros muy hábiles y excelentes marineros que conocen
muy bien los canales del Archipiélago.
—Pero, dime, ¿tú quién eres? —espetó Kral al
desconocido.
—Es el señor Tyrus —respondió Mycelle dando
un paso al frente.
—¿El jefe de los asesinos de la ciudad?
—inquirió Kral en tono de desdén.
—También es el príncipe del Castillo Mryl
—dijo ella con intención.
Aquella afirmación calmó al hombre de las
montañas.
—¿Mryl? ¿Debajo del Marjal de la
Desdicha?
—Así es —afirmó ella, todavía sin mirar
directamente a Tol'chuk a la cara—. Seguro que conoces el castillo.
Alojó un tiempo a tus gentes cuando huían de los ejércitos de los
enanos.
Kral devolvió por fin el hacha al
cinto.
—Sí, durante la dispersión de nuestros
clanes. Contrajimos entonces una deuda con la Sangre del castillo
que jamás podrá ser suficientemente reparada.
Tyrus dio un paso al frente.
—Jamás es una palabra que sólo se debe decir
al final, hombre de las montañas.
Kral frunció el ceño ante aquella afirmación
tan misteriosa, pero nadie se ofreció para aclarársela. Tyrus se
volvió para examinar a los demás miembros de su grupo mientras que
Mycelle y Jaston empezaron a organizar la marcha. Tol'chuk no podía
dejar de mirar a su madre. ¿Se marchaba de veras? No acababa de
hacerse a la idea por completo y temía lo que podría pasar si
ocurría. Dio un suspiro y se dedicó a cargar el carromato y a
enganchar los caballos.
En cuanto estuvo listo, Tyrus llevó a sus
piratas y a su grupo por el muelle hasta llegar a un embarcadero
largo. Cerca del final del mismo había atracado un balandro de dos
mástiles. Su nombre, Caballo Pálido,
destacaba en rojo sobre la madera de color crema. No era un barco
muy grande, pero bastaba para la gente que eran y para alojar a los
caballos.
Al cabo de poco, y gracias a la ayuda de
todos, el barco quedó cargado. Levarían anclas con la marea de la
mañana. Los pájaros revoloteaban ya en los nidos situados debajo de
las planchas de madera del embarcadero, saludando la cercanía del
amanecer con canciones y graznidos ruidosos.
En cuanto todo quedó listo, el grupo se
reunió en el embarcadero. Mycelle tenía la espalda vuelta hacia
Tol'chuk mientras hablaba con Jaston. Tol'chuk se acercó para
escucharlos.
—... Debería habértelo contado —dijo—. Lo
siento.
—No me debes ninguna disculpa. Cuando
estuvimos juntos siempre supe que había una parte de ti que me
mantenías oculta. Entonces ya lo sabía, y probablemente aquél fue
el motivo fundamental por el que supe que jamás podríamos compartir
por completo la vida. Sabía que me tenías mucho aprecio, y yo
sentía lo mismo por ti. Sin embargo, jamás logramos compartir
nuestros corazones, eso que se llama amor verdadero, el amor que
perdura hasta que el gris cubre nuestro cabello.
Mycelle tenía los ojos húmedos.
—¿Y Cassa Dar?
Jaston sonrió y dio un beso a Mycelle en la
mejilla.
—Hay cosas que sólo el tiempo muestra en su
verdadera dimensión. En muchos sentidos, ella está tan herida como
tú.
Mycelle le devolvió el beso.
—Algo me dice que encontrarás un modo de
curarla.
Él sonrió con algo de pesar, e inclinó la
cabeza.
—Tengo que ir a controlar el carromato y los
caballos.
Ella asintió y le tocó el brazo una última
vez mientras él se volvía y se marchaba. Mycelle se quedó
contemplándolo durante unos instantes, se dio la vuelta y se
encontró con que Tol'chuk estaba detrás de ella. Por fin lo miró a
la cara. En su rostro era evidente el dolor que sentía.
Antes de que pudieran decir algo, Tyrus
intervino. Se acercó a grandes zancadas hacia Mycelle.
—Hay algo que no va bien —afirmó.
—¿Qué? —respondió ella con un tono de voz
con el que arrojó contra él todo su dolor y su rabia.
El príncipe abrió los ojos con sorpresa,
pero pareció comprender la tensión que ella sentía y habló con algo
más de calma.
—Aquí hay más mutantes —dijo haciendo un
gesto hacia Fardale y Mogweed—. Sus ojos los delatan.
Luego miró a Tol'chuk más de cerca.
—Y no estoy muy convencido de este personaje
tan corpulento.
—Es hijo mío. Un ogro mestizo —afirmó
Mycelle en tono hosco, aunque ya más calmada de su enojo—. ¿Qué
ocurre con los otros dos?
—Tienen que venir con nosotros —afirmó
él.
—¿Por qué?
El lobo, con su fino oído, sin duda había
escuchado lo que estaban diciendo. Fardale y Mogweed se
aproximaron. Tyrus advirtió su presencia.
—La profecía de mi padre hablaba de otros
dos que tenían que venir al Castillo Mryl. Creí que los
encontraríamos en el camino hacia casa, en los Altos Occidentales,
y no aquí contigo.
—¿De quién hablaba?
—Habló primero de una pareja de hermanos
mutantes. Gemelos, ¿verdad?
La mirada de sorpresa de Mogweed reveló la
verdad de la afirmación de Tyrus.
—¿Cómo...?
Tyrus los miró directamente.
—Unos gemelos bloqueados por una
maldición.
Mogweed se acercó algo más a Tol'chuk.
Aquélla era la primera vez que los mutantes eran mencionados en una
profecía. Y ese pensamiento parecía asustar a Mogweed. Incluso
Fardale emitió un gruñido.
—¿E... esa profecía tuya hablaba de alguna
cura? —susurró Mogweed, con la esperanza en cada una de las
sílabas.
—Dos vendrán
bloqueados, uno saldrá completo. —recitó Tyrus.
Los hermanos se miraron entre sí. La
esperanza y la condena se entremezclaban en aquellas palabras.
Parecía como si sólo uno de los gemelos pudiera sobrevivir al fin
de su maldición. Los hermanos intercambiaron unas palabras en
silencio. Tol'chuk captó un atisbo de aquello. Mejor uno que
ninguno.
Para entonces, todo el grupo se había
arremolinado ya a su alrededor.
Mogweed tocó el hombro de su hermano.
Fardale se volvió y se sentó sobre las patas traseras. El asunto
estaba decidido. Mogweed habló.
—Vendremos con vosotros.
Aquella decisión decepcionó a Mycelle.
—No podemos venir todos contigo, Tyrus. Es
preciso que presten su fuerza para defender a Elena.
Tyrus frunció el ceño en actitud de
duda.
—¿Un hombre larguirucho y débil y un perro
grande? Si el destino de esa niña descansa sobre esta pareja,
entonces ella está condenada. —Se volvió—. Por otra parte, ya han
tomado su decisión.
Mycelle se quedó sola, con las mejillas
encendidas y rabiosa.
Tol'chuk estaba más calmado. Él respondió a
Tyrus. El desconocido se marchaba dejando algo por decir.
—Has hablado de dos partes. El par de
mutantes y otro. ¿De quién se trataba?
—De otro mutante —dijo Tyrus sin
volverse.
El corazón de Tol'chuk se aceleró al pensar
que tal vez el príncipe se refiriera a él. Incluso Mycelle miró
esperanzada a su hijo. Aquella mirada lo hizo estremecer. No podía
ir con ella. Incluso en aquel instante, la piedra del corazón le
urgía para continuar y entrar en el Archipiélago, con un dolor en
el corazón y en el cuerpo que jamás podría desoír, ni siquiera por
permanecer junto a su madre.
Sin embargo, no tuvo que escoger nada. Tyrus
se volvió, blandiendo la espada con fuerza repentina y apuntando en
ángulo recto al pecho de Kral.
—Tú, hombre de las montañas, eres el último
mutante.
Todos los ojos se posaron en Kral. Él
intentó disimular su asombro. Aunque había sido forjado en fuego
oscuro, él continuaba siendo parte de la Roca. Mantuvo el rostro
impertérrito.
—Me temo, pirata, que te has pasado con la
bebida —dijo con enfado—. No soy más mutante de lo que puedas serlo
tú.
—El hombre de las montañas está diciendo la
verdad —lo defendió Mycelle—. No tiene sangre si'lura. Mi
hijo...
—No —repuso Tyrus haciendo callar a la mujer
con el fulgor de sus ojos—. La sangre no siempre fluye con su color
verdadero. Yo soy pirata y soy príncipe. Tú eres dro y no lo eres.
—Señaló a Fardale y Mogweed—. Ellos son mutantes y, a la vez, no lo
son. En la vida son muy pocos los que son lo que aparentan. Todos
llevamos máscaras.
—Yo no —afirmó Kral con contundencia.
—¿De veras? —Tyrus no abandonó su sonrisa
condescendiente—. Entonces, dime, ¿tú eres un nómada de la
montaña... o un heredero al trono de Tor Amon?
Aquellas palabras asombraron a Kral. Incluso
entre las gentes de su propio pueblo, pocos recordaban que su clan,
la hoguera Senta, antaño había formado la casa real y que su
familia, los A'darvun, mantenían todavía una línea directa con el
trono que habían abandonado. Aquel secreto era a la vez un honor y
una vergüenza para su familia, puesto que fue un antepasado de Kral
el que, diez generaciones atrás, había perdido sus tierras a favor
de los enanos, condenando para siempre a los clanes a su vida
errática y nómada. Incluso entonces el recuerdo encendió la sangre
de Kral, y la bestia que lo habitaba se agitó clamando
venganza.
Tyrus, sin duda, le adivinó el
pensamiento.
—¿Tu corazón todavía reclama vuestras
tierras, y devolver las hogueras de vuestros clanes a las atalayas
de la Ciudadela?
A Kral se le rasgó la voz.
—No me provoques, hombrecito. ¿De qué va
todo este sermón?
Tyrus entrecerró los ojos y recitó de
memoria:
—Con los gemelos
vendrá un hombre gigantesco que tiene muchas caras y cuyas formas
cambian como las nieves acumuladas de las ventiscas. Lo reconocerás
por su mirada dura y la barba, que será negra como su corazón. Pero
no te dejes engañar. En él hay un rey con una corona rota en la
frente y se volverá a sentar en el trono de la
Ciudadela.
Kral no se atrevía a dar crédito a las
palabras de aquel pirata. Era un sueño demasiado cruel. Tras ser
ahuyentada por las hordas de los enanos su gente se volvió nómada,
y no porque les gustara la vida errante, sino, simplemente, porque
se resistían a abandonar la esperanza de que algún día sus tierras
les serían devueltas. Kral se preguntó si esa esperanza era
posible. ¿Sería capaz de poner fin a aquel éxodo de siglos de su
pueblo y devolverlo de nuevo a sus tierras?
Mycelle explicó el motivo por el que no
sería así.
—Tiene que estar con Elena.
La simple mención del nombre de la bruja
apartó a un lado todos los sueños de Kral de coronas y tronos. No
podía negarse a la voluntad de su amo.
—Si el hombre de las montañas busca a Elena,
la matará —dijo Tyrus, sin más.
Nadie se movió. Todos los ojos miraron a
Kral. Por las miradas de preocupación parecía claro que todos
esperaban que aquellos insultos derivaran en un baño de sangre. No
tenían ni idea de la certeza de las palabras de Tyrus; ni siquiera
el propio pirata era consciente de ello.
Tyrus prosiguió desvelando así el límite de
la profecía.
—Con esto no quiero decir que Kral
traicionará a nuestra joven amiga y que le dará muerte con el
hacha, sino que si él no viene con nosotros, ella morirá de un modo
igual de cierto. Las palabras exactas de mi padre fueron:
Tres tienen que venir, o la bruja
morirá.
Dicho esto, Tyrus envainó la espada y se
cruzó de brazos. Mycelle se volvió hacia Kral.
—La Muralla del Norte es rica en magia
elemental; es un manantial puro que brota directamente del corazón
de la tierra. Cuando yo era buscadora, su poder era como un imán
para mí. Su llamada me llevó al norte, y ahí aprendí el arte de la
espada de los guardianes del Castillo Mryl. Allí me hablaron de los
poderes de adivinación del rey Ry cuando se vinculaba a la piedra.
A pesar de que las profecías de aquel anciano eran extrañas, jamás
se equivocó —Mycelle se volvió hacia Tyrus— lo que sí ocurrió a
menudo fue que las interpretaciones que se hacían de ellas no eran
correctas. Así pues, hombre de las montañas, cuídate de tomar una
decisión sólo basada en esas palabras.
Kral sintió cómo el corazón se le dividía
entre esas dos opciones enconadas. La parte de su espíritu forjado
en fuego negro se negaba a abandonar su búsqueda de la bruja, tal
era la marca a hierro candente que le había infligido el Señor
Oscuro en la sangre. Pero, al igual que en todos los guardias
infames, en él persistía una parte de su ser, la chispa de fuego
elemental que alimentaba el conjuro del Corazón Oscuro, y aquel
destello de espíritu, hinchado por la esperanza de todos sus
clanes, no podía desatender la llamada de la tierra.
En cualquier otra persona aquella lucha
habría fracasado, porque la impronta del Corazón Oscuro se marcaba
con tal fuerza que nadie la podría borrar. Pero Kral no era un
hombre normal. En su sangre corría la magia que fluía de las raíces
de las montañas de granito. Y el granito era capaz de resistir
hasta las llamas más fieras. Aunque carbonizado por el fuego negro,
la impronta del fuego oscuro no había profundizado tanto en la
determinación pétrea de Kral como para hacerle olvidar el clamor de
generaciones de antepasados suyos.
El Trono del Hielo pertenecía a su familia,
y él tenía que reclamar otra vez lo que les pertenecía. ¡Nadie
podía interponerse en su camino!
Kral se volvió hacia Tyrus y, mientras se
acariciaba la barba, miró al pirata.
—Vendré con vosotros —masculló con tono
áspero.
Tyrus sonrió y asintió, como si no esperara
otra decisión.
Kral frunció el ceño. La presión del Corazón
Oscuro todavía le escocía y se debatía ante aquella decisión. Él,
no obstante, calmó la última de aquellas exigencias acaloradas con
un pensamiento tranquilizador, como un bálsamo para la fricción que
sentía en su interior: después de reclamar el trono, buscaría a
Elena a modo de recompensa y haría trizas su joven corazón. De este
modo, no olvidaba su deber con el Corazón Oscuro; sólo se limitaba
a postergarlo.
Kral ocultó una sonrisa cruel bajo su barba
negra.
Nada se le podría negar a la Legión: ni un
trono, ni tampoco la sangre dulce de la bruja.
El Caballo Pálido
estaba dispuesto y el grupo ahora se había escindido en dos:
quienes se quedaban en el muelle despidiendo a los demás y quienes,
desde el barco, despedían a sus amigos, dispuestos para emprender
un viaje por Alasea. Ninguno de los grupos estaba alegre. Las
mejores expresiones eran sombrías, y en el peor de los casos, el
corazón estaba acongojado.
Mycelle miró intensamente a quien más
perdido y solo parecía. Tol'chuk estaba frente a ella, a los pies
de la pasarela, con el rostro apesadumbrado. La mayoría creía que
los ogros eran seres impertérritos e insensibles, pero Mycelle
percibía detalles que hablaban en otro sentido. Tol'chuk llevaba
los colmillos totalmente destapados y el labio caído hacia abajo;
su mirada había perdido brillo; incluso los hombros se le habían
venido ligeramente abajo, como riscos rotos de montaña después de
un temblor de tierra devastador.
—Podrías venir conmigo —dijo Mycelle con
suavidad, como un lamento susurrado de su corazón.
Tol'chuk emitió un suspiro que atronó como
el traqueteo de unas piedras.
—Tú sabe que me resulta imposible —dijo, por
fin—. El Corazón de mi gente no me permite tomar otro camino.
Ella le acarició la mejilla.
—Lo sé. Sólo quería que supieras que
preferiría apartar de Elena tu fuerza para tener la oportunidad de
seguir juntos. Ahora que te he vuelto a tener en mi vida,
entregaría la tierra a la oscuridad para que siguieras a mi
lado.
Aquellas palabras hicieron dibujar una
sonrisa triste en los labios de Tol'chuk.
—Madre, ¡qué bien tú miente! —dijo con
cariño—. Y todavía te quiere más por eso.
Mycelle se acercó y le colocó las palmas de
las manos en las mejillas. Lo hizo inclinarse un poco hacia
adelante y lo besó.
—Nunca estés seguro de lo que sabes, hijo
mío.
Una voz se inmiscuyó en aquel momento tan
íntimo. Era Meric que gritaba desde la borda.
—El capitán dice que debemos partir con la
marea. No podemos aguardar más.
Mycelle le hizo una señal al elfo. Meric,
dispensado de sus tareas, marchó, cojeando en su muleta, con Mama
Freda y el tamarinco que le hacía de mascota. A bordo del barco, la
pequeña tripulación se puso en movimiento, guardando los cabos y
preparando las velas.
A Mycelle no le quedaba más tiempo, pero
logró reservarse todavía un instante para su hijo. Ella y Tyrus
tenían ya organizada la partida y estaban preparados. Grisson, su caballo, estaba ensillado y dispuesto
con los arreos. Mogweed y Fardale se encontraban sentados sobre un
pequeño carromato cargado de provisiones, flanqueados por Tyrus y
el trío de guerreras dro, que iban montados en sus caballos. Kral
se encontraba también a lomos de su caballo de guerra, Rorshaf, jinete y caballo ansiosos por igual de
partir con el amanecer que apuntaba.
Los otros dos caballos, el caballo de las
estepas de Er'ril y la pequeña yegua de Elena, habían sido cargados
y colocados en unos pequeños compartimentos para animales de la
bodega del barco. Todo estaba preparado.
Excepto la despedida.
Mycelle volvió a mirar una última vez a su
hijo. Ninguna palabra podría consolarla de aquel dolor. La madre y
el hijo se limitaron a abrazarse con fuerza. Y, aunque era como
abrazar a una piedra áspera, Mycelle apretó intensamente a su hijo.
De ningún modo quería olvidar aquel momento.
Mientras lo apretaba, le sobrevino el
recuerdo de cuando lo abrazaba de pequeño, y una parte de su cuerpo
reaccionó. Sintió cómo la carne se le fundía y se le doblaban los
huesos, y, al poco, se dio cuenta de que sus brazos podían abarcar
por completo el cuerpo de él. Se acordó del padre de Tol'chuk y de
la alegría que compartieron en su tiempo, y su cuerpo continuó
transformándose. El siseo de la ropa y del cuero al desgarrarse le
llegó vagamente al oído. Mycelle, ajena a sentir vergüenza por
ello, hizo caso omiso.
Al poco, quienes se abrazaban no eran ya una
mujer y un ogro sino una madre y un hijo, dos ogros. Tol'chuk se
retiró levemente al notar el cambio. Tenía una expresión
sorprendida y los ojos le brillaban.
—¿Madre?
Mycelle supo lo que veía; una pequeña hembra
ogro. Su verdadera madre. Provista de garras y colmillos ella
sonrió. Su voz era como el rugido de las montañas.
—Tú eres mi hijo. Jamás olvides que estás en
mi corazón. Eres el logro del que me siento más orgullosa. Te miro
y sé que mi dura vida ha tenido sentido.
Se volvieron a abrazar mientras la luz del
sol alentaba el horizonte y las gaviotas proclamaban a gritos el
nacimiento del día. Parecía que incluso aquellas aves estuvieran
apesadumbradas.
De algún modo, Mycelle sabía que aquélla era
la última ocasión en que podría abrazar a su hijo.