CAPITULO 14
Kast apartó la bandeja de almejas al vapor.
No sentía apetito. Su mente todavía no se había recuperado de
cuanto había oído durante la mañana. Al otro lado de la mesa,
Sy-wen jugueteaba con una especie de tubérculo marino hervido que
tenía en el plato, también muy poco interesada en su comida. Ambos
se miraban de soslayo por encima de los platos. Pero ninguno estaba
dispuesto a hablar.
Después del encuentro con los miembros del
consejo y de la revelación de la antigua pintura, se había hecho
una pausa para comer antes de proseguir el debate. Sy-wen y Kast
habían sido conducidos atropelladamente por Bridlyn hasta aquel
comedor privado.
La sala estaba bien provista, con una
pequeña mesa de coral pulido y sillas con almohadones de musgo
marino suave, mientras que las paredes estaban adornadas con
tapices rojos tejidos que mostraban varias escenas marinas. Por
bien que la habitación era hermosa, a Kast todavía le parecía algo
estrecha. Después de haber pasado la mañana en la sala del consejo,
con aquellas impresionantes vistas del océano, ese comedor le
parecía una celda. Y, desde luego, no ayudaba el hecho de que
Bridlyn dejara muy claro que se iba a quedar apostado junto a la
puerta.
Kast se frotó la barba de días. Necesitaba
romper el silencio creciente antes de que los engullera a ambos.
Tras señalar con la cabeza la pared cubierta de tapices, preguntó
algo que le había estado inquietando desde su llegada.
—Dime, ¿cómo lograron convencer los mer'ai a
los leviatanes para que os alojasen?
Sy-wen se encogió de hombros.
—Los dragones se pueden comunicar con esas
grandes bestias. Los leviatanes facilitan a los dragones de mar
fuentes de aire fresco y, a su vez, los dragones ayudan a proteger
y a alimentar a esas enormes criaturas. Supongo que los mer'ai se
limitaron a incorporarse a esta relación mutua. Los leviatanes nos
alojan y, como pago, los ayudamos a mantenerse sanos y limpios.
—Sy-wen dibujó una sonrisa—. ¿Quién sabe? Por lo que sé, tal vez
los mer'ai también estamos emparentados con ellos. ¡Quién sabe lo
que se le pudo ocurrir a tu abuelo!
Kast se sonrojó ante aquella expresión tan
franca de Sy-wen.
—Sangre del Dragón no es antepasado mío
—insistió.
—Tal vez no lo fuera directamente, pero, aun
así, el parecido es...
—Como dijo Talon, seguramente es casualidad.
La mayoría de los dre'rendi tiene rasgos semejantes.
—¿También el tatuaje del dragón?
Kast no podía rebatir aquella última
observación. Los hombres de su gente siempre estaban marcados con
un tatuaje del halcón marino, pero no de un dragón. En A'loa Glen,
el tatuaje de halcón de Kast se transformó, por la magia de
Ragnar'k, en un dragón negro enroscado, réplica exacta del que se
podía ver en el dibujo de Sangre de Dragón. No tenía sentido.
Sy-wen pareció darse cuenta de la incomodidad que le causaba aquel
tema y se puso a hablar de otro asunto, eso es, del motivo por el
que habían consultado aquella mañana al consejo.
—Sea o no cierta esta historia, tal vez
deberíamos dejarla de lado y considerar de nuevo nuestra idea de
irnos de aquí y buscar a tu gente. Nos faltan seis días para
encontrarnos con los demás. Incluso si nos vamos ahora mismo, nos
llevaría dos días regresar al lugar de los Dol-drums donde
quedamos. Si nos quedamos sin tiempo, no veo el modo de llevar a
cabo nuestra tarea con éxito, a no ser que nos dediquemos a buscar
por nuestra cuenta. —Miró a la sala cerrada—. Con o sin la
aprobación del consejo.
—¿Te atreverías a desobedecer al consejo? ¿A
los deseos de tu propia madre?
Sy-wen miró a Kast fijamente.
—¿Cómo crees que te conocí? ¿Crees que tenía
permiso para ir hasta las islas con Conch y seguir a los barcos que lo atraparon? Por
otra parte, con el tiempo, mi madre y yo hemos llegado a un pacto
tácito: ella me da órdenes y yo sólo obedezco aquellas con las que
estoy de acuerdo.
—Entiendo.
A Kast le costó mucho no corresponder a la
sonrisa leve que asomó en los labios de la mer'ai. Los ojos
plateados le brillaban con aire travieso.
—Así pues, según tú, tenemos que subir a la
superficie de un modo u otro.
—¿Por qué no? ¿Acaso no te has cansado de
respirar este aire rancio del leviatán?
—Creo que un poco de aire fresco no me haría
ningún mal —admitió él con una sonrisa cada vez mayor. Le
encantaría sentir la brisa en el pelo y las salpicaduras del océano
en la cara. Llevaba demasiado tiempo encerrado en el vientre de
aquella bestia marina. Se irguió en el asiento.
»Cuando estés dispuesta estaré encantado de
poder huir de aquí.
Al pensar en la huida, Sy-wen le
correspondió con verdadera alegría.
—Supongo que Ragnar'k estará encantado de
poder abrir un poco las alas.
La mención del nombre del dragón heló la
sonrisa creciente de Kast. Había olvidado que no era él quien
escaparía con Sy-wen sino Ragnar'k. Aunque los dos huyeran del
vientre del leviatán, Kast continuaría atrapado, esta vez debajo de
las escamas de un monstruoso dragón negro.
Sy-wen pareció darse cuenta de aquel cambio
de humor. Tendió una mano hacia él y le tocó el brazo. Él no la
podía mirar a la cara.
—Yo no soy como mis antepasados —dijo ella
dulcemente.
—¿Qué quieres decir? —farfulló él.
—Que no comparto la pasión de mis ancestros
por los dragones. —Sy-wen le apretó la muñeca—. Cuando elija
marido, no tendrá ni escamas ni alas.
Kast levantó la vista, sorprendido, hacia
Sy-wen.
—Pero, ¿tú no estás unida a Ragnar'k?
—¿Y...? Estar unida a un dragón no significa
que esa bestia te consuma el corazón. De hecho, tengo unos
sentimientos más intensos por el dragón de mi madre que por
Ragnar'k. En ciertos aspectos, el dragón que hay en ti me asusta.
Tiene una parte salvaje, indómita, intocable, inalcanzable... que
ni siquiera yo puedo controlar.
—Pero Ragnar'k siempre formará parte de mí,
incluso esa parte salvaje —repuso Kast.
Ella le sonrió con tristeza.
—Te he estado observando, Jinete Sangriento.
Por mucho dragón que tú albergues, tu corazón te pertenece. Estoy
segura.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó él con la
voz rota.
Ella le tocó la mejilla que no tenía al
dragón tatuado.
—Conozco tu corazón, Jinete
Sangriento.
Kast deseó poder decir lo mismo de ella.
¿Sy-wen se limitaba a consolarlo, o acaso había algo más detrás de
sus palabras?
Se atrevió a apoyarse un poco en la mano, de
forma que la palma le calentara la piel. Pero se apartó cuando, al
otro lado de la puerta cerrada, se oyó el murmullo de unas voces.
La puerta se abrió y Edyll entró en la habitación.
—Espero no molestaros durante el almuerzo
—dijo el anciano mientras le hacía una señal a Bridlyn para que se
marchara.
—N... no, tío —balbuceó Sy-wen.
Kast la miró pero, de nuevo, no comprendió
aquella mirada. ¿Estaba aliviada, o avergonzada?
Edyll señaló la puerta cerrada y se acercó a
ellos. Kast se levantó y acercó otra silla a la mesa, y sólo se
sentó después de que el anciano lo hubiera hecho.
—Muchas gracias, Kast —dijo, tras apretar la
muñeca del Jinete Sangriento. Miró en silencio a los dos durante un
instante y luego habló—: Decidme, ¿qué significa eso de que os
marcháis?
Kast miró nervioso a Sy-wen, que tenía una
mirada impertérrita.
—¿Qué queréis decir, tío? —preguntó la
chica.
—Pensé que sería mejor que discutiésemos en
privado el motivo por el que acudisteis al consejo esta
mañana.
Kast suspiró aliviado. Por un momento pensó
que el anciano había adivinado sus planes secretos.
—¿No deberíamos hablar de ello delante del
consejo?
Edyll contrajo su rostro arrugado en una
mueca y negó con amargura con la cabeza.
—Durante los próximos tres días se estarán
peleando conmigo por haber revelado los secretos de los mer'ai. En
un grupo que está tan firmemente convencido de que lo que afirmo no
es cierto, se enfadan bastante cuando el asunto se ventila en voz
alta.
—Pero ¿por qué se han mantenido ocultas
estas historias? —quiso saber Sy-wen.
—Es la voluntad de la Sangre del Dragón
—suspiró Edyll—. Fue el primer mandamiento de nuestro antepasado.
Después de huir a las profundidades del mar y del inicio de los
mer'ai, prohibió cualquier relación con los habitantes de la tierra
firme. Deseaba crear una sociedad en paz e idílica bajo las olas, y
quiso que su gente creyera que el mar siempre había sido su
hogar.
Al decir eso dejó oír un soplido.
—¿Qué fue mal? —preguntó Kast.
—Ah, ¿así que te has dado cuenta de que sus
grandes planes fallaron? —dijo el anciano con una risa de
satisfacción. Pero luego adoptó una actitud más meditabunda. Kast
advirtió dolor verdadero en los ojos del anciano—. En algunas
cosas, ese antepasado nuestro fue un irresponsable.
Sy-wen dio un grito sobresaltado al oír un
comentario tan poco respetuoso con aquel antecesor.
Edyll se quedó sentado en silencio durante
un rato. Luego prosiguió:
—Pensó que lograría escapar de nuestro modo
de ser refugiándose bajo las aguas. Pero eso nunca es tan simple.
Tanto si ocultaba este hecho como si no, nuestra sangre siempre
provendrá de gentes de temperamento bravío, y las generaciones
futuras seguirán sufriendo siempre del mismo fuego interior, que es
una mezcla de obstinación y una intensa desconfianza en los demás.
Para empeorar todavía más las cosas, la unión de la sangre de
dragón con la nuestra no hizo más que avivar este fuego y llenó las
venas de nuestros antepasados de un orgullo encendido. Llegamos a
considerarnos superiores incluso a los malditos habitantes de la
tierra firme. ¿Por qué, si no, deberíamos ocultarnos de ellos? Con
el tiempo nos creímos reyes de las aguas. —Edyll volvió a sacudir
la cabeza y se estremeció levemente.
»Incluso entre nuestras propias gentes,
antes de que huyésemos de las costas, acostumbrábamos a expulsar a
quienes rompían nuestras normas. Era una crueldad. Al quedar
alejados de los dragones, la magia del mar desaparecía de esas
almas desventuradas, y hasta que finalmente se convertían en seres
humanos normales y corrientes, perdían sus rasgos mer'ai para
siempre y quedaban condenados a no regresar jamás al mar. Aquél fue
nuestro mayor castigo: el destierro eterno.
Kast se dio cuenta del horror reflejado en
el rostro de Sy-wen; ello le permitió hacerse una idea del castigo
que aquello significaba para esa gente.
Edyll dejó que consideraran esas
explicaciones en silencio antes de terminar. Cuando habló, su voz
era muy severa:
—Os digo todo esto como advertencia. Tenéis
que ser muy cuidadosos con lo que planeéis. Tras huir de Gul'gotha,
los destierros se abandonaron para mantenernos a salvo del Señor de
las Tinieblas, pero esto no significa que seamos menos estrictos.
Para quienes no se avienen a nuestras normas... —miró fijamente a
Sy-wen y luego a Kast—, nuestros castigos siguen siendo muy
duros.
—Ahora los matáis —afirmó Sy-wen con el tono
de voz encendido.
Aquellas palabras tomaron por sorpresa a
Edyll; el rostro se le encendió.
—¿Lo sabías?
—Mientras estaba entre las gentes de la
costa, supe que yo era la primera mer'ai que salía del mar desde
hacía quinientos años. Al parecer, los cuentos sobre los destierros
ocultaban una verdad mucho más desagradable.
—A menudo, las mentiras resultan menos
dolorosas que la verdad.
—Igual que la verdadera historia de nuestro
pueblo —apuntó Sy-wen en tono sombrío.
—Ya he dicho antes que no logramos escapar
con facilidad de nuestro modo de ser. El pasado te asfixia si no lo
tienes en cuenta.
El silencio se apoderó de la sala.
Finalmente, Edyll se puso de pie con un
gemido leve y se frotó las rodillas.
—Basta de charlas. Es hora de ponernos en
marcha.
Kast se puso de pie en actitud respetuosa
ante el anciano. Sy-wen se quedó sentada con el rostro inexpresivo.
Aun así, no le resultaba posible ocultar por completo la ira que
sentía.
—Estoy harta de esas reuniones del
consejo.
—A mí me pasa lo mismo a veces... —Edyll
asintió—. Por suerte no es ahí hacia donde nos encaminamos.
—Entonces, ¿adónde vamos? —preguntó Sy-wen,
sorprendida.
—Es hora de que os ayude a escapar.
Kast dio un traspié mientras se dirigía
hacia la puerta.
—¿Cómo?
—El consejo se ha vuelto a reunir y ha
prohibido que os marchéis. Yo no estaba de acuerdo. —Se encogió de
hombros—. Tenemos que apresurarnos y sacaros de aquí de
inmediato.
Sy-wen se puso de pie y lo siguió.
—Pero, tío, tú eres uno de los miembros del
consejo.
—No, yo sólo soy un anciano. Y hay quien
diría que soy un anciano idiota. Pero, en este asunto, al consejo
lo ciega el temor a lo desconocido. Preferirían ocultarse debajo
del mar que arriesgarse a cambiar.
Mientras Edyll se volvía hacia la puerta,
Kast preguntó:
—¿Qué tenemos que hacer?
El anciano volvió su vista cansada hacia
él.
—Encontrad a vuestra gente. Cumplid con el
deseo de vuestro antepasado.
—¿Qué queréis decir? ¿Cómo?
—Al igual que durante el reinado del rey
Raff, sobre nosotros se cierne un tiempo de baños de sangre y
masacres. —Edyll apoyó la mano en el pecho de Kast—. Pero en tu
cuerpo de guerrero late el corazón de un hombre de paz. Libera a
nuestra gente, a los dos pueblos, de nuestra condena de odio y
guerra. Muéstranos el camino hacia la paz duradera.
Tras decir aquello, Edyll se volvió e hizo
que la puerta se abriera.
Mientras avanzaban, Sy-wen se colocó junto a
Kast y, por primera vez, lo cogió de la mano.
—Parece que no soy la única que conoce tu
verdadero corazón —musitó.
Kast se quedó mirando cómo la mano de ella
descansaba en la suya, como un melocotón suave. Se sintió
sorprendido y admirado, y por un breve instante pensó que incluso
lo improbable era posible. Incluso el amor.
Pinorr encontró a Sheeshon hecha un ovillo
sobre la cama, con los brazos rodeándole las piernas y oscilando de
un lado a otro. Se acercó hasta ella, se sentó en la cama y la
abrazó. Las palabras le brotaban de los labios de forma caótica:
eran arrebatos lúcidos, como si estuviera conversando con un
interlocutor invisible y luego, una racha de frases ininteligibles,
incluso había momentos en que la voz le cambiaba de repente y
adoptaba un tono grave, en absoluto el habitual de una niña. Pinorr
sabía que lo mejor en esos casos era abandonar a su destino
aquellas divagaciones.
A su lado, la nieta de Mader Geel, la
pequeña Ami, permanecía de pie a su lado, con los ojos llenos de
asombro y claramente asustada. Por fin, Mader Geel llegó
arrastrando los pies detrás de él e hizo salir a su nieta
cogiéndola por debajo del brazo.
Pinorr miró con intención a la anciana,
señalando con los ojos a Ami. Esa niña asustada no debería haberse
quedado sola vigilando a Sheeshon cuando Mader Geel había ido a
buscarlo. Aquellos accesos de Sheeshon podían dar miedo incluso a
un adulto.
Mader Geel no hizo ningún gesto de disculpa
y mantuvo la expresión firme.
—No oculto a Ami la dureza de la vida... ni
siquiera la locura.
Pinorr frunció el ceño mientras acariciaba
con los dedos el pelo de Sheeshon.
—Sheeshon no está loca. Lo único que le pasa
es que su cabeza es más débil. He llegado a pensar que estos
accesos últimamente han empeorado porque... —levantó la vista hacia
Mader Geel— ... porque se está aproximando a un
aceleramiento.
Aquellas palabras lograron cambiar la
expresión, generalmente adusta, de la mujer.
—Seguro que esta locura es contagiosa
—repuso ella con desprecio—. ¿Por qué los dioses acelerarían a una
niña tan desgraciada para que alcanzara el rajor maga?
—Nunca he comprendido los designios de los
siete dioses del mar. Su elección de los dotados con sus bondades
siempre ha sido incomprensible para mí.
Sheeshon, acurrucada en los brazos de
Pinorr, parecía haberse calmado al oírle la voz y sentir sus
caricias. La retahíla de palabras se fue apagando hasta convertirse
en un goteo y dejó de sufrir convulsiones.
—¿Qué te hace creer que está dotada para la
adivinación?
—Has visto su escultura.
El rostro de Mader Geel se
ensombreció.
—Tiene mucha habilidad, eso es verdad —dijo
con renuencia notable—. Pero muchos locos, incluso los que tienen
que ser arrojados al mar, acostumbran a tener un talento
específico. Una vez conocí a uno que sabía manejar tan bien las
velas que podía desplazarse por el barco sin emplear las manos;
incluso con galeras, como si estuviera andando por una cubierta
totalmente plana. —Luego hizo un gesto de menosprecio por esos
logros—. Pero, a pesar de su destreza, esa gente estaba mal. Creo
que te centras tanto en el único talento de Sheeshon que la
consideras tocada por los dioses.
—Pero no sólo se trata del talento que tiene
en hacer esculturas con los huesos de ballena —insistió. Por un
motivo que no alcanzaba a nombrar, necesitaba que alguien más
comprendiera lo que él había comenzado a observar—. Hasta esta
mañana jamás hubiera sospechado que ella tuviera un vínculo con el
rajor maga. ¡Pero ahora lo sé!
Mader Geel hizo que Ami jugara con unos
muñecos que yacían apilados en una esquina. La mayoría era figuras
de hueso hechas por Sheeshon de más pequeña. Ami se sentó y tomó
una diminuta pieza que mostraba una muchacha de gran belleza. Por
algún motivo, Sheeshon había insistido en pintar las dos manos de
la muñeca de rojo intenso.
Cuando tuvo a Ami ocupada, Mader Geel se
acercó a la cama y se sentó lo más lejos que pudo de
Sheeshon.
—Entiendo que temas por ella,
Pinorr...
Pero aquel intento de confraternizar no hizo
más que incitarle.
—Deberíamos estar asustados ante todo lo que
nos ha dicho —espetó él—. Un peligro se aproxima a esta flota, y
con él llega una tormenta que se desplomará sobre nosotros esta
noche. Creo que Sheeshon es la clave para entenderlo todo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Alguna vez has supuesto que mis profecías
puedan ser falsas? —preguntó.
—¡Jamás! —dijo ella retirándose un poco al
lado—. ¡No olvides que serví al padre de Ulster, el almirante.
Recuerdo cómo tus sentidos para las tormentas nos ayudaron a vencer
en más de una batalla.
—Entonces, Mader, atiende. Sheeshon esculpió
un dragón y me dijo entre balbuceos que se acerca un peligro. Dijo
algo de dragones y de una fatalidad.
—Son cosas de niños —insistió la anciana.
Pero ahora la duda empezaba a asomar en sus palabras.
—Eso fue lo que yo pensé. Yo ya había
presentido una gran tormenta que se acerca hacia nosotros desde el
sur y no le presté suficiente atención. Pero después de discutir
con Ulster, volví a comprobar las aguas y sentí algo nuevo en la
brisa.
Se detuvo e incorporó un poco a Sheeshon. La
niña parecía regresar de un trance. Escrutó su pequeña habitación
con el pulgar de una mano en la boca. Se inclinó hacia Pinorr en
busca de cariño y tranquilidad.
—¿Qué? —preguntó por fin Mader Geel—. ¿Qué
presentiste?
—Presentí la presencia de dragones en el
aire.
El horror se apoderó de los rasgos de la
mujer.
—Tal vez estuvieras más influido por las
palabras de Sheeshon de lo que podías haber sospechado al
principio.
Pinorr miró a la mujer.
—Así que dudas de mi capacidad.
Mader Geel se quedó en silencio. La lucha
que se debatía en su corazón se le reflejaba en el rostro. No
quería creer aquellas palabras, pero le resultaba imposible negar
la precisión del rajor maga de Pinorr.
—¿Estás seguro? —susurró por fin ella.
Él asintió.
—Sheeshon lo vio primero que yo. Los mer'ai
se nos acercan.
—Nuestros amos de cuando éramos esclavos
—musitó Mader Geel.
En todo el tiempo que hacía que el chamán
conocía a aquella mujer tan dura, jamás la había visto demostrar
temor alguno, ni siquiera en medio de una batalla feroz, cuando los
pronósticos no eran favorables. En cambio ahora, el temor le
brillaba en los ojos.
Ami habló desde su rincón y, sin levantar la
vista de sus muñecos, dijo tranquilamente:
—Sheeshon dice que vamos a morir
todos.
Mader Geel y Pinorr miraron alternativamente
a una niña y a la otra.
—Sheeshon es la clave —afirmó Pinorr, y se
acercó a su nieta—. En su cabeza está la clave para liberarnos de
nuestra condena.
Unos golpes fuertes resonaron en la puerta
que conducía a los aposentos de Pinorr. Mader Geel y el chamán se
sobresaltaron. Ami levantó la vista de su juego, y Sheeshon se
limitó a gemir.
—Están cerca —musitó la niña contra el pecho
de Pinorr.
—¡Abrid la puerta! —ordenó una voz al otro
lado de la puerta—. Por orden del capitán, la niña Sheeshon tiene
que responder por el ataque contra un miembro de la
tripulación.
Pinorr entregó la niña a Mader Geel.
—Que nadie le haga daño —le siseó—. ¿Lo
entiendes? No se trata sólo de mi corazón, sino del destino de los
dre'rendi.
Mader Geel lo miró durante un instante y
luego asintió lentamente.
—Te creo.
El golpe volvió a atronar, con menos fuerza,
pero con más nervio. Pinorr sabía que los guardias no se atreverían
a entrar por la fuerza, ni siquiera si el camino estaba despejado.
El temor a la ira de un chamán los mantendría a distancia durante
un buen rato.
Pinorr se volvió hacia Mader Geel.
—Entonces, ya sabes lo que tenemos que
hacer.
—Vamos a luchar.
Aunque sentía miedo, sonrió al percibir la
intensidad de las palabras de esa mujer. Eran dos ancianos de pelo
cano que estaban dispuestos a hacerse con un barco de
soldados.
—Ulster cree que su juventud y su fuerza lo
hacen invencible. Le enseñaremos que sólo el paso de los inviernos
forja a un verdadero soldado. —Se señaló la frente—. La auténtica
arma de la victoria es el ingenio, no la espada.
Mader Geel asintió.
—Siempre me dije que eras prudente.
Pinorr iba de un lado a otro de la
habitación, recogiendo las cosas que Sheeshon necesitaría.
—¿Cuándo llegaste a admitirlo?
—Bueno —dijo Mader Geel, divertida—, nunca
delante de ti. Los humos de un chamán nunca deben superar la línea
del horizonte.
Él le lanzó una mirada asesina.
—¡Vamos, Pinorr! ¡Deja ya esa falsa
humildad! Siempre has sido muy testarudo e insistente en tus
visiones. Incluso el padre de Ulster a menudo se preguntaba quién
era el que conducía la flota.
—Da igual. Tenemos que apresurarnos.
Los golpes en la puerta atronaron con más
fuerza.
—Chamán, no queremos romperte la puerta
—gritó otra voz. Era Ulster. Seguramente el capitán se había
impacientado ante la cobardía de sus subordinados—. La hija de tu
hijo no está por encima de la ley. Tiene más de diez inviernos;
tiene edad para responder de sus acciones. Así que: ¡abre la puerta
ya!
Pinorr se dio cuenta de que aquel discurso
de Ulster estaba más pensado para los guardianes que para Pinorr.
De nuevo, el capitán intentaba esconderse detrás de la ley para
justificar sus crueldades. Todo el mundo sabía que Sheeshon no
tenía el juicio de una persona de diez inviernos; aquel ataque de
Ulster no era para hacer cumplir la justicia sino para hacerle daño
a Pinorr. Aun así, con o sin razón, no se podía desobedecer a un
capitán.
Tras sacudir la cabeza, Pinorr se volvió a
Mader Geel que ya tenía a su lado a Sheeshon y a Ami. Se acercó a
ellas y susurró rápidamente los planes al oído de la anciana. Al
terminar, retrocedió y pasó por encima de las cosas que había
recogido de la habitación de Sheeshon.
—¿Podrás encargarte de tu parte?
Mader Geel asintió con una sonrisa dura en
los labios.
—Cuidaré de la niña. No le ocurrirá
nada.
Pinorr se acercó a la puerta.
—¡Que la batalla comience!
Sy-wen, con la respiración entrecortada, fue
la primera en entrar en la habitación. Edyll la siguió ayudado por
Kast. En cuanto los tres se encontraron en el interior, Sy-wen
cerró la puerta de forma hermética.
—¿Qué es esto? —preguntó Kast con cautela
mientras observaba la habitación estrecha y carente de
adornos.
—Estamos en una vaina situada en la parte
inferior del leviatán —le explicó Sy-wen. Señaló la única
característica de esa habitación: un pozo profundo en el suelo. A
poca distancia de la salida de aquel orificio estrecho se podía ver
el agua del océano—. Nosotros lo llamamos obligatum.
Cuando ambos llegaron al gran leviatán, la
gran bestia marina había salido a la superficie y eso permitió que
Ragnar'k se posara sin más en su lomo extenso. Sy-wen entonces
había saltado del cuello del dragón, había roto el contacto físico
con él y había devuelto a Kast su forma actual. A partir de ahí,
los soldados mer'ai se habían limitado a guiarlos hacia el interior
del leviatán. Kast se dijo que, sin duda, su partida no iba a ser
tan sencilla.
—¿Un oblig... gatum? —preguntó de nuevo Kast
mirando al pozo.
Sy-wen asintió.
—Es el modo en que los mer'ai entramos o
salimos de un leviatán cuando está sumergido. Por otra parte, los
dragones de mar pueden extender sus cuellos largos y tomar aire del
leviatán sin tener que salir a la superficie.
Sy-wen examinó el nivel de aire en el cuello
del pozo.
—Estamos de suerte. Hoy el leviatán no nada
muy profundamente. —Se volvió hacia Kast—. Si se sumerge demasiado,
el peso creciente del agua hace que ésta penetre por el cuello del
obligatum y llena la cámara. Eso bloquearía nuestra huida.
Edyll se rió.
—No sólo ha sido suerte, cariño.
—¿Qué quieres decir, tío?
—Cuando supe que habíais solicitado una
reunión con el consejo, adiviné vuestros planes y ordené al
leviatán que hoy se quedara por los bajíos.
Sy-wen frunció el ceño.
—Cuando mi madre se entere, sabrá que tú has
intervenido.
—Sólo lo sospechará. Y sin pruebas... —Edyll
se encogió de hombros—. ¿Sabéis? Sentía molestias en los oídos.
Cosas de la edad. Necesitaba descansar un poco de las presiones y
por eso ordené que el leviatán se deslizara a menos
profundidad.
—Ya veo —dijo Sy-wen con una sonrisa al
escuchar una coartada tan elaborada.
—Vamos, ahora marchaos.
Edyll descolgó una calabaza con forma de
huevo que pendía de la pared por una especie de tallo de planta y
se la entregó a Kast.
El Jinete Sangriento tomó aquel aparejo y
palpó el tallo para estudiarlo.
—¿Qué es esto?
—Un depósito de aire —contestó Edyll—. Lo
necesitarás para nadar por debajo del agua. Creo que Sy-wen aguanta
bajo el agua sin respirar el tiempo suficiente.
—¿Suficiente para qué?
Sy-wen señaló el agujero.
—Edyll tiene razón. No puedo llamar a
Ragnar'k aquí dentro. El enorme dragón no podría colarse por este
agujero tan pequeño. Tendremos que marcharnos por nuestra cuenta, e
invocar al dragón cuando estemos bajo el agua.
Kast se asustó un poco, pero no dijo nada.
Sy-wen se dio cuenta de que él intentaba adoptar un aire
imperturbable, aunque se enfrentaba a la perspectiva de perderse a
sí mismo de nuevo en favor del dragón. Ella se sintió mal por
él.
Al parecer, incluso Edyll se dio cuenta de
la tensión que lo había embargado.
—Debo marcharme. Si me retraso más, los
miembros del consejo se preguntarán dónde estoy.
Sy-wen se deslizó por el borde del pozo y le
dio un fuerte abrazo a su tío.
—Muchas gracias —le dijo al oído.
Él la abrazó también.
—Que las mareas os sean propicias —susurró.
Era una antigua fórmula de despedida propia de los mer'ai.
Luego se separaron. Edyll se despidió de
Kast y se marchó, cerrando la puerta detrás de él.
Cuando se quedaron solos los dos se
sintieron en una situación embarazosa. Tenían demasiadas cosas que
decirse y admitir. A Sy-wen le parecía como si el leviatán se
deslizara a miles de leguas de profundidad porque incluso el aire
le resultaba difícil de respirar de tan denso como era.
Se quedó mirando a Kast, aunque no era capaz
de hacerlo directamente a los ojos. Él también evitaba mirarla de
frente.
—Deberíamos irnos —dijo por fin él con voz
ronca.
En el mismo instante en que Sy-wen se
disponía a abrazarlo y despedirlo, Kast dio un paso atrás, se quitó
la camisa holgada y dejó a la vista sus hombros fornidos. Ella se
quedó paralizada. También él se quedó quieto con la camisa a medio
sacar. Inmediatamente ambos se sintieron incómodos. Aunque Sy-wen
había visto desnudo a Kast muchas veces, jamás lo había tocado
estando él sin ropa.
Ella apartó la vista y se volvió.
—Yo... yo... te esperaré justo a la salida
del leviatán.
—Yo estaré... yo estaré allí ahora
mismo.
Ella se quedó al borde del pozo con la
sensación de estar embobada. No podía moverse. De pronto, como si
sus temores hubieran sido oídos, unos brazos fuertes la abrazaron
por detrás. El abrazo la tensó y le hizo emitir un leve respingo;
luego, se fundió en el calor del cuerpo de él. Los labios de él le
rozaron el cuello. Nadie habló. Sy-wen no se atrevió siquiera a
volverse. Se despidieron entre caricias y susurros. Después, él
apartó los brazos tras recorrer con los dedos el brazo desnudo de
Sy-wen y se retiró.
Ella tembló al notar el aire frío.
A continuación, se sumergió con agilidad
mientras el agua fría del mar le barría las lágrimas que habían
empezado a asomarle a los ojos.
Cuando salió del leviatán, ella se situó en
el vientre de la bestia y se volvió para vigilar la abertura. Tenía
ya los párpados internos cerrados y eso le permitía ver
perfectamente a través de aquellas aguas cristalinas. Mientras
aguardaba, se acarició el punto en que los labios del Jinete
Sangriento la habían tocado. A pesar de que las aguas eran frías,
sintió cómo la sangre se le calentaba con el recuerdo. No sabía
cómo nombrar aquella oleada de emociones que le habían asaltado el
corazón.
Sy-wen apartó la mano del cuello y pataleó
para acercarse a la abertura que había en la parte inferior del
leviatán. No podía permitir que sus sentimientos interfirieran con
su deber. Kast era su ancestro renacido y, según su tío, el destino
de sus gentes descansaba en sus espaldas. Entre patadas y brazadas,
se mantuvo cerca del obligatum. Aquellos momentos le parecieron
eternos hasta que una explosión de burbujas señaló el punto por el
que Kast salió del vientre del leviatán.
Ella se acercó mientras él se debatía con
piernas y brazos y giraba el cuerpo para orientarse. En cuanto
estuvo suficientemente cerca se dio cuenta de que en el agua él era
ciego. No tenía los párpados internos de ella que impedían que la
quemazón de la sal le entrara en los ojos. Se figuró el pánico que
habría sentido el hombre al salir a aquel mundo frío y oscuro en el
que dependía de ella para sobrevivir.
Ella lo tomó de la mano y su agitación se
calmó al instante. Kast no intentó agarrarse a ella, dejó que la
mer'ai se acercara a él y confió en su habilidad. A Sy-wen le
resultaba difícil mirarlo porque él llevaba el pecho descubierto y
sólo vestía la ropa interior de lino. La visión de aquellas piernas
y pecho tan fuertes le dificultaban la respiración.
Ella se encontraba delante de él y se le
acercó con los ojos clavados en su rostro. Tuvo que enroscar las
piernas alrededor de la cintura de Kast para poder mantenerse
quietos. Luego lo asió por la mandíbula y le hizo volver el rostro
para que le mostrara el tatuaje de dragón que le cubría la mejilla
y el cuello. Él se tensó al saber lo que iba a ocurrir. El emblema
de Ragnar'k, el dragón negro enroscado de salvajes ojos rojos, la
miró. Ella casi sentía la bestia aprisionada que se debatía por
salir.
Se preparó y soltó la barbilla de Kast. Él
se volvió hacia Sy-wen, pero la sal le impedía verla. Levantó una
mano y le acarició la mejilla como señal de que estaba listo.
Sy-wen lo tomó con las manos, aunque no tocó
el tatuaje, y le quitó de los labios la boquilla del depósito de
aire. Él, confiado, no se resistió. A continuación, la muchacha
echó a un lado el depósito y acercó su cuerpo al del hombre,
apoyando con fuerza los labios en los suyos. Aquel gesto lo cogió
por sorpresa, pero al instante le devolvió con fuerza el beso
mientras los brazos de ambos se enroscaban ansiosos. Entretanto, a
través de los labios apretados, compartieron la respiración.
El tiempo pareció prolongarse hacia la
eternidad, pero, aunque los corazones hicieron promesas eternas, el
aire no duró tanto tiempo, y antes de que ella se ahogara, acercó
los dedos de mala gana al tatuaje.
Adiós, Kast, le
dijo en silencio. Y, por primera vez, se permitió añadir lo que su
corazón hacía tiempo que ya sabía: Te
quiero.
Tras aquella caricia, el mar se convirtió en
un amasijo de escamas y alas. Un rugido le llenó los oídos y la
mente mientras el dragón que Kast llevaba en su interior se
liberaba. Antes de que las aguas se apaciguaran, Sy-wen estaba ya
sentada a horcajadas sobre el lomo de aquella criatura monstruosa
de alas como velas a cada lado y que extendía el cuello hacia las
profundidades del mar azul.
Ragnar'k se volvió para ver a su jinete.
Aquellos ojos de color rubí refulgieron al mirarla, y un destello
de colmillos plateados brilló bajo la luz refractada. Sy-wen —susurró el dragón con un ronroneo
gutural—, mi vínculo. La alegría de
aquel animal por su libertad la embargó por completo pero, bajo
aquel estremecimiento, también percibió su hambre, un pozo oscuro
que parecía carecer de fondo.
Sy-wen acarició el cuello enorme de Ragnar'k
y le rascó la piel que tenía debajo de las duras escamas.
Come —le dijo a su montura con el
pensamiento—. Tenemos mucho camino por
delante.
Se dobló hacia adelante y abrió el sifón
diminuto que le permitía compartir el aire del dragón. Inspiró y
dejó que las pequeñas chispas que empezaba a ver a causa de la
falta de aire desaparecieran. ¡Qué bien, volver a respirar! Sin
embargo, en su interior sentía un gran dolor. Ningún aire fresco
podría eliminar la sensación de pérdida que sentía en lo más hondo
del corazón.
El dragón renovó también el aire, regresando
un instante para respirar por uno de los obligatums del leviatán.
En cuanto se sintió renovado y con los pulmones llenos, se dio la
vuelta y comenzó la caza.
Sy-wen se acomodó y se acercó más al dragón.
¿En qué lugar de aquella gran bestia estaba Kast? Sentía en los
muslos el latido del corazón del dragón y se imaginó que aquél era
el corazón del Jinete Sangriento. Se inclinó todavía más y posó una
mano sobre un vaso sanguíneo que recorría el cuello del dragón.
Entrecerró los párpados mientras el dragón volaba bajo las aguas,
tragándose atunes y otros animales. El placer que el animal
experimentaba con aquel festín empañó el recuerdo que ella tenía de
los labios de Kast en su piel.
La muchacha y su dragón se deslizaron por
encima de acantilados que parecían cadenas de montañas distantes. A
lo lejos, vio otros dragones de mar que pasaban rápidamente a su
lado, como joyas desplomándose en las aguas azules. A sus espaldas
vio la inmensidad desvanecida del leviatán, que era como una
montaña enorme deslizándose por el mar. Cerró los ojos y quedó
sumida en una bruma de dolor y placer hasta que Ragnar'k le
interrumpió las cavilaciones. Ya estoy lleno.
¿Adónde ahora?
Ella se enderezó, hizo pasar los pies por
los pliegues de la base del cuello del dragón y dijo: Arriba, arriba y lejos.
Un alarido de excitación atravesó dragón y
jinete. Ragnar'k apretó fuerte el cuello para asirla bien por los
tobillos, abrió las alas y se lanzó hacia abajo; luego, se volvió
describiendo un arco cerrado para ganar velocidad y se retrajo.
Sy-wen, con los párpados apretados, tuvo que inclinarse contra el
empuje del agua sobre una cresta ósea cubierta de escamas. Antes de
que ni tan sólo se le ocurriera que podía salir despedida de
Ragnar'k, el dragón agitó la cola larga como si fuera la flecha de
un arco recién disparada. Entonces Ragnar'k se elevó, extendiendo
las alas niveladas respecto al cuerpo mientras se precipitaba hacia
lo alto, hacia la luz distante.
Sy-wen cerró los ojos y se apretó fuerte al
lomo del dragón.
Cuando Ragnar'k salió de las olas, la mer'ai
notó realmente la velocidad a la que se desplazaban. El agua de mar
se desparramó en una cascada sobre ella, como si quisiera
arrastrarla hacia el interior del océano, pero el dragón le
mantenía apretados los pies en los pliegues del cuello y ella se
pegaba a él con manos y uñas.
Luego, todo terminó. El dragón se levantó
bajo ella y por fin Sy-wen pudo sentarse de nuevo con facilidad en
el lomo y se atrevió a abrir los ojos.
Mientras se deslizaban por encima de las
olas la brisa le secaba el pelo verde. Ella miró hacia adelante,
hacia la curva lejana del mundo. Ahora el océano se abría ante ella
en toda su extensión monótona. El sol brillante se ocultó detrás de
unas nubes blancas presagio de tormenta y el agua adoptó el color
de la plata batida.
El cielo está
enfadado, le hizo saber Ragnar'k.
—¿Qué dices? —gritó Sy-wen contra el
viento.
De repente, estalló un estruendo
temible.
Sy-wen se volvió hacia atrás y observó lo
que le había hecho decir aquello a Ragnar'k. Detrás de ellos, a
poca distancia, el mundo entero parecía sumido en nubes negras
repletas de lluvia y relámpagos. De nuevo un trueno se les acercó
con un rugido de bestia salvaje.
Huye —le ordenó a
Ragnar'k—. No podemos permitir que esta
tormenta nos atrape.
Ragnar'k se volvió para enfrentarse a la
furia de aquella tempestad. El dragón abrió las fauces negras y
retó al trueno con su propio bramido. Luego volteó sobre un ala y
se marchó pasando muy cerca de las olas.
Apresúrate, le
urgía ella.
Los estallidos de los truenos y los aullidos
del viento eran cada vez más fuertes. La muchacha se acercó a
Ragnar'k. El dragón se apresuraba hacia adelante; a Sy-wen le
parecía que su asiento ardía con la escapada de Ragnar'k.
Conforme avanzaban a toda prisa, Sy-wen se
preguntó si tal vez habían actuado con demasiada precipitación en
su intento por buscar a los dre'rendi solos. Se dijo que debió
haber atendido al consejo de su madre. Entonces sintió deseos de
regresar con su gente, pero apartó de sí aquel pensamiento y miró
al mar que se abría a sus pies. Tal vez lograran huir desplazándose
bajo las aguas y dejando que la tormenta pasara por encima mientras
ellos se refugiaban en las entrañas del mar.
No, se dijo con
violencia mientras se inclinaba de nuevo sobre el dragón para que
fuera más rápido. Llevaban ya demasiado retraso y no podían
arriesgarse a perder otro día escondiéndose de la tormenta. Volar
no sólo resultaba más rápido sino que además podían escrutar el
horizonte con la mirada. Para descubrir a tiempo a los dre'rendi
era preciso que ella y el dragón atravesaran aquella
tormenta.
Como espoleado por aquellos pensamientos, un
embrollo tremendo de luz y rayos estalló a sus espaldas de forma
que la sombra del el dragón se recortó sobre el océano tranquilo.
El mar a sus pies era cada vez más liso y transparente conforme la
escasa luz del sol iba siendo engullida por aquella tormenta
salvaje.
Los colmillos del
cielo se ciernen sobre nosotros, manifestó el dragón.
Al instante, las nubes negras se avecinaron
sobre la pareja y arremolinaron con espadas recortadas de
relámpagos. El estallido de los truenos resonó en los oídos de
Sy-wen, y los aullidos del viento estuvieron a punto de arrancarlos
del cielo.
Habían perdido la carrera y la tormenta los
había agarrado entre sus fauces.
Pinorr se encontraba de pie en la sala común
del Espuela de Dragón. La mitad de la
tripulación se había congregado para asistir al combate que se iba
a producir entre el chamán y el capitán. La mayoría de las veces,
aquella sala servía de comedor, pero en esta ocasión se habían
retirado los bancos manchados de cerveza y se había dejado un
espacio delante de la mesa más larga. A pesar de que el hedor del
guiso de pescado permanecía adherido a las vigas, la cocina se
había convertido en la sala de juicios del barco.
Pinorr miró fijamente a los jueces. Detrás
de la mesa estaban sentados Jabib y Gylt, el primer y el segundo
oficial de a bordo respectivamente, y buenos amigos de
Ulster.
A Pinorr ese par le repugnaba. Jabib, el
primer oficial, era un gigante tan adusto como alto, con una nariz
deformada que reposaba como una barcaza rota sobre un rostro lleno
de cicatrices. Gylt, el segundo de a bordo, era bajo y rechoncho, y
su rostro moreno siempre reflejaba enojo.
Ninguno de esos dos se apiadaría de
Sheeshon. Por la expresión petulante de Ulster, que se encontraba
de pie junto a Pinorr, la cuestión del ataque de Sheeshon contra él
ya estaba decidida. En teoría, ante la ley el capitán era un
miembro de la tripulación como cualquier otro, pero Pinorr se
apercibió de las sonrisas veladas que se intercambiaron aquellos
dos jueces y Ulster.
Aquel día, la justicia sería tan ciega como
un gusano enterrado en el cieno.
Mientras Pinorr ponderaba su situación con
amargura, Ulster dio un paso al frente para dar comienzo al
procedimiento. El capitán se inclinó profundamente delante de los
dos jueces, como era costumbre.
Pinorr lo siguió, pero se limitó a inclinar
la cabeza una sola vez. La muchedumbre que había detrás comentó
aquel gesto entre murmullos.
Los dos jueces enrojecieron con enojo ante
la falta de respeto de Pinorr. Jabib quiso reprender a Pinorr, pero
Ulster lo interrumpió y, a la vez, demostró quién era el que
controlaba de verdad aquel proceso.
—Chamán, la hija de tu hijo tiene que estar
presente delante del tribunal.
Pinorr se dirigió al capitán con tono
respetuoso.
—En este caso actúo como su defensor, tal
como me permite la ley. Voy a hablar en su nombre.
—Con defensor o no, ella debería estar
presente en la sala.
—Mader Geel cuida de ella en mi camarote y
vuestros guardias tienen a la anciana y a esa frágil niña muy a
mano. A no ser, claro está, que temas que ambas puedan con tus
hombres. Sólo la haría venir aquí si temieras por tu seguridad
cuando la niña está fuera de tu vista.
Ulster empezó a agitarse y enrojecer de
rabia. Pinorr prosiguió:
—No quisimos ponerte en la penosa situación
de enfrentarte otra vez ante una mujer espadachín tan hábil, sobre
todo al contemplar el modo en que te ha derrotado hoy.
Pinorr señaló con la cabeza la mano vendada
de Ulster.
La muchedumbre rió con disimulo, tapándose
la cara para que Ulster no viera exactamente quiénes eran los que
se reían ante las palabras del chamán. Pinorr se mantuvo
impertérrito.
—De acuerdo. Que permanezca en tus
aposentos. No me gustaría que nadie me tildara de injusto.
Pinorr tuvo que contenerse para no
reír.
—Entonces vamos a arreglar este
asunto.
Tras aclararse la garganta, Ulster dio un
paso hacia adelante.
—Yo acuso a Sheeshon Di'Ra de atacar a un
miembro de esta tripulación sin que mediara desafío expreso.
Jabib asintió en tono sombrío, como si
sopesara las palabras del capitán, y luego se volvió hacia
Pinorr.
—¿Qué respondéis a ello?
Pinorr no dio ningún paso al frente.
—Esto es una farsa. La hija de mi hijo es
incapaz de declarar una tekra, eso es,
un desafío de sangre, porque esa palabra no significa nada para
ella. Como sabéis todos los presentes, Sheeshon no tiene bien la
cabeza ni el cuerpo. No es más que una niña pequeña en un cuerpo de
muchacha. Llevarla frente a un tribunal como miembro de pleno
derecho de esta tripulación es un acto propio de un hombre
cobarde.
El público estalló detrás del chamán.
Ulster replicó entre los gritos.
—Te equivocas, chamán. Nunca he dicho que la
niña fuera miembro de la tripulación. Esto lo debe decidir el
tribunal. Me limito a seguir el antiguo código de los dre'rendi. La
niña tiene más de diez inviernos y ha violado nuestras leyes. El
código lo dice muy claramente. Tiene que enfrentarse al tribunal y
confiar en ellos para que la justicia decida cómo fallar en su
caso.
El público murmuró.
Pinorr observó que los jueces lo miraban
divertidos y atentamente. Era muy difícil vencer la baza del código
de los dre'rendi. Ulster había encontrado un punto donde apoyarse y
confiaba su victoria en él. Pero Pinorr no había terminado. Sabía
que a menudo un fuego sólo se puede apagar con otro fuego.
—Hablas mucho del código —dijo Pinorr—. Pero
me temo que no lo has leído lo suficiente bien como para recordar
que uno de nuestros códigos más antiguos dice: El acusado puede exigir "jakra" de quien lo haya
denunciado.
—¿Un duelo de sangre? —Ulster palideció,
pero al poco estalló entre risas—: Con los años vas perdiendo la
cabeza, anciano. ¿Acaso la locura del rajor maga te ha afectado,
como les ocurre a todos los chamanes:
—Ahora no estoy cegado por la bendición de
los dioses de los mares. Todavía estoy en mi juicio. Como defensor
de Sheeshon exijo jakra en su nombre. —Señaló al capitán, un hombre
que era dos veces más grande que él y tenía la mitad de su edad—.
Te declaro en duelo de sangre con Sheeshon.
La sorpresa en el rostro de Ulster había
barrido cualquier señal de petulancia. Pinorr observó que el hombre
estaba intentando entender aquel embrollo. No era capaz de ver
adónde lo llevaba Pinorr en aquella tormenta. Nadie en su sano
juicio optaría por la jakra. Aquel código arcaico no había sido
invocado desde hacía más de un siglo. Todos sabían que era
preferible enfrentarse a una decisión severa de un tribunal que a
un duelo de sangre. Las oportunidades iban contra el que lo exigía.
El que retaba a un duelo de sangre tenía que enfrentarse a su
oponente sin armas, mientras que el otro tenía libertad de escoger
cualquier arma que le viniera en gana. En la larga historia de los
dre'rendi, ningún retador había logrado sobrevivir a la
jakra.
—¿A qué estás jugando? —siseó Ulster.
—¿Aceptas el reto tú mismo, o prefieres
nombrar a alguien que te represente en la lucha?
Como Pinorr había llamado cobarde al
capitán, sabía que éste no se atrevería a perder el honor delante
de su gente.
—Acepto el reto —afirmó con recelo—. Y
supongo que habrás pensado en alguien que sea lo bastante idiota
como para representar a Sheeshon sin arma alguna.
Pinorr se encogió de hombros.
—Yo mismo.
Un grito de sobresalto se oyó entre la
gente. A los chamanes les estaba prohibido luchar. Cuando los
dioses del mar llamaban a un hombre al rajor maga, éste estaba
obligado a desatarse la trenza de luchador y ostentar sólo la
túnica de chamán. Tenían prohibido incluso llevar espada. Se
consideraba un grave insulto para los dioses del mar que un chamán
luchara alguna vez como un soldado normal. Aquello mancillaba los
dones que los dioses le habían otorgado y daba mala suerte a todo
el barco.
—Tú no puedes luchar, chamán —declaró
Ulster—. Está prohibido. Escoge a otro que represente a
Sheeshon.
—El código lo dice muy claro. El que exige
jakra puede escoger a cualquier persona. Nadie se puede negar, sea
o no chamán.
Pinorr se volvió hacia Ulster.
—Es el código.
Ulster tenía el rostro enrojecido.
Por vez primera Gylt, que había permanecido
callado, habló:
—Pero, si luchas, traerás la ira de los
dioses sobre nosotros —espetó.
Jabib se limitó a fruncir el ceño junto a su
compañero de tribunal. El público, sin embargo, expresó a gritos el
sentimiento de Gylt. Ulster se dio cuenta del pánico que se estaba
apoderando de su gente.
—Si mueres —dijo con tono amenazante—, el
código de jakra está muy claro. Sheeshon, que es la representada,
deberá morir también bajo el látigo y el hacha.
—Prefiero que muera a que viva en un barco
maldecido por los dioses.
Pinorr volvió la espalda a Ulster y dejó que
el capitán meditara sobre aquella situación tan delicada. El ataque
cobarde de Ulster contra Sheeshon amenazaba con arrojar la ira de
los dioses contra el barco y, aunque Ulster estuviera dispuesto a
aceptar aquella maldición y forzara a luchar al chamán, sabía que
terminaría navegando en un barco vacío. Ningún Jinete Sangriento
pondría sus pies en la cubierta de un barco maldito.
Pinorr esperó al momento adecuado y se
volvió de nuevo hacia Ulster.
—La única opción que te queda es retirar los
cargos y desconvocar ahora mismo a este tribunal.
Ulster tenía los puños apretados de rabia.
Sabía que lo habían derrotado, que lo había vencido el mismo código
con el que intentó atrapar a Pinorr. Los rasgos del capitán estaban
llenos de rabia, tenía las cejas oscuras como nubarrones y de los
ojos le salían verdaderos relámpagos.
—Has ganado, Pinorr —espetó—. Voy a retirar
la...
—Aguarda —intervino Jabib—. Antes de cerrar
este asunto deberíamos llevar a Sheeshon ante este tribunal.
Ulster intentó desestimar la objeción del
primer oficial, pero Jabib se puso de pie. Pinorr adivinó que al
hombre se le había ocurrido un plan. Pero ¿cuál?
El primer oficial levantó una mano.
—El tribunal tiene derecho a preguntar a
Sheeshon acerca de la elección de su paladín. Veremos ahora si la
niña desea realmente ver cómo su abuelo muere por ella.
A Pinorr se le oscureció la vista.
Comprendió entonces la artimaña que se estaba tramando. Había dicho
a Mader Geel que instruyera a Sheeshon por si la niña tenía que
nombrar a Pinorr como paladín, pero era evidente que Jabib
pretendía asustarla tanto que se retractara de nombrarlo. Aun
cuando no lograsen convencer a Sheeshon, siempre se podrían retirar
los cargos. Sin embargo, si lo lograban, Sheeshon estaría
condenada. El duelo de sangre ya había sido reclamado y Pinorr no
podía retractarse de él, sólo lo podía hacer Ulster retirando la
acusación. Sheeshon debería nombrar a un paladín que estuviera
dispuesto a enfrentarse al capitán sin armas, y nadie lo
haría.
Pinorr palideció y sintió un frío terrible
que le atenazaba el corazón. Se dijo que tal vez con sus palabras
había condenado a su nieta, permitiendo que su orgullo y la
confianza excesiva en él lo cegaran. Se dio cuenta de que Ulster
sonreía cada vez más abiertamente.
Un par de guardias partieron para ir a
buscar a Sheeshon.
Pinorr carraspeó.
—No es necesario —intentó inútilmente—. Ella
ya me ha nombrado y yo he aceptado.
—Esta cuestión debe dirimirla este tribunal
y no tú —repuso Jabib con el ceño fruncido—. Tenemos derecho a oír
de su boca la elección. Lo dice el código.
Pinorr sabía que discutir era inútil.
Mientras aguardaba rezó a los dioses para que protegieran a su
nieta. No merecía aquel castigo. Cerró los ojos y deseó fuerza para
Sheeshon para que resistiera la tormenta que se le venía
encima.
Al cabo de lo que pareció una eternidad, la
multitud, que había estado murmurando y haciendo apuestas sobre el
resultado, se agitó cuando Sheeshon fue llevada a rastras a través
de ellos. Para entonces, la mayoría de los hombres y mujeres de la
tripulación se encontraba en aquella pequeña sala.
Sheeshon fue llevada hasta delante de la
mesa larga. Mader Geel estaba a su lado. Jabib hizo una señal con
la cabeza a la anciana.
—Ya no haces falta.
Pero Mader Geel miró a Pinorr y se quedó al
lado de la niña.
—¿Acaso no oyes las órdenes del tribunal?
—preguntó Ulster. Hizo una señal a los guardias y éstos se
acercaron de mala gana a la mujer espadachín.
—La niña está aterrorizada —arguyo la mujer
en su defensa mientras sostenía la mano de Sheeshon.
La pequeña miraba con mucho asombro a la
multitud que la rodeaba y los labios le temblaban. El miedo hizo
que la parte entumecida de su rostro cayera algo más de lo
habitual. Mader Geel fue apartada de ella a la fuerza, y la niña se
quedó sola delante de la mesa. Sheeshon intentó retroceder hacia
Pinorr, pero un guardia la retuvo tomándola por el hombro.
Para entonces, Jabib ya se había levantado
de la mesa y se acercaba a Sheeshon. Al llegar junto a ella, se
arrodilló, le sonrió y le susurró unas palabras dulces. Sheeshon le
escuchó, pero era evidente que estaba nerviosa y no dejaba de mirar
a Pinorr.
En cuanto logró que la niña le atendiera,
Jabib levantó la voz para que todos lo pudieran oír.
—Dime, Sheeshon, querida, ¿sabes por qué
estás aquí?
Sheeshon negó lentamente con la cabeza y
alzó la mano para ponerse el dedo pulgar en la boca, pero Jabib se
lo impidió.
—Tienes que escoger a tu paladín. ¿Sabes lo
que esto significa?
La voz de Sheeshon parecía un susurro frente
a una tempestad.
—Mader dice que tengo que señalar a
papá.
—Oh, ¿así que quieres que tu padre
muera?
Sheeshon abrió los ojos con sorpresa y
empezó a llorar.
—¿Morir?
Jabib asintió y volvió el rostro de Sheeshon
hacia Ulster.
—Ese hombre tan grande va a abrir la
barriguita de tu papá con una espada muy grande si lo eliges.
¿Seguro que quieres escoger a papá?
Sheeshon tenía las mejillas bañadas en
lágrimas.
—No —dijo con voz ahogada—, no quiero que a
papá le abran la barriguita.
Pinorr no pudo contenerse por más
tiempo.
—Dejad en paz a la niña —dijo apenado por su
nieta—, por favor.
Jabib acarició la cabeza de Sheeshon
mientras se ponía de pie. Su voz resonó entre la multitud que
murmuraba.
—Todos habéis oído sus palabras. Se retracta
de Pinorr.
Ulster dio un paso adelante.
—O elige un paladín o tendrá que enfrentarse
ella misma. La jakra ya ha sido invocada.
Pinorr alzó la voz.
—Basta ya, Ulster —dijo—. Haz conmigo lo que
quieras, pero deja a la pobre Sheeshon fuera de esta disputa.
—¿Y matar a un chamán? ¿Arrojar una
maldición contra mi barco? No creo que la tripulación estuviera muy
de acuerdo con ello.
Pinorr se quedó mirando a Ulster
fijamente.
—¿Así que preferirías matar a una niña
inocente delante de toda la tripulación?
—No ha sido mi elección —repuso Ulster—. Yo
sólo pretendía castigarla. Sólo quería darle un par de latigazos,
para dar a los dos una pequeña lección. Eres tú quien ha escogido
este nuevo rumbo, no yo.
Pinorr no podía argüir nada frente al
capitán. Se había creído tan listo, tan sabio con el paso de los
inviernos.
—Si apartas a Sheeshon de mí, encontraré un
modo de destruirte. Lo juro.
Ulster se encogió de hombros.
Mader Geel se acercó a consolar a Sheeshon.
La anciana abrazaba a la niña y le susurraba palabras de consuelo.
Pinorr sabía que había perdido. Intentó acercarse a su nieta, sin
embargo los guardias se lo impidieron.
En lugar de ello, Jabib volvió a
arrodillarse junto a la pequeña.
—Ahora tendrás que escoger a alguien,
querida. Tienes que escoger a alguien que luche en tu nombre.
Pinorr había dejado de escuchar. Todo había
terminado. Nadie estaría de acuerdo.
Sheeshon se soltó del abrazo de Mader Geel.
Tenía la mirada perdida. El terror la había hecho replegarse en su
interior. Sheeshon señaló con la cabeza hacia las vigas de la
cocina.
—Ya están aquí —musitó.
El fragor repentino de un trueno resonó por
todo el maderamen del barco, como si se hubiera roto la quilla.
Todos se sobresaltaron.
Jabib acarició el hombro de la niña.
—Elige —le ordenó con impaciencia.
La locura dio a Sheeshon la fuerza de un
hombre adulto. Se soltó de Jabib y se dirigió patosamente hacia la
gente. La tripulación se separó para dejarle paso. Nadie se atrevía
a mirarla a la cara. Nadie quería tener que decir que no a la
niña.
Jabib siguió a Sheeshon y ella empezó a
correr. La multitud retrocedió y eso permitió que Pinorr y Ulster
siguieran a Jabib. Sheeshon salió de la habitación y subió a toda
prisa la escalera hacia la cubierta superior. La tripulación siguió
a Jabib, Pinorr y Ulster.
Cuando Pinorr salió del espacio cálido y
estrecho de la cubierta inferior, se asustó al notar el frío del
ambiente. De nuevo retumbó un trueno. El cielo hacia el sur era un
muro sólido de nubes negras que se elevaban hacia lo alto. El sol,
que se ponía ya al oeste, estaba amenazado por el límite de la
tormenta. Aunque alrededor el mar parecía estar en calma, aquélla
era una tranquilidad muy poco natural. Las olas eran planas y, con
la luz mortecina del sol de poniente, tenían el color del hierro
forjado.
A lo lejos, los destellos de las luces de
señalización de los demás barcos de la flota indicaban su
presencia. Estaban rizando las velas y por las aguas llegaban los
ecos de las órdenes.
Pinorr se volvió hacia Ulster.
—No has dado la alarma.
Por lo menos Ulster tuvo la dignidad de
adoptar una actitud de culpabilidad. Sin embargo, no despegó la
vista de aquel frente tempestuoso.
Pinorr sabía que no podía culpar por
completo a Ulster. Al saber del peligro que corría Sheeshon, él
había olvidado también la advertencia de los dioses de los mares.
Ambos habían sido unos irresponsables y ahora toda la flota corría
peligro.
Sheeshon estaba cerca de la borda de
estribor y miraba la tormenta que se avecinaba mientras escrutaba
los cielos. Jabib estaba a su lado. Ulster y Pinorr se acercaron a
ellos.
Jabib miró al capitán.
—Tenemos que cerrar todas las escotillas
—dijo—. No podemos esquivar la tormenta. Nuestra única esperanza es
cerrar el barco y rezar para que se mantenga a flote.
Ulster asintió sin decir nada. Aquélla era
la primera vez que el joven capitán se enfrentaba a una tormenta
devastadora, y se había quedado sin habla.
Pinorr se aprovechó del miedo de
Ulster.
—Sólo los dioses de los mares nos protegerán
esta noche. Libera a Sheeshon de la jakra y rogaré a los dioses un
favor de sangre. Renuncia y reza tus propias plegarias. Observa lo
poco que los dioses de los mares atienden a los hombres
ordinarios.
Ulster dio la vuelta de un salto para mirar
a Pinorr.
—Todo es culpa tuya —masculló mientras el
terror le salía por los ojos—. Tú has invocado a este monstruo
contra nosotros.
Jabib intentó posar una mano en el brazo del
capitán para tranquilizarlo, pero fue rechazado. El primer oficial
se balanceó hacia la borda.
—Necesitaremos todas las plegarias —urgió—,
especialmente las del chamán.
Ulster tomó a Sheeshon por el hombro con
fuerza.
—Pinorr nos ha lanzado una maldición. Antes
de que la tormenta se nos venga encima, voy a golpearle donde más
le duele.
Ulster intentó apartar a Sheeshon de la
borda del barco, pero la niña parecía atada a ella como un percebe.
El capitán forcejeó con enojo.
—Los dioses de los mares sabrán que cumplo
con el antiguo código y nos protegerán.
Jabib se aproximó al capitán con expresión
grave. Pinorr comprendía su preocupación. El primer oficial sabía
que lo que Ulster proponía era una locura. Verter sangre en
cubierta antes de una tormenta era la peor de las suertes. La
sangre llamaba a la sangre. La tripulación no consentiría
aquello.
—Exijo un duelo de sangre —gritó Ulster—.
¡Ya!
Finalmente arrancó con ferocidad a Sheeshon
del lugar donde se encontraba.
Ella profirió un grito de terror mientras
era volteada.
—¡Papá! —gritó, intentando agarrarse a
Pinorr.
Pinorr se colocó directamente en medio del
camino del iracundo capitán. En los ojos de Ulster el chamán vio la
tormenta. Cuando el poder de una tempestad se apoderaba de la razón
de las personas se hablaba de que sufrían la fiebre
tormentosa.
—Antes ella tendrá que escoger, Ulster
—afirmó Pinorr—. Según el código, ella tiene tiempo hasta la puesta
del sol para elegir un paladín y poner fin a este asunto.
Tras decir aquellas palabras, las nubes de
tormenta empezaron a engullir el sol. La luz a su alrededor se
convirtió en una falsa penumbra.
—¿Poner fin a este asunto? —Ulster agitó el
brazo—. ¿Lo ves? Incluso los cielos nos dicen que éste es el
momento. Han apagado el sol antes de tiempo para que la jakra tenga
lugar.
Jabib se puso junto a Pinorr, hombro con
hombro, y miró a Ulster. Las palabras del primer oficial fueron muy
firmes.
—Todavía no ha escogido, capitán.
La rabia y la furia se reflejaban en el
rostro de Ulster. Tembló durante unos instantes, cogió a Sheeshon
por los brazos y la acercó a su rostro.
—¡Escoge! —gritó.
Ella gimoteó y se debatió en aquellos
brazos.
—Suelta a mi nieta —dijo Pinorr con
frialdad—, o emplearé la espada.
—¡Me estás retando!
Ulster dejó caer a Sheeshon, ella se
desplomó como una muñeca de trapo y gateó hacia Pinorr.
Jabib separó a Ulster y a Pinorr,
abalanzándose sobre ambos.
—¡Basta! —les gritó. Se volvió hacia
Pinorr—: La jakra ha sido invocada de forma correcta por tu propia
boca...
Luego se volvió hacia Ulster:
—...y hasta que este asunto sea resuelto yo
soy el juez. Así que ambos vais a respetar mi autoridad o vos
perderéis el rango de capitán del barco.
Aquellas palabras parecieron mitigar la
fiebre de la mirada de Ulster.
—Entonces, que ella decida —ordenó el
capitán, dando un paso atrás.
Pinorr bajó la mirada hacia Sheeshon. La
niña había vuelto de nuevo la mirada hacia los cielos. No
comprendía nada de lo que ocurría. Señaló a la capa de nubes
oscuras.
—Están ahí.
Pinorr volvió la vista hacia donde ella
indicaba.
De repente, estalló un trueno y un pedazo de
oscuridad ondulante se desprendió del cielo y se precipitó hacia
ellos. Los rayos le perseguían por el cielo mientras los truenos
retumbaban con ira.
Todos se volvieron a ver aquel extraño
fenómeno.
—¿Qué es eso? —preguntó Jabib.
Pinorr contuvo el aliento. Sus sentidos del
mar le gritaban. Mientras la contemplaban, la capa de oscuridad fue
aumentando de tamaño conforme se precipitaba entre estallidos de
rayos. Era un ser enorme con las alas abiertas a ambos lados.
Pinorr sabía que aquello no era una gaviota normal. Había visto la
escultura de Sheeshon.
—¡Retroceded! —gritó, llevándose a Sheeshon
con él. Sin embargo, la niña se desembarazó de él.
Sheeshon se agitaba contenta y agitaba los
brazos hacia el cielo.
—¡Están aquí! ¡Están aquí! —gritaba.
Ulster tenía ya la mano en la empuñadura de
la espada.
—¡Está invocando a los demonios contra
nosotros!
Para entonces, todo el mundo en cubierta
había dejado de prepararse para asegurar el barco para la tormenta.
Todas las miradas contemplaban el descenso de aquella gran bestia
negra.
—No es un demonio —manifestó Pinorr para
mayor furia de Ulster—. Es peor.
—¿Qué es?
—Es un dragón.
Los truenos apagaron toda conversación,
retumbaban y hacían vibrar las jarcias. La aseveración de Pinorr se
confirmó. La enorme bestia voló por encima de los mástiles. Las
escamas de color negro se reflejaron como una mancha de aceite en
el mar. De repente, el animal volteó y giró sobre una única ala. En
sus ojos parecía contenida toda la furia de la tormenta.
Los gritos de terror se extendieron por toda
la cubierta. Los hombres se lanzaban por la borda con terror.
—¡Tomad los arpones! —gritó Jabib,
aterrorizado.
El dragón se precipitó contra ellos,
desplomándose como un relámpago. Pinorr abrió los ojos con asombro.
Aquel ser se dirigía hacia el centro de la cubierta, justo donde
Sheeshon lo miraba transfigurada.
—¡Sheeshon!
Pero Pinorr llegó demasiado tarde. El dragón
se desplomó sobre la cubierta, cerrando las alas y dejando unos
surcos en los maderos al detenerse. En cuanto se hubo parado, el
aliento caliente en el aire frío levantó unas columnas de vapor.
Los ojos rojos miraron a los hombres, que permanecían paralizados
en la cubierta. Los dientes plateados, más largos que el antebrazo
de un hombre, brillaban con los últimos destellos de sol. De
repente, levantó el cuello hacia las velas plegadas y bramó contra
los cielos.
En cubierta, unos hombres cayeron de
rodillas suplicando piedad y otros corrieron hacia las escotillas.
Algunos tuvieron el valor suficiente para coger espadas y
lanzas.
Pinorr hizo un gesto a los hombres armados
para que retrocedieran. Sheeshon había desaparecido. Dio un paso
adelante con las palmas de las manos en alto en señal de que no
pretendía ser ningún peligro para aquella bestia. El dragón inclinó
el cuello para escudriñar al chamán. Pinorr no hizo caso de la
amenaza de aquellos ojos encarnados. Sólo le importaba que Sheeshon
estuviera a salvo. En cuanto se acercó lo suficiente, vio a una
muchacha diminuta sentada encima del lomo del dragón con el pelo
verde empapado de agua. Tenía la piel pálida como la ceniza. Aunque
era evidente que respiraba, la jinete parecía estar próxima a la
muerte.
¿Qué ocurría ahí?
De repente, Sheeshon salió de debajo del ala
del animal. El dragón se asombró un poco ante la aparición
repentina de la niña. Hizo un siseo y retiró las alas. Ulster y
Jabib se acercaron a Pinorr. Sheeshon sonreía torpemente mientras
el dragón se erguía sobre ella.
Entonces señaló a la gran bestia.
—Lo escojo a él —dijo claramente mientras su
voz sonaba por toda la cubierta. Incluso los truenos se habían
detenido por unos instantes.
Pinorr se volvió hacia el capitán.
—Ya tienes lo que pedías, Ulster —dijo con
tono sombrío—. Sheeshon ha escogido a su paladín.